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BIOGRAFÍA DEL POETA EDWARD THOMAS
La poesía de Edward Thomas es un milagro tardío. En el momento en que comenzó a escribir poemas, Thomas contaba treinta y seis años, tenía ante sí apenas tres de vida y era ya autor de más de una veintena de libros. Si a esto se le añade la decantadísima personalidad, ya formada desde la adolescencia y orientada hacia el mundo de la campiña inglesa, es fácil suponer que en el momento en que el escritor acometió la tarea de escribir versos su universo literario se encontraba perfectamente configurado. De hecho, el lector de la poesía de Thomas que se asome a sus libros de prosa se verá tentado de reconocer en determinados pasajes el germen de lo que más tarde sería un poema. El propio Thomas escribe a su amigo John Freeman a propósito de sus primeros escarceos con la poesía: “Lo que he hecho hasta ahora ha sido como la quintaesencia de mis libros de prosa”.
Lo mejor de su prosa es la intensidad de observación que demuestra, su atención al mundo sensible y su capacidad para no dejarse apresar por un sistema rígido de ideas, y eso es lo que el lector encuentra también, libre de lastres, en su poesía.

Ahora bien, la disparidad de la trayectoria trazada por Thomas obliga a advertir aquí una diferencia entre su poesía y la de la mayoría de los georgianos: su trabajo como crítico, junto con los libros de prosa que se vio obligado a escribir por razones económicas, le proporcionaron una cultura literaria mucho más diversa que sus contemporáneos. Su sencillez supone en el caso de Thomas un punto de llegada, no de partida.
Para situar con justicia la obra de Thomas dentro de la historia de la poesía inglesa es preciso tener en cuenta lo prematuro de su muerte y el hecho de que se trata de un poeta de edición póstuma si se exceptúan los dos poemas suyos que incluyó él mismo en su antología This England y los dieciocho que en 1917 formaron parte de An Annual of New Poetry. Además, sus intentos de ver publicados sus poemas en vida en distintas revistas no dieron resultado.
Los dos máximos responsables de la formación del canon georgiano, Harold Monro y Edward Marsh, cerraron a Thomas una puerta que la posteridad literaria terminó por abrir de par en par. El tiempo no tardaría en otorgar a la poesía de Thomas el reconocimiento debido y, si ya durante la guerra, Helen Thomas se ocupó de que vieran la luz las colecciones Poems y Last Poems, ambos publicados por Selwyn y Blount, para 1920 la misma editorial editaba la poesía completa de Thomas.

Desde entonces, su fortuna editorial no ha hecho sino aumentar. Durante la década de los veinte su prestigio fue creciendo al tiempo que la nómina de los georgianos sufría una severa criba. Los últimos años han traído consigo una revalorización definitiva de la obra de Thomas que ha seguido editándose.
El 3 de marzo de 1878 Nace Philip Edward Thomas, en el barrio londinense de Lambeth, y pasa en esta ciudad la mayor parte de su infancia. Su padre, Philip Henry Thomas, es de origen galés. Su madre, Mary Elizabeth Thomas, es de ascendencia inglesa y galesa. Edward es el mayor de seis hijos.
El matrimonio Thomas se muda a Wakehurst Road, en Wandsworth, una zona de clase media. Su padre, oficinista en la compañía de trenes y tranvías, ha progresado desde un origen humilde hasta una posición muy por encima de sus amistades y relaciones más próximas y muestra un celo extremo porque sus hijos sigan el mismo camino. Edward se distancia muy pronto de él y siente mayor afinidad con su madre, de carácter melancólico.
A los 10 años lee a escritores rurales como Isaak Walton y Richard Jefferies, decisivos en la orientación literaria y en su imaginario poético. El descubrimiento de la “Elegía” de Gray le supone un punto sin retorno en su formación poética.
Al mismo tiempo Edward comienza a leer algunos libros de la biblioteca paterna de carácter más literario: Shakespeare, Chaucer, Shelley, Keats, Byron, Browning…

A los 14 años su padre decide enviarlo a una Public School –St Paul’s, en Hammersmith- donde hay otros jóvenes, futuros escritores (G.K. Chesterton, C. Bentley), vigorosamente guiados por el director Frederick Walter.
A los 15 años James Ashcroft Noble, ministro de la capilla local se interesa por las habilidades literarias del joven Thomas. En cuanto comienzan las vacaciones estivales, se convierte en el mentor literario del inexperto Thomas: corrige sus escritos, le hace sugerencias, le presta libros y consigue que algunas de sus prosas sobre descripciones de la Naturaleza se publiquen en el Globe. En sus visitas a su casa, Edward conoce a la hija del ministro, Helen, de la cual se enamora.
A los 18 años obtiene una beca en Lincoln. Y allí comienza a participar en la vida universitaria, en la que coincide de nuevo con Bentley y con Hilaire Belloc; entabla relación con E.S.P. Haynes, abogado y escritor, y con Ian MacAlister, futuro secretario del real Instituto de Arquitectos, en cuya compañía da largos paseos por Oxforshire. Publica algunos escritos en revistas estudiantiles.
A los 19 años Helen le comunica que está embarazada. Deciden casarse. El editor de The Daily Chronicle, H.W.Nevison, le abre la puerta de su publicación, lo que permite al joven matrimonio Thomas salir momentáneamente de un grave apuro económico.
En otoño de 1901 el matrimonio decide ir a vivir al campo y antes de terminar el año encuentran una humilde casa de ladrillo rojo, Rose Acre, a una milla de Bearsted, en el condado de Kent. Pese a lo modesto de la vivienda, en World Without End, Helen recordaría estos años como una época de gran felicidad en un lugar idílico.

Gracias a la buena comunicación ferroviaria con la capital, durante los fines de semana la casa se llena de amigos londinenses que les visitan y ayudan a Edward a combatir su melancolía.
En 1913 Thomas va entablar amistad con Robert Frost, durante los dieciséis meses que dura la estancia de Frost en Inglaterra, ambos poetas aprovechan cualquier ocasión para encontrarse.
A principios de agosto termina A Literary Pilgrim in England y viaja en bicicleta con su hijo Mervyn hasta la casa de los Frost, adonde acuden también en tren Helen y las niñas. Allí mientras pasan unas sosegadas vacaciones con sus amigos norteamericanos, los Thomas reciben la noticia del estallido de la guerra.
El 3 de diciembre siente el impulso de escribir un poema y en apenas cuatro días completa “Up in the Wind”, “November”, “March”, “Old Man” y “The Sing-Post”. Ese mismo mes escribe al menos otros cinco poemas y a partir de ese momento escribe todos los días, a veces incluso dos o tres poemas el mismo día. Se publica In Pursuit of Spring.
En 1916 su trabajo se ve gravemente interrumpido pues sus nuevas ocupaciones militares le absorben por completo. Además, en enero se dicta una norma que prohíbe que los reclutas se alejen más de dos millas del campamento, lo que le priva de sus largos paseos por el campo, y en marzo una epidemia de viruela convierte el campamento en un recinto cerrado, lo que acentúa su confinamiento.
En agosto se incorpora como cadete a la Real Escuela de Artillería.
Mervyn vuelve de América y Helen, con el fin de estar más cerca de su marido, se muda con los tres hijos a High Beech, una cabaña en el bosque de Epping. En noviembre Edward es ascendido a teniente y enviado a la batería 244 en Lydd, condado de Kent. El 7 de diciembre se presenta voluntario para el frente. Se publican Keats y Six Poems.
En 1917 recibe la noticia de que Old Man, The Word y The Unknown han sido aceptados en la revista Poetry, que dirige Harriet Monro, y poco después Bottomley le hace llegar copia de las primeras críticas sobre su poesía.
Muere el Domingo de Resurrección tras ser bombardeada su posición durante ocho días, en lo que supone el inicio de la batalla de Arras. Se publican A Literary Pilgrim in England y Poems.

Thomas deja que su mirada vague por la naturaleza y desde allí logra transmitirnos el sutilísimo eco de la música que acompaña el devenir de la humanidad. Tanto Robert Frost como Thomas solían defender que el motor de la poesía no era la rima o la forma, sino el ritmo; que a Frost le gustaba denominar «cadencia». Él defendía que, al escuchar voces tras una puerta cerrada, podías no identificar las palabras exactas, pero accedías a comprender su sentido. Es a través de ese sentido, desbloqueado por los ritmos de la voz que habla, cuando la poesía se comunica más profundamente, defendían.
Thomas siempre tiende a evocar la vida en toda su sencillez. A través de su recorrido por la naturaleza el poeta busca encontrar el lugar del hombre en el universo.
Su poesía es directa, parte de una intuición inmediata, que se nos transmite sin artificio ni aspavientos, que intenta penetrar el pulso de la vida en su más primigenia emoción.
Como buen seguidor de Wordsworth, Thomas esquiva las tradiciones bucólicas, llenas de artificio y referencias mitológicas, en su visión de la Naturaleza. «Mientras que la tradición bucólica es tópica e intemporal, la imagen de la Naturaleza en Thomas es cercana, personal, habitable y fugaz.»
Mantuvo siempre esa mirada un tanto melancólica sobre un mundo rural que sabía en extinción; bien por la industrialización, el éxodo rural o, en su momento, la guerra.
OBRAS
Poemas
«As the team’s head-brass»
«The Unknown»
«But These Things Also»
«Tears»
«The Lane»
«And You, Helen»
«This Is No Case of Petty Right or Wrong»
«The Other»
«March The Third»
«Out In The Dark»
«The New House»
«When First»
«Adlestrop Archivado el 2 de julio de 2012 en Wayback Machine.»
«Celandine»
«The Manor Farm»
«Melancholy»
«A Private»
«Tall Nettles»
«When First I Came Here»
«A Cat»
«Gone, Gone Again»
«Up In The Wind»
«Rain Archivado el 20 de marzo de 2011 en Wayback Machine.»
«The Owl»
«Old Man»
«‘Home'»
Colecciones
Six Poems, under pseudonym Edward Eastaway, Pear Tree Press, 1916.
Poems, Holt, 1917.
Last Poems, Selwyn & Blount, 1918.
Collected Poems, Selwyn & Blount, 1920.
Two Poems, Ingpen & Grant, 1927.
The Poems of Edward Thomas, R. George Thomas (ed), Oxford University Press, 1978.
Edward Thomas: A Mirror of England, Elaine Wilson (ed), Paul & Co., 1985.
The Poems of Edward Thomas, Peter Sacks (ed), Handsel Books, 2003.
Ficción
The Happy-Go-Lucky Morgans (novel), 1913.
Ensayos
Horae Solitariae, Dutton, 1902.
Oxford, A & C Black, 1903.
Beautiful Wales, Black, 1905.
The Heart of England, Dutton, 1906.
The South Country, Dutton, 1906, Tuttle, 1993.
Rest and Unrest, Dutton, 1910.
Light and Twilight, Duckworth, 1911.
The Last Sheaf, Cape, 1928.
Obras traducidas al español
Poesía completa. Ediciones Linteo. 2012. ISBN 978-84-96067-81-3.
Poesía completa. Editorial Pre-Textos. 2012. ISBN 978-84-15297-75-8.
Bibliografía
https://es.wikipedia.org/wiki/Edward_Thomas
https://hombreenlaoscuridad.blogspot.com/2020/07/la-poesia-de-edward-thomas.html
Poesía completa. Editorial Pre-Textos.
Edward Thomas (Londres, 1878-batalla de Arras, Francia, 1917), Poesía completa, traducción de Gabriel Insausti, Pre-textos, Valencia, 2012
https://campodemaniobras.blogspot.com/2018/01/edward-thomas-dos-poemas.html
SELECCIÓN DE POEMAS DE EDWARD THOMAS
EL OTRO (EL DESCONOCIDO)
Allí acababa el bosque. Me alegré
de percibir la luz, oír zumbidos
de abejas y de oler la hierba seca
y la menta, y también de haber llegado
al límite del bosque, y porque había
una posada y un camino, que es la suma
de cuanto no es un bosque. Pero fue
ahí donde me preguntaron si no había
pasado por allí la víspera. “Es extraño.
¿No fue usted quien durmió aquí?” Sentí miedo.
Averigüe cuál era su camino,
dejé el oscuro bosque y la posada
-y el pájaro carpintero y el cernícalo-
bajo la luz del sol, y la alegría
que sentí al verla por primera vez.
Caminé rápido, con la esperanza
de alcanzar a aquel otro. No pensaba
en qué haría entonces. Pretendía
catar la semejanza y, si era cierta,
conocerme a mí mismo al contemplarlo.
Esa noche probé por las posadas
de una larga avenida de edificios,
en los patios oscuros y arrabales,
viajando pesaroso aunque con ansias
y fue en vano. No estaba. Y nada hubo
que me dijese que hasta entonces alguien
como yo había traspasado aquellas
puertas. Les pregunté: “¿No recordáis?”-
Pero un acantilado de perpetua
espuma es más hospitalario que ellos.
Así pasaron días y más días,
en la persecución de aquel extraño
y nada pude hallar sino remedios
para el deseo. Y eran incompletos,
sembraban más deseo: el de besar
sin cortapisas el deseo mismo,
deseo de deseo. Y, sin embargo,
en mi alma seguía habiendo vida.
Un día, al refugiarme de la lluvia,
olvidé que yo era capaz de olvido.
Primero un huésped, luego el posadero
se quedaron mirándome. Dudaban
con una especie de sonrisa extraña.
Su silencio me dio un tiempo precioso
y pregunté si alguien como yo
se había allí hospedado. Aquella treta
dio resultado y lo contaron todo.
Y eso no es nada: a menos de una milla
de la posada, pude comprobar
que él era en todo idéntico a mí mismo.
Les había agradado más que yo.
Sentí más vivamente aún que antes
el deseo de hallarlo y confesar,
de explicarme y dejar que él se explicara.
No podía esperar, quizá los niños
adivinaran que algo perseguía
cuando escuchaba, atento, sus respuestas.
Y una vez la cautela de una niña
me irritó de tal modo que no habría
celebrado encontrar al otro entonces.
Busqué la soledad. Al caer la noche
cesó el viento y quedó todo muy quieto
por los caminos y las tierras de labranza,
tan vacías y oscuras, sobre el cerro.
Si había habido allí un reino medio
entre el cielo y la tierra, algún terrible
poder lo había clausurado: todo
-los árboles, la casa, aquella torre-
compartía, a la luz de un solo astro,
el beneficio de una oscura calma.
Y todo era del cielo o todo era
de la tierra: no había diferencia.
Ladraba un perro desde un alto, un pájaro
silbaba en las alturas, los tardíos
chillidos de algún mirlo se callaban
en el denso silencio. La luz última
del día se abrió paso entre las nubes.
Y yo permanecí sereno, quieto,
inmenso en mi alegría silenciosa,
como un antiguo huésped de la tierra.
Hubo un tiempo en que a esto lo llamaba
melancolía, cuando gozo y fuerza
no volvían a mí como quien vuelve
a un destierro y, dejando su escondrijo,
sonreían de gozo mis flaquezas
muy lejos de los hombres, disfrutando
la eternidad en un precario instante.
Y era feliz mi búsqueda de entonces
aunque al buscar no adivinaba aún
qué era lo que estaba yo buscando.
Fue muy breve ese tiempo; una vez más
busqué por los caminos y posadas
el otro, hasta que un día, en el barullo
de una taberna preguntó por mí
y comenzó a gritar que era un pecado
el modo en que lo había perseguido
y soñado con él, día tras días.
Vivía, aseguraba, fugitivo
a causa de esto. ¿No tenía nada
que alegar? Yo callé y me escabullí.
Y ahora no me atrevo ya a seguirle
de cerca. Intento no perderlo, pero
temo su ceño, y más aún su risa.
Salgo del bosque hacia la luz, y veo
los vencejos volar desde la viga
junto a la puerta; me detengo, espero
y oigo una algarabía de estorninos
que pican como patos, luego echan
a volar. Cuando él sale, lo sigo. Y así, siempre,
hasta que se detenga. Entonces lo haré yo.
EL PÁJARO DESCONOCIDO
Silbó tres notas, y tan suaves que apenas
se oían si cantaban otros, pero estos callan
siempre este mayo o junio, en el bosque de hayas.
Nadie lo vio: yo sólo pude oírlo
aunque escuchaban muchos. ¿Fue hace cuatro años
o cinco? Nunca regresó.
A menudo, al oírlo, estaba solo
y no podía hacer que otro lo oyese.
“La, la, la, la”, llamaba desde lejos
como un gallo cantando tras el confín del mundo,
como si el pájaro o yo soñáramos.
Pero era claro que viajaba entre los árboles
y se me aproximaba, aunque sonase
todavía lejano. La prueba es que a los hombres
yo canté lo que oía.
No conocí otra voz
de hombre, bestia o ave que fuese tan hermosa.
A los naturalistas pregunté, y no sabían
de nada como aquellos sonidos de mi hechizo,
pero yo los oía y aún los oigo.
Cuatro años o cinco, poco importa.
Entonces, como hoy, es dulce ese sonido
y es más triste y alegre –si debo describirlo
de algún modo- pero con la tristeza
que alberga una alegría tan lejana
que no la alcanzaré. Y no sé decir
si fueron tan hermosos como hoy me parecen,
los días en que aquel ave cantó.
Lo que sé es que yo, que entonces escuchaba
feliz a veces, otras padeciendo
un corazón sombrío y un cuerpo pesaroso,
ahora, cuando pienso en él, me vuelvo
ligero como el ave más allá de mis límites.
NO HAY NADA COMO EL SOL
No hay nada como el sol de fin de año,
amable cuanto puede en este mundo
para con piedras, hombres, bestias, pájaros,
todo –salvo la nieve- cuanto toca,
bien sea en la ciudad o en la montaña.
Me abriga el muro sur: es ya noviembre
pero nunca ha brillado como ahora
el sol, mientras las últimas ciruelas
caen de la rama tras la última tormenta
al agitarse un estornino que ahora silba
lo que antes el vencejo. Aunque no olvido
que nada hay como el sol de marzo, abril
o julio, o junio, o mayo, o el de enero,
o febrero, tan bello. Pero agosto
y septiembre y octubre, sí, y diciembre,
tienen también sus días diferentes.
Ningún día de un mes que yo haya dicho
o que pueda decir si vivo mucho
diré: “No hay nada como el sol de hoy”.
No hay nada como el sol hasta que estamos muertos.
LA PALABRA
Hay tantas cosas que he olvidado y fueron
tan queridas un día, o no lo fueron,
perdidas como el hijo de una estéril
mujer, como sus nietos, en el pozo
de lo que nunca volverá ya a ser.
He olvidado también a aquellos hombres
que una guerra ganaron o perdieron,
a los reyes, demonios, dioses, astros.
He olvidado qué cosas no recuerdo.
Pero hay pequeñas cosas que no olvido
y un nombre que conservo, aunque vacío
y carente de objeto, y que no puede
morir, porque una primavera y otra
los tordos se lo aprenden mientras cantan.
Siempre hay, a mediodía, uno que
lo dice claro, y yo oigo sólo el nombre.
Tal vez mientras cavilo en un aroma
que casi me alimenta, o me contento
con oler una rosa en la memoria,
de repente hay un pájaro que grita
escondido en los setos, este nombre
que es la palabra pura de los tordos.
COMO EL TACTO DE LA LLUVIA
Ella era como el tacto de la lluvia
en la carne de un hombre, en su cabello,
que una nube cogiera por sorpresa
en la alegría abierta del paseo.
Él arde por amor a la tormenta
y canta y ríe, bien sé yo por qué,
pero todo lo olvida a su regreso
mientras que yo jamás olvidaré.
«Vete». Cerró una puerta esa palabra
entre aquella bendita lluvia y yo,
una puerta que estaba siempre abierta
y ese día por siempre se cerró.
EL POSTE DE SEÑALES
El mar, entre la niebla. El sol es tímido
y la hierba crecida y la maleza,
húmeda y áspera, están blancas por la escarcha
en la colina, junto a un poste de señales.
El humo del cigarro del viajero
flota sobre avellanos, sobre espinos.
Yo leo las señales. ¿Cuál será mi camino?
Dice una voz: «No habrías tú dudado
a los veinte». Pero otra voz, con sorna:
«A los veinte querías estar muerto».
Cayó de un avellano el oro de una hoja
de lo alto de su copa, y la primera
voz preguntó a la otra qué sería
ser un anciano ante ese poste. «Lo verás»,
rió, y yo me uní a aquella risa.
«Tú lo verás, pero antes o más tarde
y pase lo que pase, te será concedido
un bocado de tierra que lo cure
todo, deseos y reproches, todo.
Y si hay algún defecto en ese Cielo
será la libertad de desear
y será tu deseo estar aquí, o en cualquier parte
hablándome, sin importar qué tiempo hace
ni cuál es nuestra edad -cualquiera vale-,
para saber qué pueden ser días y noches,
el sol, la helada, el mar, la tierra misma,
verano, otoño, invierno, primavera,
con un hombre cualquiera, hasta un rey,
en pie a la intemperie, preguntándose
por dónde continúa su camino, dónde.»
NOVIEMBRE
Treinta días tiene noviembre.
En noviembre, la tierra es sucia
durante treinta días, desde el primero al último,
y lo mejor del suelo es los caminos
llenos de clavos de la tarde, la mañana
llena de huellas y de alas
como si fueran la escritura
de la bestia y del ave.
Cubren los campos las ovejas, los caminos
se hacen impracticables, y es más fácil
caminar por los bosques cubiertos de hojarasca.
A pocos les preocupa la mezcla de agua y tierra,
de espinas, ramas, hojas, sílex,
de paja, plumas y cuanto los hombres dejan
amontonado y húmedo entre charcos,
al barro condenado.
Pero en los meses en que es verde el mundo
los cielos no son nunca tan hermosos.
Claros y limpios, suaves y muy fríos,
lucen sobre la tierra, tan anciana
mientras, tras la tormenta, alguna nube
navega en el silencio con sus pesadas alas,
hasta que la luna llena
mira el planeta en el oeste
y ve la tierra oscura y silenciosa
pero no triste por lo que le falta.
Desde esa tierra miran hacia arriba los hombres:
Alguno se imagina algún refugio
por encima del barro, en la luz pura
de ese cielo sin nubes; otro ama
aún más la tierra y a noviembre
porque ve claramente que sin ellos
el cielo no sería ante sus ojos
más que lo que él mismo es para el cielo.
Ama incluso a ese barro cuyo pardo
deja toda la luz para los cielos.
NIEVE
En la penumbra de lo blanco,
en el silencio de la nieve,
un niño suspiraba
diciendo amargamente:
“¡Han matado en su nido a un blanco pájaro
y el plumón de su pecho flota, leve!”.
Y la nieve caía sobre el niño
que en la sombra lloraba aquella muerte.
CASA Y HOMBRE
Una hora: su casa y él, tan tenues
como un reflejo en un arroyo con sus ondas,
mientras yo lo recuerdo. Pero antes fue la casa.
Sonaba a hueco. Era oscura entre las ramas
que rozaban los muros y hacían de las tejas
un camino de ardillas. Y por todo aquel trecho
de silencio y murmullos en el bosque
solo había una casa –“¡ojalá solitaria!”-
flanqueada de árboles por todo
y era la suya.
Dijo adiós con la mano
escondiendo un suspiro tras su risa.
Más que en pie, parecía quedar allí suspenso,
fantasmal, retorcido como un pobre mendigo
e inútil en la zarza donde permanecía
gastado por el sol, la lluvia, el viento.
Pero si hoy recuerdo casa y hombre
es porque ahora veo en la copa de un haya
como vi entonces –yo en la puerta, y él
en la casa en tinieblas- una urraca virando
igual que una veleta que dudara.
LA CASA NUEVA
Al principio, al cerrar la puerta,
yo estaba solo aquí
en la casa nueva, y el viento
empezó a gemir.
De pronto, la casa era vieja
y yo era también viejo,
importunaba a mis oídos
un inquietante agüero:
noches negras, días de niebla
muy tristes, en que el sol
brillaba en vano, antiguas penas
y un futuro dolor.
Todo se me predijo, nada
podía yo prever.
Pero aprendí cómo sonaba
el viento de después.
¿VENDRÁS?
¿Vendrás?
¿Vendrás?
¿Cabalgarás
tan tarde
a mi lado?
¿Vendrás, sí, vendrás?
¿Vendrás?
¿Vendrás
si en la noche
brilla una luna
llena y clara?
¿Vendrás, sí, vendrás?
¿Vendrías?
¿Vendrías
si el mediodía
diese luz
y no la luna?
¿Vendrás, hermosa?
¿Habrías venido?
¿Habrías venido
sin burla,
si aún fuese
de mañana?
¿Habrías venido, amada?
Si vienes,
apresúrate a llegar.
Han chillado los búhos.
Se está haciendo ya oscuro
para montar.
Ven, amada, ven ya.
EL CAMINO
Siguiendo el bajo muro que separa
la carretera del cercano bosque,
hay un camino. Desde allí, los niños
contemplan la pendiente larga y suave,
entre troncos de tejos y de hayas
hasta un árbol caído que preside,
vigilante, el lugar; a los mayores
les basta lo que atisban a su paso
y lo que cuentan esos niños. Luego,
el camino se pierde como un río
en meandros, y el musgo intenta en vano
cubrir con su esmeralda las raíces.
Los muchachos lo allanan. Han trazado
un sendero de plata entre ese musgo
con su pisar constante, año tras año.
Mas por allí no hay casas, ni una escuela:
es raro ver un niño, y para el ojo
sólo hay la carretera, el bosque oscuro
como en una amenaza y el camino,
que parece que va a un lugar fantástico
que han soñado habitar siempre los hombres.
De pronto, acaba donde muere el bosque.
LUCES FUERA
He llegado a las lindes del sueño,
el bosque impenetrable
donde, antes o más tarde,
todos perdemos el camino
por muy recto que sea,
irremediablemente.
Muchos caminos y veredas
que desde la primera alba
engañaron a los viajeros
en la espesura del bosque
se van borrando ahora
y se hunden.
Aquí acaba el amor,
la desesperanza y la ambición;
todo placer y toda cuita,
sea dulce o amargo,
termina en este sueño, que es más dulce
que la más noble tarea.
No hay ningún libro
ni rostro de mirada tan amable
como para que le dé la espalda
para hundirme en lo ignoto,
donde he de entrar yo solo,
no sé cómo.
Las altas torres del bosque,
su espesura, descienden
una capa tras otra.
Oigo su silencio y obedezco
hasta perder mi camino
y a mí mismo.
CARRICEROS
Soñé, ante la hermosura, que hubo un tiempo
lejano, irrecobrable, un clima en que un arroyo
cualquiera descendía luminoso, cruzando
los campos llenos de botones de oro,
como el latón brillantes, regando así la hierba
que vuela con el vino; tendría una hermosura
distinta, femenina, casi propia de un dios,
un hijo del gran astro o ninfa inmaculada
que amaría sin tasa y nunca se hastiaría,
amante de una estirpe, qué importa si mortal.
Pero al cesar el sueño en que había bebido
ese veneno, se calmaron mis deseos
de modo que ya sólo miraba aquellas aguas
más limpias que una diosa o la hija de un hombre,
y la oía peinar la cabellera verde
y sacudir los brotes blancos de las plantas
y convertirse en una sábana las flores
que del parque lejano caían y llegaban.
Y aquellos carriceros, aferrados
a las ramas del sauce, más fuerte que la alondra
cantaban su estridente cántico, que cuadraba
con el sol asfixiante o con el agua helada
y entre los árboles llegaba hasta el estanque.
Su canción, que carece de letra y melodía
y casi de dulzura, me era más querida
que la voz más hermosa en cualquier aria.
Fue lo mejor de mayo: los pajarillos pardos
repitiendo sin fin, constante, sabiamente,
lo que un hombre no aprende ni en la escuela ni nunca.
PALABRAS
De todos nosotros,
los que hacemos versos,
¿me elegiréis
a veces
-lo mismo que el viento elige
una grieta en el muro
o un desagüe
para silbar a través
de su dolor o alegría-,
me elegiréis a mí,
palabras inglesas?
Os conozco:
sois ligeras cual sueños,
duras como un roble,
preciosas como el oro,
las amapolas y el trigo
o una vieja capa;
dulces como nuestras aves
lo son para el oído,
como lo es la rosa
en el calor
de junio,
extrañas como las razas
de los muertos y los no nacidos,
extrañas y dulces
a partes iguales
y familiares
para el ojo,
como los rostros más queridos
que conoce un hombre
o como una casa que se ha perdido,
pero aunque más antiguas
que el más antiguo almendro,
como lo son nuestras colinas,
revestidas de nuevo
una y otra vez,
jóvenes son como el arroyo
tras la lluvia
y tan amadas
como la tierra que demostráis
que amamos.
Hacedme feliz
con cualquier dulzura
de Gales,
cuyos ruiseñores
no tienen alas,
o de Wiltshire o Kent
y Herefordshire,
y sus pueblos y aldeas
y también, cómo no,
de los nombres y las cosas.
Dejadme bailar
con vosotras
o trepar o estar de pie, quizá
en éxtasis,
quieto y libre
en un verso,
como suelen los poetas.
CAMINOS
Yo amo los caminos
y las diosas que habitan
en ellos, invisibles,
serán mis favoritas.
Pues los caminos siguen
aunque nos olvidemos
de ellos, como estrellas
que brillan un momento.
En esta tierra, nada
los hombres hemos hecho
que tan pronto se borre
ni dure tanto tiempo.
El camino llovido,
al sol no brillaría
como un río, si no
lo pisamos un día.
Se quedan siempre solos
mientras dormimos, echan
en falta al caminante
que ya es un sueño apenas.
Desde el alba y las nubes,
como ovejas en grupo,
por los montes del sueño
se hunden en lo oscuro.
Tras la siguiente curva
puede esconderse el cielo;
sobre la cima, el pino
quizá oculta el infierno.
Aun con los pies cansados,
no me harto del sendero
sea largo o pesado,
pues continúa eterno.
Elena del camino,
de Gales y sus cerros
y de los Mabinogion,
es un dios verdadero
que habita entre los árboles
ante los caminantes
que en manada o a solas
se detienen al margen
y bajo el cobertizo
que no habita ya nadie
a excepción de los muertos.
Es su risa en el aire
lo que oigo día y noche
cuando el tordillo canta
sus tonadas sin cuento
y también cuando llama
a la sombra a las tropas
que la soledad siembran
con sus pasos, ligeros
igual que los de Elena.
Hoy todos los caminos
van a Francia, y la marcha
de los vivos es lenta.
Pero los muertos bailan.
No importa qué me dé
o me quite el camino,
pues siempre me acompaña
con paso decidido
poblando desolados
meandros tras los campos,
silenciando el estruendo
de ciudades y barrios.
OCTUBRE
El olmo florecido con la rama dorada
deja caer sus hojas, una a una, en la hierba,
la corta hierba en la colina, con los hongos,
viudas silvestres, campanillas, tormentilas,
sobre las que se inclinan tojos y zarzamoras
al sol, con el rocío; el viento va tan lento
que no quita las hojas de abedul del helecho.
La araña va tejiendo sus hilos por doquier,
las ardillas discuten más alto que los pájaros.
La hermosa escena es fresca y nueva, como en mayo,
y no es más fría al tacto que cálida a los ojos;
y ahora yo podría sin duda ser feliz,
sería tan feliz como hermosa es la tierra
si fuese otro o si pudiese hacerme tierra,
vivir entre las rosas o quizá las violetas,
las campanillas y los copos de nieve, según toque,
o con el tojo, que jamás se muestra alegre.
Y si no es esto la alegría -¿quién lo sabe?-
tal vez un día piense en éste como un día
feliz, y esto que suelo llamar melancolía
no sea nunca más algo negro y oscuro.
EL TORDO
Cuando el invierno se acerca,
¿qué puedo ver en noviembre
que veas en abril, cuando
el invierno ha terminado?
Escucho al tordo y lo veo
solo al final del camino
junto a la copa del álamo,
sin dejar de cantar nunca.
¿Acaso sabes tú más,
sabes tú otra cosa que esto,
que en abril, como en noviembre,
el invierno se va siempre?
¿O es que tienes por costumbre
no llamar abril a abril
ni noviembre ya a noviembre
ni invierno al invierno, nunca?
Pero sé todos los meses
y sus dulces nombres: mayo,
y abril, junio y octubre,
y mientras tú me llamas
yo tengo que recordar
qué murió allá por abril
y pensar qué he de hacer
de un hermoso noviembre.
A abril lo amo por aquello
de que nació, y a noviembre
por aquello en que muere,
por lo que son y lo que no,
mientras tú amas lo amable,
aquel lugar en donde cantas
y amas y olvidas cuanto
tienes detrás o delante.
“HOGAR” (“HERMOSA LA MAÑANA”)
Hermosa la mañana y nuestro ánimo,
nunca habíamos visto una tierra tan bella,
aunque extraña, y la nieve intacta hacía
salvaje lo doméstico, borrando
cuanto no fuese viejo y rústico. Y alegres
en la también hermosa tarde, fuimos
a través de la nieve, contra el viento.
Nada nos empujaba ya a volver
y entonábamos cantos sin detenernos nunca
como hacíamos siempre al iniciar la marcha.
Apretamos el paso al contemplar
los helados refugios para pasar la noche,
felices de no haber estado nunca allí
pese a haber compartido la comida y el sueño
mucho tiempo. Uno dijo: “¡Qué pronto volverá
a su hogar el caballo fustigado!”.
Y la palabra “hogar” nos hizo sonreír
a los tres. Uno la repitió, sonriendo;
y todos entendimos lo que nadie decía.
Quedamos divididos como en tres condados,
mirándonos extrañamente unos a otros
y supimos que no éramos amigos,
sólo los miembros de una compañía
que cesa cuando no es ya necesaria.
Nunca se dijo una palabra, ni pensamos
un segundo en aquella mirada y la palabra
“hogar”, mientras marchamos mirando la puesta de sol.
Y entonces la palabra, y sólo ella,
“nostalgia del hogar”, vino a mi mente.
Nada más.
Y si alguna vez admito
que no pude sufrir esa mera palabra
un día más, esta cautividad
tocará ya a su fin, salvo que yo
sea otro hombre ya, como a veces parezco,
o esta vida tan sólo sea un sueño.
YO NUNCA HABÍA VISTO AQUELLA TIERRA
Yo nunca había visto aquella tierra
ni podré ya volver a verla nunca.
Pero, por el dolor o la alegría
o por haberla hallado por azar,
fue muy grande el amor que en mí creció
hacia el valle y el río y el ganado
y la hierba y los fresnos ya sin hojas,
las aves de corral que se escondían
entre los grandes olmos, y los ríos
que bajaban a iguales intervalos.
Y también los espinos que acompañan
el arroyo, teñidos de amarillo,
allí donde la hoz del operario
los fue podando ayer, y a esa brisa
que todo lo sugiere y nada dice.
No esperaba que nada sucediera
ni recordaba nada, pero algo
logré tocar entonces. Si pudiera
cantar lo que a mi alma ni siquiera
susurro mientras sigo mi camino,
emplearía, al igual que aves y árboles,
un lenguaje que nadie pueda traicionar.
Y lo que estaba oculto seguiría oculto
salvo para unos pocos, como yo,
que responden cuando oyen un susurro.
LLUEVE
Llueve y nada se agita tras la verja,
en un campo de orégano por donde
nadie pasea. Nadie hay que rompa
los diamantes de lluvia entre la hierba
ni haga temblar los pétalos caídos.
Y yo estoy tan feliz como es posible
explorando los bosques a mi antojo
e imaginando dos que caminaran,
se besaran ajenos a la lluvia.
Y también estoy triste por pensar
que nunca, si no es solo, volveré
a caminar bajo la lluvia. Al irme,
las flores del orégano en la sombra,
blancas como un fantasma, simbolizan
el pasado que vuelve con la luz.
[1916]
LLUVIA
La lluvia a medianoche. Nada sino esta lluvia
sobre esta lóbrega cabaña. Y la soledad.
Y recuerdo que yo también he de morir
y ni oigo la lluvia ni le doy las gracias
por dejarme más limpio que yo jamás he estado
desde que vivo en esta soledad.
Dios bendiga a los muertos en la lluvia,
pero hoy ruego que nadie que he amado
esté muriendo ahora o yazga solo
escuchando, despierto, esta llovizna,
padeciendo dolor u objeto de cuidados,
inerme entre los vivos y los muertos
como un arroyo entre los juncos rotos,
miríadas de juncos tiesos, rotos
como yo, que no tengo amor alguno
que esta lluvia no arrastre, salvo amor por la muerte,
si es amor lo que siento por eso que es perfecto
y no puede -me dice la tormenta- defraudarme.
INTERVALO
Se ha terminado el día.
Llega un noche fiera
que cede brevemente
el paso al sol de puesta.
Allí donde el camino,
húmedo, sube y luego
se pierde entre las hayas,
casi brilla ese fuego.
Las hallas ahora encuentran
un reposo silente,
hondamente respiran
el viento del oeste.
El bosque está muy oscuro,
lo recubre la niebla.
Arriba, entre las nubes,
sólo un rayo penetra.
Pero, oculta entre hiedra,
la cabaña de un hombre
-un leñador- al viento
y a la luz no responde.
De ella sale un humo
que vacila en el aire
y se inclina, vencido
por el viento incesante.
Nada puede importarle
ni la luz ni la sombra:
permanece invariable
mientras caminos a solas,
mientras muero y olvido
la colina de hayas,
la luz, la humedad,
este lugar sin drama.
LA FUENTE
Todo el día ha triunfado el aire, y sus dos voces
-la del viento y la lluvia-
tan altas que parece que le agrada
la ira con que ahogan el ruido de la tierra,
que traga y traga en vano
para absorber el agua.
La mitad de la noche sólo se oye el aire
hablar con viento y lluvia
hasta que el manantial del río rompe
y ahoga viento y lluvia,
brama como un gigante que celebra
el triunfo de la tierra.
EL FLAUTÍN
La luna nueva pende –cuerno blanco…-
en el desnudo azul helado
y las simas del bosque, ennegrecidas
por el invierno, se hacen aún más negras.
Los riachuelos que cruzan este bosque,
como si nunca hubieran conocido
el sol, rugen con voces huecas, negras
entre la ira y el lamento.
Pero entre los acebos, la cabaña
brilla como un Martín pescador;
sobre el musgo que cubre las turberas
asoman las primeras prímulas.
Tienen negra la piel los carboneros
pero blanca es su ropa, ya tendida,
como es blanca la carta que lee aquella chica
bajo el cuarto creciente de la luna.
Su hermano, que se esconde tras el seto
tocando muy tranquilo,
con un flautín, una canción de escuela…,
dice mejor que yo lo que es preciso.
POR LAS COLINAS
Regresaba a mi mente con frecuencia
el día en que crucé esas montañas
hasta un nuevo país, y aquel camino
que hallé entre la espesura, aquellas nubes
encarnadas cruzando por la tarde
que entonces parecía interminable
y, luego, la posada con sus hombres
amables aunque extraños. Yo no supe
lo que había perdido hasta que un día,
doce meses después, sobre mi pala
me apoyé y lo vi todo, tras los montes.
Aquel año se me hizo una costumbre
apoyarme y mirar, e imaginar
que reanudaba aquel camino. Y fue
en vano recordar, pues el arroyo
no vuelve ni remonta la cascada
hasta el lago tranquilo en que reposa,
como si fuese el hueco de algún hueso
bajo el cráneo del monte pedregoso.
EL CUCO
Ahí está el cuco, dices. No lo oigo
ni recuerdo cuándo lo oí, mas sé
muy bien el año en que dejé de oírlo:
lo ahogaba el grito del pastor, diciendo
“¡Jo, Jo!”.
Diez veces con su voz cascada
gritó, como enfadado. Y se murió
ese verano: así es como recuerdo
la llamada del cuco. Yo decía:
“No lo oigo”.
Y ahora dices: “Ahí está”. Yo oía
no al cuco, y sí al pastor gritando: “¡Jo!”.
Incluso si sanase mi sordera,
la voz de aquel difunto ahogaría
al cuco.
NABOS
Han quitado el hastial del tejado de adobe
sobre el montón de nabos. Y el sol ha iluminado
el blanco, el oro, el púpura de sus hojas izadas
en la penumbra. Es una imagen más hermosa,
en la húmeda esquina donde gime el invierno,
que cuando sobre el Valle de los Reyes, un joven
entra al fin en la tumba de un faraón y, así,
es el primer cristiano que contempla la momia,
el dios, el simio, el carro y el trono y la vasija,
la alfarería azul, el alabastro, el oro.
Es un sueño de invierno, dulce como lo es mayo,
Amenhotep, no obstante, yace muerto hace mucho.
ADLESTROP
Sí, yo recuerdo muy bien Adlestrop
y su nombre, pues se detuvo
allí una tarde calurosa
el tren, de pronto. Era hacia junio.
Silbó el vapor. Un carraspeo.
Nadie salió ni entró entonces
desde el andén vacío. Vi
Adlestrop, que era sólo un nombre,
y sauces, adelfas y hierba
y praderas y almiares secos,
todo tan quieto y tan hermoso
como las nubes en el cielo.
Y durante un minuto el mirlo
cantó muy cerca, y con él, cada
vez más lejos, todas las aves
que en Oxfordshire y Gloucestershire cantan.
EL ESTANQUE DEL MOLINO
El sol brillaba ya y todavía
resonaba algún trueno.
Pasó una lavandera y su reflejo
vibró sobre el estanque.
Se escuchaba el arrullo del aliso
en el pequeño islote
más que los truenos cuyo ruido acallan
aquellas frías aguas.
Tímidos estorninos en el álamo,
tras el molino negro,
chillaban sobre el ruido que llegaba,
lejos, de la colina.
Cuando mis pies rompieron esa espuma
que corría debajo,
llegó una chica. “¡Ten cuidado!”, dijo,
hace ya muchos años.
Me sorprendió, toda de blanco, en pie
muy cerca de mí mismo.
Fue hace muchos años; y yo estaba
inquieto; al fin se fue.
Estalló la tormenta, me agaché
en mi refugio, y qué
hermosa parecía entonces ella,
¡tanto como ahora!
AMANTES
Se sorprendieron los dos caminantes.
Los amantes salieron tapándose los ojos.
Y nunca fue tan blanco el blanco, o negro el negro,
como el pelo y el rostro de ella. “Hay muchas cosas
por las que entrar, Jack, en un bosque”, dijo
George. Y Jack murmuró: “No tiene un arma.
Sin duda ha de tratarse de algo bueno.
Van por otro camino, mira. Y ella
echa a correr. Ah, qué milagro es este mayo.”
TARDE DE FEBRERO
Oyeron este estruendo de estorninos los hombres
y, hace mil años como ahora, vieron
blancas gaviotas, grajos negros tras el arado.
De modo que los últimos son los primeros, hasta
que un graznido lo invierte todo de nuevo: ley
que ya era antigua cuando algunos fantaseábamos
sobre cómo el polvo yacería mil años
en nuestra ceja, y las aves irían de un seto a otro.
NADIE COMO TÚ
Nadie como tú ama
este barro que soy
o lamentaría como tú
el día de su muerte.
Me conoces del todo
sin que yo nada diga
y aunque con lo que sabes
sigues siendo discreta.
Nadie fue tan hermosa
como yo te he pensado:
ni una sola palabra
albergo contra ti.
Cuanto hice por ti
es poco comparado
con lo que me guardé
y no traduje exacto.
Apenas oso alzar
a ti mis ojos, salvo
si a tu afecto responden;
no aman por sí mismos.
Miramos y entendemos,
no logramos hablar
excepto en balbuceos
y débiles palabras.
Como mucho yo acepto
tu amor, pero lamento
que sea todo: siempre
he sentido yo el ansia
de que no lograría
devolver cuanto das
ni arder con el amor
fiero en que tú ardes,
tanto que parecía
muchas veces mejor
no volverte a ver nunca
que aquí permanecer
con sólo gratitud
en vez de con amor,
como un abeto solo
que acuna una paloma.
PRÓXIMO PROGRAMA JUEVES A LAS 22 HS (HORA ESPAÑOLA)


