ANTONIO PORCHIA
BIOGRAFÍA
Nació en Conflenti, una ciudad de Calabria en la provincia de Catanzaro, Italia, en 1885. Fue el primero de los siete hijos de Francisco Porchia, un sacerdote que había colgado los hábitos para contraer matrimonio, y Rosa Vescio. La infancia de Porchia estuvo marcada por el estigma de ser «el hijo del cura» del que todos se mofaban en un pequeño pueblo de Calabria.
El padre muere hacia 1900 y Antonio, de sólo 15 años de edad, asume la responsabilidad de cuidar de los suyos: abandona los estudios y comienza a trabajar. Tiempo después la madre decide emigrar a la Argentina con seis de sus siete hijos. En Génova toman el vapor “Bulgaria” de bandera alemana llegando a Buenos Aires el 30 de octubre de 1906. Eran épocas en que Argentina recibía muchos inmigrantes puesto que necesitaba mano de obra para trabajar la tierra e Italia estaba sumida en una gran crisis económica, apenas una década atrás había logrado reunificarse tras de la ocupación de Francia en parte del territorio.
En Argentina, Antonio se ve obligado a reinventarse y elige la soledad como arma de autodefensa. Cultiva la introspección y un ascetismo militante que lo despoja de todo lo mundano. Se volvió otro, y si algo debió de quedarle claro en ese trance de su vida fue la inconsistencia de todo atributo personal y la capacidad que tiene un individuo de reinventarse.
“Quien ha visto vaciarse todo, casi sabe de qué se llena todo”.
A los 20 años, Porchia, asumiendo siempre la responsabilidad familiar, se dedica a diversos oficios manuales (carpintero, tejedor de cestas, apuntador en el puerto) en una época en que son comunes las jornadas de trabajo de catorce o más horas. Inicialmente, la familia habita en una casa del barrio de Barracas; más tarde, hacia 1918, consigue otra, de mayor tamaño, en San Telmo. Este mismo año, Antonio y su hermano Nicolás compran una pequeña imprenta en ese barrio, en la calle Bolívar; ahí Antonio es aprendiz de tipógrafo y trabaja en la guillotina cortando y perforando fichas. Esta imprenta tuvo un impulso alrededor de 1925 y fue trasladada y ampliada; Porchia trabajaría en ella hasta 1935.
Al año siguiente, cuando ya sus hermanos se valen por sí mismos y han establecido respectivas familias, Porchia decide aislarse: deja la imprenta, compra una casa en la calle San Isidro del barrio de Saavedra y la llena de canteros de flores y árboles frutales. Durante un tiempo albergará ahí a sus sobrinas que han quedado huérfanos de madre; una de ellas, Nélida Orcinoli, recuerda: “Vivimos varios años juntos. Tío ya había comenzado a escribir sus Voces; cada voz le llevaba mucho tiempo, como si fueran el resultado de una elaboración muy cuidada y muy lenta”.
En ese tiempo Porchia muestra una conciencia social: milita en las filas de la FORA (Federación Obrera Regional Argentina) y llega a colaborar en una publicación de izquierda llamada La Fragua (1938-39), donde aparecen por vez primera los fragmentos o sentencias que caracterizan su conversación cotidiana y que él decide llamar voces. Una de ellas afirma:
En todas partes mi lado es el izquierdo. Nací de ese lado.
Desde el comienzo de su vida en solitario, Porchia frecuenta un barrio bonaerense llamado La Boca, donde viven los inmigrantes italianos. Ahí hace amistad con un grupo de pintores y escultores anarquistas; en 1940 funda con ellos la “Asociación de Arte y Letras Impulso”. Varios de esos amigos lo instan a reunir en un libro esas reflexiones a través de las cuales se expresa y que a veces escribe en modestas hojas de papel. No sin reticencia inicial, Porchia termina por dejarse convencer. Para esta edición elige el título con que, en La Fragua, había ya bautizado a sus textos: Voces. Para entonces, Porchia tiene ya cincuenta y ocho años:
He llegado a un paso de todo. Y aquí me quedo, lejos de todo, un paso.
Las ventas del libro brillan por su ausencia. La edición de mil ejemplares de Voces sería un quebradero de cabeza para el poeta. Como no se vendían, Porchia pidió a sus amigos de La Boca que le guardaran los libros. Pero pasaba el tiempo y esos fardos inútiles seguían ahí, ocupando un espacio precioso en el local de los artistas. Urgido por la molestia que estaba ocasionando, Porchia se lleva los libros y alguien le habla de la Sociedad Protectora de Bibliotecas Populares que podría cuidar de su invendible legado. El viaje mágico de las voces acaba de comenzar. Esos primeros ejemplares recalaron en los más recónditos rincones del país, humildes bibliotecas de pueblos olvidados donde la lectura era todavía una apreciada liturgia. Muchos de los eventuales lectores copian a mano las voces y comienzan a hacerlas circular de este modo personal y callado. Porchia emprende una segunda edición de autor en 1948, también bajo el sello de Impulso y con el material que ha ido acumulando en esos cinco años..
El reconocido crítico y poeta francés Roger Caillois, colaborador de Sur, la revista dirigida por Victoria Ocampo, se topa en Argentina con el libro y no lo suelta hasta que acaba de leer la última de sus voces. Queda tan impresionado que quiere saber enseguida quién ese poeta tocado con la gracia de mil duendes. Cuando se encuentra con Porchia, le confiesa: «Por esas líneas yo cambiaría todo lo que he escrito». Y le invita a publicar en Sur junto a las plumas más luminosas del momento.
A cualquier escritor, el descubrimiento azaroso por parte de un intelectual como Caillois le hubiera supuesto una puerta abierta al reconocimiento de la élite intelectual. Pero Porchia no era un escritor cualquiera. En realidad, nunca se sintió escritor. A los correctores de estilo de la revista Sur tampoco les debió parecer que lo fuera. No aciertan a comprender la estructura de sus frases. Caillois está de regreso en Francia y los escritos de Porchia no acaban de publicarse. Indaga el poeta y le van dando largas. Hay problemas, le dicen. Cosas de gramática. Le intentan corregir esas «cosas» pero el poeta se niega. El artista Líbero Badii, gran amigo del poeta, señalaría tiempo después de su muerte que solo había algo que realmente sacaba de sus casillas al maestro, como lo llamaban sus allegados. No soportaba que le cambiaran las comas de lugar. Si veía una coma mal puesta en la edición de una de sus voces, se enfurecía. Las comas eran para Porchia la sal de la tierra.
Pese al fallido aterrizaje de Porchia en Sur, Caillois no se da por vencido. Traduce algunas voces y las publica en Francia. Cuando regresa a Francia, traduce las voces e incluye algunas de ellas en un número anual de Dits y en la revista parisina Le Licorne. Luego las hace publicar en una plaqueta de la serie G.L.M. La lectura de esta traducción despierta la admiración de Henry Miller (que incluye a Porchia entre los cien libros de una biblioteca ideal), y lleva a André Breton a exclamar: “El pensamiento más dúctil de expresión española es, para mí, el de Antonio Porchia, argentino”.
La vida de Porchia está en sus Voces, “mis Voces es casi una biografía”, dijo en una ocasión. No sólo escribía voces, sino que se expresaba a través de ellas, incluso en las conversaciones cotidianas. En una de las pocas reuniones sociales a las que asistía Porchia, una asistente comenzó a suplicarle que dijera una de sus voces, Porchia terminó por aceptar; cuando se hizo el silencio, dijo: “Quise obtener algo de una mujer. Y obtuve la mujer”. No existe registro escrito de esta voz.
Margarita Durán comenta que en una ocasión un poeta que colaboraba en el diario La Nación le pidió unas voces para incluir, pero que fueran nuevas. Según Porchia, las voces no las hacía, venían hechas, alguien se las sugería. A veces pasaba mucho tiempo sin que él pudiera escribir ninguna voz. Así que no pudo colaborar con ello porque en esos días las voces se habían quedado mudas. La voz se hace oír cuando es el momento.
Guillermo Boido escribía en 1976 que no existe ninguna edición de la obra completa de Porchia, ya que la actual es una suerte de antología hecha por el propio autor. Ninguna recopilación será total, ya que en ella no tendrán cabida las voces que sólo perduran en la memoria de quienes lo conocieron y que fueron concebidas para un solo destinatario, una sola ocasión.
Las Voces parecen hechas para ser vividas, nos animan a comprometernos desde su raíz con la realidad. Porchia nos ha dejado un lenguaje capaz de desenterrarnos, de quitarnos de encima todo lo que no somos. Las palabras casi no tienen materia, casi no son ellas para no dar sombra al pensamiento. Porchia “usa no el idioma, sino el espíritu del idioma” según escribió García Lorca refiriéndose a Quevedo. Su poesía salta sobre el verso y la prosa para instalarse en ese lugar casi virgen que hay entre el silencio y la palabra. Para Alberto Luis Ponzo, Porchia “no escribía sobre su vida, sino desde su vida”. El silencio y la palabra crean un mundo verdaderamente vivo y abierto, tan fundamental como los de Rubén Darío o César Vallejo, un mundo que, a través de la brevedad, alienta una de las conciencias poéticas más altas y depuradas de todos los tiempos.
Antonio Porchia no ha hecho del lenguaje su preocupación central. Sin embargo, sí es uno de los poetas que con mayor lucidez ha visto sus posibilidades y sus limitaciones. Para llegar a decir algo, ha tenido antes que aprender a callarse:
Hablo pensando que no debiera hablar: así hablo.
El lenguaje no es simple instrumento, sino “el hombre mismo”. Los aforismos, los proverbios, los dichos, las máximas, las sentencias, guardan en común este carácter espurio, y nos remiten, más que a la idea de texto (de tejido, según la conocida etimología), a la de soplo, de exhalación, o sea a un tipo de verdad más cercana a la boca que a las manos. Porchia, sin embargo, trabajó sus aforismos con las manos, como una urdimbre textual o, para decirlo rápidamente, como poemas.
Las repeticiones (que dan ritmo a las voces) son “aparentes”, la “última exigencia del lenguaje”. Este cambio de lugar en la frase de una misma palabra nos ilumina zonas desapercibidas del ánimo, reconcilia conflictos antiquísimos, crea abismo donde no lo hay y nos advierte de él: No descubras, que puede no haber nada. Y nada no se vuelve a cubrir.
En sus palabras nunca se percibe la desesperación, sino la serenidad de quien sólo puede aceptar, decir lo que ve, lo que siente:
El hombre, cuando no se lamenta, casi no existe.
Así, sin la dimensión del dolor, a Porchia no le interesaría lo profundo y viceversa: sin esta necesidad de profundidad, el dolor pasaría desapercibido al hombre. Estar en el dolor es una forma de estar en el centro del mundo:
Sí, sufro siempre, pero sólo en algunos momentos, porque sólo en algunos momentos pienso que sufro siempre.
No estamos ante una conciencia que añora esa intuida unidad del comienzo, sino ante quien es capaz de ver un fondo común a todo.
Me es más fácil ver todas las cosas como una cosa sola, que ver una cosa como una cosa sola.
Según Roger Caillois, tal independencia respecto a los dogmas de las confesiones religiosas es la que le concede a la actitud de Porchia una autenticidad indudable. A través de la experiencia de la totalidad, de su contemplación activa, el poeta cuestiona su propia identidad:
Cuando me parece que escuchas mis palabras, me parecen tuyas mis palabras y escucho mis palabras.
Porchia se percibe a sí mismo en los demás y lo demás. El amor es otra de las claves de su obra. Las voces parecen instalarse en la raíz misma del amor, no en su cumbre, entendida ésta como un ámbito inflamado de deseo, de esporádica plenitud. Amar aquí es aprender a respirar juntos. De esta manera, el amor reconoce a la ausencia como otra presencia, es una visión a fondo del convivir, otra dimensión de la compañía.
Te ayudaré a venir si vienes y a no venir si no vienes.
Es tan importante el amor en Porchia que el desconocimiento acaba siendo un ofrecimiento sin condiciones, una experiencia donde la precaución no cabe, donde el riesgo se decanta en asentimiento.
Te quiero como eres, pero no me digas cómo eres.
José Luis Lanuza, entonces miembro de “Impulso”, relata: “Porchia, místico independiente, vio su nombre en la vidriera de una librería céntrica. Allí no le habían admitido su libro en castellano, ni siquiera en consignación. Pero ahora el libro se llamaba Voix y estaba datado en París. Porchia entró y compró un ejemplar. Era mucho más caro que en castellano, pero el dependiente se lo recomendó con efusión. Otro que no fuera él, tal vez se hubiera indignado por el cambio de trato dado a su obra. Pero no. Pudo pensar, con su amplia sonrisa de comprensión, una de sus voces:
”Estoy tan poco en mí, que lo que hacen de mí, casi no me interesa”.
La ausencia, en el aforismo, de una verdadera dimensión compositiva, de una tridimensionalidad que abre el texto hacia una multitud de direcciones, fue con toda probabilidad la razón por la que Porchia hizo de él su religión única. No olvidemos, por otra parte, que se sentía más próximo a la pintura que a la literatura. Casi todos sus amigos eran pintores y fue la pintura, probablemente, más que la poesía, la que le proveyó de un modelo para sus “voces”, porque Porchia escribe como si “diera cabida” a cada palabra, como si cada palabra se hubiera ganado arduamente su lugar en la frase, venciendo la resistencia de las otras en una suerte de dolorosa dilatación del poco espacio disponible. A la manera de la salida de un corcho del cuello de una botella, las “voces” crean la sensación de un vacío antes y después de su despliegue en la página, y de ahí ese efecto de condensación y de deletreo atento que produce su lectura.
En su viraje verbal se percibe su temple existencialista, que suprime la psicología y el yo en favor de la hondura y el camino, y se encuentra también toda su poesía, que persigue un tipo de formulación en la cual cada trozo de la frase luzca limpiamente autónomo.
Roberto Juarroz, refiriéndose a la sobriedad personal de Porchia escribe: “No recuerdo otro ser a la vez tan sencillo y tan pulcro. No usaba camisa casi nunca. En verano se ponía un saco pijama y en invierno se colocaba una bufanda debajo de un saco más grueso, ajustándola con un alfiler de gancho”. Tan elemental y cierta es la relación que se establece entre poesía y vida que, al no estar acostumbrados a esta simbiosis tan honda, su simple constatación nos asombra y nos inquieta.
Las huellas de Porchia a través de sus voces fueron llegando a manos, ojos y oídos de una legión de lectores a través de fotocopias y reproducciones mecanográficas o manuscritas. Y en ese camino sinuoso, en más de una ocasión la voz se desprendió de su autor y pasaron a ser universales. Venerado por un selecto club de lectores, Porchia despliega en sus voces una sabiduría contenida, casi clandestina. Su obsesión por la corrección hizo que descartara muchas de sus voces y no se animara a incluirlas en las sucesivas ediciones de su obra:
“Y seguiré eliminando las palabras malas que puse en mi todo, aunque mi todo se quede sin palabras”.
En París el Club Francés del Libro considera a Porchia en 1949 para el premio internacional a autores extranjeros, pero no se lo otorga bajo el argumento de que “la elevación del texto atentará contra su difusión en los círculos más amplios”. A manera de desagravio, Porchia es invitado a visitar Francia y conversar con los surrealistas; mas el autor de Voces declinará humildemente la propuesta, respondiéndola con una de sus frases inefables:
Las distancias no hicieron nada. Todo está aquí.
El renombre de la edición francesa dio pie a que las voces llegaran por fin a la prestigiosa revista Sur; Porchia, pese a que vivía del monto de una casi simbólica jubilación, pidió a la directora, Victoria Ocampo, que los honorarios se entregaran a algún poeta necesitado.
En Argentina, la editorial Sudamericana en 1956 le ofrece publicar Voces; para esta publicación masiva, Porchia hace una rigurosa selección de todas las voces publicadas en las dos ediciones de autor, y decide excluir casi la mitad; a la vez, agrega un conjunto de Voces nuevas. Esta será la edición “oficial”, marcada así por el propio Porchia a través de su dedicatoria a Roger Caillois. Se irá imprimiendo y agotando regularmente, lo mismo que las ediciones de Francisco A. Colombo en 1964 y Hachette en 1966.
En una entrevista publicada en 1964 le preguntaron por qué llamó Voces a su libro. Y respondió a su manera: Es difícil saber. Todo se escucha. Y se escucha de todo (…) No sé definirme porque no soy yo. Uno es una infinidad de cosas (…) Mi libro Voces es casi una biografía. Que es casi de todos.
El poeta ítalo-argentino cohabitaba con sus voces, las vivía, en palabras de Roberto Juarroz. Y las esculpía concienzudamente durante semanas y meses, mientras regaba las plantas de su jardín o se quedaba extático frente a una flor. Las voces estaban ahí, dentro de él:
Quien no llena su cabeza de fantasmas, se queda solo.
Una de las pasiones de Porchia era no ofender a nadie, ni a él mismo, y si no le cuesta ninguna dificultad incluirse a sí mismo en ese nadie genérico, es porque se siente como nadie, como ninguno. Por eso, puede decir: “El verdadero ‘está bien’ me lo digo en el suelo, caído”. Parece que Porchia quiere siempre regresar a un punto inicial donde todo está por hacerse y donde, por lo mismo, se tiene la tentación de no hacer nada, porque se sospecha que todo está hecho, ya que uno es su propio camino antes de recorrerlo.
Buda dijo: “Sed como una lámpara para vosotros mismos. Sed vuestro propio sostén”, y Porchia escribió:
He sido, para mí, discípulo y maestro. Y he sido un buen discípulo, pero un mal maestro.
Era amante de callarse, pero no del silencio; era frugal en el uso de las palabras, pero comunicativo; y sus “voces”, aunque no hagan referencia a su época ni aludan a ningún lugar específico, no son máximas lapidarias escritas desde un sitial equidistante de todo y de todos, sino fragmentos de una conversación íntima y a menudo doliente.
En su ensayo Antonio Porchia, el poeta del sobresalto, Alberto Luis Ponzo afirma que cada sentencia de Porchia es “una frase que pesa como un cuerpo cayendo con sus enigmas y desgarraduras”. La norma del poeta consistiría en “aliviar la caída, poner en mitad del espacio una voz como una mano que contiene el golpe”.
La repetición, en cierto modo, fue su antídoto contra la brillantez. Como dijo Juarroz, vivió casi como si no viviera y escribió casi como si no escribiese. La repetición, que alcanza en él un alto grado de refinamiento, fue la manera que encontró para escribir como si no escribiese.
La repetición está cerca del balbuceo y del absurdo, y cuando escapa de las garras de estos últimos, consigue un gran vigor expresivo. Con una pequeña variación, con un mínimo derroche verbal, conservando el mobiliario en su sitio, expresa algo inédito y paradójico. Es como si a través de la repetición Porchia se hubiera propuesto, comprimiendo el discurso a todo lo que da, escribir una novela en cada aforismo, o sugerir la novela que cada aforismo oculta.
Puede decirse, pues, que toda la obra de Porchia es un poner atención a los límites que, aun evanescentes, nos protegen del sinsentido. Como buen jardinero, sabe que un jardín siempre está en duda: si se extralimita, el exterior lo borra; si se queda estático, se envilece. El jardín debe defender su individualidad, pero sin cerrarse.
“Si quieres que las flores de tu jardín no mueran, abre tu jardín”.
A principio de los años cincuenta había sobrevenido una estrechez económica y Porchia vende su casa de San Isidro y ocupa otra, de menores dimensiones, en la calle Malaver del barrio de Olivos. Habitará en ella hasta su muerte, en 1968. Vivió de forma espartana. Allí recibía a sus amigos, a veces en pijama, con una copa de vino y un pedazo de queso. Apenas tenía pertenencias. Contaba, sin embargo, con una colección de cuadros admirable. Algunos de sus amigos pintores habían alcanzado fama y cotización. En las paredes de su casa colgaban cuadros de Quinquela Martín, Petorutti, Victorica… Pero ese tesoro pictórico tenía para Porchia únicamente un valor sentimental. Moriría en la pobreza, una condición sobre la que también reflexionó:
La pobreza ajena me basta para sentirme pobre, la mía no me basta.
A menudo era invitado los fines de semana a la quinta del matrimonio García Orozco; un aciago día, en este lugar resbaló de una escalera cuando estaba podando un árbol. Un fuerte golpe en la cabeza le produjo un coágulo que lo dejó en coma; fue operado y llegó a restablecerse: ya repuesto, viajó unos días a la ciudad de Mar del Plata, invitado por los García Orozco. Tristemente, vendría más tarde una recaída. Porchia fallece en una clínica el 9 de noviembre de 1968, a cuatro días de cumplir 83 años.
Quienes a lo largo de las décadas se consideraron “descubridores” de Porchia desde el mundo cultural, se apresuraron a “contextualizar” las voces y encontrarles antecedentes ya sea en los presocráticos, o bien en nombres como los de Lao Tse, Kafka, Pascal, Nietzsche, Blake, La Rochefoucault o Lichtenberg. Porchia negaba conocer cualquiera de esas fuentes.
Jamás Antonio Porchia buscó integrarse a la comunidad literaria. Prefería trabajar en su pequeño jardín y de vez en cuando escribir alguna voz menos para la posteridad que con objeto de regalarla a sus amigos:
Un amigo, una flor, una estrella no son nada, si no pones en ellos un amigo, una flor, una estrella.
En su pequeña biblioteca había ejemplares de La divina comedia y La Jerusalén liberada. Hablaba con fluidez el italiano pese a que había pasado más de medio siglo en el mundo hispanoparlante.
En 1979 sobreviene la gran edición francesa promovida por Fayard en su colección Documents Spirituels, en traducción de Roger Munier, con prólogo de Jorge Luis Borges y postfacio de Roberto Juarroz. Desde el momento en que la primera edición de autor se diseminó por toda la Argentina, las Voces de Antonio Porchia se han extendido en una red que hoy abarca al mundo entero. Esa red implica las numerosas traducciones (las más recientes, al ruso, japonés, griego, árabe y malayalam) y una amplia presencia de las Voces en Internet.
Aunque la difusión de Porchia sea minoritaria, existe una corriente “suberránea” de transmisión fuera de los canales oficiales. Deben contarse por miles los lectores que a lo largo de los años han sido tocados por el árbol de la transmisión de las Voces de Porchia, en fotocopias, copias mecanográficas o hasta manuscritas, muchas veces sin el nombre del autor.
No son infrecuentes casos como este: en el vestíbulo de un hospital de beneficencia en la provincia argentina, a modo de mural se hallaba en los años sesenta una voz de Porchia escrita en grandes letras, sin aportar el nombre de quién procedía: “No ves el río de llanto porque le falta una lágrima tuya”.
Las personas que reciben las voces responden esparciéndolas como semillas.
Dice de él Roberto Juarroz: “Sólo a él le he escuchado la singular frase con que siempre nos despedía: Traten de estar bien. Era casi un pedido, algo así como una apelación infinitamente tierna y delicada: un llamado a nuestra posibilidad de ser a pesar de todo. Era como si nos recomendase: Hagan también lo posible, aunque persigan lo imposible. Y a veces agregaba una exhortación conmovedora, que sintetizaba de algún modo su mejor deseo y una recóndita nostalgia: Acompáñense”.
Jorge Luis Borges dice de él: Los aforismos de Porchia no son un final, sino un principio. Podemos sospechar que los escribió para sí mismo, sin saber que trazaba para los otros la imagen de un hombre solitario, lúcido y consciente del singular misterio de cada instante.
Roberto Juarroz dice: Cada vez que regreso a su obra, reaparece con toda su fuerza la vieja palabra ya casi en desuso: sabiduría. Porchia está en la línea fundamental donde se juntan el pensamiento y la imagen, la filosofía y la poesía.
Alejandra Pizarnik: El libro de Porchia es el más solitario que se ha escrito en el mundo y, no obstante, me hizo sentir acompañada, o mejor dicho, amparada.
“Que tuve todo lo sé, no porque lo tuve. Lo sé porque después no tuve más”.
Dijo Borges: “En un momento de duda alguien abre el volumen al azar, que en el fondo no es un azar, y recibe el consejo de Virgilio o del espíritu. Así he actuado numerosas veces con el texto de Porchia…”.
Fue el hombre que siempre estuvo un paso atrás de donde se le permitía estar, no por timidez o por pusilanimidad, sino porque creía que era la única manera humana de convivir con los otros. Una “voz” como ésta lo pinta de cuerpo entero:
“Donde hay una pequeña lámpara encendida, no enciendo la mía”.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS:
- http://lunaoscurarevista.blogspot.com/2015/01/antonio-porchia.html
- https://www.jotdown.es/2017/10/porchia-el-poeta-que-vivia-entre-voces/
- https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-14004-2008-06-19.html
- http://franciscojosecruz.blogspot.com/2011/09/antonio-porchia-las-voces-leidas.html
- Libro: Voces reunidas. Gárgola Ediciones.
VOCES:
1 Quien ha visto vaciarse todo, casi sabe de qué se llena todo.
2 Antes de recorrer mi camino yo era mi camino
5 Mi padre, al irse, regaló medio siglo a mi niñez.
12 Un poco de ingenuidad nunca se aparta de mí. Y es ella la que me protege.
13 Se me abre una puerta, entro y me hallo con cien puertas cerradas.
18 Sé que no tienes nada. Por ello te pido todo. Para que tengas todo.
24 Se vive con la esperanza de llegar a ser un recuerdo.
26 Creo que son los males del alma. Porque el alma que se cura de sus males, muere.
42 El hombre, cuando es solamente lo que parece ser el hombre, casi no es nada.
43 Sí, es entrando en todo como voy saliendo de todo.
44 Hallarás la distancia que te separa de ellos, uniéndote a ellos.
52 Quien no llena su mundo de fantasmas, se queda solo.
62 Quien dice la verdad, casi no dice nada.
82 Cuando creo que la piedra es piedra, que la nube es nube, me hallo en un estado de inconsciencia.
83 Sí, son millones de estrellas.Y millones de estrellas son dos ojos que las miran.
85 La flor que tienes en tus manos ha nacido hoy y ya tiene tu edad.
88 Cuando se lanza algún dardo para herirme, se encuentra con la herida hecha y… no puede herirme.
89 Hay dolores que han perdido la memoria y no recuerdan por qué son dolores.
91 Dirán que andas por un camino equivocado, si andas por tu camino.
93 Tenemos un mundo para cada uno, pero no tenemos un mundo para todos.
98 La razón se pierde razonando.
99 He llegado a un paso de todo. Y aquí me quedo, lejos de todo, un paso.
112 Quien se queda mucho consigo mismo, se envilece.
116 Cuando todo está hecho, las mañanas son tristes.
117 El ir derecho acorta las distancias y también la vida.
136 Nadie entiende que lo has dado todo. Debes dar más.
140 Quien no sabe creer, no debiera saber.
156 Eres cuanto te necesitan, no cuanto eres.
187 Qué te he dado, lo sé. Qué has recibido, no lo sé.
191 Puedo no mirar las flores, pero no cuando nadie las mira.
231 Quien busca en su bien un bien mayor, pierde su bien.
237 El hombre vive midiendo, y no es medida de nada. Ni de sí mismo.
245 En mi viaje por esta selva de números que llaman mundo, llevo un cero a modo de linterna.
250 El hombre quisiera ser un dios, sin la cruz.
264 Cuando busco mi existencia no la busco en mí.
272 Cuando me parece que escuchas mis palabras, me parecen tuyas mis palabras y escucho mis palabras.
277 Quien ama sabiendo por qué ama, no ama.
295 Hallé lo más bello de las flores en las flores caídas.
306 El sol ilumina la noche, no la convierte en luz.
309 Si quieres que las flores de tu jardín no mueran, abre tu jardín.
318 Un amigo, una flor, una estrella no son nada, si no pones en ellos un amigo, una flor, una estrella.
330 En un alma llena cabe todo y en un alma vacía no cabe nada. ¡Quién comprende!
336 Nadie es luz de sí mismo: ni el sol.
346 Si es, como parece ser, una sola verdad todo, no hallarás tu verdad, tu propia verdad, en nada.
361 Debo darme algunos méritos para poderlos dar.
378 Y si no hubiese luces que se apagan, las luces que se encienden no alumbrarían.
379 Cuando pesan sobre mí los cielos, los astros y el recuerdo de algunas flores, lo “mío” que pesa sobre mí… no me aplasta.
386 Cuando rompo algunas de las cadenas que me encadenan siento que me disminuyo.
388 Quien conserva su cabeza de niño, conserva su cabeza.
390 La humanidad no sabe ya adonde ir, porque nadie la espera: ni Dios.
411 Cuando no ando en las nubes, ando como perdido.
412 Mi sed agradece un vaso de agua,no un mar de agua.
415 El mal que no he hecho, ¡cuánto mal ha hecho!
421 Hasta el más pequeño de los seres lleva un sol en los ojos.
422 Para liberarme de lo que vivo, vivo.
423 Si eres bueno con éste, con aquél, éste, aquél dirán que eres bueno. Si eres bueno con todos, nadie dirá que eres bueno.
447 No ves el río de llanto porque le falta una lágrima tuya.
454 No hables mal de tus males a nadie, que hay culpas de tus males en todo.
455 Quien ha visto con los ojos abiertos, puede volver a ver, pero con los ojos cerrados.
457 Saber morir cuesta la vida.
463 El hombre, con ser una tragedia, no vale una tragedia. No hay nada que valga una tragedia.
465 Que tuve todo lo sé, no por lo que tuve. Lo sé porque después no tuve más.
468 Comencé mi comedia siendo yo su único actor y la termino siendo yo su único espectador.
469 En el sueño eterno, la eternidad es lo mismo que un instante. Quizá yo vuelva dentro de un instante.
474 Creías que destruir lo que separa era unir. Y has destruido lo que separa. Y has destruido todo. Porque no hay nada sin lo que separa.
475 Cuando el mal crece el pequeño bien se agranda.
480 Hay caídos que no se levantan para no volver a caer.
486 El sueño que no se alimenta de sueño desaparece.
491 No perdonamos ser como somos.
494 Porque saben el nombre de lo que busco, ¡creen que saben lo que busco!
496 Cuando tú y la verdad me hablan, no escucho a la verdad. Te escucho a ti.
500 Quien penetra en la dura roca pierde la dureza de la roca y halla la suya en la dura roca.
502 Casi todo lo que el hombre necesita lo necesita para no necesitarlo.
503 Y si no pudiera alejarme de mí, no podría acercarme a nadie, a nada. Ni a mí.
508 Las cadenas que más nos encadenan son las cadenas que hemos roto.
528 En tanto uno aprende, ignora por dónde aprende.
530 Cuando para acercarte a alguien te alejas de alguien, sólo te alejas de alguien.
535 Quisieras ir donde no estás. ¿Y dónde no estás?
546 El verdadero “está bien” me lo digo en el suelo, caído.
561 Porque crees que me has comprendido has dejado de comprenderme.
566 La esperanza no es de las flores. Porque la esperanza es un mañana y las flores no tienen un mañana.
569 Soy lo bajo y lo alto de mí. No lo bajo de mí. No lo alto de mí. Porque lo bajo y lo alto de mí no he podido separarlos.
572 Cuando alguna voz me llama, respondo a ella, pero antes me respondo a mí.
576 Creen que moverse es vivir. Y se mueven, no para vivir. Se mueven para creer que viven.
584 Cuando las estrellas bajan, ¡qué triste es bajar los ojos para verlas!
585 Me iré de ti, pero tú no te vayas de mí. Porque me iré de ti como me voy de todo, sin que nada se vaya de mí.
588 Debieras extinguir tus ojos antes que se extinga el sol, para dejarlo encendido.
593 Una nueva verdad es el morir de una vieja verdad.
597 Se puede sentir siempre lo que es alguna vez, no lo que es siempre.
601 Cuando no sea más nada, ¿no seré más nada? ¡Cómo quisiera no ser más nada cuando no sea más nada!
VOCES ABANDONADAS (1943)
605 Creo en Dios, no por él, tampoco por mí. Creo en Dios por aquellos que creen en Dios.
611 Reposo y anhelo reposo. No sé qué reposo anhelo.
615 Las veces que me comprendo un poco, comprendo menos a los demás.
619 Lo mío, cuando no puede ser igualmente de otros, no sé por qué es mío.
627 De muchos grandes afectos, quedan algunas monedas.
629 Todas las almas necesitan un baño de mala salud.
636 Siempre es una pena lo que nos acerca al alma.
639 La vida es tan poco, que todo está bien en ella.
652 Fuera de mi estrecha celda, no hallo holgura.
662 Mi vida no la cambiaría por ninguna otra vida, porque mi vida … es mi vida.
674 Quien va de fuego en fuego, muere de frío.
694 Lo que es igual para todos no interesa a nadie.
696 Cuando la noche se canse de mirarme, dejaré de mirar.
704 Si nos ocupásemos del amigo tanto como del enemigo, nos ocuparíamos más del amigo.
706 Las cadenas que no quiero romper no son cadenas; pero lo serían, si las rompiese.
714 Quien pretende apartarse de las locuras, enloquece.
805 El mundo perdona tus defectos, no tus virtudes.
811 Subir, subir y, alcanzada la cumbre, se contempla un abismo.
916 A quien estimo, no le digo qué es lo mío: se lo muestro.
928 El hombre, punto luminoso de su propia noche, cuando quiere borrarla, se extingue.
VOCES ABANDONADAS (1948)
984 Cuando creo que nadie necesita de mí, creo, también, que yo no necesito de nadie.
1080 Tu vida se acabará en tu muerte, no para ti; para ti se acabó en tu vida.
1087 Si estoy cerca de ti, me olvido del bien que hay en ti, y si estoy lejos de ti, me olvido del mal que hay en ti.
1089 Te llamo hermano porque no te conozco; si te conociera, tal vez te llamaría hermanos.
1099 Creemos mucho en lo que sabemos, cuando es poco lo que sabemos.
Estoy muy contento de disfrutar la revista Más poesía, muchas gracias por la oportunidad de leerlos, sobretodo que sigan compartiendolo.
Pablo García García
Papantla, Veracruz, México.