BIOGRAFÍA DE GUSTASVO ADOLFO BÉQUER
Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida (Sevilla, 17 de febrero de 1836-Madrid, 22 de diciembre de 1870), más conocido como Gustavo Adolfo Bécquer, fue un poeta y narrador español, perteneciente al Romanticismo. Por ser un romántico tardío, ha sido asociado igualmente con el movimiento posromántico. Aunque en vida ya alcanzó cierta fama, solo después de su muerte y tras la publicación del conjunto de sus escritos obtuvo el prestigio que hoy se le reconoce.
Su obra más célebre es Rimas y Leyendas, un conjunto de poemas dispersos y relatos, reunidos en uno de los libros más populares de la literatura hispana.
Su padre, el pintor José Domínguez Insausti, firmaba sus cuadros con el apellido de sus antepasados como José Domínguez Bécquer. Su madre fue Joaquina Bastida Vargas. Por el lado paterno descendía de una noble familia de comerciantes de origen flamenco, los Becker o Bécquer, establecida en la capital andaluza en el siglo XVI; de su prestigio da testimonio el hecho de que poseyeran capilla y sepultura en la catedral misma desde 1622. Tanto Gustavo Adolfo como su hermano, el pintor Valeriano Bécquer, adoptaron Bécquer como primer apellido en la firma de sus obras.
Sus antepasados directos, empezando por su mismo padre, José Domínguez Bécquer, fueron pintores de costumbres andaluzas, y tanto Gustavo Adolfo como su hermano Valeriano estuvieron muy dotados para el dibujo. Valeriano, de hecho, se inclinó por la pintura.
Su padre murió el 26 de enero de 1841, cuando contaba el poeta cuatro años.
En 1846, con diez años, Gustavo Adolfo ingresó en el Real Colegio de Humanidades de San Telmo de Sevilla, donde conoce a su gran amigo y compañero de desvelos literarios Narciso Campillo, huérfano de padre también.
Campillo le enseñó a nadar en el Guadalquivir y a manejar la espada. Ambos empiezan a escribir juntos, por vez primera, el espantable y disparatado drama Los conjurados y la novela jocosa El bujarrón en el desierto. Al año siguiente, el 27 de febrero de 1847, los hermanos Bécquer quedaron huérfanos también de madre, y fueron adoptados entonces por su tía materna, María Bastida, y su marido Juan de Vargas, que se hicieron cargo de sus siete sobrinos, aunque Valeriano y Gustavo se adoptaron desde entonces cada uno al otro, y de hecho más tarde emprendieron muchos trabajos y viajes juntos.
Su educación literaria dirigida, en el Instituto sevillano, por Francisco Rodríguez Zapata, discípulo del gran ilustrado Alberto Lista (a quién Bécquer lee y llega a conocer), fue clasicista, con especial aprecio a los poetas latinos y españoles del Siglo de Oro: Fray Luis de León, Herrera o Rioja. A la búsqueda del ritmo musical, de la expresión ajustada y noble, se unía una inclinación prerromántica hacia lo sublime a la manera de Young, Rousseau o Chateaubriand.
Suprimido por Isabel II en 1847 el Colegio de San Telmo (que en 1849 pasaría a ser palacio de los duques de Montpensier), Gustavo Adolfo quedó desorientado. Fue entonces a vivir con su madrina, Manuela Monnehay Moreno, joven de origen francés y acomodada comerciante, cuyos medios y sensibilidad literaria le permitían disponer de una mediana pero selecta biblioteca poética. En esta biblioteca empezó Gustavo Adolfo a aficionarse a la lectura. Inició entonces estudios de pintura en los talleres de Antonio Cabral Bejarano, y más tarde en el de su muy perfeccionista tío paterno Joaquín Domínguez Bécquer, que le pronosticó «Tú no serás nunca un buen pintor, sino un mal literato», aunque le estimuló a los estudios y le pagó los de latín.
Bécquer era un absoluto aficionado a la ópera italiana y se sabía de memoria numerosas arias de Gaetano Donizetti y Vincenzo Bellini.
Dice: «Yo no sé la música; pero le tengo tanta afición que, aun sin entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera y me paso las horas muertas hojeando sus páginas.»
La conjunción de música, naturaleza y poesía se encuentra muy bien reflejada en la leyenda El miserere, donde el protagonista, que es un músico, y por extensión, la representación del artista en general, trata de encontrar la obra máxima ayudándose de la inspiración que le ofrece la naturaleza:
«mi único pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta (…) La música sonaba al compás de sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno que, desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte (…) Todo esto era la música y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse (…) el músico que la presenciaba, absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales.»
“«A medida que la luz de la tarde se perdía gradualmente (…) las notas del instrumento se fueron haciendo más vagas, más débiles, casi imperceptibles: ya no se oía más que un rumor (…) La luz acababa de desaparecer. Sin embargo, la dilatada pupila del músico permanecía fija en la partitura de su obra.»”
Tras ciertos escarceos literarios (escribe en El Trono y la Nobleza de Madrid y en las revistas sevillanas La Aurora y El Porvenir), en 1854 marchó a Madrid con el deseo de triunfar en la literatura.
Para ganar algún dinero, el poeta escribe en colaboración con sus amigos (Julio Nombela y Luis García Luna, y en 1856 se une a él también su amigo Ramón Rodríguez Correa) [Campillo había enfermado y vuelto a Sevilla], y bajo el seudónimo de Gustavo García, comedias y libretos de zarzuela como La novia y el pantalón (1856), en la que satiriza el ambiente burgués y antiartístico que le rodea, o La venta encantada, basada en Don Quijote de la Mancha.
Subsiste además con traducciones del francés y trabajillos de ayudante de redactor, escribiente y dibujante. Ese año fue con su hermano a Toledo, un lugar de amor y de peregrinación para él, a fin de trabajar para su futuro libro Historia de los templos de España, fundado en su conocida afición por la arquitectura, en la corriente de evocación y recuperación románticas de las ruinas del pasado, muy en la línea de Chateaubriand, así como en la importancia de la religión en la concepción vital y poética becquerianas, nuestro autor depositó todas sus ilusiones en el rescate de edificios que tornaban a ser mucho más que un conjunto de piedras, eran la representación fidedigna de la tradición española:
«La tradición religiosa es el eje de diamante sobre el que gira nuestro pasado. Estudiar el templo, manifestación visible de la primera, para hacer en un solo libro la síntesis del segundo: he aquí nuestro propósito. Para conseguirlo, evocaremos de las olvidadas tumbas en que duermen al pie del santuario a esos Titanes del arte que lo erigieron.»
Pero sólo saldrá el primer tomo de su Historia de los templos de España, con ilustraciones de Valeriano.
Lee por entonces las Hebrew Melodies de Byron y el Intermezzo de Heine a través de la traducción que Eulogio Florentino Sanz realiza en 1857 en la revista El Museo Universal. Fue precisamente en ese año, cuando apareció la tuberculosis que le habría de enviar a la tumba.
Tuvo un modesto empleo dentro de la Dirección de Bienes Nacionales y perdió el puesto (se dice que por pasarse el día haciendo dibujos a sus compañeros).
Hacia 1858 conoció a Julia Espín en la tertulia que se desarrollaba en casa de su padre, el músico Joaquín Espín y Guillén, maestro director de la Universidad Central, profesor de solfeo en el Conservatorio y organista de la Capilla Real, protegido de Narváez. Gustavo se enamoró (decía que el amor era su única felicidad) y empezó a escribir las primeras Rimas, como Tu pupila es azul, pero la relación no llegó a consolidarse porque ella tenía más altas miras y le disgustaba la vida bohemia del escritor, que aún no era famoso. Durante esta época empezó a escuchar a su admirado Chopin.
Entre 1859 y 1860, amó con pasión a una «dama de rumbo y manejo» de Valladolid, que durante muchos años se identificó con Elisa Guillén, un personaje que unos dicen que existió y otros que se sabe inexistente. Pero la amante, fuera quien fuera, se cansó de él y su abandono lo sumió en la desesperación. Los expertos no se ponen de acuerdo en cuál de ellas pudo ser su musa más constante, o si ninguna de ellas, concibiendo algún tipo ideal de mujer.
Durante un breve periodo de tiempo, hacia 1859, ejerció como crítico en el diario conservador La Época.
En 1860 publica Cartas literarias a una mujer en donde explica la esencia de sus Rimas que aluden a lo inefable. En la casa del médico que lo trataba de una enfermedad venérea, Francisco Esteban, conocería a la que sería su esposa, Casta Esteban y Navarro. Contrajeron matrimonio en la iglesia de San Sebastián de Madrid, el 19 de mayo de 1861, y con ella tuvo 3 hijos.
En esta época el poeta publicó sueltas la mayoría de sus rimas y leyendas y se hizo un nombre, además de poder mantener una familia con hijos.
De 1858 a 1863, la Unión Liberal de O’Donnell gobernaba España y en 1860, González Bravo, con el apoyo del marqués de Salamanca, funda El Contemporáneo, dirigido por José Luis Albareda, en el que participaban redactores de la talla de Juan Valera.
El gran amigo de Bécquer, Rodríguez Correa, ya redactor del nuevo diario, consiguió un puesto de redactor para el poeta sevillano. En este periódico, y hasta que desapareciera en 1865, haría crónica de salones, política y literatura; gracias a esta remuneración vivieron los recién casados. En 1862 nació su primer hijo, Gregorio Gustavo Adolfo, en Noviercas (Soria) donde poseía bienes la familia de Casta y donde Bécquer tuvo una casita para su descanso y recreo. Empezó a escribir más para alimentar a su pequeña familia y, fruto de este intenso trabajo, nacieron varias de sus obras.
Pero en 1863 padeció una grave recaída en su enfermedad. Para recuperarse, Bécquer se trasladó con su hermano a vivir al Monasterio de Veruela (Zaragoza), situado en las faldas del Moncayo y cuyo aire puro era conocido como tratamiento para la tuberculosis. Este antiguo monasterio cisterciense exclaustrado poseía un gran encanto romántico y fue un lugar de inspiración para ambos hermanos. Gustavo Adolfo escribió allí las cartas agrupadas después en Cartas desde mi celda. Y también varias de sus leyendas están ambientadas en el Moncayo. A pesar de la breve estancia (no llegó a un año), esta etapa constituye una parte fundamental de la producción artística de los hermanos Bécquer.
Tras su recuperación, ambos se marcharon a Sevilla con su familia. De esa época es el retrato hecho por su hermano que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Sevilla.
González Bravo, amigo y mecenas de Gustavo, le nombra censor de novelas en 1864 y el escritor vuelve a Madrid, donde desempeña este trabajo hasta 1867 con veinticuatro mil reales de sueldo. En este último año nace su segundo hijo, Jorge Bécquer.
A su ascenso artístico y social (protegido del ministro conservador González Bravo, que le nombró censor de novelas con un excelente sueldo; director de importantes revistas y periódicos, etc.) le acompañó un aburguesamiento paralelo al de la sociedad madrileña postromántica.
En 1866 ocupa de nuevo el cargo de censor hasta 1868; es éste un año tétrico para Bécquer: Casta le es infiel, su libro de poemas desaparece en los disturbios revolucionarios. Para huir de los disturbios viaja a Toledo, donde permanece un breve tiempo. En diciembre nace en Noviercas su tercer hijo, Emilio Eusebio, dando pábulo a su tragedia conyugal, pues se dice que este último hijo es del amante de Casta. Ese mismo año se separa. Sin embargo, los esposos aún se escriben.
Pasa entonces otra temporada en Toledo, de donde sale para Madrid en 1870 a fin de dirigir La Ilustración de Madrid, que acaba de fundar Eduardo Gasset con la intención de que lo dirigiera Gustavo Adolfo y trabajara en él Valeriano como dibujante. En septiembre, la muerte de su inseparable hermano y colaborador le sume en una honda tristeza. En noviembre fue nombrado director de una nueva publicación, El Entreacto, en la que apenas llega a publicar la primera parte de un inconcluso relato.
Posiblemente a causa de un enfriamiento invernal en la primera quincena de diciembre de 1870, su ya precario estado de salud se agrava, y muere el 22 de dicho mes.
En los días de su agonía, pidió a su amigo el poeta Augusto Ferrán que quemase sus cartas y que publicasen su obra («Si es posible, publicad mis versos. Tengo el presentimiento de que muerto seré más y mejor conocido que vivo»); pidió también que cuidaran de sus hijos. Sus últimas palabras fueron «Todo mortal».
Fue enterrado al día siguiente en el nicho nº 470 del Patio del Cristo, en la Sacramental de San Lorenzo y San José, de Madrid. Más adelante, en 1913, los restos de los dos hermanos fueron trasladados a Sevilla, reposando primero en la antigua capilla de la Universidad, y desde 1972 en el Panteón de Sevillanos Ilustres.
Hay un monumento en recuerdo de Gustavo Adolfo en el centro de Sevilla.
«Lloro por mí. Lloro la vida que me huye (…) ¿Y por qué no has de vivir? (…) Porque es imposible. Cuando caigan secas esas hojas que murmuran armoniosas sobre nuestras cabezas, yo moriré también y el viento llevará algún día su polvo y el mío, ¿quién sabe adónde? (…) ¡Debíamos secarnos! ¡Debíamos morir y girar arrastradas por los remolinos del viento!».
En su entierro, el pintor Casado del Alisal propone al resto de los compañeros de Bécquer la edición de sus obras y de los dibujos de su hermano Valeriano con el fin de ayudar a sus respectivas familias, para lo cual se acordó una suscripción pública para recaudar fondos.
A través de un comunicado en la prensa, tratan de difundir el proyecto para ganar así colaboradores, mientras que Ramón Rodríguez Correa, Augusto Ferrán y Narciso Campillo inician la tarea de selección de los textos becquerianos repartidos por periódicos y revistas, tomando como base los poemas del Libro de los gorriones y ordenándolos en forma de cancionero.
De este modo, a finales del mes de julio de 1871 y por el precio de 28 reales, ven la luz los dos tomos de las Obras de Gustavo Adolfo D. Bécquer, precedidas por un prólogo de su gran valedor y amigo, Ramón Rodríguez Correa, y un grabado del poeta confeccionado por Severino, sobre un dibujo de Palmaroli. Éste será el comienzo de la leyenda del poeta romántico que ha llegado hasta nuestros días, pero también de su realidad como iniciador de nuestra mejor poesía contemporánea.
Análisis de su obra
Cuando escribe Bécquer está en pleno auge el realismo, otros autores adscritos a esta tendencia (Campoamor, Tamayo y Baus, Echegaray) se reparten el favor del público. La poesía triunfante está hecha a medida de la sociedad burguesa que consolidará la Restauración, y es prosaica, pomposa y falsamente trascendente. Pero una notable porción de líricos se resistió a sumarse a esa corriente, y además hallaban vacía y retórica la poesía de la lírica esproncediana, la del apogeo romántico, que aún encontraban cultivada con gusto general en autores como José Zorrilla.
El Romanticismo que les atrae ya no es el de origen francés o inglés, sino alemán, especialmente el de Heine, al que leen en traducción francesa —en especial la de Gérard de Nerval— o española —de Eulogio Florentino Sanz, amigo de Bécquer.
Estos autores forman el ambiente prebecqueriano: Augusto Ferrán, Ángel María Dacarrete y José María Larrea. Todos estos poetas buscaban un lirismo intimista, sencillo de forma y parco de ornamento, refrenado en lo sensorial para que mejor trasluzca el sentir profundo del poeta. Es una lírica no declamatoria, sino para decir al oído.
Las Rimas de Bécquer iban a ser costeadas y prologadas por su amigo Luis González Bravo, ministro de la Unión Liberal de O’Donnell, pero el ejemplar se perdió en los disturbios revolucionarios de 1868. Algunas sin embargo habían aparecido ya en los periódicos de entonces entre 1859 y 1871: El Contemporáneo, El Museo Universal, La Ilustración de Madrid y otros. El poeta, con esta ayuda, con la de su memoria y la de sus amigos reconstruyó el manuscrito, que tituló Libro de los gorriones y se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid.
Su prosa destaca, al igual que su poesía, por la gran musicalidad y la sencillez de la expresión, cargada de sensibilidad; siguiendo los pasos de E.T.A. Hoffmann y Edgar Allan Poe, sus Leyendas recrean ambientes fantásticos y envueltos en una atmósfera sobrenatural y misteriosa. Destacan por ese ambiente de irrealidad, de misterio, situado siempre sobre un plano real que deforma y desbarata.
El influjo de Bécquer en toda la poesía posterior escrita en castellano es importante, esbozando estéticas como el simbolismo y el modernismo en muchos aspectos. Frente al Romanticismo altisonante y byroniano de un José de Espronceda, Bécquer representa el tono íntimo, al oído, de la lírica profunda. Su «Himno gigante y extraño» rompe con la tradición de la poesía cívica y heroica de Manuel José Quintana y los colores vistosos y la historia nacional de Ángel de Saavedra, duque de Rivas, o José Zorrilla, para meditar profundamente sobre la creación poética, el amor y la muerte, los tres temas centrales de las Rimas.
Manuel Altolaguirre afirmó que la poesía de Bécquer es la más humana del Romanticismo español. Ésta rara originalidad le valió el desprecio de Núñez de Arce, quien, acaso por su ideología liberal contraria al tradicionalismo becqueriano, calificó sus Rimas de «suspirillos germánicos».
Los modelos poéticos de Bécquer fueron varios; en primer lugar, Heine; W. S. Hendrix señaló además a Byron, y Dámaso Alonso a Alfred de Musset; también al conde Anastasius Grün, y a sus amigos poetas españoles, en especial Augusto Ferrán. De todos hay rastros en su poesía.
Pero, aparte de su importante lírica, Gustavo Adolfo Bécquer fue también un gran narrador y periodista. Escribió veintiocho narraciones del género leyenda, muchas de ellas pertenecientes al género del relato gótico o de terror, otras, auténticos esbozos de poesía en prosa, y otras narraciones de aventuras.
Bécquer es, a la vez, el poeta que inaugura —junto a Rosalía de Castro— la lírica moderna española y el que acierta a conectarnos de nuevo con la poesía tradicional. Las Rimas se encuadran dentro de dos corrientes heredadas del Romanticismo: la revalorización de la poesía popular (que la lírica culta había abandonado en el siglo XVIII) y la llamada «estética del sentimiento».
El ideal poético de Bécquer es el desarrollar una lírica intimista, expresada con sinceridad, sencillez de forma y facilidad de estilo. Bécquer y sus Rimas son el umbral de la lírica en español del siglo XX. Rubén Darío, Miguel de Unamuno, los hermanos Antonio y Manuel Machado, Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti, Federico García Lorca, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso y otros lo han considerado como figura fundacional, descubridora de nuevos mundos para la sensibilidad y la forma expresiva.
BÉCQUER Y LA MÚSICA
Bécquer siempre fue un gran aficionado al teatro musical. Trabajó en cinco zarzuelas en colaboración con su amigo Luis García de Luna, de las cuales solo queda una, La venta encantada. Compositores del siglo XIX como Gabriel Rodríguez Benedicto y Tomás Bretón pusieron música a algunas de sus Rimas. También, ya en el siglo XX, el compositor Manuel de Falla compuso Dos rimas de Bécquer (1900) para soprano y piano. Cabe citar también a Joaquín Turina, Enrique Granados, Isaac Albéniz, Jesús Guridi, Federico Mompou, Antón García Abril…
FRAGMENTOS DE TEXTOS DE GUSTAVO ADÓLFO BÉCQUER
Su idea de la lírica la expuso en la reseña que hizo del libro de su amigo Augusto Ferrán La soledad:
«Hay una poesía magnífica y sonora; una poesía hija de la meditación y el arte, que se engalana con todas las pompas de la lengua, que se mueve con una cadenciosa majestad, habla a la imaginación, completa sus cuadros y la conduce a su antojo por un sendero desconocido, seduciéndola con su armonía y su hermosura.
Hay otra natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye, y desnuda de artificio, desembarazada dentro de una forma libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía.
La primera tiene un valor dado: es la poesía de todo el mundo. La segunda carece de medida absoluta, adquiere las proporciones de la imaginación que impresiona: puede llamarse la poesía de los poetas.
La primera es una melodía que nace, se desarrolla, acaba y se desvanece. La segunda es un acorde que se arranca de un arpa, y se quedan las cuerdas vibrando con un zumbido armonioso. Cuando se concluye aquélla, se dobla la hoja con una suave sonrisa de satisfacción. Cuando se acaba ésta, se inclina la frente cargada de pensamientos sin nombre.
La una es el fruto divino de la unión del arte y de la fantasía. La otra es la centella inflamada que brota al choque del sentimiento y la pasión. Las poesías de este libro pertenecen al último de los dos géneros, porque son populares, y la poesía popular es la síntesis de la poesía.
En “Cartas desde mi celda”. Bécquer no se queda en la simple escritura impresionista, sino que constata con sus palabras el contraste entre la vida moderna y agitada de la capital, y la España más profunda y primitiva de los pueblos por los que no pasa el tiempo:
«al contemplar los destrozos causados por la ignorancia, el vandalismo o la envidia durante nuestras últimas guerras; al ver todo lo que en objetos dignos de estimación, en costumbres peculiares y primitivos recuerdos de otras épocas se ha extraviado y puesto en desuso de sesenta años a esta parte; lo que las exigencias de la nueva manera de ser social trastorna y desencaja; lo que las necesidades y las aspiraciones crecientes desechan u olvidan, un sentimiento de profundo dolor se apodera de mi alma, y no puedo menos de culpar al descuido o el desdén de los que a fines de siglo pasado pudieron aún recoger para transmitírnoslas íntegras las últimas palabras de la tradición nacional, estudiando detenidamente nuestra vieja España cuando aún estaban de pie los monumentos testigos de sus glorias, cuando aún en las costumbres y en la vida interna quedaban huellas perceptibles de su carácter. (…)»
«El panorama que ofrece el real de la feria desde la puerta de San Fernando es imposible describirlo con palabras y apenas el lápiz podría reproducir en conjunto. Hay una riqueza tal de luz, de color y de líneas (…) Figuraos al través de la gasa de oro que finge el polvo su llanura tendida y verde como la esmeralda, el cielo azul y brillante, el aire como inflamado por los rayos de un sol de fuego que todo lo rodea, lo colora y lo enciende. Por un lado se ven las blancas azoteas de Sevilla, los campanarios de sus iglesias, los moriscos miradores, la verdura de los jardines que rebosa por cima de las tapias, los torreones árabes y romanos de los muros (…).» «Los que han visto una calle de Sevilla, una de aquellas calles con sus casas de todas formas y tamaños, sus balcones con macetas de flores semejantes a pensiles colgados, sus ventanas con celosías verdes, enredadas de campanillas azules, sus tapias oscuras por las que rebosa el follaje de los jardines en guirnaldas de madreselva, allá en el fondo un arco que sirve de pasadizo con su retablo, su farol y su imagen (…)» «Sevilla, con sus rejas y sus cantares, sus cancelas y sus rondadores, sus retablos y sus cuentos, sus pendencias y sus músicas, sus noches tranquilas y sus siestas de fuego, sus alboradas color de rosa y sus crepúsculos azules; (…) aspiré con voluptuosidad la fragancia de las madreselvas que corren por un hilo de balcón a balcón (…) y torné en fin con mi espíritu a vivir en la ciudad donde he nacido y de la que tan viva guardé siempre la memoria.» «Al través de ellos [los vidrios de los balcones] se divisaba casi todo Madrid. Madrid, envuelto en una ligera neblina, por entre cuyos rotos jirones levantaban sus crestas oscuras las chimeneas, las buhardillas, los campanarios y las desnudas ramas de los árboles. Madrid, sucio, negro, feo como un esqueleto descarnado, tiritando bajo su inmenso sudario de nieve.»
POESÍA DE GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER
De “Rimas”
Rima IX, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
Besa el aura que gime blandamente
las leves ondas que jugando riza;
el sol besa a la nube en occidente
y de púrpura y oro la matiza;
la llama en derredor del tronco ardiente
por besar a otra llama se desliza;
y hasta el sauce, inclinándose a su peso,
al río que le besa, vuelve un beso.
Rima XXI, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
¿Qué es poesía?, dices, mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul,
¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía… eres tú.
RIMA XXIII, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
[A ella. No sé…]
Por una mirada, un mundo;
por una sonrisa, un cielo;
por un beso… ¡Yo no sé
qué te diera por un beso!
Rima LIII, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán.
Pero aquellas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha a contemplar,
aquellas que aprendieron nuestros nombres…
¡esas… no volverán!
Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde aún más hermosas
sus flores se abrirán.
Pero aquellas, cuajadas de rocío
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer como lágrimas del día…
¡esas… no volverán!
Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón de su profundo sueño
tal vez despertará.
Pero mudo y absorto y de rodillas
como se adora a Dios ante su altar, …
como yo te he querido…; desengáñate,
¡así… no te querrán!
Amor eterno, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
Podrá nublarse el sol eternamente;
podrá secarse en un instante el mar;
podrá romperse el eje de la tierra
como un débil cristal.
¡Todo sucederá! Podrá la muerte
cubrirme con su fúnebre crespón;
pero jamás en mí podrá apagarse
la llama de tu amor.
Rima XLI (26), poema de Gustavo Adolfo Bécquer
Tú eras el huracán, y yo la alta
torre que desafía su poder.
¡Tenías que estrellarte o que abatirme…!
¡No pudo ser!
Tú eras el océano; y yo la enhiesta
roca que firme aguarda su vaivén.
¡Tenías que romperte o que arrancarme…!
¡No pudo ser!
Hermosa tú, yo altivo; acostumbrados
uno a arrollar, el otro a no ceder;
la senda estrecha, inevitable el choque…
¡No pudo ser!
Rima LXXIV (24), poema de Gustavo Adolfo Bécquer
Las ropas desceñidas,
desnudas las espadas,
en el dintel de oro de la puerta
dos ángeles velaban.
Me aproximé a los hierros
que defienden la entrada,
y de las dobles rejas en el fondo
la vi confusa y blanca.
La vi como la imagen
que en leve ensueño pasa,
como rayo de luz tenue y difuso
que entre tinieblas nada.
Me sentí de un ardiente
deseo llena el alma;
como atrae un abismo, aquel misterio
hacia sí me arrastraba.
Mas, ¡ay! que, de los ángeles,
parecían decirme las miradas:
-el umbral de esta puerta
sólo Dios lo traspasa.
Rima XXXVIII, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
¡Los suspiros son aire y van al aire!
¡Las lágrimas son agua y van al mar!
Dime, mujer: cuando el amor se olvida,
¿sabes tú adónde va?
LXIV, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
Como guarda el avaro su tesoro,
guardaba mi dolor;
le quería probar que hay algo eterno
a la que eterno me juró su amor.
Mas hoy le llamo en vano y oigo al tiempo
que le agotó, decir:
¡Ah, barro miserable!, ¡eternamente
no podrás ni aun sufrir!
LVII (32), poema de Gustavo Adolfo Bécquer
Este armazón de huesos y pellejos,
de pasear una cabeza loca
se halla cansado al fin, y no lo extraño,
pues, aunque es la verdad que no soy viejo,
de la parte de vida que me toca
en la vida del mundo, por mi daño
he hecho un uso tal, que juraría
que he condensado un siglo en cada día.
Así, aunque ahora muriera,
no podría decir que no he vivido;
que el sayo, al parecer nuevo por fuera,
conozco que por dentro ha envejecido.
Ha envejecido, sí, ¡pese a mi estrella!
Harto lo dice ya mi afán doliente,
que hay dolor que, al pasar su horrible huella,
graba en el corazón, si no en la frente.
I (11), poema de Gustavo Adolfo Bécquer
Yo sé un himno gigante y extraño
que anuncia en la noche del alma una aurora,
y estas páginas son de ese himno
cadencias que el aire dilata en las sombras.
Yo quisiera escribirle, del hombre
domando el rebelde, mezquino idioma,
con palabras que fuesen a un tiempo
suspiros y risas, colores y notas.
Pero en vano es luchar; que no hay cifra
capaz de encerrarlo, y apenas ¡oh hermosa!
si teniendo en mis manos las tuyas
pudiera, al oído, cantártelo a solas.
L, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
Lo que el salvaje que con torpe mano
hace de un tronco a su capricho un dios,
y luego ante su obra se arrodilla,
eso hicimos tú y yo.
Dimos formas reales a un fantasma,
de la mente, ridícula invención,
y hecho el ídolo ya, sacrificamos
en su altar nuestro amor.
LXXI, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
No dormía: vagaba en ese limbo
en que cambian de forma los objetos,
misteriosos espacios que separan
la vigilia del sueño.
Las ideas que en ronda silenciosa
daban vueltas en torno a mi cerebro,
poco a poco en su danza se movían
con un compás más lento.
De la luz que entra al alma por los ojos
los párpados velaban el reflejo;
mas otra luz el mundo de visiones
alumbraba por dentro.
En este punto resonó en mi oído
un rumor semejante al que en el templo
vaga confuso al terminar los fieles
con un Amén sus rezos.
Y oí como una voz delgada y triste
que por mi nombre me llamó a lo lejos,
¡y sentí olor de cirios apagados,
de humedad y de incienso!
Entró la noche y del olvido en brazos
caí cual piedra en su profundo seno.
Dormí y al despertar exclamé: – ¡Alguno
que yo quería ha muerto!
LXVII, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
¡Qué hermoso es ver el día
coronado de fuego levantarse,
y, a su beso de lumbre,
brillar las olas y encenderse el aire!
¡Que hermoso es tras la lluvia
del triste otoño en la azulada tarde,
de las húmedas flores
el perfume aspirar hasta saciarse!
¡Qué hermoso es cuando en copos
la blanca nieve silenciosa cae,
de las inquietas llamas
ver las rojizas lenguas agitarse!
Qué hermoso es, cuando hay sueño,
dormir bien… y roncar como un sochantre
y comer… y engordar… ¡Y qué desgracia
que esto sólo no baste!
Rima X, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
Los invisibles átomos del aire
en derredor palpitan y se inflaman;
el cielo se deshace en rayos de oro;
la tierra se estremece alborozada;
oigo flotando en olas de armonía
rumor de besos y batir de alas;
mis párpados se cierran… ¿Qué sucede? –
¡Es el amor que pasa!
II, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
(15)
Saeta que voladora
cruza, arrojada al azar,
y que no se sabe dónde
temblando se clavará:
hoja que del árbol seca
arrebata el vendaval,
sin que nadie acierte el surco
donde al polvo volverá;
gigante ola que el viento
riza y empuja en el mar,
y rueda y pasa, y se ignora
qué plaza buscando va;
luz que en cercos temblorosos
brilla, próxima a expirar,
y que no se sabe de ellos
cuál el último será:
eso soy yo, que al acaso
cruzo el mundo sin pensar
de dónde vengo ni a dónde
mis pasos me llevarán.
XLV, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
(3)
En la clave del arco ruinoso
cuyas piedras el tiempo enrojeció,
obra del cincel rudo campeaba
el gótico blasón.
Penacho de su yelmo de granito,
la yedra que colgaba en derredor
daba sombra al escudo en que una mano
tenía un corazón.
A contemplarle en la desierta plaza
nos paramos los dos;
-Y ése –me dijo- es el cabal emblema
de mi constante amor.
¡Ay! Es verdad lo que me dijo entonces;
verdad que el corazón
lo llevará en la mano…, en cualquier parte…
pero en el pecho, no.
Rima XXXV, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
¡No me admiró tu olvido! Aunque de un día,
me admiró tu cariño mucho más;
porque lo que hay en mí que vale algo,
eso… ni l
o pudiste sospechar.
XII, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
(35)
Olas gigantes que os rompéis bramando
en las playas desiertas y remotas,
envuelto entre la sábana de espumas,
¡llevadme con vosotras!
Ráfagas de huracán que arrebatáis
del alto bosque las marchitas hojas,
arrastrado en el ciego torbellino,
¡llevadme con vosotras!
Nubes de tempestad que rompe el rayo
y en fuego encienden las sangrientas orlas,
arrebatado entre la niebla oscura,
¡llevadme con vosotras!
Llevadme, por piedad, a donde el vértigo
con la razón me arranque la memoria.
¡Por piedad! ¡Tengo miedo de quedarme
con mi dolor a solas!
Rima XXX, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
Asomaba a sus ojos una lágrima
y a mi labio una frase de perdón;
habló el orgullo y se enjugo su llanto
y la frase en mis labios expiró.
Yo voy por un camino: ella, por otro;
pero al pensar en nuestro mutuo amor,
yo digo aún, ¿por qué callé aquel día?
Y ella dirá, ,¿por qué no lloré yo?
LXXIII, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
(71)
Cerraron sus ojos
que aún tenía abiertos,
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.
La luz que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho;
y entre aquella sombra
veíase a intervalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.
Despertaba el día,
y, a su albor primero,
con sus mil ruidos,
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterio,
la luz y tinieblas,
yo pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
De la casa, en hombros,
lleváronla al templo
y en una capilla
dejaron el féretro.
Allí rodearon
sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.
Al dar de las Ánimas,
el toque postrero,
acabó una vieja
sus últimos rezos;
cruzó la ancha nave,
las puertas gimieron,
y el santo recinto
quedóse desierto.
De un reloj se oía
compasado el péndulo,
y de algunos cirios
el chisporroteo.
Tan medroso y triste,
tan oscuro y yerto,
todo se encontraba
que pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
*
De la alta campana
la lengua de hierro
le dio volteando
su adiós lastimero.
El luto en las ropas,
amigos y deudos
cruzaron en fila
formando el cortejo.
Del último asilo,
oscuro y estrecho,
abrió la piqueta
el nicho a un extremo.
Allí la acostaron,
tapiáronle luego
y con un saludo
despidióse el duelo.
La piqueta al hombro
el sepulturero,
cantando entre dientes,
se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
[reinaba el silencio];
perdido en las sombras,
yo pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
*
En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero,
de la pobre niña
a veces me acuerdo.
Allí cae la lluvia
con un son eterno;
allí la combate
el soplo del cierzo.
Del húmero muro
tendido en el hueco,
¡acaso de frío
se hielan sus huesos…!
¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es sin espíritu,
podredumbre y cieno?
No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
algo que repugna
aunque es fuerza hacerlo,
a dejar tan tristes,
tan solos los muertos.
Rima XLIV, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
Como en un libro abierto
leo de tus pupilas en el fondo.
¿A qué fingir el labio
risas que se desmienten con los ojos?
¡Llora! No te avergüences
de confesar que me quisiste un poco.
¡Llora! Nadie nos mira.
Ya ves; yo soy un hombre… y también lloro.
XXIX, poema de Gustavo Adolfo Bécquer
(53)
la bocca mi baciò tutto tremante.
Dante, Commedia, Inf.. V.. 136
Sobre la falda tenía
el libro abierto;
en mi mejilla tocaban
sus rizos negros;
no veíamos las letras
ninguno creo;
y sin embargo guardábamos
hondo silencio.
¿Cuánto duró? Ni aun entonces
pude saberlo.
Sólo sé que no se oía
más que el aliento,
que apresurado escapaba
del labio seco.
Sólo sé que nos volvimos
los dos a un tiempo,
y nuestros ojos se hallaron
¡y sonó un beso!
Creación de Dante era el libro;
era su Infierno.
Cuando a él bajamos los ojos,
yo dije trémulo:
¿Comprendes ya que un poema
cabe en un beso?
Y ella respondió encendida:
– ¡Ya lo comprendo!
XIII (29), poema de Gustavo Adolfo Bécquer
Tu pupila es azul, y cuando ríes
su claridad suave me recuerda
el trémulo fulgor de la mañana
que en el mar se refleja.
Tu pupila es azul, y cuando lloras
las transparentes lágrimas en ella
se me figuran gotas de rocío
sobre una violeta.
Tu pupila es azul, y si en su fondo
como un punto de luz radia una idea
me parece en el cielo de la tarde
una perdida estrella.
Te recomendamos ver el programa de televisión dedicado al poeta Gustavo Adolfo Bécquer y Jaime Kozák.
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