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238. POESÍA MÁS POESÍA: ELISABETH AZCONA CRANWELL

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BIOGRAFÍA DE LA POETA ELISABETH AZCONA CRANWELL

Elizabeth Azcona Cranwell, poeta, narradora, articulista, traductora y crítica literaria argentina, nace en Buenos Aires el 10 de marzo de 1933.

Se recibió en la facultad de Filosofía y Letras, de la Universidad de Buenos Aires. Se desempeñó como docente, dictó talleres y seminarios. Fue colaboradora del diario La Nación como crítica literaria.

En colaboración con Valeria Watson, tradujo los cuentos de Edgar Allan Poe, y al inglés textos de Borges, Pellegrini, Squirru y Lasaigne sobre el pintor Xul Solar.

Fue autora de la primera versión completa al castellano de los poemas de Dylan Thomas y traductora de los poemas de William Shand.

Se desempeñó muchas veces como jurado en el diario La Nación, Premio Nacional Concurso Avon, etc.

Elizabeth fue compañera de estudios de Alejandra Pizarnik con quien cultivaría una entrañable amistad.

Le gustaban los poetas Paul Eluard y Antonin Artaud. Su estilo se enmarca dentro de la poesía surrealista, y denota influencias de Olga Orozco. Fue también una destacada narradora que supo depurar el lenguaje de todo lo accesorio o lo superfluo.

Ha sido traducida al inglés, francés, italiano y portugués.

Falleció en Buenos Aires el 02 de diciembre de 2004.

 

Extracto de la contraportada de La vuelta de los equinoccios.

Cinco libros de poemas y una continuada labor de crítica y difusión de la literatura, en particular de la reciente poesía norteamericana –mediante audiciones radiales, en revistas del país y del extranjero, en antologías y a través de traducciones- han impuesto definitivamente el nombre de Elizabeth Azcona Cranwell dentro de los marcos del quehacer literario nacional.

Una imposición de bien ganado prestigio y sólidos fundamentos.

El lector atento percibirá un pronunciado sabor de continuidad, no sólo en la tensión y el rigor de la escritura, sino en las perplejidades de ese universo que habla de un amor que se realiza trascendiendo sus imposibilidades diarias, que se ilumina quizá menos en los avatares de sus furiosos encuentros que en las sombras del recuerdo.

 

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Para saber que existes

Leandro Calle

 

«Las palabras son la osamenta de las cosas/ el poema es, a veces, una ciudad abandonada».

Estos dos versos pertenecen al último libro que presentó Elizabeth Azcona Cranwell: El reino intermitente (Sudamericana, 1997). Disertaban en esa ocasión, María Granata y Luis Chitarroni. Era en el nuevo edificio de la Biblioteca Nacional que había sido inaugurada hacía pocos años. La sala estaba llena. Sin embargo, el poema, es a veces una ciudad abandonada y allí donde encontramos el hervidero de una ciudad viva, existe un irse de la gente, un exilio inusitado en donde los poemas quedan un poco en el olvido. Algo así acontece con Azcona Cranwell, una poeta importante en el ambiente literario, cuyo nombre, hoy, está alejado de los escaparates de las librerías y del mundillo literario. Revisitar hoy a Elizabeth tiene ese encanto de la ciudad abandonada y también el asombro de saber que los abandonados somos nosotros, porque allí, en su obra, la poesía no se fue, permanece, «revela y alumbra», dos palabras que le hubiesen gustado que uno utilizara.

La crítica casi siempre la ubicó dentro del surrealismo. Nunca le gustó ese encasillamiento y solía decir que esa ubicación literaria se debía a la abundante presencia de imágenes y a los modos de asociación. «No me siento surrealista ―le decía a Jorge Ariel Madrazo en una entrevista― Ocurre que todos los poetas que nacimos después del surrealismo lo hemos incorporado en mayor o menor grado; pero ni Enrique Molina es un surrealista puro».

Cercana al grupo Poesía Buenos Aires, podemos decir que Elizabeth Azcona Cranwell cultivó también la amistad de Alejandra Pizarnik, Alberto Girri y Olga Orozco. Con Alberto Girri compartió no solo la amistad sino también la influencia fundamental de la poesía inglesa. Ambos fueron grandes traductores. Sin embargo, Girri, a diferencia de Azcona Cranwell, sostenía que el poeta era un artesano de la palabra, de algún modo un trabajador. Elizabeth por el contrario creía que el poeta era un canal por donde «algo», «Alguien» transmite, escribe.

Existe en el quehacer poético una especie de llamado, una revelación. Hay un último libro que iba a llamarse Antífonas de escarcha y que la poeta no alcanzó a publicar. La revista «El jabalí» editó póstumamente alguno de esos poemas, entre ellos, uno que se llama «Bardo» y que muy bien representa ese «llamado», ese instante de revelación que en el poema se manifiesta por el efecto contrario, por no ser elegida, por no ser llamada, es decir, por un momento de aridez creativa que duele y que molesta:

Una voz trata de nacer; nada dice el jardín,/
el sol cancela los colores, el viento desordena la tierra./
Las palabras me ahogan, pero el poema no se forma./
Espero, apostada en la tarde que algo descienda a mí./
Elíjanme, elíjanme, buen espíritu del agua/
bruscas maneras donde brama el fuego.

Ese «elíjanme» es casi una plegaria, una súplica a la poesía, esa gran diosa, ese misterio. En este sentido, la poesía de Azcona Cranwell es profundamente religiosa. No confesional, sino más bien vinculada a un sentimiento metafísico que tiene que ver directamente con la pasión que ella tenía por el mundo esotérico y la astrología.

Al igual que Olga Orozco, la poesía de Elizabeth está impregnada, directa o indirectamente, del zodiaco. Las moradas del sol, con dibujos de Ana Tarsia, publicado en 1987 es un libro enteramente dedicado a los signos zodiacales. También en Anunciación del mal y la inocencia (1980), aparece el poema: De la era de Piscis a la era de Acuario. Pero podemos decir que toda su obra posee de manera implícita una concepción religiosa en el sentido de vincularse con un «mundo otro», ya sea el mundo del más allá con sus duendes y fantasmas, el mundo de las reencarnaciones, el universo astrológico o los dioses antiguos. El poeta es entonces una especie de médium, un puente entre el más allá que en el caso de Azcona tiene que ver con Dios, con Astharté, con Isis, Afrodita, y con este mundo terrenal, seco y vacío:

A veces nos entregamos al poema que espera
como un muerto su renacer en una hoja,
como un infante no parido,
como la nota que estalla en la garganta.

(«Para vestir la desnudez del habla» en El escriba de mirada fija, 1990).

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Esta tarea de reunir, de hacer contacto está impulsada por la sed ―categoría fundamental en la obra de Azcona Cranwell― y cierto vértigo. Dicha sed y aún más la intermitencia de la sed se manifiestan en los poemas de amor y desamor que sutilmente son otro hilo conductor a lo largo de su obra. En esta búsqueda, la hibris griega y la austeridad pragmática inglesa acontecen a su vez en el aspecto formal donde en los últimos libros conviven poemas de carácter «gnómico» (como a ella le gustaba decir) de una brevedad contundente y poemas más extensos donde el ritmo es salmódico hasta que concluye en un verso final que cierra de un hachazo la vertiente de la palabra o la dilata en un delta de imágenes y música que nos ensancha la comprensión estética.

En la citada entrevista con el poeta Jorge Ariel Madrazo, retoma estos conceptos, entre ellos el de sístole y diástole que tantas veces escuchamos quienes asistimos a sus talleres en la calle Marcelo T. de Alvear en pleno centro de la ciudad de Buenos Aires:

   «…nací con Sol en Piscis y con Luna y ascendente en Sagitario. Por lo tanto, soy Fuego y Agua. Esos dos factores me han hecho siempre muy plural en mis gustos, aunque claro está que lo digo de un modo metafórico, no hay que tomar esto absolutamente al pie de la letra. Pero hay un nudo cósmico que influye. De Sagitario recibí el gusto por el Sol y los viajes, la alegría por la vida y el amor por el azul, por las inmensidades de los espacios abiertos. De Piscis recibí, en cambio, la piedad, el enternecerme por todo y el interrogante metafísico que nunca se separa de mí. Sagitario es más religioso, pero Piscis es más místico. Con esa mezcla, entonces, también mis gustos poéticos, musicales y pictóricos se han dividido: soy una amante de los clásicos en música y también en literatura, por cierto; pero a la vez amo a los poetas malditos, a los iconoclastas, a la gente que se rebela y al jazz. Es algo así como la diástole y la sístole: el corazón abriéndose y abarcando muchas cosas, o contrayéndose y la vivencia se repliega hacia dentro».

En vida, fue una poeta muy considerada. Borges dijo de ella en el libro De los opuestos: «Elizabeth Azcona Cranwell ejecuta aquí dos proezas de muy diversa índole: el manejo feliz de un lenguaje abstracto pero singularmente vívido y memorable y de la forma métrica más ardua aunque de apariencia más fácil, el verso libre».

La traducción fue muy importante en la vida de Azcona Cranwell, ya que la constituye uno de los aportes insoslayables que realizó para la poesía en nuestro país. El más relevante de entre ellos es seguramente la traducción de la poesía completa de Dylan Thomas que la autora realizó por impulso e insistencia de Aldo Pellegrini. Le llevó algunos años este trabajo alrededor del poeta británico. Elizabeth solía comentar con una amplia sonrisa que todo su departamento estaba inundado de aquella tarea que la tenía obsesionada y que María Elena Walsh la llamaba: «la viuda de Dylan».

Por ese departamento de la calle Marcelo T. de Alvear pasaba mucha gente del mundillo literario. Allí también se fraguaban sus talleres donde muchos jóvenes y no tan jóvenes aprendimos a adentrarnos en la poesía y sobre todo en la lectura de la poesía de lengua inglesa: Eliot, Gerald Manley Hopkins, Wallace Stevens, Emily Dickinson y muchos más.

Alguna vez en las que me alcanzó la nostalgia, volví a ese departamento de la calle Alvear. Piso 11º departamento 105. Subí. Cuando llegué, no se escuchaba nada. Silencio puro. En otros tiempos, ya desde el pasillo, uno alcanzaba a oír la voz en el poema, la risa, las notas de algún blues en el piano o el choque de los cubitos de hielo en el vaso de whisky. Sin embargo, ahora había un silencio espacial. Apoyé mi oído contra la puerta y escuché. Nada, no se escuchaba nada. Vino luego, como de otro lado, de otro tiempo, una reverberación en los adentros de un poema de Elizabeth:

De lo real, elige lo que menos te ampare.
Encontrarás que creces como un águila
en el silencio de los desterrados.

 

Libros

-1953 – Capítulo sin presencia (poemas, Ed. Botella al Mar)
-1956 – La vida disgregada (poemas. Ed. Poesía Buenos Aires)
-1963 – Los riesgos y el vacío (poemas, Ed. Colombo)
-1966 – De los opuestos (poemas, Ed. Sudamericana, 1969)
-1971 – La vuelta de los equinoccios (narrativa, Ed. Losada, 1973)
-1971 – Imposibilidad del lenguaje con los nombres del amor (poemas, Ed. Losada)
-1978 – Anunciación del mal y la inocencia (poemas, Ed, Corregidor)
-1985 – El mandato (poemas, Ed. Torres Agüero)
-1987 – Las moradas del sol (poemas ilustrados por Ana Tarsia, Ediciones Arte Gaglianone, 1987)
-1990 – El escriba de mirada fija (poemas, Ed. Fraterna, 1990, tapa ilustrada por Raúl Alonso)
-1993 – La mordedura (narrativa, E. Atlántida)
-1997 – El reino intermitente (poemas, Ed. Sudamericana)
-1998 – La Antología Poética, edición del Fondo Nacional de las Artes.

 

Premios

  • 1969 – Tercer Premio Municipal de Poesía (por Los opuestos).
  • 1969 – Primer premio Fondo Nacional de las Artes (por Los opuestos).
  • 1971 – Primer premio Municipal obra inédita en narrativa (por La vuelta de los equinoccios).
  • 1971 – Primer Premio de Cuentos Medalla de oro del Fondo Nacional de las Artes (por La vuelta de los equinoccios).
  • 1971 – Premio Municipal de Narrativa (por La vuelta de los equinoccios).
  • 1984 – Premio Konex – Diploma al Mérito de Poesía 1.ª obra publicada después de 1950.
  • Premio Huidobro (por Anunciación del mal y la inocencia)
  • 1985 – Municipal de Poesía (por El mandato).
  • Premio único de cuentos diario La Nación, y 1er. Premio Fundación INCA por “La mordedura” (narrativa)
  • 1988 – Medalla del diario La Nación como figura destacada de las letras.
  • 1989 -Medalla de la Fullbright Comission (para escritores creativos) como becaria sobresaliente (un año en USA).
  • 1990 – Trébol de Plata y Diploma del Rotary Club Internacional como figura relevante de las letras argentinas.
  • 1990 – Primer premio de poesía “First”.
  • 1992 – Primer premio Fundación Inca en narrativa (por el libro de cuentos La mordedura).
  • 1992 – Premio único de cuentos diario La Nación (por La mirada de Dios, En las dunas y Lo que ya estaba escrito).
  • Obtuvo la beca del British Council y el Fondo Nacional de las Artes para el Reino Unido.

 

Bibliografía consultada:

 

SELECCIÓN DE POEMAS DE ELISABETH AZCONA CRANWELL

EL POETA EN LA VELADA

 El hombre de la vida cierra de golpe las puertas de la noche.
Se olvida su intemperie gastada a fuego líquido.
Se ocupa de reír.

No conoce acontecimientos ni presagios ni lunas
macilentas ni mañanas distantes. El aire sobre sus
hombros tienen una nueva liviandad.

Ya ni el espacio lo recuerda. Es el momento en que
su boca esgrime lentas figuras de humo y él mira
desde lejos su verdad fosforescente.

Toda su vida está de pie contra un piano musicador de misterio.
Y el vaso que sus dedos levantan contiene el infinito.

De La vida disgregada, 1956

  

 

EL ESTADO DE ALERTA

De pronto comprendemos: estamos en la vida
y un duro sol golpea nuestra capa de mitos
hay modos que nos cercan, hambres que nos reintegran nuestro ser
culpas como vigías que reclaman un gesto.

Existe esta conciencia sin espacio
que se pone a buscarse entre designios
y se estira en el tiempo para oírse la voz
para no sucumbir en la demencia de sólo presentirse.
Es que no ha fabricado su raíz con el cuerpo
han pasado sobre ella personajes que esgrimen el amor
inconstancias cerradas, conmociones,
los vientos de la tierra no se abren a su sed.

Y duele haber deseado tantas cosas que luego desdeñamos
jóvenes y terribles, ya le hemos dado mucho a la primavera,
a la tarde, a la lluvia, al brusco aliento del amante.
Nos parte en dos el tiempo con su dureza ajena
la mitad de nosotros se sumerge en la vida
y el otro rostro huye maldiciendo su imagen.

Entonces asomamos la cara
por entre besos y costumbres húmedas
para saber si es cierto que hay una voz que rompe el infinito
con rayos de esperanza.

Pero no hay voz, tan sólo un cielo hendido
por máquinas que tuercen la vertical del mundo,
es difícil el sol
aunque adoremos su caliente tensión en nuestras manos.

Se nos sigue apretando de tanto Dios y muerte
a pesar del espacio
del fiel aprendizaje.

Y somos de la vida
aunque la vida queme y nos desdoble,
somos la suelta sed de las palabras.

Depuración del tiempo
sombra que gira en medio de las cosas
y un buen día el candor que renace, la esperanza del mundo.

Es el día en que osamos asistir al silencio
con el fervor del alba
y mirar la caída del tiempo en el vacío
con la misma mirada con que asimos el vuelo de los pájaros.

 

De Los riesgos y el vacío, 1963

 

  

DE LOS OPUESTOS

No es el amor a veces dos seres que se aman
sino un modo del mundo
de conmover un equilibrio triste.

Expiamos el mito que nos sube a la cara
hasta volvernos ebrios de una inocencia vieja
certera desnudez de la palabra.

Porque si atravesamos el espacio
como un error que crece en el único tiempo conocido
llegaremos muy pronto al final del amor
perderemos de golpe la región dominable
llameante de existencia.

Era nuestra fanática voluntad de acercarnos
de conocerlo todo antes de amar
y merodear entonces por las grandes caídas
las bellas ceremonias
y las noches sinuosas de inventar tanto encuentro.

Hay algo de este mundo
que ha quedado en nosotros para siempre
hemos hablado un nombre tantas veces que ya no
tiene peso
y mirado la mirada demente que vuelve sabio el
cuerpo.

Despertar a la sed bajo unos ojos
cuando cada sentido es capaz de la lluvia
la piel podía ver, las manos escuchar
la paciencia del ojo era infinita
para tocar la tierra hasta romperla.

Que dulce aplicación, qué terquedad de ola
de nudo irreverente que no corre el gran riesgo de
saberse.

Si nadie piensa nunca en domar a las flores
por qué limarlo todo, someterse a la ley que no se
entiende
ansiar que algunos gestos anticipen el reino
como siempre en tinieblas.

Es inútil cavar en el silencio.

Del amor concluido
sólo el lenguaje sobrevivirá.

 

De Los Opuestos, 1966

 

 

LA AUSENCIA

Vacío
acaricio el vacío
ahora tengo los ojos saqueados por la sombra
de tanto iluminar
lo oscuro del amor.

Vacío
yo me aferro al vacío
porque la tierra es dura y no comprende
bastaba una mirada para todo el espacio
una mano iniciaba la alerta del mundo.

Se ha vaciado de golpe todo el candor del cielo
he perdido los árboles hundidos de miradas
¿qué gritaría un ángel ante tanto abandono?
¿cómo haría el silencio si no existiera el día?

Vacío
yo me abrazo al vacío
hace frío en la sangre desnuda de la noche.
De tanto haber amado
ya no soy sino un eco.

 

De Los opuestos, 1966

 

 

 EL MURO

Por la ciudad de siempre, mientras caen las luces
y músicas extrañas descifran el crepúsculo
hay algunos que repiten mi nombre, que
despiadadamente transitan por mi imagen.

Creen saber mi vida,
la verdad de mis tardes con su silencio a cuestas.
Ellos dicen “su risa” y es el viento sin tregua de una
mañana oscura,
ellos dicen “sus ojos” y es un país desierto como un
mar infinito.

Yo no sé si lo saben
pero hay días que me invaden de pronto como una
salvación,
días largos, intensos, con la altura de algún tiempo
cumplido
un sol amaneciendo toda la luz del mundo.
Y otros en que la oscuridad quiere mis manos
y me rebelo en golpes insensatos a una puerta sin eco
mutilo mi vacío, dejo crecer la soledad como un
abrigo viejo
madurado en la voz, sin esperanza.

Yo quisiera mirarme en sus palabras
saber lo que recorren dentro de mi amor desconocido,
quisiera ver desde ellos el viento que me aturde,
qué forma tiene entonces mi vacío
conocerme en sus manos que nunca me descubren.
Pero jamás veré mi rostro entre sus días
mi imagen dibujada por sus ojos.

Fijada para siempre a un lado del espacio
en medio de mi voz y sus palabras
es la tierra desnuda
el país imposible.

 

De Imposibilidad del lenguaje o los nombres del amor, 1971

 

 

IMPOSIBILIDAD DEL LENGUAJE O LOS NOMBRES DEL AMOR

A Mirtha y Néstor Grancelli Chamuro

 

Hay quien sucede entre las cosas dejándoles un gusto
que las cambia. Es obrar como si el aire se
partiera, con el fervor lunático de no saber si la
sustancia calla o resplandece. Existe la materia
donde se hunde la vida. Acontece la forma y el
tiempo se diseca como un gran pájaro apedreado.

Hay quien sabe qué hacer con las memorias y ordena
el ejercicio de los días. El asunto es seguir,
vivir con los objetos y nunca con los nombres
polvorientos. Incrustar los recuerdos en las
claras cuestiones de la tierra.

Pero mi única materia es la sustancia de mi vida. Me
sucede el lenguaje y le ocurren las figuras
nostálgicas, el humo de vivir.

Y cuando digo de este nudo de ausencia porque
alguien ya no está y digo que lo amaba por un
dormir estrecho de reconocimientos y un despertar
ajeno para el frío, cuando oigo que me era
necesario y este gran hueco que es él mismo se
hace también de una sustancia imperceptible.
(En cambio su omisión de mí se transforma en
un día cruzado por los hechos y el mundo.) Mis
maneras no alcanzan a separar el sentido de su
voz de lo que calla al paso de la noche.

Yo leía prolijamente las iluminaciones en su cara.
Con sus modales fabricaba mi casa, su morada
de voces era el sustento de mi vida.

Pero cuando lo digo no lo vuelvo a vivir, ni siquiera
lo creo. Sólo es como las aguas. Es abrir una
lluvia que diluye los gestos, la realidad que le
nacía a todo.

Y cuando hablo del avance del tiempo en el olvido,
no estoy diciendo nada, apenas lego a las palabras
la fuerza que les restaba cuando aún eran
sombras y no frases.

Nombrar es un cuchillo. Asestarles palabras a las formas.
Cuando ya las he dicho, la oscuridad
secuestra su azul fosforescencia.

Si al menos fuera algo de mi vida lo que cayera dentro
de su reino. Si al menos lo que el tiempo
deshace fuera sustancia misma de ese tiempo.

Pero estamos perdidos. Ni tributos, ni el contorno
palpable de este hablar. Y es entonces cuando
todo se pierde en divagar y estar y representarse
y vivir y enloquecerse con la noche, un vaso y
las palabras.

Sitio que vive y no responde, lugar donde dura una
frase que ajena memoria ya estaría olvidada en los
vaivenes de este mundo. Quedarse, tratar injustamente
de que el tiempo se apegue a esto que
también huye, a esto que se dice, se repite, trata
de merecer este juego supremo de luces y de amor.

Estoy, quizás estamos. Pero ¿qué es estar, qué es vivir?
¿Por qué se está, se vive, no se contesta a otros
llamados con nuestra voz insuficiente que sólo se
sabe ahondar sobre sí misma?

En un lugar desconocido, algo responde a mi llamado.
Algo que está en la niebla que me acierta un
sonido inescrutable. Está en la lluvia que
presta su idioma devorante para nuestra necesidad
de las respuestas, para la fiebre de inventar las
palabras. Está en las otras músicas y en la
lejanía donde las cosas duran de una nueva manera,
donde la libertad de amar se vuelve el modo de
fabricar un gesto más lejano que aquellos que
tanto hemos guardado.

Estar, verse, devorar las imágenes.
Fuera de las contestaciones orgullosas, de la ambición
de días con la tierra a nuestros pies.

¿Qué confieso? ¿Dónde está la luz? ¿Qué supone ese
afán de seguir en la ausencia y en las voces no
dichas?

Es algo que estremece. Lo repito funcionando muy
solo en la manera de callarse cuando todo está
hablando casi insaciablemente.

Hay voz, destellos, pájaros, olvido. Sabiduría del
olvido. Apertura de todo lo que calla. Respuesta.
Silencio.

de Imposibilidad del lenguaje o los nombres del amor, 1971

 

 

 

DEL REENCUENTRO Y PERMANENCIA DEL AMOR

(Y nos hemos amado en otra
vida, ¿recuerdas?)

He debido soñar
sobre este encuentro que aún no ocurre
sin la memoria o algún descenso de los años.
He debido entender en otro tiempo
la razón de esta historia que se trepa
en los rincones reconocidos de la luz:
es un idioma ya sabido que sube hasta el lenguaje
del que jamás nos hemos separado.

Y la médula canta con la voz del sudor,
dentro del sueño la piel repite lo que apenas es rezo
en el fondo del cuerpo.
Y no es la duración ni lo que muere
por las grietas del tiempo que cava en las raíces.

Se abren los cielos del pasado
como caídos de una borrada noche
reconocemos la temblorosa luz de una taberna,
las preguntas de una avidez muy vieja
mordida entre cerveza y ocio.

Algunas veces supimos de revelaciones
un día, lejos, el peregrino habló:
apenas reconocía piedras o algunos pájaros perdidos.
Y las batallas del corazón no supieron sus señales de fuego.
Su intención anunciaba la respuesta
un mínimo aleteo de piedad
que equivocaba el sol y disfumaba el día.

No es un orgullo que ha nacido
ni un objeto fortuito en la belleza;
toca a nuevo en las manos,
sólo accede al destino desde una clara desnudez.

He debido soñar y es cosa cierta.
La imprecisión suele ser generosa
se parece, en el fondo, a los desórdenes del alma
y no al negocio frío de la memoria, que se preserva y huye.

Alguien transmuta soles, y el año es largo todavía,
olvidamos la muerte en algún calendario de alegorías y viejos íconos
Ciudad entre la niebla. El nacimiento nuevo la desplazó al silencio.

No hay espada, no hay viento que derribe los antiguos monosílabos,
ni castillos dorados donde el lugar sea suficiente
y no hay sitio candente para respirar
más que el humo violado entre mis manos,
ni lastima mi boca más que la mordedura de tu piel.
Es la plegaria purificadora,
ciudades donde éramos
un mandato, una luz, una caída.

¿Qué Dios extraño, enloquecido de silencio y belleza
fue responsable del amor?

De El mandato, 1985

 

 

 NOSTALGIA

Hay un día en que las cosas son un hondo precipicio
conozco el rostro húmedo y las manos que nunca me abandonan
la noche que se abre
como un pueblo de alondras disperso en la tormenta.

Yo he escuchado a mi amor desde lejos en una lengua extraña
mientras la nostalgia murmuraba sus frases de curiosa hechicera
ella alargaba sus caricias en las ventanas del insomnio
como una huésped cuya mano asolaba el relámpago.

Porque ella no era el día
y tampoco era el ángel sediento de palabras
mi propia voz la nombra como a una desterrada
desabrigada madre, de pechos dulcemente vacíos.

Más allá de la noche donde se enciende la ternura
más allá de la calle donde el viento deshace la forma de los pasos
sé que hay un país nuevo, cansado de las sombras.

Una música fija
un tiempo de colores intensos como dioses desnudos.
Pero mi corazón sigue clavado para siempre en los sitios imposibles.

 

 

 

SI EL ESPACIO ES DISTANCIA

Quizá porque era invierno entonces
con persistencia de hojas concluidas
invierno no elegido
apenas un lugar para partir el vino
y entender esa zona baldía
entre el vértigo y toda permanencia.

Cualquier forma de hablar nos fue lejana
porque siempre ignoré tu despertar
caído desde un sueño mutable
tu despertar tan nuevo en la memoria
como es nuevo el amar
y otro el murmullo de la nieve
ahora que otra vez es invierno
en un pronto país desconocido
y hemos quedado a espaldas del amor.

Quizá porque mis manos son de muro
y me apartan de ti,
manos libres que nunca quisieron apresarte,
acaso aquel furor huyó
por la pared de vidrio entre mis dedos.

 

 

PERMANENCIA

El cielo es curvo y cierto de humedad
cielo de confesiones incumplidas.

Es en vano llenar de gestos nuevos los huecos de la tarde,
adorar cada día un reflejo distinto, andar cazando vida

muy lejos de la orilla del corazón.

Mi soledad saqueada por amigos sonrientes ahoga por momentos
su eterno descubrir. Y de mí triunfa siempre la nostalgia,
esa ardiente insegura.

Esto eres tú todavía, todavía tu intento insostenible,
todavía tu rostro, la gran dulzura desesperada.

El amor envejece y tu voz precipita el desasosegado atardecer.
En el colmo del tiempo volveré a dedicarme a tu mirada.

El amor rozará muchas veces el borde de las noches.

No te destruirá.

 

 

ESTO QUE SUBE Y TOCA TU PALABRA

Es un hablar de nieve
que sube y toca tu palabra.
Se dobla el otro extremo del espacio
de donde el verano compromete
la ciudad en que habitas.

Alejada por la tierra implacable
tu cara es el azar de mi memoria.
Centellan los pájaros servidores del frío
y obedezco a los cóncavos designios
que le anuncian con colores helados en las ramas.

Voz de sol en destierro
manos que denominan cosas
entre huellas y pinos solitarios.

Yo sé mejor de lejos tu nombre de flor cruda
jugada en la inocencia.

Rotan su luz opuesta los solsticios
y hay un cambio secreto que le nace al lenguaje
agazapado en un rincón del mundo.

¿Qué punto del espacio
enlaza como un encuentro grave
tú decir y mi ausencia?
Algo ocurre en un sitio del alma
que desconoce sus predilecciones.
Levanto una mirada de fiesta prohibida
limada de una pérdida.
Ya no descubro rosas, las invento
de las sopladas voces de oscuridad y exilio.

Nunca se empieza a amar sin una chispa
de error en la mirada.

La distancia es a veces
mi mudo espacio de reconocimientos.

 

 

A UN POETA

 El amigo del amor reparte actos
agita su bandera encendiendo jirones en los candiles
claros,
se dice, se proclama primer habitador del misterio del
mundo.

Él acaricia mujeres como largos vasos de alcoholes
oscuros,
conjura ríos que anticipan un mar cálidamente
posible,
antiguos bosques ácidos que terminan de día,
casas color de lluvia y de tabaco.

Y mis ojos lo niegan y lo invitan a los gestos primeros,
mi tiempo le esperanza la voz, le enloquece las manos
y yo aprendo a saludar su avidez
a conocer por fin al dios menor que adora en su lecho.

 

 

AMOR PERSISTE

Más allá del amor sólo hay maneras para morir
cuartos donde el destino inicia su silencio
de música cumplida.

A veces
cuando todo es en mí como una oscura casa
cuyas puertas desconozco
y el tiempo es un dulce asesino que acecha en la penumbra
oigo una voz golpeando la memoria
y me asalta de pronto su cadencia insensata.

Algo desde el amor
trae una magia equívoca que de nuevo me inventa
algo para tocar mi vida como un pájaro.

Sólo una mano cálida para cerrar instantes
sólo una voz lejana para envolver al mundo.

 

 

EN ÚLTIMA INSTANCIA

No importa si el amor
resistirá a esta tierra de cáscara y ceniza.

No importa si el silencio
se hace presencia porque falta Dios.

Arderé en la intemperie
hasta que la intemperie se consuma.

Arderé en el amor
hasta que el amor me vuelva ausencia.

 

 

TEXTO DE LA SED

En mi sed no hay razones. No conocen sus aguas
el majestuoso líquido
que ha de colmar la voluntad y su desierto.
Ésta es la sed a secas, la sed a solas que se repetirá
hasta todos los confines
y tenderá sus fauces resecadas de miedo hacia
el vacío.
Qué forma hará patente sus raíces, qué objeto cierto
podrá fijar
su oscura licuefacción.
Es la mano que ofrece cuatro espacios abiertos, la tierra
donde asoman
esas gotas radiantes.
Ha caído en su trampa hasta la misma muerte
cuando la sed la llama por su nombre.

De El reino intermitente, 1997

 

 

 

GESTO DE PRUDENCIA

No es bueno mencionar los fenómenos terrestres
cuando las estaciones nos ocultan
esta cercana mutación,
cuando los tiempos mueven
nuestra sombra en las ramas.

Y si nos duele algún espacio abierto
quedan los ojos hacia atrás,
una mirada que desnuda la tierra
y sus misterios.

Lentos aconteceres apagan dulcemente su voz
en los rincones preferidos del alma.

 

De El reino intermitente, 1997

 

 

PARAJES ASTRALES

Si me atrevo a contar
las chispas me caen hasta el cuerpo,
hasta lo más recóndito de mí

escucho un ruido a precipicio
oigo cómo es el miedo
la alegría
el dolor.

Y después del abismo, el vuelo hasta un paraje
que ya no alcanzo
ni conozco.

Cuando dos astros inicien su coloquio
en un lugar del cielo
haré que se module mi caída,
mi ascenso sin respuesta.

De El reino intermitente, 1997

 

 

MANO QUE ESCRIBE

Atino a verme como un cuerpo.
¿Qué visión necesaria contemplaré
más acá de los ojos,
del soplo intermitente?

¿Quiénes arman vocablos
de la mano que escribe,
esto que voy diciendo
sin piedad ni sentido?

 

De El reino intermitente, 1997

 

 

TACTO DE SAL

Aquel, que siga con su vida de negaciones.

Mientras tanto, yo duro con los cantos
que no salen al mundo para herir ni salvar
ni para rescatar.
Descoloridas voces que encaminan
por breve tramo al solitario,
al huésped,
al peregrino,
al ebrio,
al pálido que roza la sed del universo
con sus dedos de sal.

 

De El reino intermitente, 1997

 

 

OSCILACIONES DE LA LLAMA

He perdido otra luz y me ha sido negada.
Mi corazón se enciende fugazmente
en cada ramalazo
en toda hoja
en cualquier nota.

Por un segundo vive y muere,
se borran sus aristas
se apaga mientras crea el infinito.

De El reino intermitente, 1997

 

 

 

BARDO

Una voz trata de nacer; nada dice el jardín,
el sol cancela los colores, el viento desordena la tierra.
Las palabras me ahogan, pero el poema no se forma.

Espero, apostada en la tarde que algo descienda a mí.
Elíjanme, elíjanme, buen espíritu del agua
bruscas maneras donde brama el fuego.
Canta mi desarraigo de transeúnte indómita
que lo que escribo pueda verse a la luz de un relámpago.
¿Quién sopla palabras en el habla mecánica del sueño?
Se despierta la voz
temo al dibujo oscuro del silencio.

Haz que la lluvia pague por su temblor.
Cómo llegué a este mundo

si alguien me ha escogido para decir de la vida y muerte,
estos poemas hablarán por la boca agridulce
de un halcón que llamea su vuelo. Alma vieja de un bardo
hablemos aunque tu cuerpo sea un hato de huesos desdeñado
y que tu voz golpee mi ventana con nudillos de niebla.
Elíjanme, elíjanme como si el río decidiera engendrar
entre sus ritmos crudos la salud de la tierra.

La voz del agua se prolonga
puede tocar el aire y regresar a su manera natural,
en ella está el origen, los dioses hablan en su cadencia.

El aire oculta frágiles costumbres en sus modos translúcidos.
La escritura se cae, las voces se silencian.
Pido ayuda al destierro que me aparta del mundo.
Ruego la voz, ruego que sea voz y no el aullido
de un alma sola que logra encenderse en sus raíces.

La alondra ciega de resplandor
aquello que repite la verdad ignorada
como dos ramas que se reverencian
en la caída de la tarde.
Elíjanme, soy tiempo aislado, una suma de horas que nada sabe.
Un amor terco por perseguir el sol, el canto único del día
las plegarias del búho en la tiniebla – Todo lo que me hizo nacer
que decretó mi vida
y tejió la entretela de mi muerte –
Elíjanme las vísperas han cantado su nombre
los olvidé entre las cosas ausentes del lenguaje.
El habla tiene un límite
la sangre de las rosas crea un mito sin voz en las palabras.

 

De Poemas

 

 

 

INTEMPERIE

Tiembla
recurre al sol en los sargazos
de ese mar que vistió tu memoria
con sus cuartos morados.
En cada habitación
saltan y se liberan tus historias.

Sólo la luz puede borrarlas
Para que nazcas otra vez
En los sueños.

 

De El reino intermitente, 1997

 

 

LÍMITES DE LA PASIÓN

Mi camino es un reflejo del mar
suave destino de las cosas
que han caído dulcemente a mi vida,
de personajes diluidos
en la neblina azul de la memoria.

Ahogo la fiesta clara para sobrevivir
en unos ojos más durables,
en un objeto que me fije el tiempo
y devuelva los modos del amor
que brilla todavía en sus aristas.
Testigo quieto de la pasión que cae,
del existir que nos destruye.

 

De El reino intermitente, 1997

 

 

 

PAISAJE FLUVIAL

Ya diviso la orilla.
En la niebla dorada
No termina jamás de amanecer.

Avanza a paso lento
el príncipe del río.
Todo el paisaje:
un círculo de espuma,
el reflejo incendiado
con que tocabas mi alma
desde lejos.

 

De El reino intermitente, 1997

 

 

 

GOTAS EN EL FUEGO

Ver es una mentira.
En la llama gigante
y en la sombra
otras voces se esconden.
Son palabras que caen
como si se volviera líquida
la vida.

Gotas de señalar el fuego.

Y me deshago en los sonidos
que no otorgan respuesta.

 

De El reino intermitente, 1997

 

 

 

ANOCHECE:

Anochece:

¿No ves que calla el mundo
y empiezan a cantar mis palabras?

 

De El reino intermitente, 1997

 

 

¿TE CALLAS RUISEÑOR?

¿Te callas ruiseñor?
¿Te ha silenciado la mañana
o los gritos desnudos de otros pájaros
que claman por la luz, su amor o su alimento?

 

De El reino intermitente, 1997

 

 

NARRATIVA

 La vuelta de los equinoccios

Premio Fondo Nacional de las Artes, Año 1970, publicado en 1971, y Premiode Narrativa de la Municipalidad de Buenos Aires, ese mismo año.

 

EL PIANO

El reloj dio las ocho. Las ocho de una tarde de verano. “La oscuridad apaga las cosas” –pensó con temor creciente.

Estaba sola. Apenas la tersura del ébano bajo sus ojos. El sonido había muerto hacía mucho. También los días altos y despiertos. Tenía miedo de la noche, como si la noche fuera capaz de arrancar esas notas dormidas. “La noche es un fantasma” –dijo en voz alta, como para ahuyentar la idea. Durante el día trataba de no pensar en ese fantasma que llegaba puntualmente – a las seis en invierno y a las siete en verano- para convocar sonidos y desbaratarle la soledad. Y hoy, sobre todo, en que ese sonido muerto iba a ahogarla, porque era el último día en que sus manos podrían acariciarlo sin vergüenza.

Durante treinta años había sido suyo. Totalmente, como ninguna otra cosa sobre la tierra. Treinta años y seguía allí, quieto y obstinado, persistiendo en notas extinguidas, audibles sólo para ella y para su imposibilidad de olvido. Sus manos en él durante tanto tiempo. El delegar en él su miedo de pensar en Dios, en las cosas o en sí misma. Sus plegarias asustadas junto a él. Y el amor, roto una tarde cualquiera y esperando después sobre las teclas hasta que la misma espera llegó a convertirse en la sombra de un hecho. Un acontecimiento increíble que intentaba en vano prolongarse en música.

El miedo crecía. Se levantó para encender la luz. La presencia muda se acentuó frente a ella y sintió el vacío bajo sus pies.

 

-¿Cuánto dijiste que necesitaba? –preguntó el hombre a la mujer mientras le encendía el cigarrillo.

-Cuatrocientos mil pesos. Anteayer fui a visitarla y me lo dijo de golpe, como por descuido: “voy a venderlo porque necesito dinero”. No dijo para qué. Nunca explico por qué hacía esto o aquello. Cuando éramos chicos e íbamos a verla, nos daba el té con golosinas y después nos hacía preguntas. Hablábamos nosotros todo el tiempo. Del colegio, de nuestros juegos o de nuestros amigos. Del colegio, de nuestros juegos o de nuestros amigos. Sólo cuando la dejábamos y empezábamos a caminar para casa, alcanzábamos a oír su música como acompañándonos. Hasta que doblábamos la esquina y las notas se perdían en la distancia.

El hombre se quedó callado un momento, como si les diera tiempo a las palabras para que lo penetraran del todo. Luego dijo:

-Y ahora necesita dinero. Cuatrocientos mil pesos.

-Bueno, insinuó que tal vez su hermano, es decir, tío Luis…

Esto pareció decidirlo:

-No podemos esperar ese “tal vez”. ¿Si se los hiciera llegar ahora, crees que los aceptaría?

-Seguramente. Tía es orgullosa. Pero después de todo sos mi marido y yo siempre fui su sobrina predilecta. Sin contar con que a vos te quiere también como a un hijo y sabe que tu situación es holgada. Además…, tratándose de salvar algo que ella quiere tanto… Claro que ahora nunca lo toca.

-No importa. Pienso en lo sola que se va a sentir sin él. Puedo disponer de esa cantidad, le haré un cheque y se lo mandaré ahora mismo.

 

La tarde siguiente se lo llevaron. Enfundado como un inmenso dios dormido. En cuanto los hombres hubieron salido entró en su dormitorio y sacó de la mesa de luz tres cheques iguales por cuatrocientos mil pesos. Uno de su hermano, otro de su sobrino político y el tercero, de la casa de música que acaba de cerrar trato con ella. Sonrió en el aire y se puso a romper los cheques con prolijidad. Luego volvió a la sala y contempló, sin sobresalto, el lugar vacío. Pronto, la oscuridad caería sobre las cosas.

Ya no tenía miedo.

Pensó en la noche.

 

LA HUÉSPED

A Lydia Levy

 

Las gotas caen en sordina desde la canilla mal cerrada y como siempre que no puede pensar más que en una cosa, Verónica recurre a los ruidos ajenos, a las frases que ha oído en cualquier parte y sobre todo trata de que sus manos la distraigan.

Dos porciones de harina y después batir durante cinco minutos. Aquel cuento empezaba así: ¿o era un poema?: “Ahora que el silencio ha recobrado ese color que ayer parecía perdido para siempre.” Y vuelta a lo mismo, porque ese silencio le pasa a ella, está sucediéndole. En realidad no es que no pueda pensar más que en una cosa, sino que más bien está pensando en muchas por la mitad, es como una conspiración de olvidos que elastiza las ideas en vez de fijarlas. O las detiene a medio surgir, cortándolas en dos.

Mezclar, batir… Todo el ruido posible, aunque del otro lado también esté la música. Qué hace Juan allí sentado, mirando fijo como si agrisara la puerta con sus obstinados ojos de miope. Porque tampoco él está escuchando ese Mozart que ha dejado caer como al descuido sobre el aparato. ¿Qué otro silencio espera? Porque sin duda él también se ha dado cuenta de este cambio en el aire y tal vez le ocurra lo mismo que a Verónica, que las notas le pasan muy cerca y no lo penetran.

¿Preferís que apague el tocadiscos? –pregunta Juan. ¿Es que se atreve a la canilla y al ruido solo de la batidora? “Cuidado” –piensa Verónica-. “¿No ves que yo no puedo elegir entre dos sonidos, sino apenas escaparme de uno a otro?” Todo parece muy frío si ella se queda en un lugar. Por eso, no entiende lo que Juan espera con su manera de callarse y mirar fijo. Tal vez todo lo que aguarda es que ella tenga la comida lista y se lo anuncie con su voz previsora, de madre frustada, que funciona solamente para él. Para él, Juan-sin-hijos, su voz de Verónica-sin-hijos, su voz de mujer fuerte que le mata el miedo y lo tienta de vez en cuando con su boca y sobre todo con sus pechos, que a él tanto le gustan, hermosos y redondos, pero hartos de no alimentar a nadie más que al miedo de Juan.

Leonora se ha ido ayer, que bien lo saben ambos, cómo lo comprenden hasta la sed, hasta el cansancio o la fijeza de la mirada. Partió sin ganas, los ojos menos ardientes que de costumbre, puede que algo melancólicos. Ellos dos, en el aeropuerto, lacios y húmedos por la llovizna incipiente, supieron que algo cambiaba para ambos cuando Leonora subió al avión y entregó el abrigo a la sonriente camarera. ¿Qué sabían Verónica y Juan sobre el adiós? ¿Cuándo se callan los nombres en las despedidas? ¿En qué momento el vocerío y el estrépito de los motores se une con el silencio? A lo mejor no es el oído lo más despierto en esos casos. Y ni hablar de los ojos. No sirve que estén mojados, es casi de rigor cuando alguien parte. Pero nadie le da importancia al hecho en estos tiempos en que se viaja tanto y además, la mirada no vale.

Verónica entiende bien que Juan no haya nombrado a Leonora ni una vez desde ayer. Sabe que él ha de extrañar su hablar, el verla reír. Leonora milagrosa que lo pegaba a sus ojos y a sus modelas descuidados. Verdad que también Verónica nota la falta de su voz y de su risa. Es cierto que desde que ella se fue, la casa ha perdido cierta cuestión de luz, la cualidad de tener alma. Y puede extrañarla tanto como Juan, pero decirlo sin miedo, aunque tenga mucho más miedo en el fondo de ese raro sentimiento de vacío, de cosas huecas sin Leonora, de este viento de invierno, de una diferente soledad.

Juan quiere de pronto preguntar algo, mientras mira a Verónica sin atreverse, con la palabra casi visible en sus labios algo caídos. Claro que ella sabía que a él Leonora le gustaba: lo supo por muchos indicios y hasta por la mirada de miope, esta vez algo más intensa y humedecida. Verónica piensa que aquello tiene que ver algo con lo que él trata ahora de decirle. El agua y la música son demasiado para ella y el vaso se desliza y choca contra el suelo. Él la mira como sorprendido “¿Por qué estás tan distraída? ¿Qué pasa en tu cabeza de mariposa?” Ella cierra la canilla y apaga su ira lentamente mientras va hacia la heladera. “Qué coraje, Juan –piensa para sí-. ¿Me querés decir si una cabeza de mariposa hubiera soportado hasta ahora tus ataques de insatisfacción, tus problemas profesionales y esa forma tuya de resistirte a la vida?” Verónica recuerda las noches interminables cuando se quedaba despierta para acompañarlo a leer esos libracos espantosos que le permitían terminar su carrera: se ve a sí misma velando insomnios y atendiendo jaquecas entre reales e imaginarias. Pero ¿para qué decirlo y destruirle lo que le queda en un rincón menos gris que el resto? Para qué discutir cada vez que a él se le ocurre decir a los otros: “mi mujer no maneja bien” o “Verónica es floja para el ajedrez” sin pensar –a propósito- en lo otro, en detalles sin importancia –pero no menos que lo del auto o el ajedrez- como por ejemplo en la imposibilidad de ganarle a ella cuando nadan, en su memoria débil o en su torpeza para los idiomas. Juan prefiere olvidar estas cosas, en las que sale perdiendo. Y Verónica lo deja que siga refugiado en su nada, en su creer que me protege cuando por su culpa hace tiempo que dejé de necesitar protección, en su convicción de que me ampara cuando sólo me acompaña a medias.

Antes de la visita de Leonora, el costado rutinario de Juan se resistía, como siempre, a lo nuevo. Una extraña, que llegaba desde bastante lejos, de visita por el país y que-quién sabe-cómo-sería. Para qué complicarse la vida con una desconocida. Dos semanas, mucho tiempo. Y Verónica convenciéndolo, explicándole que Leonora era amiga de Delia, tan buena, y después de todo se trataba de una artista, una persona interesante con quien conversar por las noches y a quien mostrar la ciudad como un pretexto para que ellos mismos la viesen de nuevo.

Ahora Juan se está acordando de aquella noche cuando llegó la huésped, de la improvisada fiesta de bienvenida. Es tan sola a veces nuestra ciudad. Los mismos amigos, las mismas conversaciones. Hasta las palabras envejecen y suenan huérfanas, jugadas siempre en los mismos labios. Leonora empezó a cambiar sutilmente las formas de decir, hasta se pedía fuego o música de manera distinta. Leonora cantaba con su guitarra. Sin tener una gran voz era la diceuse perfecta. Su risa parecía venir de muy lejos e irse deshilvanando. Terminaba con una especie de eco como si quisiera atrapar su propio sonido. Fue una reunión muy viva y ninguno de los tres tenía sueño cuando la gente se fue. Leonora bebía casi ritualmente, hablaba de su país, de su profesión -actriz de teatro-. Mientras Juan y Verónica rivalizaban en la tarea de llenarle la copa o encenderle los cigarrillos. Juan había olvidado su eterno cansancio de hombre que duerme mal y Leonora escuchaba lo que él decía, sabiéndose admirada y disfrutándolo desde una distancia sin compromisos. Y así empezó aquel período que iba a durar un mes y no los quince días previstos.

Si Verónica y Juan quisieran ahora hacer memoria de todos esos días en que Leonora estuvo con ellos, seguramente se les mezclarían las imágenes, Juan recordaría las manos de Leonora jugando con un cierre relámpago, su preferencia por el color turquesa, sus charlas sobre teatro, una que otra canción. Tal vez el ruido de la ducha sobre su espalda, detrás de la puerta cerrada. Y ella que cantaba usando como acompañamiento el sonido del agua. Y Juan que increpaba súbitamente a Verónica: “¿Qué hacés mirando el aire con esa cara de boba?” Cuando en verdad ella solamente escuchaba la canción y era Juan quien estaba mirando el aire con expresión confusa como si quisiese atrapar las notas que llegaban diluidas, conformando un ritual exasperante para cierto tardío conocimiento entre Juan y Verónica. Porque la presencia de Leonora había creado, entre otras cosas, un nuevo apasionamiento entre los dos que a Verónica le daba lástima estropear, aunque hubiera querido decirle a Juan muchas cosas. Cosas que no le había dicho nunca y tampoco las dejaría traslucir en este momento porque además pensaba que él se estaba enamorando de Leonora. “Nunca te dije, por ejemplo, que me casé con vos tan sólo porque tuve un padre” –Verónica se tragaba las palabras. “Inhóspito, casi cruel, que no temía a nada. Un padre cuyo ceño era siempre el silencio. Quería huir de él y apenas llegada a esta ciudad hace diez años, apareciste vos, ángel de lentes, ángel temeroso de sonrisa débil. Vos, que a través de mí querías saber por qué el azul no combina con el violeta o por qué no se oye crecer a las plantas. Tu desamparo fue mi refugio… Ya nunca más tendría que someterme a quien lo sabía todo…”

Verónica había querido estar con Juan, necesitaba la necesidad que él tenía de ella. Quería sentirse algo para alguien. Pero no lo comprendió así en seguida. Años le llevó darse cuenta y aceptarlo como se acepta el alimento o el sol. Y la llegada de Leonora –ella no sabía por qué- se lo había confirmado del todo.

Así lo habían conversado una tarde en que salieron solas y disfrutaron de una camaradería de adolescentes, saltando charcos de lluvia y bebiendo vodka en un bar ruso de las proximidades. Verónica le dijo todo esto a Leonora, que la miraba atenta y grave como si hubiera dejado sus canciones y su risa en un lugar de la noche anterior.

Después quiso acariciar a Verónica, pero su mano se detuvo a mitad del gesto y se limitó a arreglar un mechón de su pelo. Pero la caricia esbozada se enredó en el alma de Verónica porque ni siquiera su padre había podido nunca contra esa gravedad de la sonrisa cuando enmudece, como si fuera la cara de mamá, por ejemplo, una cara que había perdido de muy chica y casi no recordaba.

Y desde esa noche, las dos se entendieron sin palabras. Verónica esperaba cada mañana que Leonora se despertara para empezar el día. Juan bailaba con Leonora todas las noches, riendo complacido ante su elegancia y sin atreverse a nada más.

Ni a estrecharla más fuerte, ni a besarla -a eso no se hubiera atrevido aunque Verónica no estuviese presente-. Luego Juan y Verónica en su cuarto, haciendo el amor con una nueva intensidad, no porque Juan pensara entonces en Leonora, que dormía plácidamente en el cuarto contiguo, sino porque a través de su aptitud para descubrir cosas, que la huésped había revivido, veía como nuevo algo que se le había gastado de tanto recorrerlo. Y por la mañana, antes que la otra se despertara, Verónica trataba de preguntarle a Juan cómo lo estaba pasando, qué le parecía Leonora y sus charlas y su guitarra, con muy pocas ganas ambos de que llegara el día en que la invitada había anunciado su partida. Y Juan, que reparaba repentinamente en el nuevo vestido color habano de su mujer y le pasaba el brazo por la cintura en el preciso momento en que Leonora entraba. Y él, sin quitar el brazo le contaba cómo a Verónica le gustaba cierto perfume que traería al día siguiente –y lo hacía- cuidadosamente envuelto junto con un ramo de flores para la otra, que entregaría con una sonrisa tímida… mientras se encendían sus ojos miopes.

Esos ojos que ahora miran a Verónica como esperando una palabra que le explique todo, que le asegure la coincidencia de ambos sobre ese vacío que la partida había dejado. ¿Y qué hace Juan entonces? Ahora que Verónica ha terminado su tarea, ha cerrado la canilla y se dispone a llamarlo a comer con su voz de madre frustada. ¿Qué hace Juan con ese disco que no se decide a cambiar? Cuántos días va a seguir con esa música y esa mirada, preguntándole dónde anda con su cabeza de pájaro, pensando sin decirlo, que Leonora, ahora en una provincia vecina, aún se quedará tres meses en el país. Cuánto va a pasar hasta que ninguno de los dos pueda más y hasta que sea Juan seguramente quien se decida a dar el primer paso y libere a Verónica de tener que hablar primero. Él con su voz cansada, que esta vez perderá su fatiga cuando le sugiera a ella como al pasar: “¿Por qué no invitás a Leonora para el otro fin de semana?” Y Verónica corra a pedir la comunicación a larga distancia, muerta de miedo de que Leonora ya esté comprometida para el próximo viernes.

 

 

 

EL HOMBRE-PÁJARO

A Syria Poletti

 

Cuando entró en su tienda sintió por fin la esperada presencia de la soledad. La mano de la soledad surgía desde la noche, pronta para acariciarlo como a un niño. Lejanos le parecían ya la orquesta y los aplausos, perdidos bajo la lona en una música familiar. Su estribillo repetido, antiguo, que ya no lo emocionaba, pero del que no podía prescindir. El telón de fondo de su existencia.

Pero ahora había llegado el momento de estar solo. Se había acostumbrado a imaginar a la soledad como a una mujer que le prestaba sus brazos para que él pudiera dormir sin frío, protegido contra todo; contra la gente que solía espiarlo, contra las cosas de afuera que pocas veces le resultaban adictas. En cambio, todo se transformaba en amistad una vez que penetraba en aquel lugar suyo. Las lámparas azules y rosáceas aventuraban su resplandor, como de soslayo, en aquel desorden abrigado. Libros, cuadros, botellas, estatuas. Demasiados objetos para un ambiente pequeño. Pero eran objetos que llevaba consigo a todas partes, porque ellos le repetían con voz clara, perfectamente audible en el insomnio, muchos momentos de sí mismo. De un tiempo que ya no estaba. De antes que aquello sucediera.

El espejo reflejaba la mesa colmada de libros. Sobre ellos flotaba un vaho misterioso que parecía una niebla rota. Venía del lado de los retratos, como si se hubiesen volatilizado los recuerdos. El hombre se apartó del espejo y se arrancó la máscara de terciopelo con la que habitualmente subía al trapecio. Y sin quitarse la malla se tiró sobre la cama, rendido.

Muchas noches permanecía despierto hasta el amanecer. A veces se levantaba y recorría el parque fumando lentamente, mientras las tiendas dormían como enormes animales agazapados. Percibía los ruidos que crecían a cada hora, cuando la música del circo era un fantasma y los lugares llenos durante la función se quedaban callados, como un gran vacío en sombras. Entonces podía descubrir su cara, permitir que el aire golpease libremente sobre sus labios deformes. Era en aquellas madrugadas en las que solía caminar hasta el bosque cercano, luego de asegurarse de que nadie podía verlo. Desde que aquel accidente lo había desfigurado, era para los demás un hombre sin rostro. Sólo sus ojos eran visibles y asomaban azules y seguros en el terciopelo granate.

La gente hubiera huido ante su cara, pero los pájaros, en cambio, no le tenían miedo. Los pájaros eran para él semejantes a Dios en su poder de volar lejos de la tierra, fuera del alcance de los hombres.

En esas madrugadas pensaba acaso en hacerse amigo de Dios, puesto que no concebía otra forma de acercársele. Hasta llegaba a suponer que Dios le estaba hablando. Desde luego que no oía las palabras, pero las percibía con toda claridad en su mente. Y Dios le decía que era hermosa la manera como él volaba en el trapecio, como se aproximaba a los demás desde esas alturas, ya que desde hacía siete años todo otro tipo de contacto le estaba virtualmente vedado. Nadie se lo había dicho nunca, pero de ese modo él también como Dios se parecía a los pájaros.

Algunos días pensaba en Greta, en el país distante donde se habían conocido, en ese dulce cuerpo bajo sus manos. Lamentaba no haber estado alerta del todo para ella, no haberse detenido más hondamente en sus gestos y en su voz. Recordaba la desesperación de la mujer cuando había ocurrido el accidente, su insistencia para que él se dejara ver y cuidar. Hasta que él había decidido huir una noche, alejarse de esa posible piedad que interpretaba como una de las formas más bajas del amor.

Cuando el sol se despertaba del todo en el horizonte, el hombre volvía a su tienda, a su sueño de alta mañana, a su olvido diurno de rostros y aplausos. Y muchas veces la música amiga de los árboles o el loco salto de los pájaros le hacían compañía en el sueño.

 

En la casa de los candelabros sobre la colina, la muchacha yacía acostada con una muñeca en los brazos. Pensaba en algo más allá de las ventanas, más lejos que las alfombras rojas, mucho más allá de la colina.

No podía tener más de veinte años. Su mirada estaba siempre fija en la distancia y nunca escuchaba cuando alguien la llamaba por su nombre. Pero a veces, su rostro se despertaba de improviso, como si oyera otro llamado que sólo ella podía percibir. Entonces sonreía y sus ojos se volvían intensos, misteriosamente dulces de repente.

Todo el día había estado desasosegada, esperando a su madre. ¡Su madre! Hacía poco había descubierto que había muchas otras mujeres a quienes se las nombraba de la misma manera. Pero no vivían con ella, no eran suyas. Porque ella sentía algo caliente dentro cada vez que su madre se acercaba. Y cuando tocaba el piano se quedaba escuchándola mucho tiempo. El piano era como abrir una canilla. Hacía un ruido lindo, más lindo aún que el del agua, cada vez que su madre lo tocaba.

Esa tarde habían salido todos. Sólo había quedado Sergio, el hombre que solía limpiar los candelabros y servir la mesa. Cuando los demás salían, Sergio quedaba encargado de vigilarla y de hacerle tomar esas horribles pastillas, a las que llamaban calmantes. Sergio, ¿quién sería? No se parecía a su madre, pero a ella le gustaba porque llevaba siempre un saco blanco. Además, nunca le preguntaba si tenía frío o si le dolía la cabeza, como las otras personas que acostumbraban a visitar la casa y cuyos nombres siempre se le mezclaban.

Ese día había ansiado que su madre volviera. Primero, no sabía bien para qué. Después se había dado cuenta, mientras miraba a un pájaro saltar sobre las ramas de la magnolia. Era para eso que la esperaba, para hablarle del hombre-pájaro, el que había visto la noche anterior, ese que volaba allá arriba, de un lado para otro. Ella recordaba el camino de eucaliptos que había hecho con su madre, en automóvil, para llegar a ese sitio. Lo demás era algo así como una nube de colores que iba desapareciendo en su memoria.

Cuando oyó el auto saltó de la cama para recibir a su madre. Ésta no entendió al principio lo que ella quería decir con eso de hombre-pájaro. Después sí. Después acabo por darse cuenta. “El trapecista” –dijo-. Ella no sabía lo que quería decir esa palabra, pero comprendió que era así como los demás llamaban al hombre-pájaro. “Circo”, dijo alguien, “Otra vez, madre, quiero ir otra vez al circo”, “Mañana, querida –contestó su madre-, hoy tienes que descansar”.

La obligaron a volver a su cuarto. Mañana, mañana. ¿Cuándo era mañana? Estaba muy lejos y ella no podía dejar de pensar en el hombre-pájaro. Necesitaba verlo de cerca, tocarlo, abrazarlo quizá. ¿Cómo a su muñeca? Le parecía que no. ¿Cómo a su madre? No, no de la misma manera. ¿De qué modo, entonces? No lo sabía.

Una claridad seca entraba por la ventana a pesar de ser noche aún. “Parece que el cielo se estuviera desnudando”, pensó. “Las personas se desnudan, pero el cielo no tiene manos con qué hacerlo”. Toda la gente se desnuda, también el hombre- pájaro. Sus manos parecían pequeñas allá arriba, pero de cerca deberían ser grandes y fuertes. Y su voz, ¿cómo sería? Seguramente más grave que la de su madre, tal vez más aún que la de Sergio.

En su casa todos dormían. Y detrás de la ventana ese cielo duro, desnudo, frío… En silencio, con precaución, abandonó el lecho.

El hombre salió de su tienda. La máscara de terciopelo había quedado sobre la mesa. No importaba. Faltaba más de una hora para el amanecer y la gente del circo se levantaba tarde.

Le daban miedo el cielo agrisado, las últimas estrellas hundidas allá arriba, solas. La tierra se ablandaba bajo sus pies. Pronto sería primavera. Lo conocía por el nuevo temblor de los árboles, por el acortarse de las noches, por el rocío suspenso. “Como el aliento de Dios”, se dijo.

Caminó silbando, pero algo pesaba mucho dentro de él. Era quizás el atisbo de luz de aquella hora, las cosas que ocurrían en el cielo. O la tierra que se despertaba lentamente para dejarlo solo una vez más.

Detrás de los árboles una bruma pesada, como un sueño, alisaba el aire. Era como una nube que bajase despacio, sin atreverse casi a rozar el suelo. Extendió la mano como para asirla y fue entonces cuando divisó una forma que no era la bruma y el árbol. Una forma que se movía y caminaba hacia él mientras todo lo demás permanecía quieto bajo ese cielo indeciso.

Quiso volverse atrás, pero era tarde. La claridad le descubrió de pronto a la muchacha que venía desde los árboles, caminando con paso seguro. Clavado en su sitio esperó que se le aproximara del todo. Y entonces vio la maravilla de su figura, la intensidad de sus ojos que lo miraban hondo, sin temor. “Es que aún no está del todo claro”, pensó con asombro. “Tengo frío”, murmuró ella.

El hombre la tomó de la mano y la condujo en silencio a su tienda. La luz rosácea caía cobre sus cuadros y sus libros en desorden. Y la cama, blanda como un nido, conservaba todavía el calor de su insomnio.

Sin decir palaba le sirvió coñac. Ella lo bebió de un sorbo mientras paseaba la mirada por sus fotografías en el trapecio y por los objetos extraños, desparramados por doquier.

Como para verlo mejor, la muchacha movió la lámpara. Las manos de él temblaban cuando la luz dio de lleno en su rostro.

Ella dejó el vaso sobre la mesa y lo miró de golpe. “Pájaro”, dijo. Y sonriendo tendió los brazos hacia él.

 

 

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