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137. Poesía más Poesía: Elvio Romero

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ELVIO ROMERO

BIOGRAFÍA

Elvio Romero (Yegros, Departamento de Caazapá, Paraguay, 12 de diciembre de 1926 – Buenos Aires, Argentina, 19 de mayo de 2004).
Se sitúa entre la generación de 1940 y la otra generación de 1950, en la historia de la poesía paraguaya del siglo XX.

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Su padre fue un campesino, dueño de un tiovivo, y tallador de imágenes de santos y pequeñas figuras de madera, que viajaba de pueblo en pueblo dando espectáculos como malabarista. Elvio que se define a sí mismo como “hijo de la intemperie”, cambió pronto la escuela por el oficio de carretero, tan acorde a su vocación de caminante. Estos múltiples oficios no impedían que la familia Romero sufriera privaciones y sobresaltos económicos, los cuales provocaron que durante un tiempo el pequeño Elvio se viera obligado a vivir en Encarnación al cuidado de su abuela, y tales eran las travesuras del niño, que una vez maduro reconoció haberle «infernalizado» la vida a aquella mujer.

Por entonces apenas si dominaba el español pues, como los demás niños rurales, sólo hablaba el guaraní aprendido de su madre.

Tenía el poeta seis años cuando estalló la guerra con Bolivia. Regresó entonces con sus padres y luego toda la familia partió hacia el noroeste para establecerse en el pequeño pueblo de Ñu-Porá, muy cerca de la frontera con Brasil.
La lectura casi clandestina de un cuaderno de su madre con poemas recortados y pegados de Rubén Darío, Gutiérrez Nájera y Amado Nervo, le hizo descubrir la poesía y la necesidad de cultivar la palabra con sensibilidad y conocimiento.

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El joven Elvio sentía un profundo y llamativo interés por aquellas líneas que los ojos de su madre leían habitualmente y que producían en su sensibilidad una «música de maravillosas resonancias». Esta atracción se tradujo en un persistente esfuerzo por comprender el español y por inteligir la belleza de la sonoridad de la palabra en su rara relación con el significado. Poco a poco fue memorizando aquellos versos y también los nombres de sus autores; solía, a menudo, recitarlos en rueda de conocidos.

Así apareció ese nuevo sentido cósmico que con el tiempo se le haría indispensable para vivir: el universo de la poesía. No tardó en intentar emular a sus maestros y esbozó así, a los nueve años, sus primeros poemas.
Los Romero vivieron tres años en Ñu-Porá y luego partieron hacia Asunción. Una vez en la capital, el pequeño Elvio reanuda sus estudios y termina la escuela primaria, inscribiéndose luego en la secundaria, por la que muestra un claro desinterés. Ya se siente escritor y su instintiva avidez por las letras lo lleva de la mano a reunirse con sus pares, de modo que se incorpora al grupo de colaboradores reunidos por la revista Noticias, «siendo [aún] un niño», según Walter Wey.

En esta revista publica su primer artículo literario, un comentario sobre la personalidad y la obra de Romain Rolland. Acerca de ese atrevimiento declarará más tarde: «un irresponsable estudio, cosa terrible y temeraria». Inmediatamente después empezó a publicar en algunos diarios, principalmente en El País, en los que aparecieron sus primeras poesías.

Siendo muy joven se incorporó a la vida literaria de Asunción y compartió tertulias con Roa Bastos, Josefina Pla, Héribe Campos Cervera, Hugo Rodríguez Alcalá, y otros altos exponentes de las letras paraguayas de entonces, todos ellos formarían la llamada generación del 40. Elvio pertenecería a esta generación y fue llamado por un prologuista de la antología de esta generación como que “era la hija paraguaya del 27 español”. Muy emparentado por su estética vanguardista y su compromiso social.
Después de finalizada la guerra del Chaco, conflicto bélico entre Paraguay y Bolivia librado entre el 9 de septiembre de 1932 y el 12 de junio de 1935, por el control del Chaco Boreal, comenzó en España la guerra civil.

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Por una parte, el Paraguay literario soñaba con la integración; por otra, llegaba la poesía española como una invasión por detrás de las noticias de guerra. Así se conocieron las obras de las principales figuras hispanas de aquel momento: Federico García Lorca, Miguel Hernández, Emilio Prados, Rafael Alberti, León Felipe
Elvio Romero tenía entonces pocos años y llegaba a la adolescencia con la música de los grandes líricos españoles de entonces. De este mismo modo, otros poetas, más maduros, buscaron insertarse en el clima literario internacional y nutrir así las viejas formas. Tanto los antiguos formatos líricos paraguayos como los que llegan hasta la segunda mitad del siglo XX, responden en un todo al español, y poco o nada influenciados por franceses, ingleses o italianos.

Elvio Romero, por los imponderables caminos que transita la poesía, se encuentra con ciertos versos que le resultan extraños y a la vez novedosos: es el caso del libro Tumulto, del argentino José Portogalo donde se nota una clara influencia norteamericana porque si bien la poesía de Buenos Aires en nada se relacionaba con la del país del norte, demostraba estar atenta a los movimientos de la literatura internacional; Walt Whitman, Ernest Hemingway y William Faulkner eran ya las lecturas obligadas en todo intelectual porteño que quisiera preciarse de tal.

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Militante comunista, luego de la guerra civil de 1947 en la que participa, perdida la causa y tras el triunfo del golpe de estado del general Morinigo, se ve forzado, con escasos 21 años, y como tantos otros, a abandonar a la que él mismo llama «nuestra profunda tierra».

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Conversando con el poeta José Asunción Flores.


Se exilia en la Argentina, Primeramente vivió en Presidencia Roque Sáenz Peña, en el Chaco Argentino, hasta 1956. Por su casa pasaron, camino del exilio, figuras como José Asunción Flores, Herminio Gómez y otros.
Exilio, desamparo, amor, esas otras expresiones de la misma vida, están permanentemente presentes en la prolífica obra de Romero. El mismo poeta declara:
“Durante el largo exilio que padecí, mis compatriotas, mis amigos, y algunos desconocidos también, se acercaron a mi casa de exiliado, trayendo la fragancia de las cosas lejanas, reconfortando mi retiro”.
Compartí la lucha de mi pueblo por su libertad, viví atento a la formidable gesta protagonizada por los miles de combatientes que, cautelosa y valerosamente, prepararon el porvenir de la patria, y mi canto se fue conformando así, entre exaltaciones vibrantes y melancolías, de esas luces y sombras que, alternativamente, estremecen el alma.
No se ya si pronto, o tarde, comprendí que debía recoger en mi poesía todos los estados de ánimo que brotaron de esas tristezas fugaces y de una impresionante e impertinente rebeldía. Entonces abrí todas mis ventanas para que entrasen los vientos del mundo, y así pude juntar las desvaídas hojas del decaimiento con la ardiente ramazón de un fuego combativo. Todos mis sentimientos, todos, se mezclaron, como en la galera de un prestidigitador los papelitos de colores y desde donde salió volando una paloma de oro al calor de mis pasiones y mis imaginerías”.

Posteriormente se instaló en Buenos Aires, donde fue apadrinado por Rafael Alberti, quien con el poema “Elvio Romero, Poeta paraguayo”, prologó “Dias roturados”, su primer libro, y conoció allí a Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Raúl González Tuñón, que lo integraron en los círculos de la poesía latinoamericana, donde su voz poética fue pronto conocida y apreciada.

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Con Pablo Neruda


Viajó incansablemente alrededor del mundo, desempeñando tareas editoriales, pronunciado recitales y conferencias en varios centros culturales de América, Asia y Europa. Jamás olvidó a su patria y a los suyos y las inflexiones de su voz, al decir como pocos poetas su propia poesía, tienen un timbre inconfundiblemente paraguayo. Exilio, desamparo, amor, esas otras expresiones de la misma vida, están permanentemente presentes en la prolífica obra de Romero.
Producido en 1989 el derrocamiento de Alfredo Stroessner y su dictadura, Elvio puede regresar al país donde toma contacto con sus amigos y colegas paraguayos.
Fue miembro de número de la Academia Paraguaya de la lengua Española y socio del Pen Club del Paraguay. Ocupó el cargo de agregado en la Embajada de Paraguay en Buenos Aires, desde febrero de 1995 hasta días antes de su fallecimiento. El gran novelista guatemalteco Miguel Ángel Asturias, premio Nobel de literatura en 1967, en la presentación del libro de Romero El sol bajo las raíces (1956), brinda un maravilloso recado acerca del poeta y su obra:
“Lo que caracteriza la poesía de Elvio Romero es su sabor a tierra, a madera, a agua, a sol, el rigor con que trata sus temas, no abandonándose ni un solo momento a la facilidad del verso, y el querer interpretar el drama de su país joyoso de naturaleza y triste de existencia, como muchos de nuestros países.
Pocas voces americanas se encuentran tan hondas y fieles al hombre y sus problemas, y por eso universal. Poesía invadida, llamo yo a esta poesía, dice Miguel Ángel Asturias. Poesía invadida por la vida, por el juego y el fuego de la vida. Pero no la vida como la concibe el europeo, chato siempre ante nuestro mundo maravilloso y mágico, sino como la concebimos nosotros. Elvio Romero, como todos los auténticos poetas de América, no tiene que poblar un mundo vacío con su imaginación. Ese mundo ya existe. Interpretarlo es su papel, lo real es lo poético en América, no lo imaginado o ficticio.
Y por eso se nos queda tanta geografía dispersa en flores, en astros, en piedras, en aves, cuando leemos los poemas de este inspirado poeta paraguayo. Por los intersticios de tanto prodigio como va cantando, se escapa el dolor de los pueblos, gemido y protesta, pero también esperanza y fe. Pero estos sentimientos y pensamientos nacidos del paisaje que se torna lúcido y que por momentos llegan a ser opresores, son rotos por el poeta que los «nombra». Romper el encantamiento «nombrándolos» es el arte de Elvio Romero, el encantamiento natural, ya que son transpuestos a sus poemas en el logro de otro encanto, el de la poesía, el sobrenatural.
Sobre la naturaleza van sus versos arrastrando raíces de sangre viva, de vértigo, contraste y metamorfosis. Lo formal, se cuenta, cuenta poco en poetas en que hay una tempestad atronadora, en los cuales lo que se dice se expande y al expandirse crea o recrea, del mundo nuevo, su vibración auténtica”.

Elvio Romero, en Madrid, Fotografía - RESULTADOS

Y Rafael Alberti, notable exponente de la generación poética del 27 en la literatura española, le canta, en los encendidos versos de su poema «Elvio Romero, poeta paraguayo»:

Las alas, sí, las alas,
contra la vida quieta.
Cante, llore el poeta
volando entre las balas.
Por los signos del Día
también tú señalado
clavel arrebatado
y espada de agonía.
Casi recién nacida,
lumbre madura y fuerte,
sabes más de la muerte
quizás que de la vida.
Y tu nombre aromado
huele más que a romero,
a pólvora, a reguero
de cuerpo ensangrentado.
La patria encadenada
y herida se sostiene
sin sueño y te mantiene
el alma desterrada.
Y mientras que penando
sin luz va el enemigo,
la Libertad contigo
regresará cantando.

Gabriela Mistral, la premio Nobel chilena, por su parte, escribe:

Pocas veces he sentido la tierra como acostada sobre un libro.

Residiendo en Buenos Aires, Argentina, donde desempeñaba funciones diplomáticas como agregado cultural de la Embajada Paraguaya en la capital porteña, falleció el 19 de mayo de 2004. a la edad de 78 años, a causa de un paro cardíaco.

Elvio Romero y su esposa Elida, Fotografía - Visor - Observatorio Cultural
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Élida Vallejo y su esposo, Elvio Romero

Su esposa Élida, agradeció mediante nota a todos los que difundieron su obra “sabemos lo importante que ha sido para él, en estos últimos meses tan difíciles, la publicación de su obra en España”. De aquí fueron algunos de sus amigos más entrañables como Rafael Alberti o León Felipe y su admirado Miguel Hernández: Augusto Roa Bastos, al enterarse de la muerte de su amigo dijo:

“Fue el último gran poeta paraguayo” y agregó: “no ha muerto un poeta, porque los poetas no mueren, no ha muerto un luchador, porque los luchadores no mueren, nos deja la estrella repartida y puesta sobre la mesa con aroma a pan caliente”.

Destacó en el periodismo y la poesía, por su estilo vanguardista y social, por lo que conoció bien la vida y los sufrimientos de las gentes del campo paraguayo.

Tuvo una relación de mucha admiración por Miguel Hernández, había una diferencia de edad ya que Hernández nació en 1910 y Romero en el 26, uno es español, otro paraguayo, pero los dos viven y sufren la experiencia de la guerra civil en sus respectivos países, los dos son autodidactas, ambos de origen humilde, unidos por la ideología comunista, influidos por el pueblo y por temas naturales y cotidianos.

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Su obra poética está compuesta por:

  • Días Roturados (1947/8)
  • Resoles áridos (1949/50)
  • Despiertan las fogatas (1952/53)
  • El sol bajo las raíces, (1956)

Estos 4 publicados en Buenos. Aires.

Posteriormente:

  • De cara al corazón (1959/61)
  • Esta guitarra dura (1960/61)
  • Libro de la migración, 1966,
  • Un relámpago herido (1967)
  • Los innombrables (1970)
  • Destierro y Atardecer (1975)
  • El viejo fuego (1977)
  • Los valles imaginarios (1984)
  • Flechas en un arco tendido (1993/94)
  • Contra la vida quieta. (2003)
  • Cantar de caminante (2004)

En 1990 se reunieron en la edición Obras completas y al año siguiente publicó “El poeta en la encrucijada”, también mencionado como El poeta y sus circunstancias”, (1991) libro por el que se le concedió el Premio Nacional de Literatura, instituido ese año en Paraguay. y luego en 1999 Fabulaciones (Gran enciclopedia de la cultura paraguaya).

Elvio Romero escribió la biografía de Hernández, destino y poesía en 1958, y prologó tres publicaciones del mismo, en marzo de 1982 participó en el Primer Congreso Internacional dedicado a Miguel Hernández, celebrado en las ciudades de Alicante, Orihuela y Elche.
Fue colaborador del diario “Ultima hora”, de Asunción y numerosas publicaciones culturales de Argentina.

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POEMAS

Por qué

Por qué no habremos de querer nosotros
Lo que nunca quisimos; por ejemplo, una casa
Sobre el remanso de un río,
Con camalotes en sus costados,
Con sus ventanas en regocijo.
 
Por qué no habremos de escuchar nosotros
Lo que la noche escucha; por ejemplo, una sombra
Que nos sirva de abrigo,
Que allí muera misteriosamente
Asumiendo el color de sus dominios.
 
Por qué no habremos de pisar nosotros
Lo que jamás pisamos; por ejemplo, un sendero
Con olorosos racimos,
Con una hoguera que allí se encienda,
Con grandes lluvias que nunca vimos.
 
Por qué no habremos de sonar nosotros
Con un eco que suene; por ejemplo, un murmullo
Que tiemble en el sonido,
El que responda a las preguntas
Que junto al fuego recogimos.
 
Y por qué no buscar siempre
Lo que es parada en un camino,
Lo que hay de otoño en un verano,
Lo que hay de ardiente en lo más frío,
Lo que es sonrojo en unos labios,
Lo que es recuerdo en el olvido,
Lo que es pregunta en la respuesta,
Lo que es jadeo en un suspiro,
Lo que es vital de esa alegría,
De esa tristeza en que vivimos.

                                                 (de cara al corazón)

Son ellos

Amor: este es mi padre, Pablo,
paraguayo del Norte. Las nervaduras de su mano
son de tanino rojo. Lo siento avanzar como antaño,
callado y alto. Conoce el río y la madera.
Podría echar a vuelo las campanas del pueblo.
La estrella de la tarde lo saluda en verano.
 
Y ésta es mi madre, Carmen,
fuerte y dulce. Tiñó los ojos de un color de cielo.
La veo venir por una senda de flores
cobijando a los hijos. Ella es del sur.
Vuela una mariposa por donde pasa. Una luz verde
la circunda. Trae un jardín en el pecho.
 
Habrá que abrir la casa
para acomodar estos ímpetus. Se me hace que la lluvia
llega con ellos (lluvia envuelta en resol y polvareda).
Acaso haya un recuerdo que los vuelva a otros años.
¡Vengan me digo a mí mismo; asiento,
para estos hondos visitantes! Ya están aquí,
padre y madre. De algún modo
será de ellos también este viaje a la lumbre
que emprenderemos, esta canción de luceros
que irrumpirá siguiendo la claridad del día.

                                                    (de "El viejo fuego") 

Tren con banderas

Era un tren con banderas
Aquel tren de mi pueblo; un tren hermoso
Como esos trenes hondos que aran la quemadura
De la imaginería popular; tren compartido,
Mínimo y desolado por entre cordilleras,
Por entre atajos, por entre donde brotan
Los pañuelos de adiós del horizonte.
 
Era un tren con banderas.
 
Cuando avanzaba solo
Como arisco alazán por la pradera,
Era una clara y lenta respiración del aire,
Centella imaginaria de Luna y aguacero,
Una fiesta ligera de infancia y de colores;
Volaba el viento norte sobre sus ventanillas,
Sus ruedas fulguraban sobre espuelas de rieles,
Su silbido era un canto de pájaro de fuego.
 
La cruz del sur, caída,
Viajaba en sus furgones. Y lo demás: los frutos
Radiosos de la tierra; el violento verano
Cernido en los maizales, los arrieros
De las fronteras, el grito seco de las plantaciones;
Todo se acumulaba en sus vaivenes: la resolana de enero,
Rostros cetrinos y guitarras hondas,
Cántaros con serpientes, fugitivos callados,
Embarazadas, brisas, bandoleros.
 
Era un tren con banderas.
 
El Paraguay entero
Cabría en sus vagones, su violencia
Y su encendida música; cabrían sus silencios
Y su desamparado destino, el afán soterrado
De libertad, su cruz y sus crucifixiones,
La madera olorosa de sus montes cerrados,
Su profunda y amarga masticación de muerte.
 
Era un tren con banderas
Y ojos abrasadores; tren orlado
Por historias de guerra y rebeliones,
Tren cruzado de gritos altos y lejanías,
De sombra y naranjales; una llama
Prendida sobre un vértigo dorado,
Un tren de lumbre y alba sobre una tierra en celo.
 
Aquel tren de mi pueblo solitario y profundo,
¡Era un tren con banderas!

                              de (contra la vida quieta)

 
Carta

Te escribiré mi amor, desde un sonido
de tierra apretujada,
desde un hondón, de pie, desde un frondoso
confín de llamaradas,
desde donde sus pétalos la Rosa
de los vientos deslava;
de allá te escribiré, a la luz profunda
de una estrella lejana,
desde donde me encuentres y no me encuentres
buscándome en el mapa,
te escribiré de asuntos de entereza
al punto fijo en que despunta el alba.
 
Desde el clamor del mar o de la tierra
te escribiré esta carta.
 
Desde el instante en que te supe hermosa
te escribiré esta carta.
Desde el sesgo de luz de tu sonrisa
te escribiré esta carta.
 
Te escribiré mi amor, desde la arena
removida en resguardo de la llama;
lejos de ti te escribiré, bañada
de sudor y esperando una batalla,
vestido de hojas y de estrellas verdes,
de monte oscuro y de llanura parda,
desde un cambio de sombra en la vigilia
te escribiré esta carta.
 
Desde el desvelo de los hombres bravos
te escribiré esta carta.
 
Te escribiré también desde la espera
y el anhelo mayor de la mirada;
lejos de ti te escribiré, tan lejos
que aproxime tu afán largas distancias,
desde el ruedo de sombras de una hoguera,
desde un sendero de cruzadas ramas,
desde un sol de acechanza y de una noche
que abriendo el puño alumbre las guitarras,
te escribiré desde el albor de un niño
de lluvia desdoblada.
 
¡Desde un vivac de imperativa lumbre,
te escribiré esta carta

Señales

Mis señales: la cáscara
arrojada en el naranjal; una baraja
aparecida en la ventana, un cigarrillo en el umbral
y al filo del amanecer; el relincho de un potro
al borde del maizal; algo que se presienta en el aire
como la avecinación de la lluvia
o el paso de un felino aproximándose.
 
Serán así mis señales.
 
Y mi mensaje: una hoguera
en el descampado, en la quietud de la noche,
una llama ardorosa permanentemente prendida
en esas lomas, con sus costumbres de atraerte
centelleando a tu lado, besándote los pies, el muslo inquieto,
hoguera terrible con la muerte y la vida en sus fulgores.
 
Por donde mires
la señal será tuya; por donde vayas
tendrás la huella del hombre, el halo de su poncho de estrellas,
el olor que ha dejado a su paso, el beso
que abrió el portón yendo a tus fondos; por donde busques
hallarás mi presencia, mi sombrero mojado en el sereno,
porque te habré dejado mitad de mi fragancia,
mitad de mi aflicción y mi aventura, mitad del alborozo y del recato
de ese instante en que juntos arrojamos un eco en el silencio,
carbón al horno ardiente.

De ("El viejo fuego")

Canto en el sur

Esta noche, en el sur,
Me he mirado en tus ojos.
 
Soy como tú,
De piel morena, oscura, oscura,
Con estrellas metidas por dentro
Y por fuera sudor, cáscara ruda.
 
Tengo la sangre hirviendo
Como un sinuoso trueno derramado,
Tengo las manos ásperas
Como herramientas duras y soleadas;
Tengo los ojos lúbricos
Como lúbricas raíces.
 
Esta noche, en el sur,
Me he mirado en tus ojos.
 
Te vi ayer en el norte;
Vi en el norte lo mismo, el mismo
Y primario dolor sobre los cuerpos,
El aguardiente galopando a sorbos
Y lo demás lo mismo: el mismo
Brazo sudando a contraluz sangrienta,
El mayoral que brama entre los árboles,
Los mismos ojos sin calor, la misma
Temblorosa epilepsia del sudor,
Los mismos exprimidos,
¡Los mismos coronados!
 
Esta noche, en el sur,
Me he mirado en tus ojos.
 
Soy como tú,
La misma turbulencia contra el mismo espejismo,
Idéntico remando bajo la misma noche.
 
Conservo el sortilegio
De estas zonas arbóreas que me cercan;
Tengo la risa ronca
Y estas anchas tristezas.
 
De piel morena, oscura,
Pisando en el calor exasperado.

                                       De (“resoles áridos”)

El santero

Lacú, cara de miel, cabello cano,
Temblándole, jadeante, la camisa,
Fabrica santos, leve la sonrisa,
Barcino guante de sudor la mano.
 
Trabaja en palos. Y al tallarlos tanto,
Con calor de melcocha por la frente,
Lo llama por allí la buena gente:
“Lacú, cara de miel, cara de santo”.
 
Modela efigies rojas de madera,
Pálidos santos de color de Luna,
Y le suenan los dedos como en una
Llanura fatigante y forastera.
 
Cuando está airado, talla entre avatares,
Y cuando alegre, hasta el taller se alegra,
Se le envuelve la sangre en noche negra
Si se le llena el alma de pesares.
 
Tales son sus desvelos; son tan fijos
Sus labores, sus vértigos, sus sueños,
Y es tanta la pasión de sus empeños
Que tiene el rostro de sus propios hijos.
 
Lacú mira el vivir, sigue a la gente,
Ante las vidas simples se emociona,
Siente latir un gesto y lo aprisiona,
Lo fija todo en su labor paciente.
 
De allí que cuando miran los vecinos
Las figuras de palo en sus altares,
Se ven, tal como son en sus hogares,
Tal como son, jirones de caminos.
 
Para probar mejor lo que origina
Dentro del puño como fuelle ardiendo,
Se amarra al brazo enérgico un estruendo
De escopeta o cuchillo o carabina.
 
Si labra un santo, firme y despiadado
Baña el cincel de fuego y agavilla
La gubia con cendal de maravilla,
Fragor de tierra, semillar y arado.
 
Y si es santa, despierto en nuevo brío,
Le da un soplo final mágico y sabio:
Con flor de pachulí le pinta el labio,
Las lágrimas, con gotas de rocío.
 
Y tanto se parece a sus criaturas
Que él mismo es ya raíz, árbol, madera,
Palpitación terrestre y verdadera
De cortezas con sol por vestiduras.
 
Trabaja en palos. Y al tallarlos tanto
Con calor de melcocha por la frente,
Lo llama por allí la buena gente:
“Lacú, cara de miel, cara de santo”.

                  de (“los valles imaginarios”)

Viene, me digo siempre

Viene, me digo siempre. Bella y nocturna, digo,
y está a mi lado y viene. Y en la noche descanso
junto a su pecho, al borde de su pecho, al remanso
de su cálida sombra sirviéndose de abrigo.
 
Siempre me digo, viene,
Bella y Nocturna, y siempre se levanta en mi sueño
despacio, apareciendo como en un bosque
umbrío, fiel y asidua en mi frente,
como alguien que debiera, siempre bella
en un bosque, responder cuando digo
Bella Nocturna en sueños
cuando me digo, viene.
 
Y acude fiel y asidua, con cálida sombra
cuando, Bella Nocturna, con su sombra me abrigo.

Así es ella, me dije…

Así es ella, me dije; es la alegría
remota y honda que de pronto llega
a despejar el nudo que se debe
desanudar en la penumbra inquieta.

Noche y albor, me dije,

todo llegó a mi corazón por ella;
llegó el sabor oculto del deseo,
el presagio de ardor que en mí resuena.

           Es mi cuerpo, me dije,
reconociendo su esplendor en ella,
el bosque entero de mi sangre, el pulso
y el latido secreto de su fuerza.

            La imagen que conservo
de las verdes raíces de mi tierra;
ella es el tiempo mío, el del verano
en el regazo inmóvil de la siesta.

            Así mismo, me dije,
es su fulgor herido en la belleza,
ella es el largo trecho recorrido
surtiéndose de entraña y sementera.

            Así mismo, me dije,
callado abrigo que abrigó mis huellas,
el justo sueño que escogí en la lucha,
la libertad por la que canto es ella!

de ("Un relámpago herido") 1967

Con tu nombre

Por siete lunas me miré en tus fuentes,
catorce en las orillas de vasija anhelante de tu sangre;
dormí en tu piel con infinitas manos
los largos ciclos de inundación del bosque,
diez o veinte en tu red de vespertina fruta agreste y dulce,
no sé cuánto en la rama
fragante de tus brazos
y toda la vida me llené con tu nombre.

Rosa del Sur, me dije clavel de la cordillera,
guitarra clara del amor, mujer suave como la lluvia
que a veces llega apenas para tocar las hojas,
tierra de siembra fértil del varón y el arado,
honda como la brisa que despeina el maizal y la distancia,
mi latido es el tuyo, mis ventanas abiertas al rumor de la noche.

Si todo mi país, si mi comarca
de taciturna estirpe se despierta en tu aliento,
si el enjambre y la miel, la viga añosa
de la casa, si el azahar del lecho de los enamorados
me acercan a tu piel, si todo late,
si todo vive en ti,
todos mis años, toda mi vida llenaré con tu nombre.

De( "El viejo fuego") 1977

El beso

Germina un beso puro en nuestro pecho,
un beso que es un poco pan de tierra,
un poco arena y vuelo.

El beso es una ráfaga, un sereno
fulgor que se arremansa en la morada,
un masculino aliento.

La única perla que en mi alforja llevo,
la única luz que arrebaté a mi sombra,
su único alumbramiento.

Es una oscura exhalación, deseo,
un aire tibio que la sangre orea,
un luminoso fuego.

Es un activo manantial, un suelto
clavel sonoro entre los labios, agua
de cántaro opulento.

Es una alondra enloquecida, en celo,
delirante y nupcial entre las nubes,
levísimo gorjeo.

Mujer: hoy dejo este profundo beso,
que ensancha la creación, entre tus faldas,
temblor del firmamento.
Por él su peso alivian mis maderos,
por él subo a los árboles, te busco,
por él te pertenezco.

Por él la ruta es breve, por él peso
el péndulo de sol que te corona,
pulso un afán de sueño.

Por él nacerá el hijo, por él veo
que habrán de prolongarse mis raíces,
mis primarios silencios.

Por él mi propia rectitud defiendo,
por él mi descendencia irá sembrando
sus verdes alimentos.

Por él bajo a la tierra y la poseo,
por él barajo el alma, un poco arena,
un poco arena y vuelo!

de ("De cara al corazón") 1961

Vacío

Doble lo que era nuestro.
Ciertamente
te amé como a ninguna. Destruí cuanto amaba.
Un sueño malo-de rencores antiguos- oscureció mis frondas.
Titiritero falso, solté todos los hilos que me unían
Al eco fiel de tu alma, a tu secreto encanto;
mal leñador, talé ramajes vanos con inútiles golpes;
tiré abajo la casa con la antigua violencia de mi gente
y la perdí, torcí el sendero y lo dejé en la arena
como una carta triste que se arroja en un cesto.

Como a ninguna, digo. Un alevoso
viento amargo ha soplado. Esto es el fin
de un largo viaje al esplendor de un beso.

Doble lo que era nuestro.

                        de (“destierro y atardecer”) 1975

Mía

Vuelvo a ti, Libertad, mi compañera
de todos los momentos en la vida,
clavel entre claveles conmovida
belleza que se acerca en primavera.

Yo te tendré conmigo a toda hora,
como a una novia siempre enamorada,
junto a mí, Libertad, mía y amada,
retoño de la luz que el alba dora.

Yo me voy a la frontera,
a cantar y a pelear
tú serás mi compañera,
yo, quien te va acompañar.

Día a día a tu lado, en tanto vea
que los hombres procuran defenderte,
mientras yo, noche a noche, sueño verte
andando a mi costado, adonde sea.

Querida amiga, Libertad, deseo
que seamos los dos como una brasa
compartida, y mi casa sea tu casa,
y mires donde miro y donde veo.

Yo no voy a la frontera,
a cantar y a pelear;
tú serás mi compañera,
yo, quien te va acompañar.

Te beso, Libertad, porque eres mía,
porque mi afán es solo verte, amarte,
y aunque no he conseguido conquistarte,
no he dejado de buscarte todavía.

de ("Cantar del caminante") 2007

Sino

Nada es lo mismo ya, ni lo será mañana;
apenas la constancia dará el signo que guíe
el día por venir. Y el ahínco de la memoria fiel
que reconstruya y clasifique lo que ya es quemadura
y senda pedregosa desde ahora, desde el instante
en que una lluvia oscura
sopló con un sonido bárbaro en nuestra vida.

Y lo sabemos todos. Nada
será ya igual ni semejante al rostro del pasado;
ni nuestro amor, vacío de sostén, ni la mano
de los amigos. No habrá ese ruido
de persianas que bajen impidiendo al verano
su intromisión inevitable. Habrá cambiado
el ritmo de la sangre; otras palabras
pondrán sobre el oído su distinta eufonía.

No, no; ya no será la misma
la manera de andar, la introspección al modo
de la quietud ceñida de las horas. Se notará por siempre
en nuestro rostro un viaje
y un aire retraído de máscara olvidada.
Y al no tener el mismo amor, la misma
mano de los amigos,
el ser de aquí o de allá se borrará sin pausa
en una helada comunión con raíces espurias.

de ("Destierro y atardecer") 1975

Esos días extraños

Vienes de afuera. Traes
vitales adherencias en la mirada clara.
Se te ve el regocijo. El júbilo te invade.
Repites nombres, cosas. Y al punto te detienes
en ese espacio grave de distancia que existe
entre el fervor que traes y el silencio que habito…

¿Qué tengo? ¿Qué contorno
de penumbra me sella y me fatiga?
¿Bajo qué precipicios cierro los ojos tristes
y apenas ya converso con brumas imprecisas?
¿Qué sucede que apenas te conozco,
que tu mirada clara se me borra en las manos
y me enredo en mi noche y mis recuerdos?

Pronto ves que no entiendo.
Que no estoy. Que no escucho.
Que irremediablemente me pierdo en esa umbría
donde, ciego y perdido, rompo mis pobres báculos
que he bajado a una estancia de fiebres invasoras
de donde extraigo, huraño y melancólico,
mis diarias cosechas, mis vinos silenciosos.

Algo quieres decirme. Algo quieres contarme.
Pero no estoy. No siento. Persisto en mi guarida.
Me hospedo en esa niebla donde a veces me pierdo,
bajo la estera oculta donde me afano y doblo,
en la triste carlanca donde enfundo mi sangre,
en mi agujero amargo.

Fiesta

Y así te pasarías
la vida,
tibia carne adorada.

Danzando,
empapada de lluvias,
los cabellos pegados a la piel,
joya desengarzada, aroma y rosa
sobre un campo de hortensias y jazmines.

Cantando,
arrebatada, risa
y ofrenda clara, elástica y hermosa,
los labios frescos en la noche, agitando
el ansia de las guitarras, tentadora
música montaraz, vivaz y airosa, dulce
codicia de forasteros,
blusa de encaje y flores sobre el hombro desnudo,
llenando el patio abierto de canciones.

Así te pasarías,
en el canto y la danza
y asombrado a los caminantes,
hija del fuego, del aire, de las tardes,
visita inesperada, brisa prometedora
de ardor y adivinanzas, apartando
y abriendo las cortinas de las ventanas, viento
marcando el calendario del amor en la aurora.

Así te pasarías,
tibia carne dorada.

Alegres éramos…

Usted sabe, señor,
qué alegría colgaba en la floresta;
qué alegría severa
como raigambre sudorosa;
cómo el alegre polvo veraniego
fulguraba en su lámina esplendente,
cómo, ¡qué alegremente andábamos!

¡Qué alegremente andábamos!

Usted sabe, señor,
usted ha visto cómo
la lluvia torrencial sempiterna caía
sobre un textil aroma de bejucos salvajes
y cómo iba dejando con sus pétalos húmedos
su flora resbalosa,
su acuosa florería.

Usted sabe, señor,
cómo los sementales retozaban
hartos de florecer, jubilosos de hartazgo,
con qué poder la noche deponía
su amargura en la altura del rocío
tal como deponía la desdicha
su arma en las arboledas.

Usted sabe qué alegre
aflicción de racimos por las ramas
en frutal arco iris vespertino;
cómo alegres luciérnagas subían
a encender las estrellas,
a conducir azahares que estallaban
como emoción nupcial o lumbraradas.

Usted sabe, señor,
que antes de que aquí se enseñoreara
la pobreza, frunciendo hasta las hojas,
desesperando el aire,
bien sabe, bien conoce
que cualquier miserable aquí podía
fortificar un canto en su garganta,
en su pecho opulento.

(¡Cómo podías reír, muchacha mía!
Juvenil, ¡cómo izabas
una sonrisa fértil como un grano,
cómo te coronaban los jazmines
y cómo yo apuraba
mi vaso de fervor! ¡Qué alegres éramos!)

Antes, antes de la amargura,
antes de que sorbiéramos
un caudaloso cáliz de indigencias boreales,
antes de que amarraran los perfumes,
que en su reverso el sol guardase el hambre,
¡qué alegres caminábamos!

Antes,
antes de que el aura ofendiera,
de arrancar la raíz sangrándole los bulbos,
antes del mayoral, del tiro, antes del látigo,
qué alegría, señor,
¡qué alegremente andábamos!

de “despiertan las fogatas”

Casa cautiva

Esta es la casa; es nuestra.
Esta es su música; las exigencias todas
de la vida pasaron por sus habitaciones, por el ascua
quemante de sus fronteras; la locura de quienes emprendieron
una empresa más ancha que sus fuerzas, el sueño
que los fue desgarrando, esa sal escogida
que salpicó las llagas de su vasto martirio.

Es nuestra. Aquí resuenan
músicas melancólicas, instrumentos que exaltan
querencias y alegrías. Le pertenecen la quietud antigua
y los hechos sangrientos. Sus ríos, los espejos, recogieron despojos
de injuria y desventura (por eso es esta música); obsedieron
a sus hijos colores de aturdidos relámpagos, sus manos
apresaron los frutos de una infausta cosecha.
Su música es así. Descansa ahora
en un boreal tembladeral de pájaros, de plumas
amarillas, de crucifijos deslavados, rotos. Y es hora
de preguntarse ¿qué trajimos
para ungirla a un estado de habitación del hombre;
se habrá sentido, como cal viva en los ojos, la tribulación
de su destino? ¿Qué tembloroso cántaro
amasamos, qué súplica o trastorno,
qué empeño y asechanza para evitar la herida
de su piel, esa absorta mirada de sus ojos terribles
como una acusación? ¿Habremos, pues, cumplido
con el deber que hiciese merecer habitarla?

Es nuestra. Esta es su música. ¿Qué rencores oscuros
le habrán tejido esa circunferencia,
el halo que empurpura sus techumbres? ¿La enemistad
como un osario vano entre sus hijos? ¿El desconsuelo
de las cruces plantadas en su sueño y la obliga
a prosternarse a solas junto a su sombra rota,
a la intemperie, al umbral del orgullo que vela su infortunio?

A saco habrán entrado
en ella los Impuros, los cómplices
del ritual del crimen; habrán entrado a saco
con miserables máscaras que engendra la codicia;
habrán marcado un día trágico por sus muros.
Trágico de fatalidad, espúreo
como el inicuo cuervo sobre el árbol desierto
en cuya raíz de hueso reposan los desnudos.
Su música es así, una cifra
de dulce acento humano, un anuncio
previo de acusación anudado a la rueda del destino
y al párpado de los muertos, melodía incesante en el desgaste
del desierto cubil, sonido desgajado
de un instrumento oscuro con imagen de reja y cautiverio.

Todo saldrá de aquí, de su piedra
y su polvo, de su migaja el pan, de su venero
verde la cosecha, de las estancias tristes la temblorosa noche
de la revelación y los rebeldes;
de aquí la sangre, el fuego, de los cuencos vacíos la mirada
final y salvadora, como un amor que brota
de madrigueras hondas de escarnio y menosprecio.

No habrá ya que olvidar decir su nombre
de música y quejumbre, ese nombre de selvas que prohijó
nacimientos,
muertes, inmolaciones, sea amarga sobre los labios,
del hombre; nombrarla en trance
marcarla a hierro lento en nuestros huesos;
a cada instante repetir su nombre (como triunfo o condena)
mentar esas señales remontadas a tiempos
de arcilla fatigada, de plumajes y tribus destruidas,
nombrarla siempre,
morder su nombre de sol inevitable
(como virtud o pecado), llevar su nombre en la carne
como esta lleva su corrupción, seguir nombrándola
y desvestirla toda con el rebozo intacto
de esa música dulce, inmemorial, desamparada música de un
anhelo insaciable.

Te recomendamos ver el programa de televisión.

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