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Teresa Wilms Montt - Wikipedia, la enciclopedia libre

BIOGRAFÍA DE TERESA WILMS MONTT

“THÉRÈSE DE LA CRUZ Los que la ven pasar, esbelta y rítmica, con sus “pelos” cortados y su bastoncillo insolente, se preguntan si es una bailarina de los bailes rusos, o una parisiense fantástica, o una norteamericana tan millonaria que hasta para sus ojos ha comprado las dos esmeraldas más grandes y más puras que hay en el mundo. Yo, en realidad, no sé de dónde es a punto a fijo. Pero sé, eso sí, que no es de aquí, que viene de tras los mares, de tras los cielos, de tras las razas, tal vez de tras las almas, y que, como un personaje de Maeterlinck, parece buscar una corona en el fondo de una fuente milagrosa de oro y de bruma. ¡Teresa!… ¿o Thérese?… ¡Y de la Cruz!… Y sin que ella lo piense, sin que ella lo quiera, detrás de la cruz, el diablo. Porque ahí está, para nosotros, pobres hombres sensibles, el compañero malo de San Antonio, con todas sus tentaciones y todos sus halagos. Mas ella sabe decir a los que se le acercan pidiendo una limosna de labios: “¡Ché, que somos compañeros!” Y es cierto… Esta mujer que lleva a cuestas la maldición de su belleza no es sino una escritora, una gran escritora que si fuese hombre y tuviese barbas formaría parte de todas las Academias y llevaría todas las condecoraciones. Sólo que, ¡ay!, es una mujer, y es lo más bonito de las mujeres. ¿Quién no ha estado enamorado de ella?… ¿Quién no ha sentido ante su boca de lobo adolescente, la terrible emoción del infinito?… ¿Quién no la ha ofrecido su alma entera a cambio de una sonrisa?… Ella ha contestado siempre: –Ché… Sólo un día, tal vez ante dos ojos locos en una faz de mártir, sus esmeraldas claras, muy claras, se humedecieron. Pero entonces, sacudiendo su melena de leona niña, tuvo el heroísmo de abrir su pecho y de enseñar un cadáver… Porque esta niña genial y loca, que atraviesa la existencia regando las perlas claras de su sonrisa, es una pobre atormentada que padece más por alguien que no existe que los que se mueren por ella. Yo le digo: –Usted no es para aquí; usted es de otro pueblo, de otra raza; usted no puede vivir sino en el bosque de la princesa durmiente o en su panteón de reyes; usted es una ídola para adoradores de especie diferente… Ella ríe con risa de niña y de demonia. –¡No sea usted loco!… ¿Quién lo es más de los dos?… Ella, en todo caso, tiene como excusa el genio, que es un signo magnífico y fatal de locura. Yo no poseo nada, nada más que los dos ojos de mártir que despiertan a los muertos amados.”

Gómez Carrillo.

Teresa Wilms Montt, la poeta chilena a la que encerraron en un convento  tras acusarla de adulterio | Feminismo | S Moda EL PAÍS


«¿De qué mundo remoto nos llega esta voz extraña cargada de siglos y juventud? Tiene la clara diafanidad del canto en las altas cimas, y no sabemos si es cerca o lejos de nosotros cuando suena en el maravilloso silencio. Y extraña como la voz es esta frágil y blonda druidesa que apenas posa sobre la tierra y tiene al andar el ritmo del vuelo. Baja de la montaña sagrada, es toda hecha de nieve y de sol de la cumbre. Arrastra el prestigio esotérico de algún antiguo culto al viento y al mar, a la tierra y al fuego.

Estos poemas, como versículos de un libro sagrado, hacen sonar la cadena de los siglos, y tienen la misteriosa resonancia de las voces elementales. Pasa sobre ellos el soplo profético: El barro recuerda la hora en que salió del caos, y el espíritu la Divina Cáligo. Con el dolor de la caída se junta el anhelo por volver a la luz. Maravillosa virtud la de esta voz que golpea la puerta de bronce del templo de Isis: Los ecos milenarios se despiertan, y las sombras antiguas acuden al conjuro, pasan guiadas por la música de las palabras que se abren como círculos mágicos en un aire nocturno.

Tiene esta voz una gracia alejandrina, en ella se junta como en el antro de un viejo alquimista, los verdes venenos de sierpes y plantas, las piedras cristalinas donde están grabados los signos salomónicos, y las esferas de bronce que marcan el camino de los astros paralelo al camino de las vidas. Maravillosa voz alejandrina que renueva el temblor de las visiones apocalípticas, y la mística calentura del fakir que deslíe su conciencia en el Gran Todo.”

Valle-Inclán.

La belleza de Teresa también fue inmortalizada por el pintor español Julio Romero de Torres.

250px Julio Romero de Torres Retrato de Teresa Wilms Montt Teresa de la Cruz 1920 - Poesia Online
Retrato de Teresa de la Cruz por Julio Romero de Torres (1920).

Teresa de las Mercedes Wilms Montt, nació el 8 de septiembre de 1893 en la ciudad de Viña del Mar, Chile, en el seno de una acomodada familia compuesta por Federico Guillermo Wilms Montt y Brieba, y su señora Luz Victoria Montt y Montt. Dado el contexto social de la época, su instrucción estuvo a cargo de institutrices y profesores particulares. Cuando Teresa tenía 17 años, contrajo matrimonio con Gustavo Balmaceda Valdés. En los años siguientes (1911 y 1913) nacieron sus dos únicas hijas, Elisa y Silvia Luz.

Al poco de casarse, comenzaron las desavenencias entre Gustavo y Teresa, principalmente debido a las molestias del primero ante la personalidad de su mujer, quien había comenzado a frecuentar tertulias y ateneos y se había adscrito a los ideales anarquistas y a la masonería. Gustavo reaccionó resguardándose en el alcohol y el juego; Teresa, por su parte, en su amigo y primo de Gustavo, Vicente Balmaceda Zañartu, El Vicho (al que se referirá más tarde en su diario como Jean). Tras numerosos conflictos conyugales, traslados y cartas de Vicente Balmaceda dirigidas a Teresa, Gustavo Balmaceda convocó a un tribunal familiar, el que decretó su enclaustramiento en el Convento de la Preciosa Sangre, al que ingresó el 18 de octubre de 1915 y del que escapó en junio de 1916 con rumbo a Buenos Aires, ayudada por Vicente Huidobro. Durante su estadía en el convento, comenzó a escribir su diario, en el cual consignó sus sentimientos respecto a la pérdida de sus hijas, a su separación de Vicente Balmaceda y las motivaciones de su primer intento de suicidio el 29 de marzo de 1916.

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En Buenos Aires, colaboró en la revista Nosotros, en la que también lo hicieron en su oportunidad Gabriela Mistral y Ángel Cruchaga Santa María, entre otros. También, publicó su primera obra Inquietudes sentimentales, un conjunto de cincuenta poemas con rasgos surrealistas que gozó de un éxito arrollador en los círculos intelectuales de la sociedad bonaerense. Lo mismo ocurrió con Los tres cantos, obra en la que exploró el erotismo y la espiritualidad. Dos años después de esta obra, tras viajes a Barcelona y Nueva York, volvió a Buenos Aires y publicó Cuentos para hombres que todavía son niños. En él, evocó su infancia y algunas experiencias vitales, en narraciones de gran originalidad y fantasía.
En la inquietud del mármol se publicó en Barcelona y constituyó una elegía de tono lírico, compuesta por 35 fragmentos, cuyo motivo central fue la muerte. Escrita en primera persona, enfocó su interés en el rol mediatizador del amor de la vida y la muerte. También publicó Anuarí, ambas obras inspiradas en un romance que mantuvo con un joven bonaerense: Horacio Ramos Mejía, poeta argentino de veinte años, que se cortó las venas delante de Teresa, el 26 de agosto de 1917, frente a la negativa de esta a formar con él matrimonio y familia.

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En la quietud del mármol, fue prologado por Gómez Carrillo, y Anuarí lleva un prólogo de Valle-Inclán. Para él escribe:

“Reza; reza, alma mia, con la pobre enamorada
que para siempre vio dormirse en sus
brazos al amado, reza con ella, que tuvo la
feroz realidad de sentir impotente el poder
de sus besos y de su amor para volverle el
calor de la vida!”

Además, en 1922 apareció Lo que no se ha dicho, en él, se incluyen “Páginas de mi diario”, “Con las manos juntas”, “Los tres cantos”, “Del diario de Sylvia” y “Anuarí”.
Luego continuó viaje por Europa, visitando Londres y París, pero manteniendo siempre residencia en Madrid. En el año 1920 se reencontró con sus hijas en París; pero tras la partida de ellas, enfermó gravemente. En esta crisis, consumió una gran dosis de Veronal y falleció el 24 de diciembre de 1921. En las últimas páginas de su diario, escribió: “Morir, después de haber sentido todo y no ser nada…”.

Escribió cuatro diarios.
En su tercer diario, otros cielos, otras prisiones, que comienza en Buenos Aires y termina cuando Teresa llega a Nueva York. En junio de 1916, ayudada por el poeta Vicente Huidobro (1893-1948), Wilms Montt logra salir del convento. La familia de Teresa, como se deduce de las entradas del diario anterior, había escogido a un pariente para que fuera su acompañante (el tío Eduardo) y cubriría todos los gastos, con tal de no vivir la deshonra de un divorcio. Huidobro, sin embargo, se adelantaría tomando el lugar de este familiar designado y viajarían juntos a Buenos Aires, donde él debía dictar una conferencia sobre creacionismo.

La burguesa rebelde, Teresa Wilms Montt (1893-1921)

Su diario IV: Peregrinaje y finitud abarca la etapa más itinerante de Teresa. Vive en Madrid desde febrero de 1918 y regresa a Buenos Aires en septiembre. En junio de 1919 llega a Londres y en agosto, con la intención de cruzar a París, es detenida en Boulogne por sospecha de activismo político y devuelta a Folkestone. En octubre se va a Liverpool y luego a Madrid, donde vive hasta inicios de la primavera de 1920. Finalmente, emigra a París, su última residencia. Es este quizás uno de los períodos más fructíferos en términos literarios. Para entonces, Wilms Montt había publicado Inquietudes sentimentales y Los tres cantos, ambos en Buenos Aires en 1917. En 1918 publica, esta vez en Madrid, En la quietud del mármol y Anuarí. Y en 1919, en Buenos Aires, Cuentos para los hombres que son todavía niños. También publica en revistas y se vincula al circuito literario español más importante de la época. No cabe duda de que con este, el diario más poético y reflexivo de todos, Teresa toma total conciencia de estos manuscritos como material propiamente literario. De hecho, los hace mecanografiar, con la intención de publicar un diario itinerante. Aunque esto no ocurre en vida, algunos de sus fragmentos aparecen en la revista Nosotros, en Buenos Aires en 1921, a modo de homenaje póstumo. En este período se entera de que sus hijas también viven en Europa: José Ramón Balmaceda se instala en París y lleva a sus dos nietas con él. Gracias a los empleados y las criadas, Teresa puede verlas a escondidas. Luego logra regularizar las visitas a dos veces por semana. Habían pasado cinco años desde que no se veían y para las niñas era como si la vieran por primera vez: «Nos acercamos. Yo la quedé mirando abismada de su belleza. Tenía unos ojos de una profundidad increíble. No sabía que era mi madre. Se acercó para abrazarme y me dijo: “¡Mi amor, yo soy tu mamá!”», cuenta Sylvia en la biografía Teresa Wilms Montt. Un canto de libertad (Grijalbo, 1993), escrita por Ruth González-Vergara. Sin embargo, después de poco más de un año la familia retorna a Chile y Teresa vuelve a perder el contacto. Antes de Navidad, producto de una sobredosis de Veronal, Teresa es ingresada al hospital Laënnec. Muere el 24 de diciembre de 1921.

Una hora de charla con Teresa Wilms: Cuando Sara Hübner conversó con la  rebelde escritora hace 100 años
Teresa junto a sus hijas.

Un fragmento de uno de sus diarios lleva esta introducción:

Casa vacía: se robaron hasta las cañerías de cobre e instalación eléctrica. No insista», advierte el cartelito con letra manuscrita clavado en el muro. Casa vacía es blanca, estilo inglés: madera y cemento, con porche, virgencita y terreno amplio para jardín. Pero está vacía y se robaron todo. Cuatro hombres vestidos con mamelucos instalan un cartel en la entrada: publicidad a escala gigante sobre la próxima teleserie nocturna. No saben de quién fue este sitio anclado en el corazón de Viña del Mar.
No conocen a Teresa Wilms Montt.
Las escaleras que conducen al balcón son cuatro o cinco peldaños rotos. Las puertas de la despensa son palos improvisados donde pudo haber una reja. Hay candados en todas las ventanas.
Hay polvo, lagartijas y arañitas costeras que trepan el damasco, el níspero, la encina. Hay frutos reventados en un colchón de hojas.
Hay los últimos hilos de una enredadera que trepa los muros de esta casa vacía, blanca, estilo inglés. Y hay también el origen de una historia. Los primeros peldaños de una mujer de belleza fatal que desacató los códigos sociales de su época y pagó cara, carísima, su falta. En este esqueleto palaciego de calle Viana, casi esquina con Traslaviña, cruje un pasado que hoy se pierde en el bullicio de la modernidad.
Pero esa casa alguna vez estuvo llena y fue un palacio. En la mansión de Viana 301, que abarcaba una manzana completa entre jardines, bodegas y salones, echaba raíces el matrimonio Wilms Montt:
Federico Guillermo Wilms Brieba, descendiente —dicen— de la Realeza prusiana, y Luz Victoria Montt Montt, emparentada con cuatro presidentes de la república (Manuel Montt, Jorge Montt, Pedro Montt y Ramón Barros Luco). Siete hijas, además de una tropa de institutrices, cocineros, matronas y choferes, llenaban la casa. Siete niñas de melenas doradas, ojos glaucos y facciones de muñeca alemana, nacidas entre 1892 y 1899: Luz, Teresa, María, Carolina, Carmen, Ana y Victoria Wilms Montt deslumbraban al vecindario. Tanto así que la calle Traslaviña era conocida como Tras las Wilms. Y aunque cada parto desairaba los ánimos del patriarca Wilms, que esperaba al retoño continuador del apellido, el hombre terminó por traspasar sus aspiraciones a María Teresa de las Mercedes, la segunda del tropel, nacida el viernes 8 de septiembre de 1893. Y la llamó, a falta de herederos varones, «mi Tereso». De masculino tenía muy poco Teresa Wilms Montt, pero el apodo acentuó la diferencia con sus hermanas.

Más tarde ella misma acuñará otros nombres que serán pseudónimos: Thérèse, Tebal, Teresa de la †. Con ellos firmará artículos de prensa, cinco libros —cuatro de prosa poética y uno de cuentos, redactados entre sus veintitrés y sus veintiséis años— y prolongados diarios, escritos desde la adolescencia, que serán rescatados a un siglo de su nacimiento en sus obras completas, Libro del camino, reunidas por la ensayista chilena Ruth González-Vergara, a cuyo trabajo corresponde hoy la mayor parte de la información biográfica disponible sobre la autora. Escudada en estos pseudónimos, Wilms Montt escribirá, al principio, cosas como: «Se imagina que la muerte es un medio de transporte para alcanzar el cielo, ese cielo que desea como un enorme pastel blanco». O: «Morir debe ser una cosa deliciosa, como hundirse en un baño tibio durante las noches.”

Teresa Wilms Montt (1893-1921) - Memoria Chilena, Biblioteca Nacional de  Chile

El padre de Teresa Wilms era buenmozo. Su madre, altiva, arrogante. Ambos tenían reflejos azules en los ojos. Es en la playa bordeada por un mar verde donde transcurrió la niñez de
Teresa, edificando castillos de arena dorada, los que adornaba con rosas en el extremo del asta de la bandera. Los vientos del sur, los temblores del norte y el aliento de una tierra fecunda alimentaban su febril imaginación con un ritmo loco e intenso. ¡Creció sorprendiéndose al darse cuenta que no se abrían las flores en sus manos!

SELECCIÓN DE POEMAS DE TERESA WILMS MONTT

AUTODEFINICIÓN

Soy Teresa Wilms Montt
y aunque nací cien años antes que tú,
mi vida no fue tan distinta a la tuya.
Yo también tuve el privilegio de ser mujer.
Es difícil ser mujer en este mundo.
Tú lo sabes mejor que nadie.
Viví intensamente cada respiro y cada instante de mi vida.
Destilé mujer.
Trataron de reprimirme, pero no pudieron conmigo.
Cuando me dieron la espalda, yo di la cara.
Cuando me dejaron sola, di compañía.
Cuando quisieron matarme, di vida.
Cuando quisieron encerrarme, busqué libertad.
Cuando me amaban sin amor, yo di más amor.
Cuando trataron de callarme, grité.
Cuando me golpearon, contesté.
Fui crucificada, muerta y sepultada,
por mi familia y la sociedad.
Nací cien años antes que tú
sin embargo te veo igual a mí.
Soy Teresa Wilms Montt,
y no soy apta para señoritas.

BELZEBÚ

Mi alma, celeste columna de humo, se eleva hacia
la bóveda azul.
Levantados en imploración mis brazos, forman la puerta
de alabastro de un templo.
Mis ojos extáticos, fijos en el misterio, son dos lámparas
de zafiro en cuyo fondo arde el amor divino.
Una sombra pasa eclipsando mi oración, es una sombra
de oro empenachado de llamas alocadas.
Sombra hermosa que sonríe oblicua, acariciando los sedosos
bucles de larga cabellera luminosa.
Es una sombra que mira con un mirar de abismo,
en cuyo borde se abren flores rojas de pecado.
Se llama Belzebú, me lo ha susurrado en la cavidad
de la oreja, produciéndome calor y frío.
Se han helado mis labios.
Mi corazón se ha vuelto rojo de rubí y un ardor de fragua
me quema el pecho.
Belzebú. Ha pasado Belzebú, desviando mi oración
azul hacia la negrura aterciopelada de su alma rebelde.
Los pilares de mis brazos se han vuelto humanos, pierden
su forma vertical, extendiéndose con temblores de pasión.
Las lámparas de mis ojos destellan fulgores verdes encendidos
de amor, culpables y queriendo ofrecerse a Dios; siguen
ansiosos la sombra de oro envuelta en el torbellino refulgente
de fuego eterno.
Belzebú, arcángel del mal, por qué turbar el alma
que se torna a Dios, el alma que había olvidado las fantásticas
bellezas del pecado original.
Belzebú, mi novio, mi perdición…

Del libro Inquietudes sentimentales.

II

Paseaba por el camino somnoliento de un atardecer.
Los árboles otoñales, con sus brazos descarnados
levantados al viento, tenían no sé qué gesto
trágico de súplica; y las montañas, rojas de ira
bajo el sol de ocaso, amenazan derrumbarse sobre
el río manso como una mujer enferma.
¡Naturaleza!
Alma que yo siento dentro de mí y que no es mía.
Yo te comprendo en tus enormes y secretas grandezas.
Como penetro en la belleza del astro rey,
así observo, también, la tragedia sentimental de la yerbecita
que quiere ser árbol y lucha con las patas
del animal, con las ruedas del carro, con la indiferencia
del hombre, y por último muere triturada en el hocico de un pollino.
Naturaleza, si eres tan benévola para el que
nace grande, ¿por qué no lo eres también para el que nace miserable?
Nada me puedes esconder, Naturaleza;
por que yo estoy en tí, como tú estás en mi: fundidas
una en otra como el metal transformado en una
sola pieza.
Eres mía. Natura, con todos los tesoros que
encierran tus entrañas.
Mío, es el oro que brilla fascinando a los gnomos
en el fondo de las minas; mía, la plata, que en complot contigo,
prepara macabros planes para hacer que los hombres se destrocen;
mío, es el brillante majestuoso en su sencillez;
mía, tu sangre de lava que chorrea hirviente en los volcanes;
mías, tus flores y tus lagos divinos; mías, tus montañas y valles;
mía eres tú, Naturaleza, por que mis pies han echado raíces
hasta traspasar el globo y te he extraído la savia.
Mías, son también tus miserias, míos, tus infinitos dolores de madre;
mía, la cuna de Momo y la guarida de la Muerte …
He crecido nutrida de tu savia hasta sentir que
mi cabeza se erguía altanera y miraba al infinito,
como al hermano menor del pensamiento.

V

Racha de viento helado apagó la lámpara;
temblaron las puertas, se abombaron las cortinas;
y en el cielo cruzó el relámpago con ruido de torrente.
Con deleite aguardo a la hermana de mi espíritu
que viene a desolar la tierra. ¡Tempestad!
Pondré mi cabeza descubierta bajo la furia de tus rayos,
y me entregaré maravillada al ritmo de tus truenos.
¡Tempestad! Quiero ahogar en tu furor la soberbia del mío.

VII

Dos senos de una blancura inquietante;
dos ojos lúbricamente embriagados
y una mano audaz de sensualidad,
se han atravesado en mi camino.
Una voz indefinible, como el hipo de un sollozo histérico,
me ha dicho: Soy el erotismo: ¡Ven!
Y yo iba; iba siguiendo a esa bacante estrambótica,
como sigue la hoja de acero al imán.
Iba empujada por el misterio…
Mis labios se helaban, y tenían en la garganta
una opresión de hierro. Iba la mirada húmeda,
los ojos claros como brillantes en alcohol…
Retorné, y mis labios estaban mustios,
y mis ojos no veían, y mis manos enconadas
contra ellas mismas, sólo querían destrozarse.
Y en el alma, como una marca de fuego,
traía la más horrible decepción.
No estaba ahí; no llevaba esa bacante
loca el remedio para mi mal de amor.

VIII

No tienes, alma, jardín. He pasado pálida de
sufrimiento por entre tus flores, y ellas no tuvieron
para mí una lágrima.
Continuaron erguidas, plenas de sol,
flirteando con el aire; y las palmeras, en su actitud hierática,
siguieron batiéndose como brazos lánguidos en momentos de amor.
El césped, donde rodaron mis desesperaciones,
no perdió su calma de terciopelo.
No tienes, alma, jardín.
Me has visto desmayar de dolor
y tus pájaros entonaron el más alegre de sus gorjeos
y unieron sus piquitos embriagados de pasión.
No tienes, alma, jardín.

XX

Llueve … Las gotas de agua cantan en las canaletas del
zinc.
La luz de mi lámpara se ha hecho más intima;
los retratos miran con aire confidencial y el ronron
del gato tiene suavidades de violín con sordina.
Mi corazón espera. Le tengo engañado haciéndole
creer que esta noche vendrá un ser querido.
¡Pobre corazón que aguarda ilusionado!
¿Acaso no es la vida un eterno esperar de algo que
nunca llega? . ..
Llueve …
Hay en mi alcoba perfume de flores marchitas,
olor a recuerdo, tristezas de amores idos.
Mi corazón espera. . . Llueve.

XXIV

El viento remolinea las hojas secas en la esquina de las aceras.
El viejecito del barrio, vestido en guiñapos in nobles,
irónico disfraz de la miseria, jorobado por el peso del saco
que maltrata sus enclenques hombros,
mira con codicia las basuras del tacho que
ha quedado olvidado a la puerta de una casa.
En este momento toda la aspiración de ese viejo
es apoderarse de la asquerosa roña que contiene ese tarro.
Y ese ser tiene dos pies y anda con
la frente alta como los que tienen alma.
¡Maldita miseria destructora que arrastras más
seres que la muerte!
¡Cuántos hombres hay que careciendo hasta de
un jergón para dormir, van a descansar bajo los
puentes del rio, y por todo abrigo tienen el fango!
¡Qué sarcasmo! Y arriba, en el cielo, hay una
blanca sábana que cubre a espíritus alados que no han sufrido,
que no saben qué horrible clave encierra la palabra vivir.
Y los hombres que son felices, porque la suerte
impia los ha mimado, se embarcan en el bajel de
la indiferencia, pletóricos de vida, remando en un
mar de sangre, de la sangre de sus semejantes.
No soy feliz ni podría serlo; porque, entonces,
no sería hermana de los miserables; porque no
tendría el alma ilimitada de indulgencia.

XXXVI

Rompe su armonía pálida la luna en los pilares
del largo corredor.
La sombra de mi cuerpo corre a mi lado y lleva
mi inquietud. Ambas buscamos el refugio de unos brazos;
y en la soledad inmensa, ambas enfermas de amor,
escrutamos la noche en espera del amado.
Las rosas blancas caen en la verja formando
tálamos nupciales; los lirios de la pradera
me ofrecen un lecho inmaculado.
Hay en el ambiente una inquietud erótica,
y en todo el jardín un deseo cálido de posesión.
Los pájaros nostálgicos gimen por la ausencia
de los amores muertos, mientras la fuente
cristalina entrega al viento su canto de pasión.
Grito y me asusta el eco de mi voz;
es un eco que viene del fondo de mí misma; un eco torturado
espasmódico: el eco dolorido de un ser que
nunca ha logrado saciar la sed de amor que lo
devora.
He gritado, como aúlla la fiera, a las montañas,
en una explosión de sentimentalismo que ella misma no comprende.
Anuarí, ¿dónde estás?
¿No oyes la oración fervorosa que te dirige mi
alma, al borde de su propio abismo?
Tú, que eres el genio del bien, ¿por qué no dulcificas mi dolor?
Los lirios nos aguardan, recostadas una en otra
las satinadas cabecitas, y la noche espera tu llegada
para correr los tules diamantinos de su inmenso pabellón.
Anuarí, la naturaleza eleva al infinito un himno magistral de amor.

Del libro En la quietud del mármol

XXIV

Vagando por bosques solitarios, junto a las lagunas estancadas, he pensado en toda la tristeza de esas almas, que
nacen de un rayo de sol o de luna, y al mirar a su alrededor se
encuentran huérfanas.
Comprendo el vicio del amor, que en un espasmo de placer nos hace creer en la nobleza; comprendo que en el beso y en la entrega de los cuerpos se busque el veneno del olvido;
porque ello hace del hombre un dios y de la mujer vaso sagrado, urna depositaria de la savia, que es vida de la creación.
Anuarí; comprendo que ya muerto el dios amado, las entrañas de la amada, sin recibir la dulzura de esas perlas diluídas, se quiebren de dolor, y permanezcan tristes y solitarias,
como ánforas antiguas que lloran el descuido de su dueño.

SE AHOGÓ MI RISA

Se ahogó mi risa en el espejo.
Largo crujido siniestro lanzó a la noche el cristal de plata.
Una, dos… calló la hora, metal frío de planeta en la rigidez del páramo.
Epiléptica de calentura la luna se dio a los balcones.
Y el cadáver de mi risa es una esmeralda blanda
que al deshacerse vuelve en la superficie argollas y cruces brillantes.

Del libro Anuarí

XXXV

El fauno antófago, enamorado de las blancas
castidades del bosque, encantado de vivir, corre de aqui allá,
saltando entre las peñas del arroyuelo, fingiendo reírse de los árboles,
mirando de soslayo al sol. Sus traviesas patas de cabro escarban la tierra
hollando las malezas, mientras sus manos inquietas arrancan flores al pasar.
Sobre todas las cosas el fauno prefiere los pétalos de rosa,
que roba a las ninfas dormidas.
Cuando se los sustrae, desaparece asustado creyéndose
perseguido por legiones de dioses enojados;
y sus patitas salvajes marcan en el camino un ritmo alegre,
que armoniza con los ruidos del bosque.
El fauno es goloso y espía, oculto entre la yerba,
el trabajo del sol que madura las frutas.
Cuando hay una, rosada como el arrebol,
se acerca cautelosamente a ella, escondiendo entre los hombros su cabecita cornuda,
estira la mano tímida y mira a todos lados, para evitar sorpresas;
coge la fruta y va a comérsela en la espesura del bosque.
Con sensualidad encaja los dientes felinos en la aterciopelada carne,
deleitándose en ver correr por sus brazos el jugo de la fruta, como seda diluida.
El faunillo travieso, es el terror de las ninfas jóvenes
y la única esperanza de las que están ya viejas.

De Inquietudes sentimentales

MI ALMA

Mi alma es un palacio de piedra, donde habitan los ausentes, trayéndome la sombra de sus cuerpos para alivio y compañía de mi vida.

Mi alma es un campo desbastado donde el rayo quemó hasta las raíces, y donde no puede florecer ni el cardo.

Mi alma es una huérfana loca, que anda de tumba en tumba buscando el amor de los muertos.

Mi alma es una flecha de oro perdida en un charco de fango.

Mi alma, mi pobre alma, es una ciega que marcha a tientas sin apoyo y sin guía.

LIVERPOOL

Liverpool, Hotel Adelphi, Octubre 16, 1919, 3 y media madrugada.
No he podido dormir. A la una de la madrugada cuando iba a entregarme al sueño, me dí
cuenta que estaba rodeada de espejos.
Encendí la lámpara y los conté. Son nueve.
Recogida, haciéndome pequeña contra el lado de la pared, traté de desaparecer en la
enorme cama.
Llueve afuera y por la chimenea caen gruesas gotas, negras de tizne. ¿Es que se deshace la
noche?
No tengo miedo, hace mucho tiempo que no experimento esa sensación.
Me impone el viento que hace piruetas silbando, colgado de las ventanas.
No podría explicarlo, pero aquí, en este momento, hay alguien que no veo y que respira en
mi propio pecho.
Bajo, muy bajo, me digo aquello que hiela pero que no debo estampar en estas páginas.
La sombra tiene un oído con un tubo largo, que lleva mensajes a través de la eternidad y ese
oído me ausculta ahí, tras el noveno espejo.

ESTE ES MI DIARIO

Este es mi diario
En sus páginas se esponja la ancha flor de
la muerte diluyéndose en savia ultraterrena y
abre el loto del amor, con la magia de una
extraña pupila clara frente a los horizontes.
Es mi diario. Soy yo desconcertantemente
desnuda, rebelde contra todo lo establecido,
grande entre lo pequeño, pequeña ante el infinito..
soy yo …

XXXVIII

Desearía sentirme bajo el sol, como una cosa pequeña
que no sufriera el dolor de pensar, que
perfumara de suavidad.
Quisiera esparcirme en las plantas y en las flores,
como los colores, como el aroma; y morirme
en las corolas mezclada a las partículas de polen
para dar alimento a las abejas que fueran a extraer el néctar,
quisiera, como un murciélago nocturno, plegar
las alas y quedarme dormida hasta olvidar que
tengo alma.
Quisiera. . . Tanto quisiera yo, que nada tengo.

XLII

Si enmudeciera el globo terrestre y dejara de
rodar por los espacios, la fuerza de mi dolor lo
haría reanimarse, como se reanimaría el lago
muerto, si desembocara en él un río-

XL

Busco unos labios que sean fuente de olvido;
busco unos ojos que descorran los velos azules
de los espacios y me muestren la verdadera causa de la vida.
Busco unos brazos que al estrecharme, formen
en mi cuello una guirnalda de flores increadas:
flores que exhalen perfumes cálidos y anestesien.
¡Te busco, Anuarí!
Para mi no hay más hermosura que esa que tú
me traes. El aire que tú desplazas a tu paso, lo quiero
para que lleve a mi respiración algo de ti.
En esa luz, donde tú tomas la luz, alli quisiera
morar, aunque para ello tuviera que volverme gota de agua o átomo invisible.
Anuarí, tú que encarnas sólo en ojos todo lo
que yo soñé, todo lo que yo hubiera podido amar.
En el corazón de la noche me daré a tí, con la
beatitud que un artista se entrega a su obra, y con
el entusiasmo agradecido con que aquélla se entregaría
a quien la creara. Nadie interrumpirá nuestras divinas nupcias;
las celebraremos en ausencia de la vida, cuando
nada nos muestre que existimos en otros, cuando
ya, poseyéndonos enteramente, yo me crea como
tú: espíritu y Dios.
Anuarí, en ese momento se besarán todos los
astros, y se deshojarán las más albas flores.

XLIII

El hada maléfica de las aguas ha salido a recrearse
sobre la superficie del mar. Es una bacante loca
hecha de opalinos fuegos chinescos y
danza sobre las ondas, como la luz.
Sus cabellos larguísimos se desplegan en filamentos
metálicos y ondulan al viento,
quebrándose en mil colores fantásticos.
Con sus ojos profundos de esmeralda no
tallada, el hada hipnotiza a los horizantes,
los disminuye, los pulveriza.
Baila, baila infatigable; sus carcajadas se refugian
en las rocas, produciendo más armonía que
el ruido de las olas.
La túnica que cubre sus miembros helados con argentadas escamas,
queda sobre las ondas en dulce vaivén de resto náufrago.
Mientras la marea crece sorbida por la luna,
el hada enloquecida aumenta la danza,
y son ya convulsiones espasmódicas las contorsiones de su
cuerpo, que se pierden en el cielo, como iluminaciones veladas.
Pasa un meteoro azotando la bóveda con su
cola radiante ; el hada espantada se sumerge en las
profundidades del océano.
En el sitio donde desaparecieron sus larguísimos cabellos,
asoma un pulpo aprisionando en sus
tentáculos la enfermedad de mi espíritu, un mal
extraño un extrañísimo mal de amores.

XLVI

Grieg ha resucitado bajo la caricia de unos dedos afilados.
El piano ha libertado de su caja una bandada de
pájaros medrosos, que han ido a estrellarse en los
cuadrados de las ventanas.
La alfombra se ha cubierto de flores enfermas,
sembradas por una mano moribunda de venas muy
azules; y alguien, que presiento y que no veo,
va despidiéndose lentamente de la vida.
Se han esfumado en los espejos todas las almas
que vivieron de amor, y en el atardecer reza llorando una mujer.
Sus lágrimas se trizan, una a una, cayendo en una copa de cristal.
Tañe la campana del Ángelus desparramando
por el mundo intenciones buenas; y el fantasma
de los abismos celestes delira de éxtasis.

XLVII

Insondables, sombríos misterios de los crepúsculos pálidos
que resucitan en el alma lo que
ha sido, y dan nostals:ias por lo que no ha existido.
Hora donde ahonda la belleza de la pena, hora
que fascina como los ojos de un mago.
El crepúsculo es el milagro del día, es un prólogo
de cosas que se insinúan y flotan en vaguedades
por la imaginación del mundo.
Adoro los tonos violetas y las atornasoladas luces de la tarde,
porque visten a la tierra de una
languidez enferma de intensidad.
Un corazón torturado se aviene con los caprichos tristes del sol que agoniza.

XLVIII

Sombras furtivas que entran por las cerradas
persianas, han decorado mi techo con el capricho
de un artista. Es una ciudad pigmea que tiene por único habitante
a una frágil araña con patas de alfiler.
El humo de los palillos de sándalo, que arden
en un rincón, finge formas de esbeltas bailarinas
que se alargan azuladas hasta cortarse como elásticos.
Una máscara china se muere de risa contra el ropero.
Cuchichean los retratos espantados de tan inmotivada hilaridad,
cuidando de no ser oídos por el sombrero
que se retuerce sobre el sillón como cabeza recién cortada.
Bostezan los cajones de la cómoda, mostrando
la blancura de las camisas y sacando la lengua
rosa de las cintas, mientras la perilla del lecho,
sostiene bronceada polémica con un par de zapatos
que protestan indignados de la ebriedad de sus
tacos.
Un guante hace extrañas musarañas contra la
pared; tiene el mismo crispamiento de los agonizantes
sobre las mortuorias sábanas.
La ciudad de mi techo se ha obscurecido, y la
temblorosa araña ha ido a esconderse entre sus
hilos que cuelgan como hamaca de una a otra cornisa.
Todos los héroes de novela que vagaban confundidos
por la sombra, han vuelto a los estantes
buscando las páginas de sus libros, como
vuelven las ánimas al cementerio cuando apunta el dia.
En la cabeza de la Nada se ha suicidado una idea.

XIV

Hallo cierto alivio en la monótona repetición de mis pesares,
como la halla el loco en sus palabras incoherentes, en sus exaltaciones plásticas.
Te amo, Anuarí…
La tibieza de tu cuerpo ha quedado como un veneno insomne en mis miembros.
Todos ellos se retuercen en convulsiones espasmódicas de delirio;
claman por una caricia aguda de tu cuerpo, de tu carne joven, perfumada de primavera.
Mi boca está sedienta de lujuria. Sí, Anuarí.
En contorsiones de poseída, escápanse de mí los aullidos desgarradores de
mi carne y de mi corazón heridos; en los espasmos de placer
y de pena, surge, entre los suspiros, tu nombre.
¡Ah! He quedado ávida de ti; ansiosa de besos tuyos.
Y ante la atracción de tu espíritu radiante, quedé ciega
como si mirase al sol.
Mis labios, ávidos, aguardan entreabiertos, el néctar de
tu amor.
Y el tiempo pasa, y su bálsamo de nieve no cicatriza mis
llagas de fuego.

LA MAÑANA

Canta, alma mía; canta a la mañana!
¡Canta con Ios pájaros, con los
árboles, las flores y las aguas! ¡Canta con
el viento y la montaña, con el bosque y el
llano encendido por el sol, que se te ofrece
como un ánfora de oro desbordante de vida!
¡Canta, alma mía, con el grillo maravillado de luz,
que mora en la corteza de los
pinos y con la abeja ebria de perfume; canta
con el águila solitaria en la cúspide de las
rocas y con la hormiga laboriosa en las cavidades de la tierra!
¡Canta con la mariposa de alas inquietas
como párpados de niño, y con el sapito verde
desde su trono de nenúfares en el espejo
del estanque!
iCanta con la res fecundada y la mies madura;
con los frutos rosados, que se abren
como labios jóvenes; canta con el tierno
corderito de la majada y la madre feliz que
lo ha parido!
¡Canta, alma mía, canta con el alma gemela;
con la buena alma hermana que vibra,
llora, y ríe en un solo impulso contigo!
iCanta con el candor alegre de la franca
sonrisa y con la mirada clara que refleja la
serenidad de su dulce sentir!
Canta, alma mía, y tiende tus brazos al
amor que llega desalado a refugiarse en tu
seno; dale abrigo, alma mía, y estimula su
creciente vigor!
¡Canta con las lágrimas de dicha que tiemblan
y resbalan como gotas de rocío sobre
los pétalos, y con el beso que se insinúa temeroso,
descorriendo los velos del corazón
para dar paso a una plena aurora de amor!
iCanta, canta, con la vida, con las pasiones de fuego,
con los deleites sanos; canta con la suprema gloria
de los espasmos compartidos, y con las languideces que ponen
en los ojos tonos de atardecer!
iCanta, alma mía, y comunica a las cosas
pasivas tu fuego; entrégales tu esencia, crea
mundos, prodiga bellezas y bondades, hasta
erigir un trono a la casta verdad!
iCanta y atraviesa los espacios con tu voz
musical e impón silencio a los pájaros para
que escuchen la palabra del hombre sabio y
fecundo!
iCanta, alma mía, canta y bébete de un
sorbo el néctar de la mañana; canta, alma
mía, mientras el cielo azul y la campiña
sean para ti una bacanal con cuya belleza
puedas embriagarte!
iCanta, alma mía, canta antes que cierre la
noche y aúlle el lobo salvaje en la montaña!

Del libro Los tres cantos

XXXIV

Me alejo…
Mi único desconsuelo es no poder llevar con mis propias
manos flores a la tumba avara que te guarda.
Antes de irme estamparé un beso en tu frente rígida. Será
como un sello de piedra sobre otra piedra.
Me voy huyendo de mí, de mi cobardía y de mis inquietudes.
No puedo morir de dolor y es más fuerte que la misma
muerte la tortura moral que revoluciona mi cerebro.
Me voy como aerolito que desprendido de una estrella se
precipita en los espacios trágicos de la sangre.
Me voy, para aprender en otras penas a sufrir las mías
con más entereza. Me voy, Anuarí, y te juro que hasta este
momento he aguardado la resurrección. He espiado tu sueño
creyéndolo leve, y huyo ahora que lo sé de mármol, Anuarí.
No me importa el mundo ni la mediocre balanza que pesa
mis actos; pocas son las almas que han amado, gozado y sufrido como yo.

De La quietud del mármol

BIOGRAFÍA CONSULTADA

https://circulodepoesia.com/2012/03/los-libros-de-circulo-de-poesia-en-educal-el-sotano-porrua-etc/

http://www.xn--pequeodios-x9a.cl/wp-content/uploads/2017/08/Libro-Teresa-web.pdf

PRÓXIMO PROGRAMA JUEVES A LAS 22 HS (HORA ESPAÑOLA)

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