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BIOGRAFÍA DEL POETA HORACIO QUIROGA
Horacio Silvestre Quiroga Fortaleza nació en Salto, Uruguay, el 31 de diciembre de 1878 y falleció en Buenos Aires, Argentina, el 19 de febrero de 1937. Poeta, cuentista y dramaturgo, es considerado uno de los maestros del cuento latinoamericano, de prosa vívida, naturalista y modernista, no se detuvo ante neoclasismos, nadaísos, romances o realismos, por lo que se dice de él que fue un poeta indomable. Sus relatos breves le valieron para compararle con Edgar Allan Poe.
Fue hijo del vicecónsul argentino Prudencio Facundo Quiroga, en la localidad de Salto, y de Pastora Forteza. Prudencio era descendiente del caudillo argentino Facundo Quiroga, con orígenes gallegos, asentados en la provincia de San Juan en el siglo XVII.
El padre de Horacio, Prudencio Facundo, falleció de forma trágica al dispararse con su propia escopeta por accidente frente a su familia. Horacio, cuando ocurrió el suceso, contaba con dos meses de vida. Tras la tragedia, su madre, Pastora, se trasladó a la ciudad de Córdoba, en Argentina, pero regresó a Salto cuatro años después.
En 1891 su madre vuelve a casarse con Ascensio Barcos, convirtiéndose en el padrastro de Horacio Quiroga. Mantendría con él muy buena relación.
En su infancia y juventud, Quiroga mostraba interés por el ciclismo, la fotografía, la vida de campo y la poesía. Fundó la Sociedad de Ciclismo de Salto y viajó en bicicleta desde Salto hasta Paysandú. Por influencia del hijo del dueño de una taller de reparación de maquinarias y herramientas comenzó a interesarse por la filosofía. Diría de sí que era “un franco y vehemente soldado del materialismo filosófico”. También trabajaba, estudiaba y colaboraba con publicaciones en La Revista y La Reforma.
Entre 1894 y 1897 escribió su primer cuaderno con veintidós poemas.
Estudió en Montevideo, capital de Uruguay hasta terminar el colegio secundario.
En 1896, su padrastro, Ascensio Barcos, sufrió un derrame cerebral que le dejó semiparalizado y mudo. Más adelante decidió acabar con su vida disparándose con una escopeta, suceso que fue presenciado de forma accidental por Horacio Quiroga cuando tenía dieciocho años.
En 1898 conoce a su primer amor durante el carnaval, a María Esther Jurkovski. La influencia de esta relación se refleja en las obras Las Sacrificadas, de 1920 y Una estación de amor, de 1917. Los padres de la joven reprobaban la relación con Quiroga, debido al origen no judío de él, y esto hizo que se separaran.
En 1899 se fundó la Revista de Salto, en cuyo interior decía: “Todo periódico, al salir a luz, se traza un programa, rojo o blanco. Es combatiente o es expositivo. Levanta la bandera punzó o rehuye toda idea que no sea tranquila, todo concepto que no equilibre. Nuestro programa es simplemente de exposición. Abrimos estas columnas a los que en el Salto meditan, analizan, imaginan, y escriben esas meditaciones, esos análisis, esas imágenes. […] Porque una columna de sanas reflexiones es más provechosa que cien páginas inéditas”.
En ese mismo año Quiroga, con el dinero de la herencia de su padrastro, decidió invertirlo en un viaje a París. Partió en primera clase y regresó en tercera, andrajoso, cuatro meses después, hambriento y con una barba negra a la cual ya nunca más renunciaría. Escribió su experiencia en Diario de un viaje a París, de 1900.
En París conocería a Rubén Darío.
Cuando llegó a su país, Quiroga reunió a Federico Ferrando, Alberto Brignole, Julio Jaureche, Fernández Saldaña, José María Delgado y Asdrúbal Delgado, y fundó con ellos el «Consistorio del Gay Saber», una especie de laboratorio literario experimental donde todos ellos probarían nuevas formas de expresarse y preconizarían los objetivos modernistas de la generación del 900. Se desarrolló desde 1900 hasta 1902 en una pensión donde Horacio Quiroga alquilaba una habitación en Montevideo. Jugaron con la rima, la aliteración, las medidas, con la semántica, atacando sin rigor pero con brío, un territorio inexplorado del lenguaje. Fue el centro de reunión de escritores y pensadores de principios del siglo XX. Presidió la vida literaria de Montevideo y las polémicas con el grupo de Julio Herrera y Reissig, quien fue su amigo, líder del cenáculo de los Panoramas. Un soneto compuesto en plena lucidez por Quiroga, Jaureche y Brignole, podría servir de muestra del juego en que se hallaban comprometidos, con título TE GAUDEAMUS.
En 1901 publicó su primera novela Arrecifes de Coral, poemas, cuentos y prosa lírica. En ese mismo año fallecieron dos de sus hermanos (tenía otra hermana más), Prudencio y Pastora, víctimas de la fiebre tifoidea.
Hubo un acontecimiento en ese mismo año, que hizo que su vida diera un giro. Su amigo Federico Ferrando, que había recibido muy malas críticas del periodista montevideano Germán Papini Zas, le comunicó a Horacio Quiroga que se iba a batir en duelo con él. Esté, preocupado por su seguridad, se ofreció a revisar y limpiar el revólver que iba a ser utilizado en la disputa. Mientras inspeccionaba el arma, se le escapó un disparo que impactó en la boca de Federico, matándolo instantáneamente. Al comprobarse la naturaleza accidental del homicidio, Quiroga fue liberado de la cárcel correccional a la que fue trasladado.
Pero la culpa por la muerte de su compañero le llevó a disolver el Consistorio y a abandonar Uruguay. Se fue a Argentina a vivir con María, una de sus hermanas. El cuñado de Horacio Quiroga lo inició en pedagogía y le consiguió trabajo bajo contrato como maestro en las mesas de examen del Colegio nacional de Buenos Aires. En 1903, convertido en un fotógrafo experto, Quiroga quiso acompañar a Leopoldo Lugones en una expedición a la provincia de Misiones, financiada por el Ministerio de Educación, en la que Lugones planteaba investigar unas ruinas de la misiones jesuíticas en esa provincia hasta la frontera con Brasil. Este accedió y pudo documentar en imágenes, por obra de Quiroga, ese viaje de descubrimientos. Como producto de este viaje Horacio publicó en 1905 la novela breve Los Perseguidos.
En 1904, de regreso a Buenos Aires, publicó su libro de relatos El crimen de otro, que fue reconocido y elogiado entre otros por José Enrique Rodó (escritor y político uruguayo). Quiroga fue comparado con Edgar Allan Poe, a lo que él respondería que era su primer y principal maestro junto a la narrativa de Rudyard Kipling, autor de El libro de la selva (1894), cuyos ecos se sienten en la obra de Horacio. También fue notoria su deuda con el naturalismo de Guy de Maupassant.
Trabajó los cuentos, entre ellos los de terror rural e historias para niños.
Uno de ellos, El almohadón de pluma, fue publicado en la revista argentina Caras y Caretas en 1905. Esta revista llegó a publicar ocho cuentos de Quiroga al año. En la misma revista publicó Horacio diecisiete artículos biográficos acerca de Robert Scott, Luis Pasteur, Robert Fulton, H.G. Wells, Thomas de Quincey y otros.
En 1906 Horacio Quiroga decidió volver a la selva. Fue tanta la impresión que le causaron aquellos parajes, a la sazón aún una tierra virgen, que quiso permanecer en ellos como colono. Compró una chacra (pequeña finca rural con vivienda, terreno de cultivo y espacio para criar animales domésticos) de 185 hectáreas en sociedad junto a su amigo Vicente Gozalbo, en la provincia de Misiones, sobre la orilla de Alto Paraná, aprovechando las facilidades que el gobierno ofrecía para la explotación de las tierras. Se enamoró de una de sus alumnas, Ana María Cires, una adolescente, a la cual le dedicó su primera novela: Historias de un amor turbio. Horacio insistió en la relación frente a lo oposición de los padres de ella, pero finalmente consiguió el permiso para casarse y trasladarse a Misiones a vivir juntos en 1908.
Fruto de la relación amorosa nació su primera hija en 1911, Eglé Quiroga. Horacio comenzó la explotación de sus yerbatales junto con su amigo uruguayo Vicente Gozalbo. Horacio enseñaba Castellano y literatura en el lugar. Fue nombrado también juez de paz en el registro civil de San Ignacio. Entre sus funciones era encargado de mediar en disputas de menores entre ciudadanos privados, celebrar matrimonios, emitir certificados de defunción, etc.
Tuvieron otro hijo al año siguiente, Darío. El padre se ocupó de la educación de sus hijos, y los acostumbró al monte y a la selva, a dormir solos en medio de la selva, a saltar barrancos, a comer de lo que encontraban alrededor, a enfrentarse a pequeñas bestias. Quería que fuesen capaces de desenvolverse solos y salir de cualquier situación. Quiroga fabricaba todo con sus propias manos, hacía de barbero, sastre, pedicuro e incluso cazaba animales salvajes en la jungla. Todo lo que Horacio tuvo en la selva fue producto de sus manos y de su ingenio: un gramófono (equivalente al centro musical de hoy) que andaba con una espina por púa. Un alambre carril que unía el monte con la meseta un poco más alta donde todavía está su casa. Tenía su canoa, cepillaba sus remos, hacía sus desinfectantes, extraía anilinas de las plantas para teñir camisas y otras ropas. En un cuento nos dice que la niña hacía sombreros de cerámica y el varoncito víboras. Él adornaba la casa con bichos disecados y maderas talladas. También ayudó y enseñó a los niños a criar animalitos en la casa.
El resto del tiempo lo invertía en escribir, una labor que nunca cesaba. De allí salieron cuentos como “El loro pelado” e “Historia de dos cachorros de coatí y de dos cachorros de hombre“.Fue la jungla la que llevó a Horacio Quiroga a escribir sobre la locura humana y sobre un terror bestial. Le condujo también a lo largo de los recovecos de los cuentos infantiles, en los que los animales tenían voz y trataban a los humanos de tú a tú. Fue una poesía bestial la que se inauguró con Horacio Quiroga en la selva. Allí destilaría amores pasionales, crepúsculos imposibles, animales que anunciaban el fin de una vida y mares insondables que sólo existen en sueños. En sus relatos, además, teñidos de dolor, horror y desesperación, se abordan temas considerados tabú para la época, por lo que puede considerarse a Quiroga como un escritor arriesgado y adelantado a su época.
Sin embargo, la vida del matrimonio transcurría entre penurias económicas: ni el cultivo de naranjas, ni el salario de funcionario o el dinero de las colaboraciones en revistas de Buenos Aires eran entradas significativas de dinero. La desgracia continuaría a la sombra de Quiroga. Ana María Cires se suicidó ingiriendo un líquido empleado en el revelado fotográfico. Fueron ocho días de agonía donde Horacio la atendió.
Después de un tiempo viviendo en la selva, finalmente se trasladó con sus hijos a Buenos Aires. En esta época tuvieron que trasladarse a un pequeño departamento y fue un periodo de pobreza para la familia. Allí recibió un cargo de secretario contador en el consulado General uruguayo. Alternó sus labores diplomáticas con la instalación en su vivienda de un taller y su trabajo literario, donde seguía escribiendo relatos y publicando en prestigiosas revistas como “P. B.T.” y “Pulgarcito”. La mayoría fueron recopilados en varios libros, el primero de los cuales fue Cuentos de amor de locura y de muerte, en 1917. La redacción del libro fue solicitada por el escritor Manuel Gálvez, responsable de Cooperativa Editorial de Buenos Aires. Se convirtió en un éxito de público y crítica, y consolidó a Quiroga como el verdadero maestro del cuento latinoamericano.
Al año siguiente publicó “Cuentos de la selva”, una colección de relatos infantiles protagonizados por animales y ambientados en la selva misionera. Quiroga dedicó este libro a sus hijos.
En 1916, en el café Tortoni de Buenos Aires, conoció a Alfonsina Storni. Era un lugar de largas tertulias de artistas e intelectuales. Ella había llegado desde Rosario con un hijo. Según Fernando Klein, doctor en Historia, este fue su primero encuentro
—¿Y a mí? ¿Me conoce?
—¿A usted? ¿El loco?
—No, señorita, el loco no, quizás un poco ogro- respondió Horacio con una carcajada, mientras se acariciaba la barba.
—No soy tan mayor como usted, señor, pero sé tratar bien a la gente de su edad. Tengo buena educación. Horacio Quiroga, ¿no es así?.
En 1919 publicó su nuevo libro de cuentos, El Salvaje. Ascendió también en el escalafón consular, pasando de cónsul de distrito de segunda clase a cónsul adscrito.
Siguiendo el hilo del Consistorio, Horacio Quiroga fundó la “Agrupación Anaconda”, un grupo de intelectuales que realizaba actividades culturales en Argentina y Uruguay. Allí se reencontró con Alfonsina Storni. El inicio de su relación, según el historiador Fernando Klein, fue inmortalizado por Storni en su poema Tú, que nunca serás. Fue un romance intenso y fugaz y una gran amistad con “el escritor de la selva”. También escribió un poema tras la muerte de Horacio que decía Morir como tú, Horacio, en tus cabales…
La obra teatral Las sacrificadas, de Horacio Quiroga, se publicó en 1920 y se representó en 1921, año en que salía a la venta Anaconda y otros cuentos.
El diario argentino La Nación comenzó a publicar sus relatos. Colaboró también en La Novela Semanal.
Entre 1922 y 1924 Horacio Quiroga participó como secretario de una embajada cultural a Brasil, donde la Academia de Letras lo distinguió especialmente y, de regreso, vio publicado su nuevo libro: El desierto.
También se dedicó a la crítica cinematográfica, con una sección en las revistas Atlántida, El Hogar y la Nación. Llegó a escribir el guión para un largometraje: La jangada florida, pero no llegó a filmarse.
Fue invitado a formar una Escuela de Cinematografía, El proyecto, financiado por inversionistas rusos, pero no prosperó, finalmente no se llevó a cabo.
Horacio Quiroga regresó de nuevo a Misiones. Enamorado de una joven de 17 años, Ana María Palacio, intentó convencer a los padres de ella para que la dejasen ir a vivir con él a la selva, pero se opusieron. Este fracaso amoroso inspiró el tema de su segunda novela, Pasado amor, publicada en 1929. Los padres se la llevaron lejos y Horacio tuvo que renunciar a su amor. La novela también fue un fracaso de ventas.
En una parte de su vivienda, Horacio instaló un taller donde construyó una embarcación que bautizaría como “Gaviota”.
En 1926 volvió de nuevo a Buenos Aires y alquiló una pequeña parcela. Una importante editorial le dedicó un homenaje del que participaron figuras como Arturo Capdevilla, Baldomero Fernández Moreno, Benito Lynch, Juana de Ibarbourou, Armando Donoso y Luis Franco.
Horacio amaba la música clásica y asistía con frecuencia a conciertos de la Asociación Wagneriana. También leía textos técnicos y manuales obre mecánica, física y artes manuales.
En 1927 publica su su nuevo libro de cuentos, Los Desterrados, uno de los más reconocidos y considerados.
Quiroga se volvió a enamorar, la elegida fue Maria Elena Bravo, compañera de escuela de su hija Eglé. Se casó con él en el curso de ese mismo año. Ella tenía 19 años.
En 1928, en la revista Babel, Quiroga sintetizó las técnicas de la narrativa del cuento en el Decálogo del perfecto cuentista , estableciendo pautas relativas a la estructura, la tensión narrativa, la consumación de la historia y el impacto del final.
Señalaría también en la misma sus maestros: Edgar Allan Poe, Rudyard Kipling, Guy de Maupassant, Antón Chéjov, Joseph Conrad, Jack Londo o Fiódor Dostoievski.
En 1932 volvió a Misiones para instalarse. Sería su retiro definitivo junto con su esposa y su tercera hija. Consiguió que se promulgase un decreto trasladando su cargo consular a una ciudad cercana. Un cambio de gobierno hizo que le expulsaran del consulado. El escritor salteño Enrique Amorim junto con otros amigos, le ayudaron a tramitar la jubilación argentina para Horacio. Comenzaron a cartearse, y Horacio tomó como confidente a Enrique Amorim, pidiéndole consejo y ayuda acerca de sus problemas íntimos y familiares. A su mujer no le gustaba la vida en el monte y la peleas y discusiones eran permanentes.
En 1935 sale a la venta una colección de cuentos titulada “Más allá”.
En ese mismo año se vio obligado a trasladarse a la ciudad de Posadas por problemas de salud. Los médicos le diagnosticaron hipertrofia de próstata. Tras la constantes discusiones, su esposa y su hija se marcharon definitivamente, y él se quedó solo y enfermo en la selva de Misiones. Quiroga, en una carta a Martínez Estrada (historiador y amigo), al cual Horacio llamaba cariñosamente “ mi hermano menor”, le escribe: “Cuando consideré que había cumplido mi obra -es decir que había dado de mí todo lo más fuerte- comencé a ver la muerte de otro modo. Algunos dolores, inquietudes, desengaños, acentuaron esa visión. Y hoy no temo a la muerte, amigo, porque ella significa descanso”.
En el hospital de Clínicas de Buenos Aires, a principios de 1937 le fue detectado cáncer de próstata, intratable e inoperable. Cuando una junta de médicos le explicó la gravedad de su estado, Horacio pidió permiso para salir del hospital y se fue a dar un paseo por la ciudad. Probablemente compraría el cianuro con el que se suicidaría más adelante. En esta última época su esposa María Elena estuvo a su lado en los últimos momentos y gran parte de sus amigos. Cuando regresó aquella tarde al hospital, se enteró que en los sótanos se encontraba encerrado un paciente con espantosas deformidades similares al inglés Joseph Merric (el hombre elefante). Horacio Quiroga exigió y logró que esta persona, Vicente Batistessa, fuera liberado y se alojara en la misma habitación de hospital que él. Se hicieron amigos y Vicente rindió un gran agradecimiento por su gran gesto humano. Horacio confió a Vicente su decisión de acabar con su vida, para abreviar su dolor. Bebió un vaso de cianuro que le mató en pocos minutos.
Su cadáver fue velado en la Casa del Teatro de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE) que lo contó como fundador y vicepresidente. Tiempo después, sus restos fueron repatriados a su país natal. Uno de los deseos de Quiroga era que cuando muriera su cuerpo fuera cremado y sus cenizas esparcidas en la selva misionera. Sus amigos y familiares, como gesto simbólico, le encargaron al escultor Stepán Erzia una urna de algarrobo, que se encuentra en el museo Casa Quiroga en Salto, Uruguay.
Horacio Quiroga fue un hombre nacido del cambio y criado por la incertidumbre. Estuvo sujeto a la mutabilidad toda su vida. Su estilo le permitió narrar magistralmente la violencia y el horror que se esconden detrás de la aparente apacibiliad de la naturaleza. Sus personajes suelen ser víctimas propiciatorias de la hostilidad de la naturaleza y la desmesura de un mundo bárbaro e irracional, que se manifiesta en inundaciones, lluvias torrenciales y la presencia de animales feroces. Lo más sorprendente -pese a lo fantástico de algunos de sus planteamientos- es que se trata de una autor obsesionado con la reproducción brutal de la realidad.
Horacio Quiroga ha dejado para la posteridad algunas de las piezas más terribles, brillantes y trascendentales de la literatura hispanoamericana del siglo XX. Junto con su “Decálogo del perfecto cuentista”, la cuentística de Quiroga es hoy de lectura recomendada para las nuevas generaciones de narradores, en especial cuentos como “El hijo”, “La gallina degollada”, “El almohadón de plumas” o “El hombre muerto”. Además, se le considera como el primer crítico cinematográfico de la historia de Uruguay. Hay un un libro titulado “Cine y Literatura”, de la editorial Losada, que reúne 68 comentarios de Horacio Quiroga sobre cine.
BIBLIOGRAFIA CONSULTADA
https://www.lecturalia.com/autor/5335/horacio-quiroga
https://es.wikipedia.org/wiki/Horacio_Quiroga
https://www.biografiasyvidas.com/biografia/q/quiroga_horacio.htm
https://www.escritores.org/biografias/247-horacio-quiroga
https://www.imaginaria.com.ar/09/7/quiroga3.htm
https://www.horacioquiroga.org/
https://cajadeletras.es/la-poesia-bestial-de-horacio-quiroga
https://www.poesi.as/Horacio_Quiroga.htm
https://newspapers.bc.edu/cgi-bin/imageserver.pl?oid=xul19811201-01&getpdf=true
https://biblioteca.org.ar/libros/211668.pdf
SELECCIÓN DE POEMAS DE HORACIO QUIROGA
TE GAUDEAMUS
Seis garzones febricientes intentaron una noche
galopar sobre un pegaso de modérnica escultura,
y a horcajadas en la elipse de su atlética postura
dibujaban a lo lejos un hamlético fantoche.
Con la brida entre los dientes – roto el nudo de su broche –
y cruzando a la carrera la fantástica espesura,
escalaron el olimpo de verlénica estructura,
galopando febricientes en el dorso de la noche.
Los fakires de la Indiia los miraban con asombro,
En la docta Salpetriere los miraban sobre el hombro.
Y al pisar sobre el estrado del Olimpo, Melpomene,
que conoce los secretos de los signos caballísticos,
les señala la avenida de los triunfos eucarísticos.
Y supieron la doctrina de los labios de Verlaine
(Tren del paso Molino – Tarde de verano – Noviembre 14 de 1900 – Pontífice, Sacristano, Campanero.)
LAS BOCAS ANCHAS
Desquiciaron las lluvias el bejuco
del cenador antiguo; y el madroño
echaba laciamente su retoño
en la penumbra del jardín caduco.
Anudábanse en flores de sampsuco
Como un ramo las cintas de su moño,
Mientras ardían en el Sol de· Otoño
Las pasajeras fiebres del estuco.
Emanaban los céspedes su amarga
Humedad. Y en La noche de tu sarga
Deshojaron tus fúnebres aciertos
La exhausta longitud de mis posturas,
Como sangrientas rosas prematuras
Entre los Labios de los niños muertos.
NOCHE DE AMOR
Noche de amor. Bajo la sombra cómplice:
La ingenua tentación. En la arboleda
El motivo de vida va pecando
Como un ensueño de precoz histeria,
Hay quemantes sudores en las pieles:
Sorda germinación en las arterias;
Protestas en las curvas no labradas
Y en tu pupila audaz, francas ofertas.
La idealidad se tiñe de rubores
Como un pálido lirio, de vergüenzas:
En los lechos abiertos y manchados
Se tiende la pasión. La noche arquea
Su gran complicidad sobre la falta;
El lirio de tu sexo se doblega,
Y señala tu carne temblorosa
El índice fatal de mis torpezas.
¡Oh la sed de mis labios, cuyos besos
Recargan la intención que nos rodea!
¡Oh el carmín de tus labios, cuyo orgullo
Palidece al fulgor de tus caderas!
Dame tu cuerpo. Mi perdón de macho
Velará la extinción de tu pureza,
Como un fauno potente y pensativo
Sobre el derrumbe de una estatua griega.
EL JUGLAR TRISTE
La campana toca a muerto
en las largas avenidas
y las largas avenidas
despiertan cosas de muertos.
De los manzanos del huerto
penden nucas de suicidas,
y hay sangre de las heridas
de un perro que huye del huerto.
En el pabellón desierto
están las violas dormidas;
¡las violas están dormidas
en el pabellón desierto!
Y las violas doloridas
en el pabellón desierto,
donde canta el desacierto
sus victorias más cumplidas,
abren mis viejas heridas,
como campanas de muerto,
las viejas violas dormidas
en el pabellón desierto.
EL SENTIMIENTO DEL DEBER
El sentimiento del deber
es capaz de contener por
tres horas
el mar de demencia que lo está
ahogando.
LAS PANTALLAS DE FÁTIMA
Niebla y paisaje. Vago hemisferio
que marca un lírico planisferio;
noche de noches y de zafires
sobre la ruta de los fakires;
luna que azula la lontananza
con las turquesas de su romanza;
cielo que empluma los desahelos
con la quimera de tardos vuelos:
en el desierto de locas glorias
donde se angostan las trayectorias.
Tienden las brumas en los mirajes
Su desabrido guipur de encajes.
Luz indecisa de un asteroide
Sobre la negra mancha elipsoide
Y hay un Mar Muerto tras la neblina,
Como una gota de tinta china.
CULPAR A OTROS
Culpar a los otros
es patrimonio específico
de los corazones inferiores.
TU AGONÍA
La tarde se moría y en el viento
la seda de tu voz era un piano,
y la condescendencia de tu mano
era apenas un suave desaliento.
Y tus dedos ungían un cristiano
perdón, en un sutil afilamiento;
la brisa suspiró, como en el cuento
de una melancolía de verano.
Con tu voz, en la verja de la quinta,
calló tu palidez de fior sucinta.
La tarde, ya muriendo, defluía
en tu sien un suavísimo violeta,
y sobre el lago de tersura quieta
los cisnes preludiaron tu agonía.
LA SIESTA, COMO UN NIÑO REPLETO
La siesta, como un niño repleto,
dormitaba en la mística glorieta,
y una dulzura de vejez discreta
venía como un niño desde el seto.
La nervosina mano de un esteta
grabó en la piedra, con tesón completo
un paladín heroico; y en el peto
puso una llaga, como flor inquieta.
Tus ojos me miraban entreabiertos.
Y en tus ojos miraba yo los muertos
paladines heroicos por tus manos.
Mi mirada angustiosa te buscaba,
y detrás tuyo el paladín miraba
tristemente a mis ojos, como a hermanos.
COMBATE NAVAL
Flamean en el aire los gallardetes
sobre el viente vacío de inflados foques
y aúna el centelleo de sus estoques
la vanguardia marina de los cadetes.
Repercute en el pomo de los floretes
la arterial valentía con claros choques,
y en el salón distante suenan los toques
de un hipnótico dúo de clarinetes.
Y comienzan de pronto las desazones:
Más alto que el reflejo de los cañones
se extienden en la bruma los catalejos;
y más alto que el humo del carbón de hulla
alza el clarín su grito, y el bronce aúlla
a la mancha de sangre que ve de lejos.
EL MARTES, 24 DE NOVIEMBRE
El Martes, 24 de Noviembre,
bailamos la romántica gavota.
Las señoras brindaban sobre el hombro
sonrisas, fin el raso de las colas
temblaban los reflejos del vestido;
las sedas repetían sus estrofas
en la cadencia de tan muda orquesta;
tus ojos se perdían en la forma
de los verdes jarrones japonistas
y en la nieve de sangre de tu boca
se abrasaba el país de un abanico.
Desmayaba la niebla de tus blondas
en la infinita languidez del paso.
Tras la arcada gemente de las violas
oímos de una voz el dulce acento
la noche de Noviembre, venturosa,
Inspiraba al pierrot dulces romanzas,
acariciando con su frente angosta
la satinada piel de su guante crema.
TU GARGANTA
El verano perdió su fuego externo;
y a la Iuz de la tarde postrimera
sonreía a tu enagua en la ribera
la displicente gracia del invierno.
Iba a velar contigo la primera
noche violeta de un país moderno,
el mar sonaba bajo el viento eterno,
la amplitud de su sorda carraspera.
Y como el mar en sus pueriles glosas
prolongara el mutismo de las cosas,
llenó el silencio, coma voz que encanta,
en el suave crepúsculo salino,
bajo tu copa de color marino,
el sonoro giu-giu de tu garganta.
MI PALACIO DE INVIERNO
En casa había belladona
nuez vómica y pulsatilla;
en forma de varilla
conteníaslas una redoma.
Y esa manzana poma
había sido elogiada en la gacetilla
de un diario. Y la gente sencilla
reíase de esa pueril poma.
Los enfermos, sin embargo, con esa débil sonrisa
en que su voz de haber sido se exterioriza
como una melancolía que alcanza a ser plegaria,
saben el secreto de la larga vigilia solitaria,
en que el recuerdo de un largo contacto de rodilla
vale menos que una leve toma de pulsatilla.
LEMERRE, VANIER Y CA.
Bajo la curva, la noche de plomo;
sobre el aliento, vapor de bromo
ata en el cuello fino calambre
con invisible, rígido alambre.
Por la ventana que está entreabierta
la luna muestra su faz de muerta,
desfigurando, tras los cristales,
algunas piedras filosofales.
Se angustia el vientre de los crisoles
en la insistencia de los alcoholes,
y gime en finos ruidos distante
como murmullos subcrepitantes.
Sobre los bordes de la campana
suenan las cuatro de la mañana.
Los negros perros, estremecidos,
lanzan al aire largos aullidos.
Chirrían los goznes de modo adusto
y a la ventana se asoma un busto:
como los muros – en línea recta –
la Luna en negro disco proyecta
sobre la albura del macadam,
como un curvado, trágico escollo,
la calva frente de Claudio Frollo
bajo la sombra de Nötre-Dame.
COLORES
Era una rosa que tenía nueve colores, y el primero de
estos era un aguijón para los malos hombres.
Azul-Violado-Gris-Rojo-Verde-Oscuro-Blanco-Perla-Lila.
No era menester que fuera. Dado que la primera palabra
es en sí precisa, hubimos de meditar todo aquel
largo día sobre nuestra pretérita aspiración, – siempre
esperado por ellos, buenos e intranquilos – para una
dolencia que, en verdad, supo ser inmotivada, a una
hora en que las ojeras están fatigadísimas, por un angosto
valle de silogismos donde no fuera sensato detener la marcha.
MIS NEGRAS CULEBRAS
Mis negras culebras dormían sobre la alfombra: y la
intranquilidad que de pronto se apoderó de ellas llegó
a mis trémulas historietas, donde el llanto por
emociones pasadas consiguiera nuevos triunfos.
La agitación de las finas bestias cobró fama de un desvelo;
la seda de sus pieles aquietó pausadamente el
nervioso moaré y, ya de rodillas ante ellas – en el silencio
de la gran sala – sus ojos de vidrio traslucieron
el paisaje de su inquietud, bajo la tienda de un jefe de
rebeldes: – los espejismos crepusculares danzaban en
el horizonte extrañas geometría. Y una luna enorme
surgía, tambaleándose. Y sobre el insomnio de las negras
culebras no supieron conservan tu manto, el
silencio pudo ser llenado con el chocar de tu cadenilla,
¡Salambó, Salambó!
COMENCÉ A ESCRIBIR
Comencé a escribir y a dibujar: – fue un pasaje del
año anterior, un éxodo de sueño-ensueño que vagó,
flotó, tremuló, llevando así en una carne de novia,
hostil y enferma, toda la negligencia de mi inverosimilitud.
Fue una intuición de gloria:¡arrodíllate!
Fue una desventura: ¡no me olvides!
LA SIESTA, COMO UN NIÑO REPLETO
La siesta, como un niño repleto,
dormitaba en la mística glorieta,
y una dulzura de vejez discreta
venía como un niño desde el seto.
La nervosina mano de un esteta
grabó en la piedra, con tesón completo
un paladín heroico; y en el peto
puso una llaga, como flor inquieta.
Tus ojos me miraban entreabiertos.
Y en tus ojos miraba yo los muertos
paladines heroicos por tus manos.
Mi mirada angustiosa te buscaba,
y detrás tuyo el paladín miraba
tristemente a mis ojos, como a hermanos.
LA BARCA
(Combate por la vida)
La aurora lucia tranquila en Oriente,
la luz inundaba los montes y valles,
las flores abrían los pétalos leves
y a Dios saludaban trinando las aves.
Solté mi barquilla, y al centro del río
de un golpe de remo lancéla contento;
¡marino errabundo, pensaba aquel día
hallar el ansiado magnifico puerto!
Un blanco fantasma se sienta en la caña
y el rumbo dirige, mirándome fijo,
y yo, desde el banco, le vía temblando
de horror y de angustia, de miedo y de frío.
Al fin me resuelvo. ¿Quién eres?, pregunto.
Con voz cavernosa responde el espectro:
“Yo soy el eterno patrón de las barcas
que al río se lanzan en busca de puerto”.
Seguimos bajando la rauda corriente,
yo a entrambas orillas mirando con ansia,
que en una y en otra, del sol a los rayos,
castillos, jardines y bosques se alzaban.
Ya frente al primero, la barca se vía,
bizarros galanes y lindas doncellas,
asidos del brazo, diciéndose amores,
cruzaban el bosque, jardín y pradera.
Algunos en gruta de mirto y jazmines
buscaban la sombra y el grato misterio,
trayendo a la barca del aire las ondas,
ahogados suspiros, rumores de besos.
Volvíme al fantasma, que frío, inmutable,
miraba impasible tan dulces escenas,
y al fin le pregunto con voz anhelosa:
“¿Arrojo aquí el ancla?” Respóndeme: “Rema”.
Bajé la cabeza, y un triste suspiro
salió de mi pecho, pensando en que alegre
pasara mi vida por grutas y valles
con una de aquellas hermosas mujeres.
Y sigo remando y el sol ascendía,
el agua imploraba mi labio sediento
y espléndida plaza veíase cerca
que alegre llenaba frenético un pueblo.
El remo abandono, y en medio la turba
a algunos contemplo ceñidos del laura,
tañendo sin pena la citara blanda
y dando a los aires su férvido canto.
Mis ojos despiden torrentes de lumbre,
la sangre a mi rostro de pronto se agolpa
y digo al fantasma con voz en que vibra
la fuerza de un alma que el triunfo ambiciona:
“También, coma ellos, yo tengo mi canto;
también, coma ellos, yo tengo una lira;
un mundo, cual ellos, yo siento en mi alma;
tal vez, coma a ellos, coronas me ciñan.
¡Qué hermoso es el triunfo! ¡Qué bella es la gloria!
¡Cuán luce en las sienes la noble diadema
que el Bardo conquista luchando constante!
¿Arrojo aquí el ancla?” Respóndeme: “Rema”.
Al pecho, agitada, mi alma inclinóse
y amargas y ardientes corrieron mis lágrimas
cual plomo fundido quemando mi pecho,
dejándome inmenso dolor en el alma.
El sol a Occidente, con marcha tranquila
llevaba el tesoro de luz y colores;
la tarde llegaba; mi brazo rendido,
las ondas apenas hería del golpe.
Un último y grande castillo se alza,
aún brilla en el cielo la luz del ocaso
y el rayo postrero bordaba las nubes
con franjas de plata, de fuego y topacio.
Al pie del castillo, soberbios magnates
cobraban tributos de pueblos y villas,
y el oro rodaba, cual corre en las playas
al soplo del viento la arena amarilla.
“Ni amores ni gloria”—, pensé con tristeza—;
pues oro tengamos, poder y fortuna,
que el mundo se humilla delante del oro
y el oro es el amo de estúpidas turbas”.
“Por fin—a la blanca fantasma le digo—,
un último puerto, ¿lo ves?, ya nos queda:
entrambas orillas desiertas contemplo.
¿Arrojo aquí el ancla?” Respóndeme:”(Rema”
Y sigo remando, y el golpe inseguro
movía con lento vaivén la barquilla;
la noche avanzaba, la tierra y el cielo
crepúsculo vago, medroso, envolvía.
Allá, tras la cumbre lejana del monte,
la luna cual globo brillante se alza,
y finge su rayo, jugando en la espuma,
encajes y blondas de azul y de plata.
Se extingue del río la rauda corriente,
perdiéndose en ancho, tranquilo remanso,
y ya a la barquilla faltábale fondo,
a veces la arena la quilla rozando.
De pronto la luna, rasgando las nubes,
alumbra una extraña ciudad en la orilla,
y cruces y verjas, cipreses y sauces
formaban las calles de tumbas sombrías.
Hirsuto el cabello, la faz descompuesta,
le digo al fantasma con voz temerosa:
“Aquí no es posible que el puerto busquemos
al centro del río volvamos la proa.
Mi brazo conserva su fuerza y empuje,
el último aliento gastemos remando,
¡y míreme lejos del cuadro sombrío
que forman las tumbas, cipreses y osarios!”
Con triste sonrisa que aterra y fascina,
me toma una mano la horrible fantasma,
y “Aqueste es el puerto —me dijo——;
llegamos; el remo abandona y arroja tu ancla”.
LA CRIPTA DE MIS AMORES
Tengo en el fondo de mi cerebro
bajo la cripta de mis amores
una capilla donde celebro
la corta misa de mis dolores
¡pobre capilla de mis amores!
Lloro en silencio; con ese llanto
en que tus lágrimas están conmigo
como mis penas en ese encanto
vuelvo al pasado en ese llanto
¡Toda esa dicha que fue contigo!
Y todo muerto, todo pasado
como aquel cielo de amor clemente
como ese cielo que se ha velado
y sólo vive de ese pasado
¡la luz de dicha que hubo en tu frente!
En las más dulces tardes de otoño
surgen las rosas de tu sonrisa
y las violetas de tu alto moño
como esa dulce tarde de otoño
mi alma contigo se diviniza.
Graves, morían en tus pupilas
nuestras fatigas. En la callada
sombra morían las tardes lilas
y a la caricia de tus pupilas
mi amor de nuevo se desvelaba.
Y cuando en torno de ese miraje
que de ti tiene su último encanto
emprendo el diario y oscuro viaje
y mi alma vuelve de ese miraje,
pura de haberte querido tanto.
Dejo en la cripta de mis amores triste
santuario que será tu olvido
todo el recuerdo de lo que ha sido
la corta historia de mis dolores
¡pobre capilla de mis amores.
EL ATAÚD FLOTANTE
Yo tenía un poco de dolor de cabeza.
En el humo azulado de la azul tetera
flotaba como un alma o una idea severa.
Tenía también- no mucho – un poco de tristeza
Y tu alma flotaba dentro de la pieza
como un humo azulado de alma verdadera
llena de desgracia de no ser la primera
de aquel amor que creó mi eterna pereza.
Las llamas de alcohol mostraban mi vista
anchos y lutos labios color de amatista.
Y tanto allí flotaba tu alma de amazona
que sobre los vapores del verdoso zumo
las moscas acudían, y había en el humo
olor de muchos frascos y de belladona…
DECÁLOGO DEL PERFECTO CUENTISTA
Publicado por primera vez en la revista El Hogar (Buenos Aires Argentina), en julio de 1927
I
CREE EN UN MAESTRO – Poe, Maupassant, Kipling, Chejov – como en Dios mismo.
II
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en dominarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
III
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia.
IV
Ten fe ciega, no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas, ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
V
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
VI
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: “Desde el río soplaba un viento frío”, no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.
VII
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
IX
No escribas bajo el impero de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino.
X
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida en el cuento.
Fragmento extraído del ensayo “LOS INTELECTUALES Y EL CINE”
Los intelectuales son gente que por lo común desprecian el cine. Suelen conocer de memoria, y ya desde enero, el elenco y programa de las compañías teatrales de primero y séptimo orden. Pero del cine no hablan jamás; y si oyen a un pobre hombre hablar de él, sonríen siempre sin despegar los labios.
No es del caso averiguar si no se cumple con los intelectuales, respecto del cine, el conocido aforismo de estética por el cual todos los wagnerianos exclusivos silban sin cesar trozos de Verdi. Acaso el intelectual cultive furtivamente los solitarios cines de su barrio; pero no confesará jamás su debilidad por un espectáculo del que su cocinera gusta tanto como él, y el chico de la cocinera tanto como ambos juntos. Manantial democrático de arte, como se ve, y que a ejemplo de las canciones populares, da de beber a chicos, medianos, y hombres de vieja barba como Tolstoi.
Pero el intelectual suele ser un poquillo advenedizo en cuestiones de arte. Una nueva escuela, un nuevo rumbo, una nueva tontería pasadista, momentista o futurista, está mucho más cerca de seducirle que desagradarle. Y como es de esperar, tanto más solicitado se siente a defender un ismo cualquiera, cuanto más irrita éste a la gente de humilde y pesado sentido común.
¿Cómo, pues, el intelectual no halló en el arte recién creado, atractivos que por quijotería o esnobismo hicieran de él su paladín?
La revista Clarté, que no se caracteriza precisamente por el estudio de frivolidades, plantea esta misma pregunta en un primer artículo así encabezado: «El problema del cine en los tiempos modernos es demasiado importante para que no entre en nuestras preocupaciones».
RELATOS
EL ALMOHADÓN DE PLUMAS
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst… -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio… poco hay que hacer…
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.
LA GALLINA DEGOLLADA
Todo el día, sentados en el patio, en un banco estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos, y volvían la cabeza con la boca abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otra veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años y el menor, ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir: creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!… ¡Sí! —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar detenidamente.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente el segundo hijo amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas por encima de su inmensa amargura quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo, abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba en razón de su infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido de ellos echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos—que podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, ¿me parece?
—Bueno, de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—¿Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!… —murmuró.
—¿Qué no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir…
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complaciencia, que la pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo. No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual, atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia. De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces…?
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa: —¡No, no te creo tanto!
—Ni yo jamás te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! Pero yo he tenido padres sanos, ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto infames fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar la frescura de la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación… Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires y el matrimonio a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron; pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidióse por una silla desfondada, pero aun no alcanzaba. Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana mientras creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado calzar el pie iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltáme! ¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama—le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y mientras Berta iba dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
LOS INTELECTUALES Y EL CINE
Los intelectuales son gente que por lo común desprecian el cine. Suelen conocer de memoria, y ya desde enero, el elenco y programa de las compañías teatrales de primero y séptimo orden. Pero del cine no hablan jamás; y si oyen a un pobre hombre hablar de él, sonríen siempre sin despegar los labios.
No es del caso averiguar si no se cumple con los intelectuales, respecto del cine, el conocido aforismo de estética por el cual todos los wagnerianos exclusivos silban sin cesar trozos de Verdi. Acaso el intelectual cultive furtivamente los solitarios cines de su barrio; pero no confesará jamás su debilidad por un espectáculo del que su cocinera gusta tanto como él, y el chico de la cocinera tanto como ambos juntos. Manantial democrático de arte, como se ve, y que a ejemplo de las canciones populares, da de beber a chicos, medianos, y hombres de vieja barba como Tolstoi.
Pero el intelectual suele ser un poquillo advenedizo en cuestiones de arte. Una nueva escuela, un nuevo rumbo, una nueva tontería pasadista, momentista o futurista, está mucho más cerca de seducirle que desagradarle. Y como es de esperar, tanto más solicitado se siente a defender un ismo cualquiera, cuanto más irrita éste a la gente de humilde y pesado sentido común.
¿Cómo, pues, el intelectual no halló en el arte recién creado, atractivos que por quijotería o esnobismo hicieran de él su paladín?
La revista Clarté, que no se caracteriza precisamente por el estudio de frivolidades, plantea esta misma pregunta en un primer artículo así encabezado: «El problema del cine en los tiempos modernos es demasiado importante para que no entre en nuestras preocupaciones».
¡Por fin! —podrá decirse. Los intelectuales de Clarté escapan por lo visto a esta generalización que acabamos de exponer. Oigamos un momento, porque vale la pena, lo que dice la revista en cuestión:
«En un principio no se ha querido ver en el cine más que una industria. Ahora bien, el cine es un arte, y la industria cinematográfica no es a este arte sino lo que la industria del libro, por ejemplo, es a la literatura. De este modo el cine anda aún en busca de su verdad, conducido por los peores guías que podía hallar. »
Se le ha trabado con las viejas reglas de un teatro en crisis de renovación y de estilo. El cine no se ha liberado aún de esta funesta influencia…»
Exactamente. Todo lo que de verdad, fuerza franca y fresca tiene hoy el cine, se lo debe a sí mismo, y lo adquirió con dolores y tanteos sin nombre. Lo malo que todavía guarda, y que oprime por la desviación o hace reír por lo convencional, es patrimonio legítimo del teatro, que heredó y no puede desechar todavía. La gesticulación excesiva, violenta, que comienza impresa en los mascarones de la tragedia primitiva y continúa en la afectación de expresiones y actitudes de la escena actual, es teatro y no cine. Pero oigamos todavía:
«El cine procede de todas las artes, es su poderosa síntesis, y ello nos obliga a tener fe en su prodigioso porvenir. Atrae sobre sí, universalmente, todas las verdades esenciales de la vida moderna para crear con ellas una nueva belleza. Pero se comprende que el descubrimiento de tal riqueza haya provocado graves errores. Los tanteos eran inevitables. No se ha llegado de un golpe a la sinfonía. El genio ferviente y sincero de muchos siglos se ha empleado en aquélla. ¿Por qué el cine escaparía a esta necesidad, tanto más cuanto que su porvenir es más formidable? Y luego —es menester decirlo—, los que podían haberlo ayudado más eficazmente, lo han despreciado y vilipendiado. Dejando en manos de los arribistas del primer momento —ratés de todas las categorías— este inaudito medio de creación, los intelectuales…»
He aquí la palabra. No fueron sólo nuestros intelectuales, al parecer, los que permanecieron mudos y con superior sonrisa cuando se les habló de cine. «Arte para sirvientas», en el mejor de los casos. «Payasadas melodramáticas», cuando el intelectual explicaba su sonrisa. Cierto; tales groserías melodramáticas constituyen el triste don que las hadas escénicas del primer instante hicieron al recién nacido. Pero continuemos:
«Los intelectuales se encerraron en el desprecio. No comprendieron que la imagen podía ser no solamente expresiva en su movimiento o su asunto, sino también bella. Pero no es ésta la obra de un solo día o de un solo espíritu. No basta, particularmente, con ir a ver de cuando en cuando, en los programas tan mal confeccionados de los salones actuales, dos o tres cintas para quedar ungido de gracia. Es menester frecuentar larga y pacientemente las salas…»
Tal es por lo común, en efecto, la causa de los innumerables desengaños. Dada la superproducción de films, que alcanza a muchos millares por año, puédese sentar, sin temor de yerro, que la primera cinta con que tropecemos en un cine cualquiera no será una obra de arte. Después de ocho y diez cintas, ya hallaremos una pasable. Y es menester que transcurra un mes entero —y tal vez un trimestre—, para hallar por fin un film que sea el exponente de este maravilloso nuevo arte. Hablamos aquí, como se comprenderá, de condiciones de film puramente artísticas.
Bien; un mes, un trimestre, un año… No es mucho plazo, sin embargo. Si en toda la producción escénica de un año corrido, y en la otra terrible superproducción literaria mundial, tuviéramos que escoger las obras maestras —con todas sus letras—, el rubor nos subiría al rostro al constatar que sólo tres o cuatro libros o algún drama merecen el nombre de tales.
¿Qué juicio del arte literario podría formarse un novicio ideal, por el primer libro adquirido al azar en una librería? No culpemos pues al arte cinematográfico de las tonterías diarias impresas en la primera pantalla que encontramos al paso. Para evitarlas se requiere una larga cultura —como pasa con el libro— que no se adquiere sino devorando mucho malo. Pues como dice y prosigue Clarté:
«Es menester frecuentar larga y pacientemente las salas. La fe no se adquiere de golpe. En el estado actual, el mejor film no contiene sino las bases posibles de lo que llegará a ser. Y tal mala cinta, en un segundo, en el relámpago de un gesto, en una actitud, en la expresión de un sentimiento, nos deja descubrir verdades no menos esenciales. Lo que desde un principio ha corrido a los intelectuales es precisamente lo que debería haber sido para ellos razón de entusiasmo: el modo como el público se ha apasionado por el cine, y la fuerza de su irradiación. Pequeña vanidad de inteligencias que no creen ser comprendidas sino por unos cuantos. Los intelectuales se han dado cuenta ahora, pero un poco tarde, de los tanteos, de la torpeza y del dinero que su indiferencia y desprecio ha costado al desarrollo del cine. Y si sueñan todavía con un arte dramático en trance de renovación, deben saber esto sólo: que el cine matará un día al teatro, si éste no se orienta hacia formas más puras».
Hasta aquí el intelectual (naturalmente, nadie conoce mejor a su familia que el miembro de ella) de Clarté. Bienvenido con su franco amor, su fe y su desencanto del exceso de palabras que han convertido al libro y la escena en un fonógrafo de larga repetición.
Dícese que en la mejor novela de trescientas páginas sobran cien por lo menos, del mismo modo que en el mejor drama se puede suprimir la mitad de los parlamentos. Como pocas veces se ha expresado cosa más cierta, las leyendas concisas de un film, bajo la pluma de un escritor de verdad, realizarán esa sed de brevedad, precisión sin palabreo ni engaño que sufre actualmente el arte.
A LA DERIVA
El hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento, vió una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vió la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de plano, dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violeta, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.
—¡Dorotea!—alcanzó a lanzar en un estertor.—¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
—¡Te pedí caña, no agua!—rugió de nuevo.—¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino!—protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
—Bueno; esto se pone feo—murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito—de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente dolorido. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves!—gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor!—clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo.—En el silencio de la selva no se oyó un sólo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semi-tendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocio para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex-patrón míster Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex-patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también…
Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Deseado, un viernes santo… ¿Viernes? Sí, o jueves…
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves…
Y cesó de respirar.
EL HIJO
Es un poderoso día de verano en Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la naturaleza.
-Ten cuidado, chiquito -dice a su hijo, abreviando en esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.
-Si, papá -responde la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con cuidado.
-Vuelve a la hora de almorzar -observa aún el padre.
-Sí, papá -repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte. Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.
Sabe que su hijo es educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa infantil. No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.
Para cazar en el monte -caza de pelo- se requiere más paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un surucuá -menos aún- y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe…
No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus propias fuerzas.
Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se pierde un hijo!
El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su cinturón de caza.
Horrible caso… Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo y seguro del porvenir.
En ese instante, no muy lejos, suena un estampido.
-La Saint-Étienne… -piensa el padre al reconocer la detonación. Dos palomas de menos en el monte…
Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su tarea.
El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire -piedras, tierra, árboles-, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.
El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte. Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro -el padre de sienes plateadas y la criatura de trece años-, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: “Sí, papá”, hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir. Y no ha vuelto.
El hombre torna a su quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil?
El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.
Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia…
La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al cadáver de su hijo.
Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría, terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un… ¡Pero dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte! ¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la escopeta en la mano…
El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el aire… ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro…
Nada se ganaría con ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón clama por él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
-¡Chiquito! -se le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama en aquella voz.
Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.
-¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! -clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.
Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque, ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su…
-¡Chiquito…! ¡Mi hijo!
Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre alucinado a la más atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.
A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
-Chiquito… -murmura el hombre. Y, exhausto, se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su hijo.
La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:
-Pobre papá…
En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres…
Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la casa.
-¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora…? -murmura aún el primero.
-Me fijé, papá… Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí…
-¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
-Piapiá… -murmura también el chico.
Después de un largo silencio:
-Y las garzas, ¿las mataste? -pregunta el padre.
-No.
Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre vuelve a casa con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe de felicidad.
Sonríe de alucinada felicidad… Pues ese padre va solo.
A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.
LAS RAYAS
-“En resumen, yo creo que las palabras valen tanto, materialmente, como la propia cosa significada, y son capaces de crearla por simple razón de eufonía. Se precisará un estado especial; es posible. Pero algo que yo he visto me ha hecho pensar en el peligro de que dos cosas distintas tengan el mismo nombre.”
Como se ve, pocas veces es dado oír teorías tan maravillosas como la anterior. Lo curioso es que quien la exponía no era un viejo y sutil filósofo versado en la escolástica, sino un hombre espinado desde muchacho en los negocios, que trabajaba en Laboulaye acopiando granos. Con su promesa de contarnos la cosa, sorbimos rápidamente el café, nos sentamos de costado en la silla para oír largo rato, y fijamos los ojos en el de Córdoba.
-Les contaré la historia -comenzó el hombre- porque es el mejor modo de darse cuenta. Como ustedes saben, hace mucho que estoy en Laboulaye. Mi socio corretea todo el año por las colonias y yo, bastante inútil para eso, atiendo más bien la barraca. Supondrán que durante ocho meses, por lo menos, mi quehacer no es mayor en el escritorio, y dos empleados -uno conmigo en los libros y otro en la venta- nos bastan y sobran. Dado nuestro radio de acción, ni el Mayor ni el Diario son engorrosos. Nos ha quedado, sin embargo, una vigilancia enfermiza de los libros como si aquella cosa lúgubre pudiera repetirse. ¡Los libros!… En fin, hace cuatro años de la aventura y nuestros dos empleados fueron los protagonistas.
El vendedor era un muchacho correntino, bajo y de pelo cortado al rape, que usaba siempre botines amarillos. El otro, encargado de los libros, era un hombre hecho ya, muy flaco y de cara color paja. Creo que nunca lo vi reírse, mudo y contraído en su Mayor con estricta prolijidad de rayas y tinta colorada. Se llamaba Figueroa; era de Catamarca.
Ambos, comenzando por salir juntos, trabaron estrecha amistad, y como ninguno tenía familia en Laboulaye, habían alquilado un caserón con sombríos corredores de bóveda, obra de un escribano que murió loco allá.
Los dos primeros años no tuvimos la menor queja de nuestros hombres. Poco después comenzaron, cada uno a su modo, a cambiar de modo de ser.
El vendedor -se llamaba Tomás Aquino- llegó cierta mañana a la barraca con una verbosidad exuberante. Hablaba y reía sin cesar, buscando constantemente no sé qué en los bolsillos. Así estuvo dos días. Al tercero cayó con un fuerte ataque de gripe; pero volvió después de almorzar, inesperadamente curado. Esa misma tarde, Figueroa tuvo que retirarse con desesperantes estornudos preliminares que lo habían invadido de golpe. Pero todo pasó en horas, a pesar de los síntomas dramáticos. Poco después se repitió lo mismo, y así, por un mes: la charla delirante de Aquino, los estornudos de Figueroa, y cada dos días un fulminante y frustrado ataque de gripe.
Esto era lo curioso. Les aconsejé que se hicieran examinar atentamente, pues no se podía seguir así. Por suerte todo pasó, regresando ambos a la antigua y tranquila normalidad, el vendedor entre las tablas, y Figueroa con su pluma gótica.
Esto era en diciembre. El 14 de enero, al hojear de noche los libros, y con toda la sorpresa que imaginarán, vi que la última página del Mayor estaba cruzada en todos sentidos de rayas. Apenas llegó Figueroa a la mañana siguiente, le pregunté qué demonio eran esas rayas. Me miró sorprendido, miró su obra, y se disculpó murmurando.
No fue sólo esto. Al otro día Aquino entregó el Diario, y en vez de las anotaciones de orden no había más que rayas: toda la página llena de rayas en todas direcciones. La cosa ya era fuerte; les hablé malhumorado, rogándoles muy seriamente que no se repitieran esas gracias. Me miraron atentos pestañeando rápidamente, pero se retiraron sin decir una palabra.
Desde entonces comenzaron a enflaquecer visiblemente. Cambiaron el modo de peinarse, echándose el pelo atrás. Su amistad había recrudecido; trataban de estar todo el día juntos, pero no hablaban nunca entre ellos.
Así varios días, hasta que una tarde hallé a Figueroa doblado sobre la mesa, rayando el libro de Caja. Ya había rayado todo el Mayor, hoja por hoja; todas las páginas llenas de rayas, rayas en el cartón, en el cuero, en el metal, todo con rayas.
Lo despedimos en seguida; que continuara sus estupideces en otra parte. Llamé a Aquino y también lo despedí. Al recorrer la barraca no vi más que rayas en todas partes: tablas rayadas, planchuelas rayadas, barricas rayadas. Hasta una mancha de alquitrán en el suelo, rayada…
No había duda; estaban completamente locos, una terrible obsesión de rayas que con esa precipitación productiva quién sabe a dónde los iba a llevar.
Efectivamente, dos días después vino a verme el dueño de la Fonda Italiana donde aquellos comían. Muy preocupado, me preguntó si no sabía qué se habían hecho Figueroa y Aquino; ya no iban a su casa.
-Estarán en casa de ellos -le dije.
-La puerta está cerrada y no responden -me contestó mirándome.
-¡Se habrán ido! -argüí sin embargo.
-No -replicó en voz baja-. Anoche, durante la tormenta, se han oído gritos que salían de adentro.
Esta vez me cosquilleó la espalda y nos miramos un momento.
Salimos apresuradamente y llevamos la denuncia. En el trayecto al caserón la fila se engrosó, y al llegar a aquél, chapaleando en el agua, éramos más de quince. Ya empezaba a oscurecer. Como nadie respondía, echamos la puerta abajo y entramos. Recorrimos la casa en vano; no había nadie. Pero el piso, las puertas, las paredes, los muebles, el techo mismo, todo estaba rayado: una irradiación delirante de rayas en todo sentido.
Ya no era posible más; habían llegado a un terrible frenesí de rayar, rayar a toda costa, como si las más intimas células de sus vidas estuvieran sacudidas por esa obsesión de rayar. Aun en el patio mojado las rayas se cruzaban vertiginosamente, apretándose de tal modo al fin, que parecía ya haber hecho explosión la locura.
Terminaban en el albañal. Y doblándonos, vimos en el agua fangosa dos rayas negras que se revolvían pesadamente.