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267. POESÍA MÁS POESÍA: GIACOMO LEOPARDI

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BIOGRAFÍA DEL POETA GIACOMO LEOPARDI

Giacomo Taldegardo Francesco di Sales Saverio Pietro Leopardi fue un poeta y filósofo italiano que nació en Recanati, el 29 de junio de 1798 y que falleció en Nápoles, el 14 de junio de 1837. Dedicó mucho tiempo a la lectura y a la erudición, siendo un niño precoz que con tan sólo once años leía Homero y que con quince ya dominaba siete idiomas.

Nació en el palacio familiar de la costa adriática en Recanati, una aldea situada a seis kilómetros de Loreto. Fue hijo de unos padres casi completamente opuestos: su madre, Adelaide, descendiente de los marqueses Antici, de luengo linaje, era conocida por su fanático catolicismo y su patológica cicatería (se alegró por la muerte de un hijo recién nacido en vista del ahorro que suponía).

Por el contrario, su padre, el conde Monaldo, cuya ejecutoria de nobleza se remontaba al año 1200 y era una de las más vetustas de Italia, de ideología reaccionaria, era un erudito local que dilapidó la fortuna familiar y llegó a acumular una formidable biblioteca.
Durante los años del apogeo napoleónico, el joven Giacomo crece junto a sus hermanos Carlo y Paolina en un ambiente rígido y reaccionario, cada vez más austero debido al debilitamiento del patrimonio familiar por las malogradas especulaciones financieras del padre, y posteriormente sometido al control riguroso y severo de la madre, la cual consiguió recuperar parte del decaído esplendor de la familia a costa de numerosos y humillantes sacrificios impuestos a sus hijos y a su marido.

Giacomo Leopardi Morelli - Poesia Online
La formación cultural de Giacomo, Carlo y Paolina, pues de los siete hijos nacidos del matrimonio Leopardi, sólo sobrevivirían los nombrados y el último, Pierfrancesco, nacido en 1813, es desempeñada por algunos preceptores religiosos de gran erudición, el jesuita José Torres y Francisco Serrano y los abates Sanchini y Borne, quienes forman a los jóvenes hermanos en el estudio de las letras y de las ciencias.

Cuentan que Giacomo lloró desconsoladamente la muerte de su hermanito Luigi a los 9 días de nacer, cuando él contaba 4 años y medio de edad.

Desde su nacimiento, Giacomo fue minado por la enfermedad: padeció la enfermedad de Pott, una tuberculosis que afecta a los huesos, y a varios órganos del cuerpo, que le combó la espalda.
Consumió su infancia estudiando desesperadamente y leyendo con una curiosidad inagotable hasta altas horas de la noche.

A los once años lee a Homero, a los trece escribe su primera tragedia; a los catorce la segunda: Pompeyo en Egipto; a los quince un ensayo sobre Porfirio.

A esa edad conocía ya siete lenguas y había estudiado casi de todo: lenguas clásicas, hebreo, lenguas modernas, historia, filosofía, filología, ciencias naturales y astronomía. Los maestros que habrían debido prepararlo para el sacerdocio debieron admitir que no tenían mucho que enseñarle.

Tanto estudio repercutió en su salud: Leopardi fue durante toda su vida un hombre enfermizo. En 1810 recibió la tonsura de manos del obispo Bellini.

Pero la lectura de los enciclopedistas franceses destruye definitivamente su fe religiosa.
Leopardi evocará esos días de infancia y juventud en su famoso poema «Le ricordanze» («Los recuerdos»).

En 1817, con motivo de sus trabajos de traducción, entabla correspondencia con el ya anciano humanista Pietro Giordani, que será su amigo y editor.

Giacomo le escribe: “Yo tengo un gran, y quizás desmedido e insolente deseo de gloria …mi patria es Italia, por la que ardo de amor, agradeciendo al cielo el haberme hecho italiano, porque finalmente nuestra literatura, si bien poco cultivada, es la única hija legítima de las dos más verdaderas entre las antiguas”.

En una carta a un amigo escribe:
…por otra parte, no ha sido no sólo por la cobardía (vileza) de los hombres que necesitan persuadirse del mérito de la existencia que han querido considerar mis opiniones filosóficas como el resultado de mis sufrimientos personales, que se obstinan en atribuir a mis circunstancias materiales lo que se debe a mi entendimiento. Antes de morir quiero protestar contra esta invención de fabulación y la vulgaridad y suplicar a mis lectores que se dediquen a destruir mis observaciones y mis razonamientos antes que atribuírlas a mis enfermedades (de su Epistolario a cura de F. Moroncini)

Leopardi amore min - Poesia Online
Su primer amor es la prima del padre, Gertrude Cassi-Lazzari, hermosa mujer de 27 años, que ve llegar a su casa en 1817 como una aparición; a ella está dedicado su poema «El primer amor», que integra su libro Cantos.

Escribió un tratado de historia de la astronomía y dos poemas en griego antiguo que lograron engañar a ciertos helenistas de la época. El culto de la gloria de los héroes antiguos llevaba a Leopardi a probarse en distintos géneros: a los diecisiete compuso un ensayo Sobre los errores populares de los antiguos; a los diecinueve inicia su cuaderno de apuntes, Zibaldone dei pensieri, de contenido cultural y filológico, obra que le acompañará hasta 1832; a los veinte compone los que serán sus primeros poemas y «Sobre el monumento a Dante». Al año siguiente, enfermo de la vista, que iba perdiendo progresivamente, y del espíritu, poseído por un pesimismo cósmico, intenta en vano fugarse de Recanati y lo consigue humillado al descubrir que su padre intercepta su correspondencia con el patriota liberal italiano Montani.

Desde ese momento, su vida se convierte en un círculo vicioso de huidas y regresos a su ciudad natal: Roma (1822 y 1823), Bolonia (1825), Milán (1825), Florencia (1830), donde conoce a su inseparable amigo y primer biógrafo, Antonio Ranieri, de nuevo Roma en 1831 y Florencia en 1832, son los hitos de este viaje doloroso, en el que va dejando atrás proyectos de trabajo irrealizados.

En 1828 le ofrecen una cátedra en la Universidad de Bonn, que rechaza.
Conoce a Teresa Carniani-Malvezi, o Fanny Targioni-Tozzetti (la mujer que fue cantada por Leopardi en sus poemas bajo el nombre de Aspasia, (la cortesana amada por Pericles). Constituye otro de sus amores imposibles.

Aspasia a colori - Poesia Online

Subsiste dando clases particulares y emprendiendo trabajos editoriales.
En su Dialogo di Tristano e di un amico llega a escribir uno de sus pasajes más desolados:
Hoy no envidio ya ni a los necios ni a los sabios, ni a los grandes ni a los pequeños, ni a los débiles ni a los poderosos; envidio a los muertos, sólo por ellos me cambiaría“. Este diálogo forma parte de sus ensayos filosóficos, publicados con el título de Opúsculos morales (1827), muchos de ellos en forma de diálogo.

En 1830 deja Recanati por última vez, en 1831 aparece la primera edición de sus Canti (la segunda lo hará en 1835). Esta edición fue secuestra por orden del gobierno borbónico.
En 1833 marcha a Nápoles, allí escribe en 1836, los dos últimos poemas “La retama” y el “Tramonto de la luna”.

En 1836: Termina la tercera impresión de los “Opúsculos morales” también esta edición fue secuestrada por el gobierno borbónico, pero de éstos y de los Cantos, más de un ejemplar escapó de la requisa.

En el mes de abril del mismo año Ranieri y Leopardi se mudan a una villa, a los pies del Vesubio.
En el mes de agosto en Nápoles se desata el cólera. Algunos biógrafos lo indican como causa de su muerte.

El 14 de junio de junio de 1837, muere Leopardi; su gran amigo Antonio Ranieri lo libra de la fosa común y costea su tumba y lápida, publicando años después el primer estudio biográfico sobre el poeta.

Leopardi en su lecho de muerte - Poesia Online
Leopardi en su lecho de muerte.

Fue enterrado en la pequeña iglesia de San Vitale. En su tumba Rainieri hizo colocar una lápida con el siguiente texto:

Al conde Giacomo Leopardi recanatiense
filólogo admirado fuera de Italia
Altísimo escritor de filosofía y de poesías
sólo comparable a los griegos
que abandonó la miserable vida
debido a continuas enfermedades
a la edad de XXXIX años
recuerda Antonio Rainieri
durante siete años y hasta el final
al amigo adorado.

MDCCCXXXVII

 

EL ROMANTICISMO EN ITALIA

Romanticismo, en Italia, tuvo su máxima expresión en la primera mitad del 1800. Nació y se desarrolló con una construcción de pensamiento donde se dieron cita sentimientos de profunda introspección e intensas pasiones patrióticas, que culminarían después en las luchas del Risorgimento.

En torno a finales del siglo XVIII, la Revolución francesa había determinado una divisoria de aguas epocal, entre el Iluminismo de 1700 –basado en el valor de la racionalidad– y el de un movimiento espiritual diferente, capaz de producir una nueva y más profunda sensibilidad antropológica. Este movimiento –el Romanticismo– estuvo presente con amplitud en el mundo de la literatura, del arte y de la música, ya que valiosos escritores, artistas y compositores dieron vida a una intensa y proficua actividad cultural. En la literatura italiana el mayor intérprete del Romanticismo fue ciertamente Giacomo Leopardi, reconocido en todo el mundo y cuyas obras fueron traducidas a las muchas lenguas.

Pensamiento y Estilo:
Los escritos de Leopardi se caracterizan por un pesimismo profundo y sin lenitivos: es una voz que grita el desamparo del ser humano y la crueldad de una natura naturans implacable, que le azuza desde su propio nacimiento hasta más allá de la muerte. En este valle de lágrimas, Leopardi se aferra, a pesar de todo, a tres consuelos: el culto de los héroes y de un pasado glorioso, pronto sustituido por el de una edad de oro, que le emparenta con Hölderlin; el recuerdo del juvenil engaño antes de la brutal irrupción de «la verdad» y la evocación de una naturaleza naturata, de un paisaje brumoso y lunar donde al anochecer se escucha siempre perderse o acercarse por un camino la canción melancólica de un carretero.

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Como un infante, con asiduo anhelo / fábrica de cartones y de hojas / ya un templo, ya una torre, ya un palacio, / y apenas lo ha acabado, lo derriba, / porque las mismas hojas y cartones / para nueva labor son necesarias; / así Natura con las obras suyas, / aunque de alto artificio y admirables, / aún no las ve perfectas, las deshace / y los diversos trozos aprovecha. / Y en vano a preservarse de tal juego, / cuya eterna razón le está velada, / corre el mortal y mil ingenios crea / con docta mano; que a despecho suyo, / la natura cruel, muchacho invicto, / su capricho realiza, y sin descanso / destruyendo y formando se divierte. / De aquí varia, infinita, una familia / de males incurables y de penas / al mísero mortal persigue y rinde; / una fuerza implacable, destructora, / desde que nació lo oprime dentro y fuera / y lo cansa y fatiga infatigada, / hasta que cae en la contienda ruda / por la impía madre opreso y enlazado… (Palinodia al marqués Gino Capponi).

Leopardi siente un profundo desprecio por los falsos consuelos del pensamiento progresista y por el contrario siente una piedad infinita por el deseo de felicidad que los mueve y la huérfana estirpe humana, que le lleva a la compasión y a la solidaridad.

El género humano no creerá nunca no saber nada, no ser nada, no poder llegar a alcanzar nada. Ningún filósofo que enseñase una de estas tres cosas habría fortuna ni haría secta, especialmente entre el pueblo, porque, fuera de que todas estas tres cosas son poco a propósito para quien quiera vivir, las dos primeras ofenden la soberbia de los hombres, la tercera, aunque después de las otras, requiere coraje y fortaleza de ánimo para ser creída. (Diálogo entre Tristán y un amigo).
Asume con dignidad la angustia y la protesta del hombre ante un infinito sordo y amenazador, como aparece en su poema metafísico más famoso, «El infinito», o en otro de sus poemas memorables, «A sí mismo». Al final de sus días, sin embargo, atenuó ese pesimismo y así aparece en su poema «Palinodia» dirigido al marqués Gino Capponi, pero cerrado sin embargo por una cabal ironía.

Sus poemas, recogidos en”I Canti”(Cantos, 1831) poseen una notable perfección formal, una forma neoclásica y un contenido romántico; en sus comienzos atrajo la atención del público a través de su oda patriótica”Agli italiani”(1818), pero hoy en día es reconocido, en cambio, por ser el mayor poeta lírico de la Italia del siglo XIX.

Los”Cantos” tienen tres tramos muy diferenciados. Uno primero más neoclásico, muy influido por los clásicos grecolatinos y Dante y Petrarca; un segundo donde está el Leopardi más puro, más intenso, con los poemas más bellos, y un tercero marcado por el pensamiento y la poesía reflexiva. Esta tercera parte es la que más le interesó a Unamuno, quien tradujo «La retama», la flor del desierto, uno de los poemas más conocidos del poeta italiano. Es así que en su obra Del sentimiento trágico de la vida, Unamuno incluye aquella denominación que hace Leopardi de la naturaleza: «Madre en el parto, en el querer madrastra». Tanto le admiraba que cuando partió a su exilio, apenas se llevó consigo tres libros: El Nuevo Testamento, La Divina Comedia de Dante y Los Cantos de Leopardi.

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Numerosos son los estudiosos italianos que, a partir de este siglo dedicaron, rescataron y distingioeron los valores de la obra de Leopardi. Mencionaremos por motivos especiales, sólo a dos: Francesco De Santis, como el crítico iniciático y un poeta, en la figura de Giuseppe Ungaretti, cada uno en el ejercicio de su sensibilidad, resultan dos notorios ejemplos de una tensión que progresivamente los verá consagrados al estudio de la obra del recanatiense.

Ungaretti dice: “Cuando era apenas un joven escolar, tenía quince o dieciséis años, algunos compañeros y yo habíamos realizado ese año dos o tres de esos descubrimientos que cuentan en una vida. El año anterior me había acercado a Leopardi. Me había gustado porque aquella armonía producía una turbación indecible, inigualable en el corazón y en los sentimientos”. Y el adolescente Ungaretti, con la sensibilidad del futuro poeta que se escondía en su interior, sentía esta experiencia como un milagro, que no podía superarse al descubrir el misterio de la vida como de una suprema belleza y al hallar la prueba secreta en la palabra del hombre”.
“Si Leopardi era un hombre de este temple, debía sentir en su tiempo, el sufrimiento de todos. Lo sintió y previó y sintió, también el de nuestros días. Fue uno de esos raros hombres, este pascaliano, que sintió, después de Cristo el sufrimiento del mundo, en su integridad, en su universalidad, en su fatalidad.

Casa Leopardi - Poesia Online
Biblioteca de Leopardi donde hay unos 20.000 volúmenes.

 

Obra

Palacio familiar en Recanati.Biblioteca en el palacio familiar de Recanati.Tumba de Leopardi en Nápoles.Busto de Leopardi Op.1 en yeso que se exhibe en el Museo Tripisciano de Palazzo Moncada en Caltanissetta.

  • Canzoni(1824), edición Annesio, Nápoles. Es el primer gran libro de poesía de Leopardi donde se presenta como poeta ético y civil. La obra consta de diez composiciones escritas entre 1818 y 1823 y se encuentran en orden cronológico:
  • All’Italia
  • Sopra il monumento di Dante che si prepara in Firenze
  • Ad Angelo Mai quand’ebbe trovato i libri di Cicerone della Repubblica [con dedicatoria a Leonardo Trissino]
  • Nelle nozze della sorella Paolina
  • A un vincitore nel pallone
  • Bruto minore
  • Alla primavera o delle favole antiche
  • Ultimo canto di Saffo
  • Inno ai patriarchi o dè principii del genere umano
  • Alla sua donna.
  • Versi (1826), edición Stamperia Le Muse, al cuidado de Pietro Brighenti, Bolonia. Publicado a sus propias expensas; es la segunda y relevante selección poética del autor. Comprende todos los textos aprobados sin incluir ninguna canción de 1824:
  • Idilli
  • L’infinito. Idillio I
  • La sera del dí di festa. Idillio II
  • La ricordanza. Idillio III
  • Il sogno. Idillio IV
  • Lo spavento notturno. Idillio V
  • La vita solitaria. Idillio VI
  • Elegie
  • Elegia I
  • Elegia II
  • Sonetti in persona di Ser Pecora Fiorentino Beccaio
  • Sonetto I
  • Sonetto II
  • Sonetto III
  • Sonetto IV
  • Sonetto V
  • Epistola
  • Epistola al Conte Carlo Pepoli
  • Guerra dei topi e delle rane
  • Canto I
  • Canto II
  • Canto III.
  • Canti(1831), edición Piatti, Florencia. Estructura tripartita con «Canciones», «Idilios» y «Cantos pisano-recanateses». Se compone de veintitrés obras:
  • All’Italia
  • Sopra il monumento di Dante che si prepara in Firenze
  • Ad Angelo Mai quand’ebbe trovato i libri di Cicerone della Repubblica [con dedicatoria a Leonardo Trissino]
  • Nelle nozze della sorella Paolina
  • A un vincitore nel pallone
  • Bruto minore
  • Alla primavera o delle favole antiche
  • Inno ai patriarchi o dè principii del genere umano
  • Ultimo canto di Saffo
  • Il primo amore [Elegia I B24]
  • L’infinito. Idillio I
  • La sera del giorno festivo. Idillio II
  • Alla luna [La ricordanza]
  • Il sogno
  • La vita solitaria
  • Alla sua donna
  • Al Conte Carlo Pepoli
  • Il risorgimento
  • A Silvia
  • Le ricordanze
  • Canto notturno di un pastore errante dell’Asia
  • La quiete dopo la tempesta
  • Il sabato del villaggio.
  • Operette morali(1827), son, en su mayor parte, cortos
  • diálogos en que aparecen expuestas las ideas de Leopardi acerca de la desesperación.
  • Diarios (7 volúmenes)
  • Zibaldone di pensieri(1898-1900).

 

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

El Pensamiento infinito – Editorial Atuel/Poesía
Realización y versiones de Antonio Aliberti. Prólogo: MaríaEsther Badin. Textos bilingües. 283 Páginas. 370 gr. Libro. Nº de ref. del artículo: 0

Giacomo Leopardi – Wikipedia, la enciclopedia libre

https://periodicodepoesia.unam.mx/autor/giacomo-leopardi/

A media voz
http://amediavoz.com › leopardi

Que humana cosa dura poco tiempo… – Giacomo Leopardi

Ciudad Seva
https://ciudadseva.com › texto › que-h…

 

SELECCIÓN DE POEMAS DE GIACOMO LEOPARDI

A Italia Canto I

¡Italia mía! Miro muros, arcos,
columnas, simulacros, las caídas
torres de nuestros padres;
mas no encuentro la gloria,
ni el hierro y los laureles que abrumaban
a nuestros ascendientes. Hoy, inerme
el seno muestras y la sien desnuda;
¡cielos! ¡Cuántas heridas!
¡Qué mortal lividez! oh, cuál te veo,
¡bellísima mujer! Al cielo digo
y al mundo: ¿quién la puso
en tal miseria? Y por mayor afrenta
duras cadenas cíñenle los brazos.
Así, suelto el cabello, el velo roto
yace en tierra doliente y olvidada,
y la faz escondida
en el regazo, llora.
¡Llora, Italia infeliz!  justo es que llores,
tú, que a todos venciste
en las dichas al par que en los dolores.

Si dos fuentes vertieran tus pupilas,
nunca pudiera el llanto
igualarse a tu mal y a tu vergüenza:
que de señora descendiste a esclava.
¿Quién recuerda tu historia
que, contemplando tu esplendor pasado,
no diga: su grandeza ya no existe?
¿Por qué ? ¿por qué? ¿Dó está la antigua fuerza,
las armas, el valor y la constancia?
¿Quién te robó tu acero ?
¿Quién te entregó? ¿qué dolo, qué artificio,
o qué poder tan grande
te arrancaron el manto y la diadema?
¿Cómo caíste, y cuándo
de tanta altura a tan profundo abismo?
¿Nadie lidia por ti? ¿No te defiende
hijo ninguno? ¡Al arma! ¡al arma! solo
entraré en lucha, rendiré la vida
y que mi sangre sea
fuego a nuestra nación adormecida.

¿Dó tus hijos están? Oigo son de armas,
y de carros, y voces, y timbales;
en extrañas regiones
luchan tus descendientes.
Escucha, Italia, escucha. ¿No divisas
un fluctuar de infantes y caballos,
y polvo, y humo, y fulgurar de aceros,
cual rayo entre las sombras?
¿No te animas? ¿las trémulas miradas
porqué no fijas en la incierta lucha?
¿Por quién, allá, combate
la ítala juventud? ¡Númenes sacros!
¡Sirven a otra nación nuestros aceros!
¡Mísero el hombre que rindió la vida
no por el patrio nido y por la amada
esposa e hijos caros,
mas por extraña gente,
y que morir no puede, balbuciendo:
¡alma tierra natía!
¡Tú me diste el vivir: yo te lo ofrendo!

Venturosa la edad en que corrían
a morir por la patria
los animosos pueblos en legiones!
¡Y tu siempre glorioso y venerando,
oh tesálico estrecho,
do la Persia y el Hado menos fuertes
fueron que pocas almas generosas!
………………………………………………………………………..
Fínjome que los troncos y las piedras
y el mar y la montaña, al pasajero
con indistintas voces
aún narran cómo la legión invicta
cubrió el lugar sangriento
de cuerpos a la Grecia consagrados,
feroz y vil entonces
Jerjes cruzaba el Helesponto en fuga,
ludibrio a nuestros nietos más lejanos,
en la cima de Antela, do muriendo
burló a la muerte la legión divina,
Simónides se alzaba
mirando el cielo, el campo y la marina.

Y bañado de lágrimas el rostro,
ansioso el pecho, el paso vacilante,
empuñaba la lira:
«¡Oh felices vosotros
que el pecho disteis a enemiga lanza,
en homenaje a la que os dio la vida!
Os honra Grecia y os admira el mundo.
En medio de los azares,
¿qué amor movió las juveniles mentes
y a temprano morir llevaros pudo?
¿Cómo tan dulce, oh hijos,
os fue la hora final, que sonriendo
fuisteis al trance lamentable y duro?
¡Dijérase que al baile y no a la muerte
ibais vosotros, o a festín glorioso,
y en cambio, os esperaban
el orco y la onda muerta!
Ni visteis a la esposa y al querido
hijo, cuando en la playa
sin un beso moristeis, ni un gemido.

«Mas no del Persa sin horrendo duelo,
e inacabable angustia:
como león en medio de un rebaño,
la res asalta y le desgarra el lomo
con la potente zarpa,
y a otras los flancos y los muslos muerde,
tal, en medio de los persas, se encendía
la rabia en los helenos corazones.
Mira en tierra caballo y caballero;
obstáculo a la fuga
los carros son y derribadas tiendas;
de los suyos al frente
huye el tirano, desgreñado y mustio,
y bañados y tintos
en la sangre del bárbaro los griegos,
motivo al persa de infinito llanto,
vencidos por sus llagas, desfallecen
y uno sobre otro mueren. ¡Viva! ¡Viva!
¡Oh felices vosotros
mientras la humanidad hable o escriba!
«Primero, de los cielos desprendidos,
cayendo al mar, estallarán los astros
que el amor y la gloria
que conquistasteis, mengüen.
Vuestra tumba es un ara. Aquí la madre
vendrá a mostrar al párvulo la hermosa
huella de vuestra sangre. ¡Yo, postrado
¡héroes! sobre este suelo,
el césped beso y las desnudas rocas,
que alabadas serán eternamente
del uno al otro polo.
¡Ah! ¡Si yo aquí yaciera y si regado
hubiera con mi sangre esta alma tierra!
Mas si mi suerte es otra y no permite
que por la Grecia los murientes ojos,
cierre en la lid cruenta,
que a lo menos la intacta
fama del vate que os cantó, perdure
y el numen le conceda
tanto durar cuanto la vuestra dure».

Versión de Antonio Gómez Restrepo

Los recuerdos Canto XXII

No pensé, bellas luces de la Osa,
aún volver, cual solía, a contemplaros
sobre el jardín paterno titilantes,
y a hablaros acodado en la ventana
de esta morada en que habité de niño,
y donde vi el final de mi alegría.
¡Cuántas quimeras, cuántas fantasías
creó antaño en mi mente vuestra vista
y los astros vecinos! Por entonces,
taciturno, sentado sobre el césped,
me pasaba gran parte de la noche
mirando el cielo, y escuchando el canto
de la rana remota en la campiña.
Y erraba la luciérnaga en los setos
y en el parterre, al viento susurrando
las sendas perfumadas, los cipreses,
en el bosque; y oía alternas voces
bajo el techo paterno, y el tranquilo
quehacer de los criados, ¡y qué sueños,
qué pensamientos me inspiró la vista
de aquel lejano mar, de los azules
montes que veo, y que cruzar un día
pensaba, arcanos mundos, dicha arcana
fingiendo a mi vivir! De mi destino
ignorante, y de todas cuantas veces
esta vida desnuda y dolorosa
trocado a gusto hubiera con la muerte.

No supo el corazón que condenado
sería a consumir el verde tiempo
en mi pueblo salvaje, entre una gente
zafia y vil, a la cual extraños nombres,
si no causa de risas y de mofa,
son doctrina y saber; que me odia y huye,
no por envidia, pues que no me tiene
por superior a ella, pero piensa
que así me considero, aunque por fuera
no doy a nadie nunca muestras de ello.
Aquí paso los años, solo, oculto,
sin vida y sin amor; y entre malévolos,
en huraño a la fuerza me convierto,
de piedad y virtudes me despojo,
y con desprecio a los humanos miro,
por la grey que me cerca; y mientras, vuela
el tiempo juvenil, aún más querido
que el laurel y la fama, que la pura
luz matinal, y el respirar: te pierdo
sin una dicha, inútilmente, en este
inhumano lugar, entre las cuitas,
¡oh, única flor en esta vida yerma!

Viene el viento trayendo el son de la hora
de la torre del pueblo. Sosegaba
este son, lo recuerdo, siendo niño,
mis noches, cuando en vela me tenían
mis asiduos terrores en lo oscuro,
y deseaba el alba. Aquí no hay nada
que vea o sienta, donde alguna imagen
no vuelva, o brote algún recuerdo dulce.
Dulce por sí; mas con dolor se infiltra
la idea del presente, un vano anhelo
del pasado, aunque triste, y el decirme:
“yo fui”. La galería vuelta al último
rayo del día; los pintados muros,
los fingidos rebaños, y el naciente
sol sobre el campo a solas, en mis ojos
mil deleites pusieron, cuando al lado
mi error me hablaba poderoso, siempre,
doquier me hallase. En estas viejas salas,
al claror de la nieve, en torno a estas
amplias ventanas al silbar del viento,
resonaron los gozos, y mis voces
joviales, cuando el agrio y el indigno
misterio de las cosas de dulzura
lleno se muestra; entera, sin mancilla
el mozo, cual amante aún inexperto,
va a su engañosa vida cortejando,
y celeste beldad fingiendo admira

.¡Oh esperanzas aquellas; tierno engaño
de mi primera edad! Siempre, al hablar,
vuelvo a vosotras; que, aunque pase el tiempo,
y aunque cambie de afectos y de ideas,
no sé olvidaros. Sé que son fantasmas
la gloria y el honor; placer y bienes
mero deseo; estéril es la vida,
miseria inútil. Y si bien vacíos
están mis años, si desierto, oscuro
es mi estado mortal, poco me quita,
bien veo, la fortuna. Mas, a veces,
os recuerdo, mis viejas esperanzas,
y aquel querido imaginar primero;
luego contemplo mi vivir tan mísero
y tan doliente, y que la muerte es eso
que con tanta esperanza hoy se me acerca;
siento el pecho oprimido, que no sé
de mi destino en nada consolarme,
y cuando al fin esta invocada muerte
esté a mi lado, y ya se acerque el fin
de mi desdicha; cuando en valle extraño
se convierta la tierra, y de mis ojos
el futuro se escape, estad seguras
de que os recordaré: y que suspirar
me hará esta imagen, y el haber vivido
en vano será amargo, y la dulzura
del fatal día aliviará mis cuitas.

Ya en el primer tumulto juvenil
de contentos, de angustias y deseos,
llamé a la muerte en muchas ocasiones,
y largo rato me senté en la fuente
pensando en acabar dentro de su agua
mi esperanza y dolor. Luego, por ciega
enfermedad mi vida peligrando,
lloré mi juventud, y de mis pobres
días la flor caída antes de tiempo,
y sentado a altas horas en mi lecho
consciente, muchas veces, dolorido,
bajo la débil lámpara rimando,
lamenté, con la noche y el silencio,
mi alma fugitiva, y a mí mismo
exhausto me canté fúnebres cantos.

¿Quién puede recordaros sin suspiros,
juventud que llegabas nueva, días
hermosos, inefables, cuando al hombre
extasiado sonríen las doncellas
por vez primera; toda cosa en torno
pugna por sonreír; calla la envidia,
aún dormida o tal vez benigna; y casi
(inusitada maravilla) el mundo
su diestra mano tiende generosa,
excusa sus errores, y festeja
su entrar nuevo en la vida, y se le inclina
mostrando que por amo lo recibe?
¡Días fugaces que como el relámpago
se desvanecen! ¿y un mortal ajeno
habrá de desventura, si pasada
esta hermosa estación, si el tiempo bueno,
su mocedad, ay mocedad, se extingue?

¡Oh Nerina! ¿y de ti no escucho acaso
hablar a estos lugares? ¿De mi mente
acaso te caíste? ¿Dónde has ido,
que aquí de ti tan sólo la memoria,
dulzura mía, encuentro? No te ve
esta tierra natal: esta ventana
en que hablarme solías, y que ahora
triste luce a la luz de las estrellas,
está desierta. ¿Dónde estás? ¿No escucho
sonar tu voz, igual que en aquel día
cuando me hacía algún lejano acento
de tu labio, al llegarme, emblanquecer
el rostro? En otros tiempos. Ya se fueron
tus días, dulce amor. Pasaste. A otros
hoy les toca pasar por esta tierra
y habitar estas lomas perfumadas.
Mas rápida pasaste; y como un sueño
fue tu vida. Danzabas; en la frente
te lucía la dicha, y en los ojos
el confiado imaginar, el brillo
de juventud, cuando sopló el destino,
y yaciste. ¡Ay, Nerina! El viejo amor
reina en mi pecho. Si es que a una tertulia
o a alguna fiesta voy, para mí mismo
digo: ¡oh Nerina!, ya no te aderezas,
ya no acudes a fiestas ni a tertulias.
Si vuelve mayo, y ramos y cantares
los novios les van dando a las muchachas,
digo: Nerina, para ti no vuelve
nunca la primavera, amor no vuelve.
Cada día sereno o florecido
prado que miro, o gozo que yo siento
digo: Nerina ya no goza; el aire
y los campos no ve. ¡Pasaste, eterno
mi suspirar! ¡Pasaste! Y compañera
será ya de mis sueños, de mi tierno
sentir, de las queridas y las tristes
emociones, la amarga remembranza.

Versión de Luis Martínez de Merlo

 

Canto XXIV La calma después de la tormenta

Pasó ya la tormenta;
los pájaros gorjean; la gallina
ha tornado al camino
y vuelve a cacarear. Sereno el cielo
surge a Poniente, sobre la montaña;
despéjanse los campos
y aparece en el valle el claro río.
Todo pecho se alegra; en todas partes
renacen los rumores;
el trabajo prosigue.
A contemplar el cielo, el artesano,
obra en mano, cantando,
asómase a la puerta;
sale la joven a coger el agua
de la reciente lluvia;
repite el verdulero
de camino en camino
el cotidiano grito.
He ahí el sol que retorna y que sonríe
por pueblos y colinas. Los balcones
y las terrazas abre la familia ;
en el sendero escúchase a lo lejos
tintinear de esquilas; cruje el carro
del viajero que sigue su camino.

Todo pecho se alegra.
¿Cuándo tan dulce y grata
es como ahora la vida?
Con tanto amor, el hombre,
¿cuándo se da a su estudio,
torna al trabajo, o nueva cosa emprende?
¿Cuándo se acuerda menos de sus males?
Placer, de afanes hijo;
vano goce, que es fruto
del pasado temor, donde temblaba
de espanto ante la muerte
el que odiaba la vida;
donde, en largo tormento,
fría, callada y pálida,
palpitaba la gente, contemplando
desplomarse sobre ella
viento, rayos y nubes.

Naturaleza afable,
las dádivas son éstas,
son éstos los deleites
que ofreces al mortal. Salir de penas
goce es para nosotros.
Penas derramas largamente; el duelo
espontáneo surge, y los placeres
que por milagro algunas veces nacen
de los afanes, son gran suerte. ¡Humana
prole cara a los dioses! Feliz casi
si descansar te dejan
de algún dolor; dichosa
si la muerte te cura de ellos todos.

Versión de Diego Navarro

El primer amor, Canto X

Vuelve a mi mente el día en que el combate
sentí de amor por vez primera, y dije:
«¡Ay de mí, si es amor, cómo acongoja! »
Con los ojos clavados en la tierra,
yo contemplaba a aquella que, inocente,
mi corazón hizo vibrar primero.
¡Ay, amor, y cuán mal me gobernaste!
¿Por qué tan dulce amor debió consigo
llevar tanto dolor, tanto deseo,
y ni sereno, ni íntegro y sencillo,
mas lleno de lamentos y de afanes,
bajó a mi corazón tanto deleite?
Y dime, tierno corazón, ¿qué espanto,
qué angustia era la tuya al pensamiento
junto al cual era hastío todo goce?;
el pensamiento aquel, que, lisonjero,
se te ofreció en la noche, cuando todo
quieto en el hemisferio aparecía.
Tú, infeliz venturoso e intranquilo,
me fatigabas el costado sobre
el lecho, fuertemente palpitando.
Y cuando triste, exhausto y afanoso,
yo los ojos cerraba, delirante
como por fiebre, el sueño no acudía.
¡Oh, qué viva surgía en las tinieblas
la imagen dulce, y los cerrados ojos
la contemplaban bajo de los párpados!
¡Qué latidos suavísimos sentía
recorrerme los huesos, qué confusos,
mudables pensamientos en el alma
alzábanse, lo mismo que en las copas
de antigua selva el céfiro soplando
arranca un largo y trémulo murmullo!
Mientras callaba, sin luchar, ¿qué hiciste,
¡oh corazón!, cuando partía aquella
por quien pensando y palpitando vivo?
Me sentía quemado lentamente
por la llama de amor, cuando la brisa
que la avivaba se extinguió de pronto.
El nuevo día me encontró sin sueño,
y al corcel que debía dejarme solo
piafar oía ante el paterno albergue.
Y yo, tímido, quieto e inexperto,
en el balcón oscuro, inútilmente
aguzaba la vista y el oído
esperando escuchar la voz que de unos
labios debía salir por vez postrera;
aquella voz que el cielo, ¡ay!, me vedaba.
¡Cuántas veces el vacilante oído
plebeya voz hirió, y heló mis venas
e hizo latir el corazón con fuerza!
Y cuando al corazón bajó el acento
de aquella voz amada, y se escucharon
de carros y caballos los rumores,
me quedé ciego, me encogí en el lecho
palpitando, y, cerrados ya los ojos,
oprimí el corazón entre mi mano.
Luego, arrastrando las rodillas trémulas
por la callada estancia, tontamente,
decía: «¿Qué dolor puede ya herirme?»
Amarguísimo entonces, el recuerdo
se me emplazó en el pecho, y se oprimía
a toda voz, ante cualquier semblante.
Largo dolor mi mente iba minando,
cual lluvia que al caer del vasto Olimpo
melancólicamente, el campo baña.
No sabía de ti, garzón de nueve
y nueve soles, a llorar nacido,
cuando en mí hiciste la primera prueba.
Y el placer desdeñando, no me era
grato el reír de un astro, ni el silencio
de la aurora, ni el verdecer del prado.
También faltaba el ansia de la gloria
del pecho, al que inflamar tanto solía,
pues la borró el amor por la belleza.
Desatendí el estudio acostumbrado
y lo creía vano, porque vano
cualquier otro deseo imaginaba.
¿Cómo pude cambiar de tal manera
y que un amor borrara otros amores?
En verdad, ¡ay de mí!, cuán vanos somos.
Mi corazón tan sólo me placía,
y de un perenne razonar esclavo
espiaba el dolor que lo embargaba.
La vista fija en tierra o abstraída,
insoportable me era ver un rostro
fugitivo, ya fuese hermoso o feo,
pues temía turbar la inmaculada,
cándida imagen en mi mente fija,
cual la onda del lago turba el aire.
Y aquel no haber gozado plenamente
—que de arrepentimiento llena mi alma
y el placer que pasó cambia en veneno—
en los huídos días, a mi mente
estimula; que de verguenza el duro
freno mi corazón ya no sujeta.
Juro a los cielos ya las nobles almas
que nunca un bajo anhelo entró en mi pecho,
que ardí en un fuego inmaculado y puro.
Vive aquel fuego aún, vive el afecto,
alienta en mi pensar la bella imagen
de quien, si no celestes, otros goces
jamás tuve, y sólo ella satisface.

Traducción de Diego Navarro

El infinito Canto XII

Siempre querido me fue este yermo cerro
y este cerco que tanta parte
a la mirada excluye del último horizonte.
Mas, sentado y mirando interminables
espacios de allá lejos, sobrehumanos
silencios y su hondísima quietud,
me quedo ensimismado hasta que casi
el corazón no teme. Y como el viento
cuyo tráfago escucho entre las hojas, a este
silencio sin fin esta voz
voy comparando, y pienso en lo eterno
y en las muertas estaciones y en la viva presente,
y sus sonidos. Así a través de esta
inmensidad se anega el pensamiento mío;
y naufragar en este mar me es dulce.

Versión de L.S.

A sí mismo Canto XXVIII

Reposarás por siempre,
cansado corazón! Murió el engaño
que eterno imaginé. Murió. Y advierto
que en mí, de lisonjeras ilusiones
con la esperanza, aun el anhelo ha muerto.
Para siempre reposa;
basta de palpitar. No existe cosa
digna de tus latidos; ni la tierra
un suspiro merece: afán y tedio
es la vida, no más, y fango el mundo.
Cálmate, y desespera
la última vez: a nuestra raza el Hado
sólo otorgó el morir. Por tanto, altivo,
desdeña tu existencia y la Natura
y la potencia dura
que con oculto modo
sobre la ruina universal impera,
y la infinita vanidad del todo.

Versión de Antonio Gómez Restrepo

Palinodia

Al marqués Gino Cappon

Erré, cándido Gino, largo tiempo,
y grandemente erré. Mísera y vana
juzgué la vida; insulsa más que todas
esta presente edad. Intolerable
fue y pareció mi lengua a la dichosa
prole mortal, si es que mortal se puede
llamar el hombre. Entre desdén y asombro,
del Edén odorífero en que habita,
rio la alta progenie afortunada,
y me llamó infeliz, y de placeres
incapaz o inexperto, pues mi hado
juzgué común, y de mi mal, consorte
al humano linaje. Al fin mis ojos
hirió la diaria luz de las gacetas,
entre el humo volátil del cigarro
y el ruido de crujientes pastelillos,
entre el rumor de sacudidas tazas
y blandidas cucharas, ante el grito
ordenador de helados y bebidas
cual voz de mando. Y confesé humillado
la pública alegría y las dulzuras
del destino mortal noble y excelso;
y vi el valor de las terrenas cosas,
y toda flores la carrera humana,
las obras estupendas, las virtudes,
alto saber, estudios y prudencia
de nuestro siglo. De la Osa al Nilo,
del Catay a Marruecos, y de Goa
a Boston, vi correr reinos, ducados
e imperios, anhelantes tras las huellas
de la felicidad y asirla casi
por los flotantes rizos, o a los menos
por la cola del manto. Y esto viendo
y meditando las profundas hojas,
del grave antiguo error que me cegaba
y aun de mí mismo yo tuve vergüenza.

Áureo siglo, Marqués, hilan ahora
los husos de las Parcas. Todo diario
en varias lenguas y columnas varias,
de todas partes lo promete al mundo.
Universal amor, ferradas vías,
vapor, tipos, comercio y aun el cólera,
los más lejanos pueblos y naciones
en lazo estrecharán; ni maravilla
será que suden leche las encinas
y miel los robles, o danzando giren
a los sones de un vals. Tanto ha crecido
el poder de retortas y alambiques
y máquinas del cielo emuladoras,
y tanto crecerá, volando siempre
de progreso en progreso, sin medida,
de Cam, de Sem y de Jafet la prole.

No cual un día comerá bellotas
si el hambre no la obliga; el duro hierro
no depondrá. Con pólizas de cambio
satisfecha tal vez, la plata y oro
despreciará la generosa estirpe;
mas no de sangre de los suyos nunca
su mano ha de lavar; antes cubierta
será de estragos, con la vieja Europa,
del Atlántico mar la otra ribera,
fresca nodriza de sin par cultura;
y en campo lidiarán fraternas huestes
por pimienta o aromas o canela
o por el jugo de melosa caña,
o alguna otra razón, práctica y útil.
Y valor y virtud, y fe y modestia,
y amor a la justicia, escarnecidos
y de toda república arrojados
como siempre serán; que es su destino
estar siempre debajo. Torpe fraude
y audacia impune elevarán su frente,
nacidas a reinar. De imperio y fuerza,
ya unidas en un haz, ya separadas,
abusará quienquiera que los rija;
no importa el nombre. Que esta ley grabaron
Hado y Natura en tablas de diamante,
y no la borrarán con sus centellas
Volta ni Davy, ni Inglaterra toda
con las máquinas suyas, ni en un Ganges
de políticas hojas nuestro siglo
ha de anegarla. Siempre el vil en fiesta,
siempre el bueno en tristeza; conjurado
el mundo todo contra excelsas almas;
del verdadero honor perseguidoras
calumnia, odio y envidia; de los fuertes
despojo el débil, de los ricos siervo
el ayuno mendigo, en toda forma
de público gobierno, cerca o lejos
del polo o de la eclíptica, y por siempre,
si al humano linaje esta morada
o la lumbre del sol no se nos niega.

Estas leves reliquias, estos rastros
de la pasada edad, fuerza es que impresos
lleve la que ora surge edad del oro,
porque de mil discordes elementos
tejida está la condición humana,
y a ponerlos en paz nunca bastaron
fuerza ni entendimiento de los hombres,
desque nació su generosa raza;
ni bastarán, aunque potentes sean,
en nuestra edad periódicos y pactos.

Pero en cosas más graves será entera
nuestra felicidad nunca soñada.
O de lana o de seda los vestidos
han de ser más galanos cada día;
dejará el labrador los rudos paños
por cubrir de algodón su piel hirsuta,
de castor su cabeza. Y apacibles
a la vista, mil cómodos sillones,
mesas y canapés, lechos, tapetes,
adornarán con su mensual belleza
todo aposento. De manjares formas
nuevas admirará, calderas nuevas,
la humeante cocina. Y rapidísimo
de París a Calais, de Calais a Londres
y de aquí a Liverpool, será el camino,
por no decir el vuelo…
Iluminadas
mejor que ora lo están, mas no seguras,
serán de las ciudades populosas
las más ocultas y torcidas calles.

Tales dulzuras, tan dichosa suerte
a la naciente prole se aperciben.

¡Feliz aquél que mientras esto escribo
llora en los brazos de la fiel niñera!
Él ha de ver el suspirado día
en que aprendan los niños con la leche
de la cara nodriza, cuánto peso
de sal, cuánto de carne, cuánta harina
consume en cada mes la patria aldea,
y cuántos de nacidos y de muertos
anualmente consigna en su registro
el anciano prior; cuando por obra
del potente vapor, en un segundo
impresas a millones, llano y monte
y aun de los mares la extensión inmensa,
cual bandada de grullas que se abate
sobre ancho campo, y obscurece el día,
cubrirán las gacetas, vida y alma
del universo, y de saber en ésta
y en la futura edad única fuente.

Como un infante, con asiduo anhelo
fabrica de cartones y de hojas
ya un templo, ya una torre, ya un palacio,
y apenas le ha acabado, le derriba,
porque las mismas hojas y cartones
para nueva labor son necesarias;
así Natura con las obras suyas,
aunque de alto artificio y admirables,
aún no las ve perfectas, las deshace,
y los diversos trozos aprovecha.

Y en vano a preservarse de tal juego,
cuya eterna razón le está velada,
corre el mortal, y mil ingenios crea
con docta mano; que a despecho suyo,
la natura cruel, muchacho invicto,
su capricho realiza, y sin descanso
destruyendo y formando se divierte.

De aquí varia, infinita, una familia
de males incurables y de penas,
al mísero mortal persigue y rinde;
una fuerza implacable, destructora,
desque nació le oprime dentro y fuera
y le cansa y fatiga infatigada,
hasta que él cae en la contienda ruda
por la impía madre opreso y enlazado.

¡Del estado mortal miseria extrema!
¡Vejez y muerte que comienzan cuando
el labio infante el tierno seno oprime
que la vida destila! Ni enmendarlos
podrá, por sabio y por feliz que sea,
el siglo nonodécimo, ni cuantas
vengan tras él edades sucesivas.

Mas, si lícito me es la verdad neta
por su nombre decir, sólo infelice
será todo nacido, en cualquier tiempo,
no en la vida civil, en toda vida,
por esencia insanable y ley eterna
que cielo y tierra abraza. Pero nuevo
y divino remedio imaginaron
de nuestra edad los ínclitos talentos,
pues no pudiendo hacer feliz a nadie,
se dieron a buscar, dejando al hombre,
una común felicidad, e hicieron
de muchos tristes un alegre pueblo,
todo paz y ventura. Y tal portento,
en folletos, revistas y gacetas,
no declarado aún, asombra al mundo.

¡Oh mente sobrehumana, oh agudeza
del siglo que ora corre! ¡Y qué seguro
filosofar, y qué sapiencia, amigo,
en más sublime asunto y remontado
enseña nuestra edad a las futuras!

¿No ves con qué constancia hoy escarnece
lo que ayer adoró, y el ara abate
para juntar mañana sus pedazos
y venerarlos entre humeante incienso?

¡Oh cuánta fe y estimación merece
el concorde sentir de nuestro siglo…
o el del año corriente!… ¡Y qué trabajo
es comparar nuestro sentir y ciencia
con el del año actual y el del que viene,
porque ni un punto discrepemos todos!

¡Cuánto en filosofar adelantamos
si al moderno se opone el tiempo antiguo!
Uno de tus amigos, y maestro
no sólo en poesía, mas en todas
artes y ciencias, de la humana mente
árbitro enmendador, me aconsejaba:

«No cantes tus afectos y dedica
esa viril edad a los severos
estudios económicos. Atiende
al público gobierno. ¿El propio pecho
qué te vale explorar? Materia al canto
no busques en ti mismo. Las grandezas
de nuestro siglo di; di su esperanza
que madurando va.»
¡Recto consejo,
que yo escuchaba con solemne risa,
al resonar en mi profano oído
ese cómico nombre de esperanza!

Mas ora vuelvo atrás y la carrera
contraria emprendo, persuadido al cabo
que quien anhele gloria y busque fama,
al propio siglo contrastar no debe,
sino adular y obedecer: ¡por corta
y fácil vía llegaré a los astros!

De tan alta ventura deseoso
materia no darán al canto mío
de la presente edad los intereses.

Ya sabrán mercaderes y oficinas
cuidar de ellos mejor. Mas la esperanza
he de decir, que ya visible prenda
nos conceden los dioses; ya de larga
felicidad principio, ostenta el labio
y el rostro del garzón enorme pelo.

¡Oh luz primera, saludable signo
de la famosa edad que se levanta,
mira cómo se alegran tierra y cielo
delante a ti; cómo fulgura el rostro
de la doncella, y en convites vuela
la gloria ya de los barbados héroes!

¡Crece, crece a la patria, oh masculina
moderna prole! A tu velluda sombra
Italia crecerá, crecerá Europa
de las fauces del Tajo al Helesponto,
y el mundo al fin reposará seguro.

¡Y tú comienza a saludar con risa
a los híspidos padres, prole infante,
para los áureos días elegida!

Ni te asuste el negrear de su semblante.

¡Sonríe, oh tierna prole; a ti guardado
de tanto y tanto hablar espera el fruto!

Mira el gozo reinar, ciudades, villas,
vejez y juventud al par contentas
y las barbas ondear largas dos palmos.

Traducción de Marcelino Menéndez Pelayo (1883

«A la luna» Canto XIV

Oh graciosa luna, yo recuerdo
que  hace ahora un año, sobre este collado,
lleno de angustia venía a contemplarte.
Y tú te alzabas sobre el bosque aquel
como ahora, que todo lo iluminas.
Pero, ofuscado y trémulo a causa
del llanto que acudía a mi mirada,
tus ojos a mi rostro ofrecías, que penosa
era mi vida: y aún lo es, oh amada luna.
Y aún me agrada el recuerdo, y el contar
los años de mi dolor. ¡Oh cuán dichosa
es en la edad temprana, cuando aún es muchaCC
la esperanza, y breve el curso
de la memoria, el recordar las cosas
de otro tiempo, aunque ello sea triste,
y aunque el dolor persista!

Traducción de Antonio Colinas

Aspasia

Torna a mi pensamiento algunas veces
tu semblante, ¡oh Aspasia! O fugitivo
por habitados sitios a mí esplende
en otros rostros; o en desiertos campos,
al día sereno, a las estrellas tácitas,
por tan suave armonía suscitada,
en el alma a turbarse aún proclive
esa soberbia visión resurge.
¡Cuán adorada, oh númenes, y un día
cuál mi delicia y Furias! Jamás siento
mover perfume de florida playa,
ni flores impregnar vías citadinas,
sin que a mirarte vuelva cual el día
que en tu adornada alcoba recogida,
toda aromada por recientes flores
de primavera, del color vestida
de la bruna viola, a mi ofrecióse
tu forma angelical, tendido el flanco
sobre nítidas pieles, y en un halo
de placeres arcanos; cuando, docta
en seducir, férvidos y sonoros
besos sonabas en los curvos labios
de tus niños, el níveo cuello en tanto
brindando, e, ignaros de tus causas,
tu hermosísima mano los ceñía
al seno oculto y deseado. Nuevo
cielo, y tierra, surgió, y casi un rayo
en mi mente divino. Así en mi pecho
nunca inerme imprimió a viva fuerza
tu brazo el dardo, que después clavado
llevé aullando hasta que al mismo día
volvió dos veces en su giro el sol.

Rayo divino fue para mi mente
dueña mía, tu beldad. Igual efecto
dan belleza y acordes musicales,
que alto misterio de ignorado Elísio
parecen siempre revelar. Contempla
el llagado mortal luego la hija
de su mente, la amorosa idea,
que gran parte de Olimpo en sí comprende,
toda en rostro, en costumbres, en el habla,
igual a la mujer que el ebrio amante
contemplar y amar confuso estima.
A ésta él no ya, más bien a aquélla,
también en los amplexos honra y ama.
Al fin su yerro y los trocados seres
conociendo, se aíra; y siempre inculpa
a la mujer en vano. Tan excelsa
imagen rara veces el femíneo
ingenio toca; y lo que inspira en nobles
amantes su beldad, mujer no advierte,
ni comprender podría. No cabe en esas
angostas frentes tal concepto. Y mal,
por el vivo fulgor de esas miradas,
el hombre espera, y engañado pide
profundos sentimientos, no sabidos,
más que viriles, a alguien que es menor
que el hombre por natura. Si más blandos
ella y más tenues miembros, menos fuerte
también la mente y menos vasta tiene.

Ni tú jamás aquello que tú misma
un día inspiraste a mi pensamiento,
pudiste, Aspasia, imaginar. No sabes
qué amor desmesurado, qué tormentos,
qué indecibles delirios y emociones
moviste en mí; ni vendrá tiempo alguno
en que lo entiendas. De tal guisa ignora
ejecutor de músicos concentos,
lo que con mano o con la voz opera
en quien lo escucha. Aquella Aspasia ha muerto
que tanto amé. Yace por siempre, objeto
un día de mi vida: si no en cuanto,
como larva querida, de hora en hora
suele tornar y disolverse. Vives,
bella no sólo, sino bella tanto,
a mis ojos, que a las demás superas.
La llama que de ti nació extinguióse:
pues a ti yo no amé, sino a la Diva
que ya vida, hoy sepulcro, halla en mi pecho.
Mucho a aquélla adoré; y tal gustóme
su celeste beldad, que yo, ya desde
cuando empezó el entendimiento claro
de tu ser, de tus artes y tus fraudes,
contemplando sus ojos en los tuyos,
deseoso te seguí mientras vivía,
engañado no ya, mas, por el gozo
de aquel tan dulce símil, convencido
de tolerar áspera y luenga cárcel.

Ya ufánate, bien puedes. Narra cómo
de tu sexo la única eres ante
la cual plegué la frente altiva, y a quien
brindé espontáneo el corazón indómito.
Cómo primera y última, miraste
mi suplicante llanto, y me viste
tímido y tembloroso (ardo al decirlo
de rubor y desdén), fuera de mí,
cualquier deseo, cualquier palabra tuya
o acto espiar sumiso, a tu superbo
desdén palidecer, brillar mi rostro
a algún signo cortés, a una mirada
mudar forma y color. Cayó el encanto
y en pedazos con él, regado en tierra
el yugo: así me alegro. Y si bien llenas
de tedio, al fin después de servidumbre
y tan luengo soñar, contento abrazo
cordura y libertad. Que si de afectos
ciega la vida, y de gentiles yerros,
sin estrellas es noche a medio invierno
ya del hado mortal a mí bastante
consuelo y venganza es que, en la yerba,
inmóvil, descuidado aquí yaciendo,
la tierra el cielo el mar miro, y sonrío.

Canto XXXIII

«El ocaso de la Luna»

Como en noche callada,
Sobre el campo argentado y la laguna,
Donde aletea el céfiro
Y mil aspectos vagos
Y objetos engañosos
Fingen lejanas sombras
En las ondas tranquilas,
En setos, lomas, villas y ramajes,
Junto al confín del cielo,
Tras de los Alpes o del Apenino
O del Tirreno en lo hondo,
Cae la luna, y el mundo palidece;
Las sombras huyen, y una
Oscuridad envuelve monte y valle;
Ciega la noche queda,
Y, cantando con triste melodía,
La última luz del fugitivo astro
Que fue su guía hasta ahora
Saluda el carretero en su camino,
Así también se aleja
Y la vida abandona
La juventud. En fuga
Van sombras y ficciones
De agradables engaños; se disipa
La lejana esperanza
En que mortal natura se sustenta.
Abandonada, oscura
Queda la vida. En ella la mirada
Pone en vano el confuso caminante,
En busca de un sendero que le lleve
A una meta; y comprende
Que en la mansión humana
En un extraño ya se ha convertido.
Harto alegre y dichosa
Nuestra mísera suerte
Pareciera, si el juvenil estado,
En donde un goce es fruto de mil penas.
Durase todo el curso de la vida.
Dulcísimo decreto
El que a todo animal condena a muerte,
Si en medio del camino
No surgiesen dolores
Aun más terribles que la muerte misma.
De mentes inmortales
Hallazgo digno, extremo
De todo mal, fue para los eternos
La vejez, donde se halla
Intacta el ansia, la esperanza extinta,
Secas las fuentes del placer, las penas
Son mayores siempre, sin hallar ventura.
Llanuras y colinas,
Caído el esplendor que al occidente
El velo de la noche plateaba,
Huérfanas largo tiempo
No quedaréis, que por el otro lado
Pronto veréis el cielo
De nuevo clarear, surgir la aurora,
Y el Sol apareciendo detrás de ella
Y fulgurando en torno
Con poderosos rayos,
De lúcidos torrentes
Os bañará, ya los etéreos campos.
Mas la vida mortal, cuando se extingue
La hermosa juventud, no se ilumina
Jamás con otras luces ni otra aurora.
Viuda será hasta el fin; oscura noche
Que a las otras edades
Marcan los dioses como sepulturas.

Giacomo Leopardi: El ocaso de la Luna

 

La retama, o flor del desierto

Καὶ ἠγάπησαν οἱ ἄνθρωποι µᾶλλον τὸ σκότος ἢ τὸ φῶς
Y los hombres quisieron más las tinieblas que la luz.
Juan, III, 19

Aquí, sobre la árida espalda
del formidable monte,
exterminador Vesubio,
no alegrada por ningún árbol ni flor,
tus matas solitarias alrededor esparces,
fragante retama,
alegría de los desiertos. También te vi
con tus estelas embellecer las baldías regiones
que ciñen la ciudad,
señora de los mortales hace tiempo:
del perdido imperio
parecen, con su grave y taciturno aspecto,
dar fe y recuerdo al forastero.
uelvo a verte en este suelo, de tristes
lugares y, del mundo abandonado, amante,
y de afligidas fortunas siempre compañera.
Estos campos sembrados
de cenizas infecundas y recubiertos
de lava petrificada,
que bajo los pasos del peregrino suena;
donde anida y se retuerce al sol
la serpiente, y donde al conocido,
cavernoso cubil regresa el conejo,
fueron dichosas villas y cultivos,
y rubio movimiento de espigas, y aquí sonaron
los mugidos de rebaños.

Fueron jardines y palacios:
grato hospedaje para el ocio
de los poderosos; y fueron ciudad famosa
que con torrentes el altivo monte
de su ígnea boca aplastó
junto con los habitantes. Ahora a todo eso
una ruina lo rodea,
donde te asientas, flor gentil, y casi
de los daños apiadándote, mandas
al cielo el dulcísimo olor de tu perfume
que al desierto consuela. A estas playas
venga aquel que exaltar con loas
nuestro estado suele, y vea cuánto
a nuestro género tiene en cuidado
la amante naturaleza. Y el poder
aquí en justa medida
podrá estimar de la humana simiente
a la que su nodriza, cuando menos la teme,
con leve movimiento en un momento anula
en gran parte, y puede aún, con movimiento
poco menos leve, súbitamente
aniquilar del todo.
Pintadas en estas laderas
están de la gente humana
las magníficas y progresivas suertes.
Mira aquí, en este espejo,
siglo soberbio y necio,
que la calle entonces
del resurgido pensamiento antiguo
abandonaste. Y vuelve atrás los pasos
y volver sea tu jactancia.
Y a continuar te llames.
A tu parlotear los ingenios todos,
de los que mala suerte padre te hizo,
adulando continúan,
pero ludibrio tal vez
hacen para adentro. No seré yo
quien con tal vergüenza descienda a la tierra,
sino que el desprecio que mi pecho guarda
mostraré tanto cuanto pueda,
aunque sepa que el olvido
oprime a quien mucho a su propia edad increpa..

De este mal, que contigo
llevo, hoy me río cuanto puedo.
Soñando la libertad y siervo al mismo tiempo
quieres el pensamiento
por el que surgimos
desde la barbarie, y por el que solo
se crece en civilidad, única que al bien
guía los hechos públicos.
Te disgusta la verdad
de la áspera suerte y del bajo lugar
que la naturaleza te dio. Por eso la espalda
cobardemente volviste a la luz
que el pensar hizo evidente y, fugitivo, llamas
a quienes la siguen. Magnánimo
sólo es quien, escarneciendo
a sí mismo o a los otros, sabio o loco,
hasta los astros eleva el mortal grado.
Hombre de pobre estado y cuerpo enfermo,
que de alma sea generoso y alto,
no se llama ni se estima
rico de oro ni gallardo.
y de espléndida vida o de
valiente persona entre la gente
no hace risible demostración.
Pero si de fuerza y riqueza es mendigo
se deja ver sin vergüenza, y habla
abiertamente, y de sus cosas
hace estima en esa forma.
Magnánimo animal
no creo ya, sino necio,
al que nacido para morir, nutrido en penas,
dice: Para gozar soy hecho.
Y con fétido orgullo
llena los papeles de excelsos hechos y nueva
felicidad, que el cielo entero desconoce.
No ya orbe, hace promesas en tierra
a pueblos que la onda
de mar conturbado, el soplo
de aire maligno, el subterráneo derrumbe
destruyen de tal modo que resta
apenas de ellos el recuerdo.

Noble naturaleza es la que
a elevar se dispone
los ojos mortales hacia
el hado común, y con franca lengua
nada a la vista distrayendo,
profesa el mal que nos tocó en suerte
y nuestro bajo y frágil estado.
La que grande y fuerte
se muestra en el dolor, y ni los odios ni las iras
fraternas, aún más graves
que cualquier otro daño, alimenta
en sus miserias, culpando al hombre
de su dolor, sino a la culpable
verdadera, que de los mortales
es madre en el parto y del querer madrastra.
La llama enemiga pero pariente
de su ser la piensa,
tal como es en verdad, y ordenada al principio
como humana compañía.
A todos los seres cree confederados
y a todos los abraza
con amor verdadero, ofreciendo
y esperando valerosa y pronta ayuda
en los peligros y en las angustias
de la guerra común; y a la ofensas
del hombre armar la diestra, y tender lazos
al vecino y ponerle obstáculos,
es necia creencia, como si en el campo
ceñido de contrarios, en el más vivo
acoso del asalto,
olvidando los enemigos, acerba lucha
emprendiera con los amigos,
y dispersara en fuga y fulminara con la espada
a sus guerreros.
Así tales pensamientos
cuando sean, como fueron, entregados al vulgo,
y aquel horror que antes
frente a la despiadada naturaleza
ató a los hombres en social cadena,
sea reconducido por el veraz saber,
el honesto y justo
conversar ciudadano, la
justicia y la piedad, otra raíz
tendrán, no soberbia fábula,
en que se fundará la probidad del vulgo,
tan firme como suele estar parado
aquel que tiene en el error su base
A menudo en estas orillas
que, desoladas, de oscuro
viste el flujo endurecido y ondeante,
paso la noche; y sobre esta misma tierra
en purísimo azul
veo a la noche flamear las estrellas,
a las que lejos les hace espejo
el mar, y todo cintila alrededor,
en el vacío sereno del mundo.

Y si los ojos dirijo a esas luces
que parecen un punto,
pero son inmensas, de modo
que un punto son en su pecho tierra y mar,
realmente; y en donde
no solo hombre, sino ese
globo donde el hombre es nada,
son ignorados; cuando miro
todo esto sin un final y aún más remotos
nudos de estrellas
que se nos aparecen como niebla, no ya
el hombre y la tierra solos, sino todo en uno
el número de cuerpos y soles infinitos,
y con el áureo sol juntas, las estrellas
son ignotas, o parecen como
todas a la tierra, un punto
de luz nebulosa: en mi pensamiento,
¿qué pareces tú, prole del hombre?
Mirando tu estar aquí abajo, del que da señal
el suelo que piso; y de otra parte,
esa señoría y fin que tú
crees otorgados por el Todo, tú, al que tantas veces
le agrada fantasear en este oscuro
grano de arena que llamamos tierra
que por ti los autores del universo
bajaron a conversarte con agrado,
y que deseos y sueños
renovaron, al sabio insulta
hasta la edad presente, que en conocimiento
y en civiles modos
parece adelantar a todas; ¿qué razón,
mortal prole infeliz, o qué pensamiento
de ti finalmente me toma el corazón?
No sé si la risa o la piedad se impone.

Como del árbol cae una pequeña manzana
cuando en el tardo otoño
la madurez sin otra fuerza la derriba,
y de un pueblo de hormigas el dulce albergue,
cavado en blanda tierra
con gran trabajo, y las obras
y la riqueza reunida en larga
fatiga por la asidua cuadrilla
próvidamente en el tiempo de verano
aplasta, devasta y cubre en un punto,
cayendo así desde lo alto,
desde el útero tonante
lanzada al cielo profundo
de cenizas, de pómez y de rocas
noche y ruina, infusa
de borboteantes arroyos,
o bien montada en la ladera,
furiosa entre la hierba,
de licuadas masas
y de metales y de encendida arena
descendiendo llena,
las ciudades que el mar allá en la extrema
playa baña, confunde
y quiebra y recubre
en pocos instantes: allá donde ahora pasta
la cabra, y las nuevas ciudades
surgen y las sepultadas
les hacen de asientos, y los caídos muros
el arduo monte pisotea.
No la naturaleza a la semilla
del hombre estima o cuida
más que a la hormiga:
y si en él es menor el estrago,
tal vez sea porque menos fecunda es su prosapia.
Mil ochocientos
años hace que desaparecieron, oprimidos
por la ígnea fuerza, los sitios humanos,
y el aldeano atento
a los viñedos, que miserablemente
nutre la muerta tierra cenicienta,
todavía eleva la mirada
recelosa a la cumbre
fatal, que nunca apacible,
aún tremenda, lo amenaza
con estragar sus pobres haberes y sus hijos.

Y a menudo
el pobre en su lecho
del rústico hospedaje, hasta la vaga
aurora, yaciendo insomne
y sobresaltado, explora el curso
del temido hervor, que se vuelca
desde el incansable seno
al arenoso dorso, y que ilumina
la costa de Capri
y de Nápoles el puerto y Mergellina.
Y si lo ve apurarse, o si en el fondo
del pozo doméstico oye el agua
hirviendo gorgotear, despierta a sus hijitos,
despierta a la mujer, y con cuanto
de sus cosas agarrar pudieron, huyendo,
mira a lo lejos el usado
nido en el pequeño campo,
que le fue del hambre único resguardo,
presa del flujo incandescente
que crepitando llega, e implacable
para siempre sobre el campo se despliega.
Torna al celeste rayo
desde el antiguo olvido la extinta
Pompeya, como sepulto
esqueleto, que de la tierra
avaricia o piedad devuelve a lo abierto;
y del desierto agujero,
derecho entre las filas
de truncadas columnas, el peregrino
lejos contempla el bipartido monte
y la cresta humeante,
que a la esparcida ruina aún amenaza.
Y en el horror de la secreta noche
por los vacíos anfiteatros, por los templos
deformes y por las rotas
casas, donde el murciélago se esconde,
como siniestra faz
que por desiertos palacios lóbrega pasea,
corre el resplandor de la fúnebre lava,
que a lo lejos las sombras
enrojece y todo alrededor lo tiñe.
Del hombre ignorante y de las edades
que él llama antiguas, y de la herencia que hacen
luego los abuelos y los nietos,
está Natura siempre verde, y avanza
por tan largo camino
que parece durar siempre. Caen reinos en tanto,
pasan gentes e idiomas: ella no ve:
y el hombre, de eternidad se arroga el mérito.

Y tú, lenta retama,
que de selvas fragantes
adornas estos campos despojados,
también al cruel poder del subterráneo
fuego sucumbirás,
porque regresando al sitio
conocido, extenderá su avaro filo
sobre estas tiernas forestas. Y doblarás
bajo el haz mortal, nunca reacia,
tu cabeza inocente:
pero no la inclinarás hasta entonces en vano
cobardemente suplicando ante
el futuro opresor; tampoco la yergues
con desatinado orgullo para ver las estrellas
sobre el desierto, donde
la casa y el nacimiento
no por voluntad sino por fortuna tuviste;
sino que más sabia y menos
enferma que el hombre, tus frágiles
estirpes no creíste,
por el hado o por los hechos, inmortales.

[1836]

Asociación Dante Alighieri, Buenos Aires, 1987
Traducción de Jorge Aulicino

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