CESARE PAVESE
BIOGRAFÍA
Cesare Pavese nace el 9 de septiembre de 1908 en Santo Stefano Belbo, Italia, donde su padre era procurador del tribunal de Turín. Pavese era el menor de cinco hijos de una familia de origen campesino, tres de los cuales murieron antes que él. Sólo su hermana, María, seis años mayor y él sobreviven. En 1914, cuando tenía 6 años muere su padre a causa de un tumor cerebral y simultáneamente se inicia la Primera Guerra Mundial. Pavese queda al cargo de su madre, de carácter dominante y reservada, que cría al niño en un rigor gélido, casi como si previniera encariñarse y perderlo. Dicen que cuando el padre estaba agonizando le pidió ver a una vecina a la que había amado y su esposa se lo negó y que Pavese fue testigo de ese vano pedido y su negación. Sea como fuere, Pavese escribirá más tarde “Los lugares de la infancia vuelven a la memoria de cada cual consagrados; en ellos sucedieron cosas que los han hecho únicos y los destacan del resto del mundo con este sello mítico”.
La madre para salvar las finanzas de la familia, sin éxito vende la casa y se trasladan a Turín. Allí Pavese cursó los estudios secundarios, con Augusto Monti y ese será su primer contacto con el mundo de los intelectuales como Tullio Pinelli, Vittorio Foa, Norberto Bobbio y el que será su gran amigo Leone Ginzburg.
Estudió filología inglesa en la universidad de Turín y en esta época comienza a interesarse por la literatura norteamericana. Se licencia con una tesis sobre el poeta norteamericano Wall Whitman y a partir de entonces alterna su trabajo como traductor con la enseñanza del inglés. Tradujo numerosos escritores norteamericanos como Sherwood Anderson, Herman Melville, John Dos Passos, William Faulkner, Daniel Defoe, James Joyce, Charles Dickens, Gertrude Stein, John Steinberck y Ernest Hemingway, entre otros. Cuando tradujo Moby Dick decía que lo había hecho por gusto. Le habían pagado, pero lo hubiera hecho incluso a cambio de nada, es más, él mismo habría pagado por traducirlo, decía.
Junto con Giulio Einaudi y su amigo Leone Ginzburg fundan la ediotrial Einaudi, en la que fue editor decisivo hasta su muerte.
Leone Ginzburg y Pavesse eran amigos desde hacía muchos años. Pavese hacía poco que había vuelto del confinamiento. Fue encarcelado por servir de intermediario de unas cartas entre una mujer de la que se enamoró y un dirigente del Partido Comunista Italiano en prisión, dicen unos, y por sus escritos antifascistas en la Revista La Cultura, dicen otros. Pavese es acusado de actividades políticas clandestinas contra el gobierno fascista. En esta época escribirá la que es tenida como su obra mayor en poesía Trabajar Cansa.
Tras un año de cárcel, pide la gracia debido a sus problemas asmáticos y es liberado. En su reencuentro con los Ginzburg estaba muy triste porque había sufrido un desengaño amoroso pues al volver a la ciudad la mujer a la que amaba se había casado con su novio después de salir de prisión. Por esta época de su vida comienza a componer El oficio de vivir, diario literario que seguirá escribiendo hasta el final de su vida y que se publicará después de su muerte.
Natalia Ginzburg, esposa de Leone, describe en “Lexico familiar” cómo fue esa relación con Pavese. Pavese iba a ver a Leone todas las tardes. Colgaba en el perchero su bufanda lila y su abrigo y se sentaba en la mesa. Leone se sentaba en el sofá, apoyando el codo en la pared. Pavese explicaba que no iba allí por valentía, porque él no era nada valiente, y tampoco por espíritu de sacrificio. Iba porque si no, no habría sabido cómo pasar las tardes, y no soportaba pasarlas solo. Y explicaba que no iba allí para oír hablar de política, pues a él la política “le importaba un bledo”.
Unas veces fumaba en pipa toda la tarde en silencio y otras contaba sus cosas, enrollándose el pelo alrededor de los dedos.
Leone… Su capacidad de escuchar era inmensa. Sabía escuchar a los demás con gran atención, incluso cuando estaba profundamente ensimismado pensando en sí mismo. Después la hermana de Leone les servía el té. Ella y su madre le habían enseñado a Pavese a decir en ruso: “a mí me gusta el té con azúcar y limón”.
A medianoche, Pavese cogía su bufanda del perchero. Se iba por la avenida Francia, alto, pálido, con las solapas levantadas, la pipa apagada entre sus dientes blancos y fuertes, su paso largo y rápido y su huraña espalda.
Cuando Leone empezó a trabajar con un editor amigo suyo, Giulio Einaudi, eran sólo él, el editor, un almacenista y una dactilógrafa, la señorita Coppa. El editor era un joven sonrosado y tímido. Se sonrojaba con frecuencia pero cuando llamaba a la dactilógrafa “¡COPPAAA!, lanzaba un grito salvaje. Trataron de convencer a Pavese para que trabajara con ellos. Pavese se resistía y decía: “¡me importa un bledo!”.
Decía: “no necesito un sueldo. No tengo que mantener a nadie. A mí me basta con tener un plato de sopa y tabaco. Tenía una suplencia en un liceo. Ganaba poco, pero le bastaba.
Escribía poemas. Sus poemas tenían un ritmo lento, arrastrado, perezoso, una especie de amarga cantinela. El mundo de sus poemas era Turín, el Po, las colinas, la niebla y los mesones. Pavese centra su poesía en las experiencias pequeñas, individuales, cotidianas de gente común y corriente, con un aire de melancolía y de derrota. Exactamente lo opuesto de la estética fascista, con sus marchas, consignas, vociferaciones, endiosamientos y delirios.
Al final se convenció y entró también a trabajar con Leone en aquella pequeña editorial.
Se convirtió en un empleado puntilloso y meticuloso que gruñía contra los otros dos porque llegaban tarde por las mañanas y se iban a comer a las tres. Él defendía un horario distinto: empezaba temprano y se iba a la una en punto, porque a esa hora la hermana con la que vivía llevaba la sopa a la mesa.
Leone y Einaudi de vez en cuando se peleaban y no se hablaban durante algunos días. Después se escribían largas cartas y se reconciliaban. A Pavese “le importaba un bledo”.
Pavese trabajó en la editorial con un rigor reconocido por todos. La pequeña editorial de antaño era ahora grande e importante. Trabajaba en ella mucha gente. Tenía una nueva sede en la Avenida Re Umberto, porque la antigua había sido destruida en un bombardeo. Ahora Pavese tenía un despacho para él solo, y en su puerta había un cartelito que decía “Dirección editorial”. Pavese estaba detrás de su mesa, son su pipa, y volvía a corregir pruebas con la rapidez de un rayo. Leía la Ilíada en griego durante las horas de descanso, recitando los versos en voz alta con una triste cantinela. O bien escribía sus novelas, tachando con rapidez y con violencia. Se había convertido en un escritor famoso. Su libro “El oficio de poeta” es una obra de belleza inigualable que comienza de esta manera “hoy por hoy soy el hombre más culto de Italia para valorar mi poesía”.
Pavese raramente aceptaba recibir a desconocidos. Decía “tengo cosas que hacer. ¡No quiero ver a nadie! ¡Qué se ahorquen! ¡Me importa un bledo!”. En cambio, los empleados jóvenes se mostraban partidarios de hablar con desconocidos. Los desconocidos podían aportar ideas.
Pavese decía: ¡Aquí no hacen falta ideas, tenemos ya demasiadas! ¿Qué necesidad hay de propuestas! ¡Estamos de propuestas hasta el cuello! ¡Me importan un bledo las propuestas! ¡No quiero ideas!
Balbo, un compañero de la editorial, hacía caso a todo el mundo. Nunca rechazaba un encuentro nuevo. Todas las ideas y todas las propuestas le gustaban, le interesaban, le ponían en ebullición e iba a contárselas a Pavese. Balbo hablaba y hablaba y Pavese fumaba su pipa y se enrollaba el pelo alrededor del dedo. Pavese decía: ¡Me parece una propuesta cretina! ¡Defiéndete de los cretinos! Pavese decía de Balbo, ¿pero porqué siempre tiene que hablar mientras los demás trabajan?
Los alemanes tomaron Francia y en Italia la guerra era inminente. Durante años mucha gente se había quedado en casa sin ser molestada, haciendo aquello que habían hecho siempre. Pero cuando ya todos pensaban que no habría cambios, de pronto empezaron a explotar bombas y minas por todas partes, las casas se derrumbaron y las calles se llenaron de escombros, de soldados y de prófugos. Ya no había nadie que, haciendo como que no pasaba nada, pudiera cerrar los ojos, taparse los oídos y esconder la cabeza debajo de la almohada. En Italia la II Guerra Mundial fue así.
Pavese fue llamado a filas en 1938, pero se le dispensó por el asma que padecía. Sus amigos fueron a la guerra y muchos de ellos murieron. Leone Ginzburg murió torturado por los alemanes en 1944, un gélido febrero en el sector alemán de la cárcel de Regina Coeli, en Roma durante la ocupación alemana.
Entre 1945 Y 1948 publica Diálogos con Leucó (1945), El compañero (1947) y Antes que el gallo cante (1948)
Pavese casi nunca hablaba de Leone. No le gustaba hablar de los ausentes ni de los muertos. Decía “cuando alguien se marcha o se muere trato de no pensar en él, porque no me gusta sufrir”.
Pero es posible que sufriera por haberlo perdido, había sido su mejor amigo Seguramente enumeraría aquella pérdida entre las cosas que lo desgarraban. Era claramente incapaz de sustraerse al dolor y caía en los más amargos y crueles sufrimientos cada vez que se enamoraba.
Acogía el amor como un trabajo febril. Había ofrecido matrimonio a una o dos mujeres y había sido rechazado. Le duraba un año, dos años. Después se curaba, pero se quedaba trastornado y extenuado, como quien vuelve a levantarse tras una grave enfermedad. En “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos” escribirá sus últimos versos después del desengaño amoroso con la actriz norteamericana Constance Dowling.
Pavese se suicidó en el verano de 1950 en la habitación de un hotel con sopotales, cuando ninguno de sus amigos ni compañeros de Editorial estaba en Turín. Había preparado y calculado las circunstancias de su muerte como alguien que prepara y dispone el transcurso de un paseo o de una velada. No le gustaba que hubiera nada imprevisto o casual en sus paseos y en sus veladas. Se irritaba muchísimo si algo se apartaba de lo que él había dispuesto con anterioridad, si alguno llegaba tarde a la cita, si se cambiaba de repente el programa, si se sumaba a ellos una persona imprevisa. Lo imprevisto le ponía nervioso. No le gustaba ser cogido por sorpresa.
Había hablado durante años de suicidarse, dice Natalia. Jamás le creyó nadie. Cuando los alemanes invadieron Francia y él iba a verles a Leone y a Natalia comiendo cerezas, ya hablaba de eso. Pero no por Francia, no por los alemanes, no por la guerra que avanzaba hacia Italia. La guerra le producía miedo pero no lo bastante como para suicidarse por ella. En el fondo no tenía ninguna causa real para suicidarse. Pero compuso varios motivos y calculó su suma con una precisión fulminante, y los volvió a componer y volvió a ver, asintiendo con su sonrisa maligna, que el resultado era idéntico y por lo tanto exacto. Pensó incluso en más allá de su vida, en nuestros días futuros, consideró cómo se comportaría la gente ante sus libros y su memoria. Observó más allá de la muerte, como los que aman la vida y no saben separarse de ella y que, aun pensando en la muerte, han imaginando no la muerte, sino la vida. Sin embargo, él no amaba la vida, y aquel mirar suyo más allá de la propia muerte no era por amor a la vida, sino un preparado cálculo de circunstancias, para que nada, ni siquiera después de muerto, pudiese cogerlo por sorpresa.
El oficio de vivir se pública póstumamente en 1952. En 1957 se crea un premio literario con su nombre.
La poesía narrativa de Pavese marcará de una manera definitiva la narativa actual italiana.
Dos aforismos de Pavese para terminar:
-Los grandes poetas son tan raros como los grandes amantes. No bastan Ias veleidades, Ias furias y los sueños, se necesita algo más: cojones duros. Que se llaman también mirada olímpica.
-Si el follar no fuese la cosa más importante de la vida, el Génesis no empezaría por ahí.
Trabajar cansa – Poesía (1936)
El oficio de vivir, diario literario que comienza a componer en este periodo de su vida y seguirá escribiéndolo hasta el final de su vida.
Il compagno 1947
Diálogos con Leucó (1947)
El oficio de poeta
Entre mujeres solas
La luna y las fogatas
POEMAS DE CÉSARE PAVESE
VENDRÁ LA MUERTE Y TENDRÁ TUS OJOS
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos
-esta muerte que nos acompaña
de la mañana a la noche, insomne,
sorda, como un viejo remordimiento
o un vicio absurdo-. Tus ojos
serán una vana palabra,
un grito acallado, un silencio.
Así los ves cada mañana
cuando sola sobre ti misma te inclinas
en el espejo. Oh querida esperanza,
también ese día sabremos nosotros
que eres la vida y eres la nada.
Para todos tiene la muerte una mirada.
Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
Será como abandonar un vicio,
como contemplar en el espejo
el resurgir de un rostro muerto,
como escuchar unos labios cerrados.
Mudos, descenderemos en el remolino.
22 marzo 1950
De: «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos» – 1950
Recogido en “Cesare Pavese – Poesías Completas” – 1995.
Traducción de Carles José i Solsora
TRABAJAR CANSA
Cruzar una calle para escapar de casa
lo hace sólo un muchacho, pero este hombre que vaga
todo el día por las calles ya no es un muchacho
y no escapa de casa.
Hay en verano
siestas en que hasta las plazas quedan vacías, tendidas
bajo el sol que está por caer, y este hombre, que llega
por una avenida de inútiles plantas, se detiene.
¿Vale la pena estar solo, para estar siempre más solo?
Solamente vagar, las plazas y las calles
están vacías. Hace falta parar a una mujer
y hablarle y pedirle vivir juntos.
De otro modo, uno habla solo. Es por esto que a veces
hay un borracho nocturno que comienza a parlotear
y cuenta los proyectos de toda la vida.
No es cierto que esperando en la plaza desierta
se encuentra a alguno, pero el que recorre las calles
se para cada tanto. Si fueran dos,
aun andando por la calle, la casa estaría
donde estuviese esa mujer y valdría la pena.
A la noche, la plaza vuelve a estar desierta
y este hombre que pasa no ve las casas
entre las inútiles luces, no levanta ya los ojos:
siente sólo el empedrado que hicieron otros hombres,
de manos endurecidas como las suyas.
No es justo quedar en la plaza desierta.
Vendrá ciertamente esa mujer por la calle
que, rogada, querría dar una mano en la casa.
Cesare Pavese (Santo Stefano Belbo, 1908-Turín, 1950), "Lavorare stanca" (1936, 1943), Poesie, Mondadori, 1969
Versión de J. Aulicino
SUEÑO
¿Aún ríe tu cuerpo con la intensa caricia
de la mano o del aire y en ocasiones reencuentra
en el aire otros cuerpos? Muchos de ellos retornan
con un temblor de la sangre, con una nada. También
el cuerpo
que se tendió a tu flanco te busca en esta nada.
Era un juego liviano pensar que un día
la caricia del alba emergería de nuevo
cual inesperado recuerdo en la nada. Tu cuerpo
despertaría una mañana, enamorado
de su propia tibieza, bajo el alba desierta.
Un intenso recuerdo te atravesaría
y una intensa sonrisa. ¿No regresa aquel alba?
Aquella fresca caricia se habría apretado a tu cuerpo
en el aire, en la íntima sangre,
y habrías sabido que el tibio instante
respondía en el alba a un temblor distinto,
un temblor de la nada. Lo habrías sabido
igual que, un día lejano, supiste que un cuerpo
se tendía a tu lado.
Dormías con ligereza
bajo un aire risueño de efímeros cuerpos,
enamorada de una nada. Y la intensa sonrisa
te atravesó abriéndote los ojos asombrados.
¿Nunca más regresó, de la nada, aquel alba?
Versión de Carles José i Solsora
PENSAMIENTOS DE DINA
Es un placer lanzarse al agua que fluye límpida
y fresca de sol: a esta hora no hay nadie.
Al rozarlas, las cortezas de los chopos te hacen estremecer
mucho más que el agua crepitante de un chapuzón. Bajo el
agua todavía está oscuro
y hace un frío que pela, pero basta emerger al sol
y se vuelven a mirar las cosas con ojos lavados.
Es un placer tenderse desnuda sobre la hierba ya caliente
y buscar con los ojos entornados las grandes colinas
que sobrepasan los chopos y me ven desnuda
y nadie de allí se percata. Aquel viejo en ropa interior
y sombrero, que iba de pesca, me ha visto zambullirme,
pero ha creído que era un muchacho y no ha dicho ni pío.
Esta noche regreso como mujer, vestida de rojo
-aquellos hombres que me sonríen por la calle no saben
que ahora estoy tendida aquí, desnuda-, regreso vestida
a recoger sonrisas. Aquellos hombres no saben
que esta noche tendré caderas vigorosas bajo el vestido rojo
y seré otra mujer. Nadie me ve aquí abajo:
y más allá de las plantas hay dragadores más fuertes
que aquellos que sonríen: nadie me ve.
Son necios los hombres -esta noche, bailando con todos,
será como si estuviese desnuda, como ahora, y nadie sabrá
que podría encontrarme aquí sola. Seré como ellos.
Tan sólo que, los muy necios, querrán abrazarme estrechamente, susurrarme pícaras proposiciones. ¿Pero qué me importan
sus caricias? Sé hacerme caricias yo sola.
Esta noche deberíamos poder estar desnudos y vernos
sin pícaras sonrisas. Yo sonrío sola
al tenderme aquí entre la hierba y nadie lo sabe.
Diálogos con Leuco
LA ISLA
Todos saben que Odiseo naufragó, en el camino de regreso, permaneció nueve años en la isla Ogigia, habitada únicamente por Calipso, antigua diosa.
(Hablan Calipso y Odiseo)
Calipso: Odiseo, nada es muy diferente. También tú, como yo, quieres detenerte en una isla. Todo lo has visto y padecido. Tal vez un día yo te diga lo que he padecido. Ambos estamos cansados de un destino tan grande. ¿Porqué continuar? ¿Qué te importa si la isla no es la que buscabas? Aquí ya nada sucede. Hay un poco de tierra y un horizonte. Aquí puedes vivir siempre.
Odiseo: Una vida inmortal.
Calipso: Inmortal es quien acepta el instante. Quien no conoce ya un mañana. Pero si te gusta la palabra, dila. ¿Has llegado, en verdad, a ese punto?
Odiseo: Creía inmortal a quien no teme la muerte.
Calipso: A quien no espera vivir más. Ciertamente, casi lo eres. Tú también has padecido mucho. Pero ¿por qué esa obsesión de volver a casa? Todavía estás inquieto. ¿por qué vas hablando solo entre los escollos?
Odiseo: Si yo partiera mañana, ¿serías infeliz?
Calipso: Quieres saber demasiado, querido. Digamos que soy inmortal. Pero si no renuncias a tus recuerdos y a tus sueños, si no depones tu obsesión y aceptas el horizonte, no te librarás del destino que conoces.
Odiseo: Se trata siempre de aceptar un horizonte ¿Y obtener qué, a cambio?
Calipso: Apoyar la cabeza y callar, Odiseo. ¿Te has preguntado alguna vez porqué también nosotros buscamos el sueño? ¿Te has preguntado adónde van los viejos dioses que el mundo ignora? ¿Por qué, siendo eternos, se hunden en el tiempo, como las piedras en la tierra? ¿Y quién soy yo, quién es Calipso?
Odiseo: Te he preguntado si eras feliz.
Calipso: No es eso, Odiseo. El aire, hasta el aire de esta isla desierta, que ahora solo vibra en el retumbar del mar y el graznido de los pájaros, está demasiado vacío. Y no es que haya nada que lamentar de este vacío. ¿Pero no sientes tú también, a veces, un silencio, un suspenso que es como la huella de una antigua tensión, de una presencia desaparecida?
Odiseo: Entonces, ¿tú también hablas con los escollos?
Calipso: Es un silencio, te digo. Algo remoto y casi muerto. Algo que ha sido y no volverá a ser. Del antiguo mundo de los dioses, cuando un gesto mío era destino. Tuve nombres pavorosos, Odiseo. Me obedecían la tierra y el mar. Después me cansé; pasó el tiempo, no quise moverme más. Algunas de nosotras resistieron a los nuevos dioses; yo dejé que los nombres se hundieran en el tiempo; todo cambió, permaneciendo igual; no valía la pena disputarles a los nuevos el destino. Comprendí entonces mi horizonte y por qué los viejos no habían disputado con nosotros.
Odiseo: ¿Pero no eras inmortal?
Calipso: Y lo soy, Odiseo. Morir no espero. Y no espero vivir. Acepto el instante. A ustedes, los mortales, les aguarda algo semejante, la vejez y el lamento. ¿Por qué no quieres apoyar la cabeza, como yo, en esta isla?
Odiseo: Lo haría si creyera que estás resignada. Pero incluso tú, que has sido señora de todas las cosas, me necesitas a mí, un mortal, para ayudarte a soportar.
Calipso: Es un bien recíproco, Odiseo. No hay verdadero silencio si no es compartido.
Odiseo: ¿No te basta que esté contigo ahora?
Calipso: No estás conmigo, Odiseo. No aceptas el horizonte de esta isla. Y no huyes del lamento.
Odiseo: Lo que me hace lamentarme es parte viva de mí mismo, como lo es de ti tu silencio. ¿Qué ha cambiado para ti desde aquel día en que tierra y mar te obedecían? Te sentiste sola y cansada y olvidaste tus nombres. Nada te fue arrebatado. Eres lo que has querido.
Calipso: Lo que soy es casi nada, Odiseo. Casi mortal, casi una sombra como tú. Es un largo sueño que empezó quién sabe cuándo y tú has entrado como un sueño en este sueño. Temo el alba, el despertar; si te vas será el despertar.
Odiseo: ¿Y eres tú, la señora quien habla?
Calipso: Temo el despertar, como tú temes la muerte. Es eso, antes estaba muerta, ahora lo sé. No quedaba de mí en esta isla sino la voz del mar y del viento. No era un sufrimiento. Dormía. Pero desde que llegaste, trajiste en ti otra isla.
Odiseo: Desde hace tanto tiempo la busco. Tú no sabes lo que es divisar una tierra y entrecerrar los ojos cada vez para engañarse. Yo no puedo aceptar y callar.
Calipso: Sin embargo, Odiseo, ustedes los hombres dicen que encontrar lo perdido es siempre un mal. El pasado no vuelve. Nada gobierna el transcurrir del tiempo. Tú que has visto el océano, los monstruos y el Elíseo, ¿podrías aún reconocer las casas, tus casas?
Odiseo: Tú misma has dicho que llevo la isla dentro de mi.
Calipso: Sí, pero cambiada, perdida, un silencio. El eco del mar en los escollos o un poco de humo. Nadie podrá compartirla contigo. Las casas serán como el rostro de un viejo. Tus palabras no tendrán el mismo sentido para ellos. Estarás más solo que en el mar.
Odiseo: Sabré al menos que debo detenerme.
Calipso: No vale la pena, Odiseo. Quien no se detiene ahora, en este instante, ya nunca se detiene. Lo que haces lo harás siempre. Por una vez, tienes que romper el destino, abandonar el camino, dejarte hundir en el tiempo….
Odiseo: No soy inmortal.
Calipso: Lo serás si me escuchas. ¿Qué es la vida eterna sino aceptar el instante que viene y el instante que se va? La embriaguez, el placer, la muerte no tienen otro fin. ¿Que ha sido hasta ahora tu continuo errar?
Odiseo: Si lo supiera, me habría detenido. Pero tú olvidas algo.
Calipso: Dime.
Odiseo: Lo que busco lo llevo en el corazón, igual que tú.
FRAGMENTO DE “EL OFICIO DE POETA”
… En esto, el hombre que no vive entre libros, y que para abrirlos debe hacer un esfuerzo, tiene un capital de humildad, de desconocida fuerza –la única verdadera– que le permite acercarse a las palabras con el respeto y el ansia con que nos acercamos a una persona predilecta. Y esto vale mucho más que la “cultura”, al contrario, es la verdadera cultura. Necesidad de comprender a los demás, caridad hacia los otros, que es, al fin, el único modo de comprenderse y amarse a sí mismo: aquí se inicia la cultura. Los libros no son los hombres, son medios para llegar a ellos; quien los ama y no ama a los hombres, es un fatuo y un condenado.
Hay un obstáculo al leer –y es siempre el mismo, en cualquier campo de la vida–: la demasiada seguridad en sí mismo, la falta de humildad, el rechazo del prójimo, del que es distinto. Siempre nos hiere el inaudito descubrimiento de que alguien ha visto, no mucho más lejos que nosotros, pero sí de un modo distinto. Estamos hechos de tristes costumbres. Nos gusta asombrarnos, como los niños, pero no demasiado. Cuando el estupor nos obliga a salir realmente de nosotros mismos, a perder el equilibrio para encontrar otro, quizá más arriesgado, entonces fruncimos la boca, pataleamos, verdaderamente nos volvemos niños. Pero de éstos nos falta la virginidad que es inocencia. Nosotros tenemos ideas, tenemos gustos, ya hemos leído libros: poseemos algo, y como todos los poseedores, tememos por ese algo.
Todos hemos leído. Y sucede a menudo que, así como los más pequeños burgueses se atienen al falso decoro y a los prejuicios de clase mucho más que los audaces aventureros del gran mundo, así el ignorante que ha leído algo se aferra ciegamente al gusto, a la banalidad, al prejuicio que ha absorbido, y desde aquel día, si se le ocurre leer todavía, todo lo juzga y lo condena según ese patrón. Es tan fácil aceptar la perspectiva más banal, y mantenerse en ella, seguros del consentimiento de la mayoría. Es tan cómodo suponer que todo esfuerzo ha terminado y se conoce la belleza, la verdad y la justicia. Es cómodo y vil. Es como creer que nos hemos absuelto de nuestro eterno y temido deber de caridad hacia el hombre, regalando una lira al pordiosero de vez en cuando. Nada haremos, ni aun en esto, sin el respeto y la humildad: la humildad que va abriendo grietas de luz a través de nuestra sustancia de orgullo y pereza, el respeto que nos persuade de la dignidad de los otros, del diferente, del prójimo como tal.
Se habla de libros. Y se sabe que los libros, cuanto más pura y llana es su voz, tanto más dolor y tensión han costado a quien los ha escrito. Es inútil, por lo tanto, esperar sondearlos sin pagar nada. Leer no es fácil. Y sucede que quien ha estudiado, quien se mueve ágilmente en el mundo del conocimiento y del gusto, quien no posee el tiempo y los medios para leer, muy a menudo no tiene alma, está muerto al amor por el hombre, está encostrado y endurecido en el egoísmo de casta. En cambio, quien anhelaría, como anhela la vida, ese mundo de la fantasía y el pensamiento, casi siempre está aún privado de los primeros elementos: le falta el alfabeto de cualquier lenguaje, no le sobran tiempo ni fuerzas, o, peor, está extraviado por una falsa preparación, casi una propaganda, que le oculta y desfigura los valores. Quienquiera que afronte un tratado de física, un texto de contabilidad, la gramática de una lengua, sabe que existe una preparación específica, un mínimo de nociones indispensables para sacar provecho de la nueva lectura. ¿Cuántos se dan cuenta de que se requiere un análogo bagaje técnico para acercarse a una novela, a un poema, a un ensayo, a una meditación? ¿Y, además, que estas nociones técnicas son inconmensurablemente más complejas, sutiles y fugitivas que las otras, y no se encuentran en ningún manual y en ninguna biblia? Se piensa que un relato, un poema, por el hecho de que hablen, no al físico, al contador o al especialista, sino al hombre que hay en todos ellos, han de ser naturalmente accesibles a la común atención humana. Y éste es el error. Una cosa es el hombre, otra los hombres. Pero es, por otra parte, una tonta leyenda la de que poetas, narradores y filósofos se dirijan al hombre en absoluto, al hombre abstracto, al Hombre. Ellos hablan al individuo de una determinada época y situación, al individuo que siente determinados problemas y busca resolverlos a su manera, también y sobre todo, cuando lee novelas. Será entonces necesario, para comprender las novelas, situarse en la época y proponerse los problemas; lo que quiere decir, ante todo, en este terreno, aprender los lenguajes, la necesidad de los lenguajes. Convencerse de que, si un escritor elige ciertas palabras, ciertos tonos y giros insólitos, tiene por lo menos el derecho de no ser inmediatamente condenado, en nombre de una precedente lectura donde los giros y las palabras eran más ordenados, más fáciles, o solamente diferentes. Esta tarea del lenguaje es la más vistosa, pero no la más ardiente. Por cierto, que todo es lenguaje en un escritor que sea tal, pero basta justamente con haberlo comprendido para encontrarse en un mundo de los más vivos y complejos, donde la cuestión de una palabra, de una inflexión, de una cadencia, se vuelve en seguida un problema de costumbre, de moralidad. O, sin más de política.
Baste esto, entonces. El arte, como se dice, es una cosa seria. Es por lo menos tan seria como la moral o la política. Pero si tenemos el deber de apoyarnos en éstas con aquella modestia que es búsqueda de claridad –caridad hacia los otros y dureza para nosotros– no se ve con qué derecho, ante una página escrita, olvidamos el ser hombres y que un hombre nos habla.
Cesare Pavese
Artículo publicado en L’Unità, de Turín, el 20 de junio de 1945
Traducción de Rodolfo Alonso y Hugo Gola
CARTAS DE MIGUEL OSCAR MENASSA A CESARE PAVESE
Del libro “Los secretos de un psicoanalista”.
22 de agosto de 1982
El doctor Menassa:
Haberle llamado a mi diario “El oficio de morir”, querido Cesare, me hace sentir deberte una explicación. Tú, casi como mi padre, fuiste, para mí, lo más grande. Lo absolutamente grande. Primero quise liberarme de ti, siendo el Pavese, pero del optimismo. Hasta que me di cuenta de que mi alegría no llegaba más lejos que tu tristeza. En ese momento, éramos los dos igualmente egoístas. Después, me dije, haré una crítica de toda tu obra, y sólo pude lo que sigue, como verás, muy poco. Algunas respuestas tontas a muy pocas cartas de tu diario “El oficio de vivir”.
10 de octubre de 1936
Eres, en verdad, lamentablemente omnipotente, al querer dar cuenta tú mismo y en solitario, de lo que acabas de escribir. Como si le quisieras arrancar a lo que escribes la promesa de que, la próxima vez, ella gozará contigo.
La imagen y la lógica, planteadas como tú lo haces, donde una puede ser el límite de la otra y viceversa, no alcanzan a explicar lo que, unos renglones más arriba, son las larvas de otras técnicas en tu técnica.
Imagen que nunca se verifica, exactamente, como tal, en tanto la lógica no es límite de su devenir sino, más bien, condimento indispensable de su producción como imagen. Más que par antitético, donde una puede triunfar sobre la otra, par dialéctico, donde si una desaparece, la otra pierde su sentido como tal.
Con las lunares lunas rojas, donde Dios sólo existe para algún otro poeta, porque tú eres Dios. O bien, porque todavía la vida, más allá de tu piccolo paese, no era vida humana, tus ojos se esforzaban en no alcanzar ninguna otra dimensión que la de tu cuerpo. Algún día, alguna mujer te volvería loco.
En los últimos renglones de tu carta de hoy, aparecen ciertas consideraciones que hablan como de un reconocimiento de tu torpeza, de tu ligazón con tu madre tierra; pero resulta otra vez fútil que te preguntes, frente a la muerte, si ella es un residuo objetivo o un pedazo de sangre indispensable.
El punto muerto de tu faena poética no era ni gratuito ni sobreentendido, sino más bien, inconsciente. Más que un vacío donde hasta la muerte hubiese podido regodearse, una opacidad –una imagen lógica reprimida– que por no ser palabra –y hasta ahora no lo es– será muerte.
15 de octubre de 1936
Antes de contestar tu carta, te diré que el quince de octubre, es para mí una fecha memorable.
Y si bien es cierto que siempre hace falta un punto de partida, no estoy tan seguro de que siempre se necesite, como tú siempre lo intentas, encontrar, en cualquier tontería que te pase en tu vida o en tu escritura, un punto de partida. Como si en el origen pudiésemos encontrar lo que no está en tu defecto.
No hay mentes que se adecúen a ciertos mecanismos de creación. Hay mentes creadas por ciertos mecanismos. Para la poesía no existen los esfuerzos y, menos que menos, los esfuerzos mecánicos y, por otra parte, es absolutamente imposible evadirse de ella o bien sustituirla por tus monótonos frutos espirituales. Ella no teme a lo desconocido, ni a lo inaudito.
Y por la ingenuidad de concebir el trabajo mental como interior y el mundo exterior como externo, pueden conquistar, en el choque de esa ficción de diferencia, el punto de partida y así, de esta manera, ese espíritu recién nacido recobrará toda su capacidad de jugar libremente.
Recordar que has vivido cuatro años de la poesía, como tú dices, te pone melancólico, hasta tal punto melancólico, de hacerte sentir agotada una veta poética después de haber escrito un solo libro. Donde por otra parte, más que una montaña de oro líquido, se ve en él, en la inmensidad de una monotonía donde la naturaleza calla toda verdad, tres o cuatro perlas preciosas, donde el poeta que te terminará matando, alcanza más allá del sol o los caminos polvorientos, una dimensión humana.
Un tío con dos cojones y las ideas claras Forza Italia jodamos hermanos la vida se agota y nos agota