DÁMASO ALONSO
BIOGRAFÍA
Dámaso Alonso nace en Madrid el 22 de octubre de 1898. Es poeta, profesor, lingüista y crítico literario.
Vivió en su primera infancia en La Felguera (Asturias), donde su padre, Ingeniero de Minas, trabajaba, y estudió el bachillerato en Madrid, en los jesuitas de Chamartín, pasando sus vacaciones estivales en Ribadeo con frecuentes visitas a Los Oscos.
Bien dotado para las matemáticas, su familia tenía la esperanza que su hijo se graduara como ingeniero de caminos. No obstante, el futuro poeta ya mostraba una afición por la literatura, rama por la que se decantaría luego de descubrir los textos de Rubén Darío.
Se formó en el Centro de Estudios Históricos, dirigido por Ramón Menéndez Pidal. Se licencia en Derecho y en Filosofía y Letras por la Universidad Central de Madrid. Tomó parte activa en las actividades de la Residencia de Estudiantes donde conectó con los que serían sus compañeros de generación: Federico García Lorca, Rafael Alberti, Luis Buñuel, Pepín Bello, Salvador Dalí, Luis Cernuda y Manuel Altolaguirre.
En 1917, durante su veraneo en Las Navas del Marqués conocerá a quien será su gran amigo, Vicente Aleixandre, al que hizo conocer el mundo de la poesía paseando por los maravillosos pinares de este pueblo.
Enseña lengua y literatura españolas en diversas universidades extranjeras, como Berlín, Cambridge, Oxford, Stanford University (California), Hunter College y Columbia University (Nueva York) y Leipzig. Dentro de España, enseña en las universidades de Valencia, Barcelona y Madrid.
Es director de la Revista de Filología Española y de la colección Biblioteca Románica Hispánica de la Editorial Gredos. También dirige el Instituto Antonio de Nebrija del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y colabora en la Revista de Occidente y en Los Cuatro Vientos.
Simultanea obras de creación literaria, de las que es característico el “realismo léxico”, con obras de historia y crítica en el campo de la estilística, estudiando a los poetas clásicos españoles y la lírica de tipo popular. Como traductor de las obras de James Joyce utiliza el seudónimo de Alfonso Donado.
Académico de número desde 1945, es director de la Real Academia Española durante los años 1968 a 1982. Es también nombrado miembro de otras academias y asociaciones, como la Real Academia de Historia, la Modern Language Association o la Asociación de Hispanistas, que además preside de 1962 a 1965.
Su principal labor como director de la Real Academia Española consiste en la organización de encuentros con las academias americanas, para trabajar en común por la lengua castellana.
La sala Dámaso Alonso de la Real Academia está dedicada íntegramente a la biblioteca del autor, recogiendo cerca de 40.000 volúmenes y diversos objetos personales.
Su obra ha sido traducida a varios idiomas, entre otros, alemán, italiano, inglés, portugués, sueco…
Además de publicar libros, hizo varias grabaciones sonoras. En Loja (Granada), hay una placa con versos suyos.
Su labor como poeta dio comienzo con Poemas puros. Poemillas de la ciudad (1921), delicadas composiciones de juventud en las que se detecta la huella del modernismo y la influencia de Juan Ramón Jiménez. Aquí se preocupa más de la forma que del contenido, una poesía más bien sencilla sin grandes compromisos sociales.
¿CÓMO ERA?
La puerta, franca.
Vino queda y suave.
Ni materia ni espíritu. Traía
una ligera inclinación de nave
y una luz matinal de claro día.
No era de ritmo, no era de armonía
ni de color. El corazón la sabe,
pero decir cómo era no podría
porque no es forma ni en la forma cabe.
¡Lengua, barro mortal, cincel inepto,
deja la flor intacta del concepto
en esta clara noche de mi boda.
Y canta mansamente, humildemente,
la sensación, la sombra, el accidente,
mientras ella me llena el alma toda!
De "Poemas puros. Poemillas de la ciudad"
Sus profundos análisis sobre Luis de Góngora son una de las cumbres de su producción. Así, Temas gongorinos y la correspondiente edición de Soledades (1927).
La lengua poética de Góngora (1950) o Estudios y ensayos gongorinos (1955) se han convertido en textos clásicos e indispensables para el estudio de la obra del gran poeta barroco.
También investigó Las fuentes de la Poesía de tipo tradicional (1949), particularmente las relativas a las jarchas; La obra de Gil Vicente en Poesías (1940) y Tragicomedia de don Duardos (1942) y la del mayor místico español en La poesía de San Juan de la Cruz (1942).
De su extenso trabajo crítico cabe señalar, aquellos libros que, como Ensayo de poesía española (1945), Poesía española (1950) o Seis calas en la expresión literaria española (1951) (en colaboración con Carlos Bousoño), se aplican al análisis y difusión de las disciplinas estilísticas y al formalismo como instrumento de análisis y crítica literaria. Otros dos títulos importantes en esta línea son Poetas españoles contemporáneos (1952) y Poesía española: ensayo de método y límites estilísticos, del mismo año.
Como filólogo y editor, en 1957 publicó Notas gallego-asturianas de los tres Oscos, un estudio lingüístico sobre el gallego asturiano hablado en la comarca nativa de su madre. En 1969 volvió sobre el tema de la fala de los Oscos en Narraciones orales gallego-asturianas. San Martín de Oscos: I. Recuerdos de niñez y mocedad, publicadas en Cuadernos de Estudios Gallegos, a las que siguió una segunda parte en 1977, Narraciones orales en el gallego-asturiano de los Oscos. Relatos, fórmulas curativas y ensalmos de Carmen de Freixe (San Martín de Oscos).
Siguiendo con su obra poética diremos que en 1944 publica Oscura noticia.
AMOR
¡Primavera feroz! Va mi ternura
por las más hondas venas derramada,
fresco hontanar, y furia desvelada,
que a extenuante pasmo se apresura.
¡Oh qué acezar, qué hervir, oh, qué premura
de hallar, en la colina clausurada,
la llaga roja de la cueva helada,
y su cura más dulce, en la locura!
¡Monstruo fugaz, espanto de mi vida,
rayo sin luz, oh tú, mi primavera,
mi alimaña feroz, mi arcángel fuerte!
¿Hacia qué hondón sombrío me convida,
desplegada y astral, tu cabellera?
¡Amor, amor, principio de la muerte!
A UN POETA MUERTO
Dedicado a Federico García Lorca
I
Dime, ¿te encuentras bien junto a esas flores?
Has muerto, y tu silencio nos rodea:
un enorme silencio (ayer, palabras
mágicas, invasoras profecías).
Hoy tu callar, redondo, nos envuelve
como un agua nocturna, ya sin aves,
como forma sin forma, como un vaho,
un desasido vaho en luz difusa.
¿Qué fue de tu árbol ágil, todo viento?
¿Qué fue de ti, gallarda cresta viva?
Tu tierno ardor, que coronaba el éxtasis,
¿cristalizó en quietud? ¿Cómo cesaron
de expresar la belleza más intacta
tus manos, cazadoras de tesoros,
tus dos manos en búsqueda frenética?
Ese tu claro sueño desvelado,
profunda cabellera de la noche,
¿por qué espacios se irradia transparentes
o en qué turbio torpor de nebulosa
se congeló? Y aquella norma oscura
que encadenaba en música palabras,
¿qué números impone a las estrellas,
qué ley al Sol, qué signos a lo extenso?
Un enorme silencio nos circunda:
un mundo en omisión, un gran sudario.
¿Has muerto, di? ¿Te sueño yo, en la muerte?
El agua del espejo, más helada,
nos dice la verdad: somos los muertos.
Somos nosotros los perdidos, vamos,
muertos de ti, con luto de tu sombra,
a tientas de tu rastro, dando voces
a una ausencia, preguntas a un olvido.
Vacías estructuras funerales,
oh, cuán inexorablemente, cierran
un horizonte rojo. Nuestra angustia
quiere tu densa voz y tu sonrisa:
vacío, soledad, silencio, sombra.
A una oquedad sin puerta preguntamos,
a un alcázar de pausas, siempre mudo.
Ay hombre de mi sangre. Ay sal de España.
Aceite del olivo era tu verso
y harina y acemite de los panes
y un denso mosto de fervientes cubas
y del espino albar y la amapola
la flor, y del tomillo y la retama.
De mar a mar ya zumban tus cantares.
Pero el verso mejor se fue contigo
a una España del Oro, cuyas torres,
doradas por la gloria, se proyectan,
cúmulos en el día de un verano,
sin ansias, sin ayer: quieto futuro.
Un misterio de luz cela un recóndito
centro de eterna patria incontingente.
Te nos has vuelto a la matriz sombría,
de su más virgen vena soterraña
manabas, y, alumbrado, fuiste forma:
signo de un día, eternidad profunda.
Y ese más bello canto que contigo
a la entraña se fue de la armonía
donde en amor se buscan las estrellas,
será pauta de músicas veladas,
reverterá sobre los campos nuestros
al ritmo de la nueva sembradura,
flameará en poetas solitarios,
atónitos, de pronto, a alto sentido,
y cantará en la sal de nuestros mares,
eterno en ti, sobre mi España eterna.
II
“Los muertos más profundos
aire en el aire, van.”
Jorge Guillén
Dinos, ¿te encuentras bien junto a esas flores?
Te miro en un paisaje al claroscuro,
por lentas avenidas solitarias,
en las que Dios con alas invisibles
roza apenas las copas de los árboles.
¿Adónde va, poeta, ese camino?
Hacia la noche lentamente avanzas.
Voy en tu alcance. En vano intento asirte:
viento no más entre mis brazos, sombra.
Te llamo, y un momento te detienes
como si recordaras de un espanto,
y vuelves, noche en noche, tu figura.
¿Me miras? No me ves. Son otras formas
las que en la hondura flotan del aljibe
vago de tus pupilas dilatadas.
Y esa rosa que llevas en la mano
es la rosa del mundo de los muertos.
¡Mírame! ¿No me ves? Yo soy tu amigo.
Ahora digo tu nombre. ¿No me escuchas?
¡Óyeme, aguarda!: yo también querría
irme de aquí, contigo siempre, siempre.
Y te alejas, te alejas deshilándote
en hebrillas de niebla que se funden
por el azul sin luna de la noche.
¿Adónde va, poeta, ese camino?
¿Qué nostalgia te impulsa, qué agonía?
Cruzan navíos las oscuras aguas,
caballos al galope por las trochas,
cometas el espacio, ayes el aire,
¿adónde van? ¿Adónde vas, poeta?
Es la hora en que bullen las ciudades
de la ansiedad. Estúpidos cortejos
entre una palabrera algarabía
ventean avizor la prima noche,
como canes hambrientos, y se lanzan
en busca de placer. Monstruosos labios,
Molocs de piedra artificial, devoran
la frenética hilera interminable,
ávida de soñar (¡Cuán pobres sueños!)
Amarillos tranvías taciturnos
desflecan a intervalos la marea
en creciente del odio, entre las horas
estériles de no saber amar,
de no entender la luz.
(¡La luz, la hierba, el árbol,
el pájaro, la flor, el verso, el agua!)
Las gárrulas esfinges vocingleras
proponen consignadas profecías
a torvos corazones. Y al conjuro,
en ojos mortecinos centellea
una ilusión aún. Ávidas manos
se aferran a jirones de la vida.
El prostíbulo brota en carcajadas
y arde en alcohol el árbol de la muerte.
¿Adónde va, poeta, ese camino?
Dios alienta en el aura de la noche,
y tú eres ya vilano de ese aliento.
Los rumbos de los muertos, en la noche,
¿adónde van? ¿Adónde, tu camino?
Un infinito anhelo, una tristeza
irreparable, una querencia oscura, turbia,
te arrastra, ¿hacia qué sierras o qué mares?
Bajo un tamiz de lunas en espectro,
se repelan pinadas a las cumbres,
en una fuga pánica; en lo hondo,
macizas sombras atenazan llanto:
agua, triste de noche. La llanura
es un lago de sombra y vaticinio.
¡Efluvios inmortales de un portento,
pausas de expectación, hálito alerta
de intactos seres surgen de la nada!
Los muertos, en la noche tienen rumbos.
Tristísima nostalgia hacia la carne.
¡Ser, ser, ansia de ser! Angustia, asfixia,
evocación, sin luces, de una ausencia,
arcos de puente, hacia la vida rotos,
¡oh rosas sumergidas, oh los lirios!
El desvaído mundo de los muertos
-¡ser!- quiere ser, y es sólo una memoria.
¿Dónde te lleva tu memoria ausente?
¿Siente quizá tu nada el alto soplo,
las agrias cresterías intangibles
de la sierra de plata, que recoge
de aquella vega (donde aún galopan
sombras de caballeros en algara)
el aroma y la luz dormida? ¿Acaso
te lleva el viento sobre los remates
de tu ciudad, que pueblan maravillas?
Tal vez sube la flor de la ribera
como un vaho hacia ti, y oyes las voces
y las quietas esquilas del ganado
y el cantar de las fuentes; ves tu casa,
la casa de tus sueños cuando niño.
Por la dulce ventana luminosa,
la rutinaria escena de otros días:
ya ponen tus hermanas los manteles;
la menor ahora canta, ahora se queda
pensativa, ahora ríe… (¿Un amor nuevo?)
¡Llegar! ¡Volver!
Pero en la brisa pasas,
y el imposible beso se deshace
en vedijas de aroma entre la noche.
Las horas lentas caen sobre tu olvido.
Y en el estanque, junto a los cipreses,
ni un pliegue, ni una luz.
¡Oh vida! ¡Oh vida!
III
Morir es aspirar una flor nueva,
un aroma que es sueño y nos invade
como un agua densísima. La Nada
acoge dulcemente a los vencidos.
Oh la Nada absoluta.
Los mortales temblamos a sus luces.
En esas claras horas del insomnio
he mirado sus ojos frente a frente:
es un amor, es un furor de hielo,
es una tromba quieta, sobre un mundo
sin extensión, sin forma, sin rumores.
Una idea de viento huracanado,
como el soplo de un dios posible, surge
del inminente hueco impenetrable.
¡Qué negras cabelleras derramadas,
qué ángulos estériles, qué augurios,
qué entrecortadas nieves, qué siseos!
Tristes aves sin sombra huyen perdidas
por cielos sin espacio. Desasidos
sueños sin soñador dejan estelas
inexistentes. Van con rotas jarcias
fantásticos navíos, a deshora,
cruzando un mar sin tiempo, proejando
hacia puertos sin nombre. Y en el fondo
del espectral laboratorio gélido,
en el alto alambique, borbotean
tiempo y eternidad.
Oh, no: la Nada
acoge dulcemente a los vencidos.
Tiene amores de madre, y es la madre
adonde vuelve todo lo que vive.
Este gran frenesí siempre en futuro,
este anhelo insaciable de mañana,
por hondos tajos, por ignotas hoces
de sombra y luz, de espanto y de prodigio,
esta angustia de ser que es nuestra vida,
un día rompe el dique y se desborda
sobre el remanso oscuro del reposo
en el lago sin tiempo y sin ribera.
¡Pausas, fragor, susurros! Y la Nada
acoge dulcemente a los vencidos.
Oh qué felicidad, cerrar los párpados
y entregarse a ese beso, el más hermoso
beso de nuestra vida. Oh noche quieta,
mudo testigo de la gran dulzura
en que se adensan nuestros claros días.
Oh gran sosiego, puerta negra al fondo,
cuando miran las pálidas estrellas
benignamente al que cruzó la linde.
Oh muerte, amada de este fiel amante
que es el que vive y en tu busca avanza
para saciarse en ti. Oh muerte, dulce,
leal enamorada y sin engaño:
recibe en tu reposo a nuestro amigo.
Siempre te amó, puesto que amó la vida.
¡Corónale de flores funerales,
mientras aquí esparcimos violetas
y lágrimas sobre una piedra muda!
A ti buscaba aquel sentido ignoto
de sus juegos de niño; a ti, los sueños
turbios de su terrible adolescencia.
Vio el mar, los bosques, las montañas súbitas
Sobre lentas llanuras dilatadas;
vio en los cielos las luces temblorosas
de las profundas noches de verano,
y le subía al alma una marea
de deseos oscuros: no sabía
que tú con mudas voces le llamabas.
Y conoció el amor. Vencidos cuerpos
se desplomaban sobre la delicia.
¿Lo fugaz conquistó lo permanente?
Allá abajo, en la veta más profunda
espiaba tu faz inescrutable.
¡Tú, muerte, tú, el amor; tú, en el amigo;
tú, la melancolía, los presagios,
los tímidos avances temblorosos;
tú, los rojos carbones y las llamas;
tú, el espasmo dulcísimo, tú oculta
amante, único amor, eterna amante!
Amó. Gritaba: “¡Vida! ¡Más, más vida!”
¡Amor, amor, principio de la muerte!
¡Terrible diosa de ojos dulces, sácialo!
Ya es sólo para ti: ya siempre tuyo.
Siempre. Ya es inmortal, ya es dios, ya es nada.
A los pocos meses publica la que se considera su obra mayor, Hijos de la ira (1944), uno de los libros más meritorios de la lírica española posterior a la Guerra Civil.
Poesía de raíz existencial que respira el clima de la posguerra. Este libro, llamado por el autor “diario íntimo”, es un grito, mas no de júbilo de vivir como en Guillén, sino de angustia y cólera: un estallido de rabia ante la propia miseria y ante el dolor del mundo circundante.
Aquí rompe el poeta con las formas clásicas y penetra en la corriente surrealista: Muerte, terror, angustia, fastidio y oración se mezclan.
INSOMNIO
Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres
(según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este
nicho en que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los
perros, o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando
como un perro enfurecido, fluyendo como la leche de la
ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole
por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta
ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente
en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día,
las tristes azucenas letales de tus noches?
LA INJUSTICIA
¿De qué sima te yergues, sombra negra?
¿Qué buscas?
Los oteros,
como lagartos verdes, se asoman a los valles
que se hunden entre nieblas en la infancia del mundo.
Y sestean, abiertos, los rebaños,
mientras la luz palpita, siempre recién creada,
mientras se comba el tiempo, rubio mastín que
duerme a las puertas de Dios.
Pero tú vienes, mancha lóbrega,
reina de las cavernas, galopante en el cierzo, tras
tus corvas pupilas, proyectadas
como dos meteoros crecientes de lo oscuro,
cabalgando en las rojas melenas del ocaso,
flagelando las cumbres
con cabellos de sierpes, látigos de granizo.
Llegas,
oquedad devorante de siglos y de mundos,
como una inmensa tumba,
empujada por furias que ahíncan sus testuces,
duros chivos erectos, sin oídos, sin ojos,
que la terneza ignoran.
Sí, del abismo llegas,
hosco sol de negruras, llegas siempre,
onda turbia, sin fin, sin fin manante,
contraria del amor, cuando él nacida
en el día primero.
Tú empañas con tu mano
de húmeda noche los cristales tibios
donde al azul se asoma la niñez transparente,
cuando apenas
era tierna la dicha, se estrenaba la luz,
y pones en la nítida mirada
la primer llama verde
de los turbios pantanos.
Tú amontonas el odio en la charca inverniza
del corazón del viejo,
y azuzas el espanto
de su triste jauría abandonada
que ladra furibunda en el hondón del bosque.
Y van los hombres, desgajados pinos,
del oquedal en llamas, por la barranca abajo,
rebotando en las quiebras,
como teas de sombra, ya lívidas, ya ocres,
como blasfemias que al infierno caen.
Hoy llegas hasta mí.
He sentido la espina de tus podridos cardos,
el vaho de ponzoña de tu lengua
y el girón de tus alas que arremolina el aire.
El alma era un aullido
y mi carne mortal se helaba hasta los tuétanos.
Hiere, hiere, sembradora del odio:
no ha de saltar el odio, como llama de azufre, de
mi herida.
Heme aquí:
soy hombre, como un dios,
soy hombre, dulce niebla, centro cálido,
pasajero bullir de un metal misterioso que irradia
la ternura.
Podrás herir la carne
y aun retorcer el alma como un lienzo:
no apagarás la brasa del gran amor que fulge
dentro del corazón,
bestia maldita.
Podrás herir la carne.
No morderás mi corazón,
madre del odio.
Nunca en mi corazón,
reina del mundo.
MUJER CON ALCUZA
¿Adónde va esa mujer,
arrastrándose por la acera,
ahora que ya es casi de noche,
con la alcuza en la mano?
Acercaos: no nos ve.
Yo no sé qué es más gris,
si el acero frío de sus ojos,
si el gris desvaído de ese chal
con el que se envuelve el cuello y la cabeza,
o si el paisaje desolado de su alma.
Va despacio, arrastrando los pies,
desgastando suela, desgastando losa,
pero llevada
por un terror
oscuro,
por una voluntad
de esquivar algo horrible.
Sí, estamos equivocados.
Esta mujer no avanza por la acera
de esta ciudad,
esta mujer va por un campo yerto,
entre zanjas abiertas, zanjas antiguas, zanjas recientes
y tristes caballones
de humana dimensión, de tierra removida,
de tierra
que ya no cabe en el hoyo de donde se sacó,
entre abismales pozos sombríos,
y turbias simas súbitas,
llenas de barro y agua fangosa y sudarios harapientos
del color de la desesperanza.
Oh sí, la conozco.
Esta mujer yo la conozco: ha venido en un tren,
en un tren muy largo;
ha viajado durante muchos días
y durante muchas noches:
unas veces nevaba y hacía mucho frío,
otras veces lucía el sol y remejía el viento
arbustos juveniles
en los campos en donde incesantemente estallan
extrañas flores encendidas.
Y ella ha viajado y ha viajado,
mareada por el ruido de la conversación,
por el traqueteo de las ruedas
y por el humo, por el olor a nicotina rancia.
¡Oh!
noches y días,
días y noches,
noches y días,
días y noches,
y muchos, muchos días,
y muchas, muchas noches.
Pero el horrible tren ha ido parando
en tantas estaciones diferentes,
que ella no sabe con exactitud ni cómo se llamaban,
ni los sitios,
ni las épocas.
Ella
recuerda sólo
que en todas hacía frío,
que en todas estaba oscuro,
y que al partir, al arrancar el tren
ha comprendido siempre
cuán bestial es el topetazo de la injusticia absoluta,
ha sentido siempre
una tristeza que era como un ciempiés monstruoso
que le colgara de la mejilla,
como si con el arrancar del tren le arrancaran el alma,
como si con el arrancar del tren le arrancaran innumerables margaritas,
blancas cual su alegría infantil en la fiesta del pueblo,
como si le arrancaran los días azules, el gozo de amar a Dios
y esa voluntad de minutos en sucesión que llamamos vivir.
Pero las lúgubres estaciones se alejaban,
y ella se asomaba frenética a las ventanillas,
gritando y retorciéndose,
sólo
para ver alejarse en la infinita llanura
eso, una solitaria estación,
un lugar
señalado en las tres dimensiones del gran espacio cósmico
por una cruz
bajo las estrellas.
Y por fin se ha dormido,
sí, ha dormitado en la sombra,
arrullada por un fondo de lejanas conversaciones,
por gritos ahogados y empañadas risas,
como de gentes que hablaran a través de mantas bien espesas,
sólo rasgadas de improviso
por lloros de niños que se despiertan mojados a la media noche,
o por cortantes chillidos de mozas a las que en los túneles les pellizcan las nalgas,
… aún mareada por el humo del tabaco.
Y ha viajado noches y días,
sí, muchos días,
y muchas noches.
Siempre parando en estaciones diferentes,
siempre con un ansia turbia, de bajar ella también, de quedarse ella también,
ay,
para siempre partir de nuevo con el alma desgarrada,
para siempre dormitar de nuevo en trayectos inacabables.
… No ha sabido cómo.
Su sueño era cada vez más profundo,
iban cesando,
casi habían cesado por fin los ruidos a su alrededor:
sólo alguna vez una risa como un puñal que brilla un instante en las sombras,
algún chillido como un limón agrio que pone amarilla un momento la noche.
y luego nada.
Sólo la velocidad,
sólo el traqueteo de maderas y hierro
del tren,
sólo el ruido del tren.
Y esta mujer se ha despertado en la noche,
y estaba sola,
y ha mirado a su alrededor,
y estaba sola,
y ha comenzado a correr por los pasillos del tren,
de un vagón a otro,
y estaba sola,
y ha buscado al revisor, a los mozos del tren,
a algún empleado,
a algún mendigo que viajara oculto bajo un asiento,
y estaba sola,
y a gritado en la oscuridad
y estaba sola
y ha preguntado en la oscuridad
y estaba sola,
quién conducía,
quién movía aquel horrible tren.
Y no le ha contestado nadie,
porque estaba sola,
porque estaba sola.
Y ha seguido días y días,
loca, frenética,
en el enorme tren vacío,
donde no va nadie,
que no conduce nadie.
… Y ésa es la terrible,
la estúpida fuerza sin pupilas,
que aún hace que esa mujer
avance y avance por la acera,
desgastando la suela de sus viejos zapatones,
desgastando las losas,
entre zanjas abiertas a un lado y otro,
entre caballones de tierra,
de dos metros de longitud,
con ese tamaño preciso
de nuestra ternura de cuerpos humanos.
Ah, por eso esa mujer avanza (en la mano, como el atributo
de una semidiosa, su alcuza),
abriendo con amor el aire, abriéndolo con delicadeza exquisita,
como si caminara surcando un trigal en granazón,
sí, como si fuera surcando un mar de cruces, o un bosque de cruces,
o una nebulosa de cruces,
de cercanas cruces,
de cruces lejanas
Ella,
en este crepúsculo que cada vez se ensombrece más,
se inclina,
va curvada como un signo de interrogación,
con la espina dorsal arqueada
sobre el suelo.
¿Es que se asoma por el marco de su propio cuerpo de madera,
como si se asomara por la ventanilla
de un tren,
al ver alejarse la estación anónima
en que se debía haber quedado?
¿Es que le pesan, es que le cuelgan del cerebro
sus recuerdos de tierra de putrefacción,
y se le tensan tirantes cables invisibles
desde sus tumbas diseminadas?
¿O es que como esos almendros
que en verano estuvieron cargados de demasiada fruta,
conserva aún en el invierno el tierno vicio,
guarda aún el dulce álabe
de la cargazón y de la compañía,
en sus tristes ramas desnudas, donde, donde ya ni se posan los pájaros?
LA OBSESIÓN
Tú. Siempre tú.
Ahí estás,
moscardón verde,
hocicándome testarudo,
batiendo con zumbido interminable
tus obstinadas alas, tus poderosas alas velludas,
arrinconando esta conciencia, este trozo de conciencia
empavorecida,
izándola a empellones tenaces
sobre las crestas últimas, ávidas ya de abismo.
Alguna vez te alejas,
y el alma, súbita, como oprimido muelle que una mano en el
juego un instante relaja,
salta y se aferra al gozo, a la esperanza trémula,
a luz de dios, a campo del estío,
a estos amores próximos que, mudos, en torno de mi angustia,
me interrogan
con grandes ojos ignorantes.
Pero ya estás ahí, de nuevo,
sordo picón, ariete de la pena,
agrio berbequí mío, carcoma de mi raíz de hombre.
¿Qué piedras, qué murallas
quieres batir en mí,
oh torpe catapulta?
Sí, ahí estás,
peludo abejarrón.
Azorado en el aire,
sacudes como dudosos diedros de penumbra,
alas de pardo luto,
oscilantes, urgentes, implacables al cerco.
Rebotado de ti, por el zigzag
de la avidez te enviscas
en tu presa,
hocicándome, entrechocándome siempre.
No me sirven mis manos ni mis pies,
que afincaban la tierra, que arredraban el aire,
no me sirven mis ojos, que aprisionaron la hermosura,
no me sirven mis pensamientos, que coronaron mundos a la caza
de Dios.
Heme aquí, hoy, inválido ante ti,
ante ti,
infame criatura, en tiniebla nacida,
pequeña lanzadera
que tejes ese ondulante paño de la angustia,
que me ahoga
y ya me va a extinguir como se apaga el eco
de un ser con vida en una tumba negra.
Duro, hiriente, me golpeas una vez y otra vez,
extremo diamantino
de vengador venablo, de poderosa lanza.
¿Quién te arroja o te blande?
¿Qué inmensa voluntad de sombra así se obstina
contra un solo y pequeño (¡y tierno!) punto vivo de los espacios
cósmicos?
Hurgón de esto que queda de mi rescoldo humano,
menea, menea bien los últimos encendidos carbones,
y salten las altas llamas purísimas, las altas llamas cantoras,
proclamando a los cielos
la gloria, la victoria final
de una razón humana que se extingue.
PREPARATIVOS DE VIAJE
Unos
se van quedando estupefactos,
mirando sin avidez, estúpidamente, más allá, cada vez
más allá,
hacia la otra ladera.
Otros
voltean la cabeza a un lado y otro lado,
sí, la pobre cabeza, aún no vencida,
casi
con gesto de dominio,
como si no quisieran perder la última página de un libro
de aventuras,
casi con gesto de desprecio,
cual si quisieran
volver con despectiva indiferencia las espaldas
a una cosa apenas si entrevista,
mas que no va con ellos.
Hay algunos
que agitan con angustia los brazos por fuera del embozo,
cual si en torno a sus sienes espantaran tozudos
moscardones azules,
o cual si bracearan en un agua densa, poblada de invisibles
medusas.
Otros maldicen a Dios,
escupen al Dios que les hizo,
y las cuerdas heridas de sus chillidos acres
atraviesan como una pesadilla las salas insomnes del
hospital,
hacen oscilar como un viento sutil
las alas de las tocas
y cortan el torpe vaho del cloroformo.
Algunos llaman con débil voz
a sus madres,
las pobres madres, las dulces madres
entre cuyas costillas hace ya muchos años que se pudren
las tablas del ataúd.
Y es muy frecuente
que el moribundo hable de viajes largos,
de viajes por transparentes mares azules, por archipiélagos
remotos,
y que se quiera arrojar del lecho
porque va a partir el tren, porque ya zarpa el barco.
(Y entonces se les hiela el alma
a aquellos que rodean al enfermo. Porque comprenden).
Y hay algunos, felices,
que pasan de un sueño rosado, de un sueño dulce,
tibio y dulce,
al sueño largo y frío.
Ay, era ese engañoso sueño,
cuando la madre, el hijo, la hermana
han salido con enorme emoción, sonriendo, temblando,
llorando,
han salido de puntillas,
para decir: “¡Duerme tranquilo, parece que duerme
muy bien!”
Pero, no: no era eso.
… Oh, sí; las madres lo saben muy bien: cada niño se duerme
de una manera distinta…
Pero todos, todos se quedan
con los ojos abiertos.
Ojos abiertos, desmesurados en el espanto último,
ojos en guiño, como una soturna broma, como una mueca
ante un panorama grotesco,
ojos casi derramados, que miran por fisura, por un trocito
de arco, por el segmento inferior de las pupilas.
No hay mirada más triste.
Sí, no hay mirada más profunda ni más triste.
Ah, muertos, muertos, ¿qué habéis visto
en la esquinada cruel, en el terrible momento del tránsito?
Ah, ¿qué habéis visto en ese instante del encontronazo
con el camión gris de la muerte?
No sé si cielos lejanísimos de desvaídas estrellas, de lentos
cometas solitarios hacia la torpe nebulosa inicial,
no sé si un infinito de nieves, donde hay un rastro de sangre,
una huella de sangre inacabable,
ni si el frenético color de una inmensa orquesta convulsa
cuando se descuajan los orbes,
ni si acaso la gran violeta que esparció por el mundo
la tristeza como un largo perfume de enero,
ay, no sé si habéis visto los ojos profundos, la faz
impenetrable.
Ah, Dios mío, Dios mío, ¿qué han visto un instante esos ojos
que se quedaron abiertos?
HOMBRE
Hombre,
gárrula tolvanera
entre la torre y el azul redondo,
vencejo de una tarde, algarabía
desierta de un verano.
Hombre, borrado en la expresión, disuelto
en ademán: sólo flautín bardaje,
sólo terca trompeta,
híspida en el solar contra las tapias.
Hombre,
melancólico grito,
¡oh solitario y triste
garlador!: ¿dices algo, tienes algo
que decir a los hombres o a los cielos?
¿Y no es esa amargura
de tu grito, la densa pesadilla
del monólogo eterno y sin respuesta?
Hombre,
cárabo de tu angustia,
agüero de tus días
estériles, ¿qué aúllas, can, qué gimes?
¿Se te ha perdido el amo?
No: se ha muerto.
¡Se te ha podrido el amo en noches hondas,
y apenas sólo es ya polvo de estrellas!
Deja, deja ese grito,
ese inútil plañir, sin eco, en vaho.
Porque nadie te oirá. Solo. Estás solo.
A PIZCA
Bestia que lloras a mi lado, dime:
¿Qué dios huraño
te remueve la entraña?
¿A quién o a qué vacío
se dirige tu anhelo,
tu oscuro corazón?
¿Por qué gimes, qué husmeas, que avizoras?
¿Husmeas, di, la muerte?
¿Aúllas a la muerte,
proyectada, cual otro can famélico,
detrás de mí, de tu amo?
Ay, Pizca,
tu terror es quizá sólo el del hombre
que el bieldo enarbolaba,
o el horror a la fiera
más potente que tú.
Tú, sí, Pizca; tal vez lloras por eso.
Yo, no.
Lo que yo siento es
un horror inicial de nebulosa;
o ese espanto al vacío,
cuando el ser se disuelve, esa amargura
del astro que se enfría entre lumbreras
más jóvenes, con frío sideral,
con ese frío que termina
en la primera noche, aún no creada;
o esa verdosa angustia del cometa
que, antorcha aún, como oprimida antorcha,
invariablemente, indefinidamente,
cae,
pidiendo destrucción, ansiando choque.
Ah, sí, que es más horrible
infinito caer sin dar en nada,
sin nada en que chocar. Oh viaje negro,
oh poza del espanto:
y, cayendo, caer y caer siempre.
Las sombras que yo veo tras nosotros,
tras ti, Pizca, tras mí,
por las que estoy llorando,
ya ves, no tienen nombre:
son la tristeza original,
son la amargura
primera,
son el terror oscuro,
ese espanto en la entraña
de todo lo que existe
(entre dos noches, entre dos simas, entre dos mares),
de ti, de mí, de todo.
No tienen, Pizca, nombre, no; no tienen nombre.
La trascendencia de Dámaso Alonso, dentro de la cultura española, supera con facilidad los límites establecidos tradicionalmente en torno a la figura de un poeta, de un creador, ya que en el autor madrileño confluyen cualidades creativas, estéticas y existenciales de su obra poética, la dimensión de su obra filológica, crítica y estilística junto a una militancia constante, de medidas universales en defensa de nuestra lengua común. Con todo, no es posible enjuiciar la labor del escritor sin hacer una reflexión de su obra de estudioso.
Siguieron a esta obra señera, que inaugura e inspira la llamada Poesía desarraigada (junto a Sombra del paraíso de su amigo Vicente Aleixandre), Hombre y Dios (1955), un lírico libro de poesía desarraigada de muy personal religiosidad. Se deja notar una impronta existencialista y es visible la influencia de James Joyce. En esta temática religiosa su última incursión es Duda y amor sobre el Ser Supremo (1985).
En cierta ocasión, el propio autor lo dijo con estas palabras: “Hoy es sólo el corazón del hombre lo que me interesa: expresar con mi dolor o con mi esperanza el anhelo o la angustia del eterno corazón del hombre”.
En Hombre y Dios, el poeta pregunta a Dios sobre las cuestiones que no entiende, porque al hombre de las máquinas moderno no se le puede preguntar. Es un libro denso, lleno de emoción y pensamiento, angustiado. Es una obra excelente y profunda.
3ª PALINODIA: DETRÁS DE LO GRIS
Ah, yo quiero vivir
dentro del orden general
de tu mundo.
Necesito vivir entre los hombres.
Veo un árbol: sus brazos ya en angustia
o ya en delicia lánguida,
proclaman su verdad:
su alma de árbol se expresa,
irreductiblemente única.
Pero el hombre que pasa junto a mí,
el hombre moderno
con sus radios, con sus quinielas, con sus películas sonoras,
con sus automóviles de suntuosa hojalata,
o con sus tristes vitaminas,
mudo tras su etiqueta que dice “comunismo” o “democracia”
dice,
con apagados ojos y un alma de ceniza
¿qué es?, ¿quién es?
¿Es una mancha gris, un monstruo gris?
Monstruo gris, gris profundo,
profundamente oculta sus amores, sus odios,
gris en su casa,
gris en su juego,
en su trabajo, gris,
hombre gris, de gris alma.
Yo quiero, necesito,
mirarle allá a la hondura de los ojos, conocerle,
arrancarle su careta de cemento,
buscarle por detrás de sus tristes rutinas.
Por debajo de sus fórmulas de lorito real (¡Pase usted!
¡Tanto gusto!),
aventarle sus tumbas de ceniza,
huracanarle su cloroformo diario.
Un día llegará en que lo gris se rompa,
y tus bandos resuenen arcangélicos,
oh gran Dios.
Dime, Dios mío, que tu amor refulge
detrás de la ceniza.
Dame ojos que penetren tras lo gris
la verdad de las almas,
la hermosa desnudez de tu imagen:
el hombre.
Comentarios de Dámaso Alonso: «Quiero dejar bien claro que mi idea de Dios responde a la necesidad de encontrar una primera causa que explique el mundo. El Dios que aparece en mi poesía no pertenece a ninguna religión. Es el nombre que doy a esa primera causa», «Se puede decir que mi religiosidad es de un tipo particular, inspirada en el gran amor que experimento por la causa creadora del mundo».
«Mi poesía, en general, está fustigada por el choque entre la atracción por el mundo y la belleza y la serie de catástrofes y desencantos que he sufrido a lo largo de mi vida, y que me han llevado a la contradicción que se manifiesta en Hijos de la ira y también, algo dulcificada, en Hombre y Dios», añade Dámaso Alonso: «Tal contradicción se mantiene en el conjunto de mi obra, marcada por el signo del pesimismo. Incluso en Gozos de la vista, donde se refleja la hermosura del mundo creado, no todo es gozoso; por ejemplo, la reflexión sobre la ceguera centrada en la distinción entre la incapacidad de ver de la ceguera de nacimiento y la brusca pérdida de luz de quien se queda ciego».
Sobre la conjunción de extremos de su paréntesis poético que presenta el último volumen de Austral, realizado por necesidades editoriales, Dámaso Alonso opina que «resulta un libro muy variado, aunque temo la extrañeza del lector ante la diferencia que existe entre los poemas escritos por un hombre casi viejo y los que escribió un muchacho adolescente estudiante de Filosofía y Letras». «En Gozos de la vista se expresa un pensamiento poético, mientras que los Poemas puros están impregnados de emotividad tierna y juvenil»
En 1977 es distinguido con la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio.
En 1978 obtuvo el Premio Cervantes.
Muere en 1990.
RAÍCES DEL ODIO
¡Oh profundas raíces,
amargor de veneno hasta mis labios
sin estrellas, sin sangre!
¡Furias retorcedoras
de una vida delgada en indeciso
perfume! ¡Oh yertas, soterradas furias!
¿Quién os puso en la tierra
del corazón? Que yo buscaba pájaros
de absorto vuelo en la azorada tarde,
jardines vagos cuando los crepúsculos
se han hecho dulce vena,
tersa idea divina,
si hay tercas fuentes, sollozante música,
dulces sapos, cristal, agua en memoria.
Que yo anhelaba aquella flor celeste,
rosa total -sus pétalos estrellas,
su perfume el espacio,
y su color el sueño-
que en el tallo de Dios se abrió una tarde,
conjunción de los átomos en norma,
el tibio, primer día,
cuando amor se ordenaba en haces de oro.
Y llegabais vosotras, llamas negras,
embozadas euménides, enlutados espantos,
raíces sollozantes,
vengadoras raíces,
seco jugo de bocas ya borradas.
¿De dónde el huracán,
el fúnebre redoble
del campo, los sequísimos
nervios, mientras los agrios violines
hacen crujir, saltar las cuerdas últimas?
¡Y ese lamer, ese lamer constante
de las llamas de fango,
voracidad creciente
de las noches de insomnio, negra hiedra
del corazón, mano de lepra en flecos
que retuerce, atenaza
las horas secas, nítidas
inacabables, ay,
hozando con horrible
mucosidad,
tibia mucosidad,
la boca virginal, estremecida!
¡Oh! ¿De dónde, de dónde, vengadoras?
¡Oh vestiglos! ¡Oh furias!
Ahí tenéis el candor, los tiernos prados
las vaharientas vacas de la tarde,
la laxitud dorada y el trasluz de la dulces ojeras,
¡ay viñas de San Juan,
cuando la ardiente lanza del solsticio
se aterciopela en llanto!
Ahí tenéis la ternura
de las tímidas manos ya no esquivas,
de manos en delicia, abandonadas
a un fluir de celestes nebulosas,
y las bocas de hierba suplicante
próximas a la música del río.
¡Ay del dulce abandono! ¡Ay de la gracia
mortal de la dormida primavera!
¡Ay palacios, palacios,
termas, anfiteatros, graderías,
que robásteis sus salas a los vientos!
¡Ay torres de mi afán, ay altos cirios
que váis a Dios por las estrellas últimas!
¡Ay del esbelto mármol, ay del bronce!
Ay chozas de la tierra,
que dais sueño de hogar al mediodía,
borradas casi en sollozar de fuente
en el bullir del romeral solícito,
rubio de miel sonora!
¿Pero es que no escucháis, es que no veis
cómo el fango salpica
los últimos luceros putrefactos?
¿No escucháis el torrente de la sangre?
¡Y esas luces moradas,
esos lirios de muerte que galopan
sobre los duros hilos de los vientos!
Sí, sois vosotras, hijas de la ira,
frenéticas raíces
que penetráis, que herís,
que hozáis, que hozáis con vuestros secos brazos,
flameantes banderas de victoria,
donde lentas se yergen,
súbitas se desgarran
las afiladas testas viperinas.
Sádicamente, sabiamente
morosamente,
roéis la palpitante,
la estremecida pulpa voluptuosa.
Lúbricos se entretejen
los enormes meandros,
las pausadas anillas;
y las férreas escamas
abren rastros de sangre y de veneno.
¡Cómo atraviesa el alma vuestra gélida
deyección nauseabunda!
¡Cómo se filtra el acre,
el fétido sudor de vuestra negra
corteza sin luceros,
mientras salta en el aire en amarilla
lumbrarada de pus, vuestro maldito
semen…!
¡Morir! ¡Morir!
¡Ay, no dais muerte al mundo, sí alarido,
agonía, estertor inacabables!
Y ha de llegar un día
en que el mundo será sorda maraña
de vuestros fríos brazos,
y una charca de pus el ancho cielo,
raíces vengadoras,
¡oh lívidas raíces pululantes,
oh malditas raíces
del odio, en mis entrañas,
en la tierra del hombre!
De "Hijos de la ira"