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206. Poesía más Poesía: Yannis Ritsos

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BIOGRAFÍA DEL POETA YANNIS RITSOS

Yannis Ritsos es, junto a Yorgos Seferis y Odysseas Elytis, uno de los poetas más importantes de la Grecia contemporánea y, también como ellos, uno de los pocos que ha logrado trascender, por la universalidad de su lenguaje poético, los límites de su idioma y de su geografía.

Nació el 1 de mayo de 1909 en Monembasiá, en la región del Peloponeso (Grecia). Ha realizado una obra vastísima, que se inicia en 1934 con su libro Tractor, imbuido en el realismo socialista de Vladimir Mayakovsky. En 1935, publica Pirámides (Πυραμίδες, Piramídes). Ambas obras muestran un frágil equilibrio entre la fe en el futuro, basado en sus ideales comunistas, y la desesperación personal.

En 1936, inspirado en los acontecimientos que tuvieron lugar en Grecia en aquel año, como huelgas, manifestaciones y enfrentamientos con la policía, publica su primera obra reconocida, Epitafio (Επιτάφιος, Epitáfios), en la cual habla sobre el llanto y el dolor de una madre que ha perdido a su hijo, asesinado por las fuerzas represivas, junto con los sentimientos del pueblo, provocados por las diez víctimas de una marcha de obreros en la ciudad de Tesalónica. Primeramente, fueron publicados como poemas sueltos en el diario Rizospastis, del KKE. La acogida del público fue tan entusiasta que el periódico decidió editar los poemas en forma de libro con el título de Epitafio, en una tirada de 10.000 ejemplares que se agotaron enseguida.
En esta obra, rompe con la poesía griega tradicional y expresa, en un lenguaje claro y sencillo, un mensaje de unidad a su pueblo. Éste es un poema del que muchos griegos de entonces y de generaciones posteriores conocen, al menos algunos trozos.

El 4 de agosto de 1936, el general Ioannis Metaxás, en un golpe de Estado toma el poder y da inicio al período del Fascismo Griego, inspirado en el pensamiento de Mussolini. Inició una persecución a la oposición, sobre todo a los sectores de izquierda. Como muestra de lo anterior, copias de Epitafio son quemadas al pie de la Acrópolis. Sería el primer capítulo de la incesante persecución hacia Ritsos y sus ideas durante toda su existencia.

En respuesta a lo anterior, el vate decide cambiar su estilo lírico. Explora las conquistas del surrealismo, a través del acceso al dominio de los sueños, las asociaciones sorprendentes, la explosión de imágenes y símbolos, es decir, en el lirismo que muestra la angustia del poeta, recuerdos suaves y amargos a través de los cuales canaliza ésta. Es durante este período que publica: La Canción de mi Hermana (Το τραγούδι της αδελφής μου, To Tragúdi tis Adelfis mu) en 1937 y Sinfonía de la Primavera (Εαρινή συμφωνία, Eariní sinfonía) en 1938.

En 1940, publica La Marcha del Océano (Το εμβατήριο του ωκεανού, To Embatírio tu Okeanú). El 28 de octubre del mismo año, Metaxas rechaza el ultimátum del embajador italiano en Atenas, Emanuele Grazzi, dando inicio a la guerra greco-italiana, que conllevó la derrota de la Albania ocupada por Mussolini y luego, en mayo de 1941, finalizó con la ocupación de Grecia por las tropas alemanas, comenzando propiamente la Segunda Guerra Mundial en territorio helénico.

Ritsos decide unirse al Frente de Liberación Nacional (Εθνικό Απελευθερωτικό Μέτωπο, Ethniko Αpeleftherotiko Metopo), el movimiento de resistencia más grande y activo de Grecia durante la guerra. Colaboró en labores de promoción cultural, sobre todo escribiendo poemas para los combatientes.
De esta época son obras como Vieja Mazurca a Ritmo de Lluvia (Παλιά μαζούρκα σε ρυθμό βροχής, Paliá Mazúrka se Rithmό Brojís) (1943), La Prueba (Δοκιμασία, Dokimasía) (1943) y Nuestro Compañero (Ο σύντροφός μας, O Síntrofós Mas) (1945).

En 1944 Grecia es liberada. Sin embargo, la monarquía griega quería recuperar el control del país, dominado por el Frente de Liberación, por lo que, con el apoyo de Estados Unidos, comienza la Guerra Civil Griega de 1946. Bajo este contexto, Ritsos, por su militancia, apoya al Frente e intensifica su compromiso político, por lo que, en 1948, es encarcelado en los Campos de Concentración de Limnos, Agios Efstratios y Makronisos. Esta experiencia forja su carácter y su manera de ver su arte, así como su visión del mundo en general. En prisión, sigue escribiendo, naciendo obras como Distritos del Mundo (Οι γειτονιές του κόσμου, I Gitoniés tu Kósmu) (1951), en la cual habla acerca de los horrores que se produjeron durante la contienda. Si bien la guerra terminó en 1949, no es hasta 1952, durante el gobierno de Alexandros Papagos, cuando recién es liberado.

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Ritsos (centro) en Makronisos. 

A estos primeros títulos sucede una nutrida serie de obras, entre las cuales pueden citarse: El hombre del clavel (1952), Vigilia (1954), Sonata Claro de luna (1956), con la que obtuvo el Premio Nacional de poesía, Doce poemas para Kavafis (1963), su célebre Romiosini (1966), La dama de las viñas (1975), Fedra (1978), etc. En varias oportunidades se han recogido sus poesías completas.

Esta extensa obra ha sido distinguida con los más importantes premios, entre otros el Nacional de Poesía, en 1956, el Alfred de Vigny, de París, en 1975, el Gran Premio Internacional de la Bienal de Bélgica en 1972. En 1977 recibió el Premio Lenin de la Paz, siendo uno de los dos griegos, junto con Costa-Gavras, en recibir el equivalente soviético del occidental Nobel, del cual, a pesar de estar muchas veces propuesto, jamás pudo alcanzar, a diferencia de Elytis y Séferis.

Paralelamente a su labor literaria, Ritsos registra una intensa actividad política de izquierda que le ha traído aparejado el confinamiento en varios campos de concentración. Entre 1948 y 1952 estuvo en el islote rocoso de Makrónisos y en Ai Stratis, y en 1967, al instaurarse la Dictadura de los Coroneles, fue deportado a los campos de Yaros y de Leros. Después de 19 meses de prisión se le trasladó a la isla de Samos, siendo liberado, por su estado de salud, a fines de 1970.

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Yannis Ritsos y Mikis Theodorakis

Esta militancia ha contribuido a cimentar su popularidad, favorecida también por la musicalización que Mikis Theodorakis hizo de muchos de sus textos. Theodorakis recuerda una sugestiva escena ocurrida cuando el diputado Grigoris Lambrakis, víctima de un atentado en Salónica en 1963, agonizaba en el hospital: “Después, los demás se fueron y quedamos en el lugar Ritsos y yo. La noche había caído ya. Oímos que de la oscuridad surgía, como un murmullo, la música y la letra de Epitafios. Me estremecí. Mi espíritu, que siempre tuvo sed de símbolos, descubrió entonces la causa de esa sed. En la sala contigua, Lambrakis, héroe de la resistencia nacional democrática, libraba un gran combate contra la muerte. A su lado estaba Glezos, héroe de la resistencia nacional. También el poeta y músico de Epitafios, primera obra y piedra basal de la cultura militante, estaban allí. Y a las puertas del hospital, sentados sobre la hierba fresca, los jóvenes y las jóvenes de Grecia cantaban en voz baja el Epitafios.

Titsos y yo salimos. Nos reconocieron, pero nadie se movió de su lugar. Todos siguieron cantando, dulce y profundamente.”

La poesía de Ritsos está lejos de ser panfletaria. El propio Ritsos se ha encargado de explicar sus alcances en una entrevista de la que extractamos los siguientes párrafos:

-Como usted sabe, se discute extensamente el carácter político de una parte concreta de su labor poética. ¿Cómo ve funcionar esa circunstancia y cómo la justifica, no sólo en el conjunto de su obra sino también de todo hecho poético?
-Es un error dividir la poesía en categorías. La poesía es inmensa como la vida. En su espacio no existen límites, no existen prohibiciones. En una conferencia Eluard había dicho que, mientras en un primer momento creía que existen palabras prohibidas para la poesía, más tarde se convenció de que tal cosa no es válida. Dentro y fuera de las palabras del poeta se estampa la memoria cultural de los siglos, se acumula la historia universal. El poema surge de una necesidad de ahuyentar el silencio, de un mandamiento que viene de la prehistoria. Escribiendo poesía hace, sin saberlo, una lucha, cuerpo a cuerpo con la muerte.
Y cuando decimos muerte no entendemos sólo la muerte física, sino también todas las formas de muerte social. La opresión, la esclavitud, las aspiraciones que no se cumplen, todo eso constituye una diaria ejecución, una muerte. Y en tanto existe la muerte, existirá la reacción contra la muerte. Una confrontación con esta forma de muerte es la poesía política (o al menos mi poesía política), una lucha por alcanzar el “desorden azul”, como escribo en un poema mío a Neruda…
-¿Es decir que para usted la poesía, más allá de su temática, funciona siempre como una afirmación absoluta de la vida?
-Sí, el poeta cree siempre en el valor de la vida porque, si realmente la considerara vana, no tendría razón de escribir. Además, la negación de la vida cuando se convierte en arte, se transforma en una afirmación.

Este humanismo, con distinto alcance, está presente en la mayoría de los poetas griegos modernos, inclusive en Seferis y Elytis (en este último en su monumental Axion Estil). Y se explica por las circunstancias históricas que atravesó Grecia, especialmente en este siglo, algunas de las cuales interesa suscintamente señalar para situar la poesía de Ritsos en su ambiente.

Fracasada en 1922 la “gran idea” (i megali idea) de reconquistar Constantinopla y los territorios griegos de Asia Menos, Grecia se convirtió en República en 1925, pero en 1935 se restauró en el trono a Jorge II. Éste, en 1936, confirió poderes dictatoriales al general Ioannis Metaxás, que inició una encarnizada persecución contra el comunismo, a la sazón con sólo 15 de las 250 bancas del Parlamento. En 1940 Italia, que había ocupado Albania, declaró la guerra a Grecia, iniciándose una heroica lucha en el norte, hasta que en 1941, tras una gran ofensiva, Alemania ocupó el territorio griego. En 1944 desembarcó el ejército británico y en 1946 retoma el trono Jorge II, cuyo gobierno se había instalado, después de la invasión nazi, en El Cairo. Pero los guerrilleros se habían hecho fuertes, y en 1947 instalaron un gobierno en las montañas, oficializándose la guerra civil que concluye en 1949 luego de inmensos desgarramientos y sacrificios.

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Tan dramáticas vicisitudes dieron nuevo aliento al helenismo, marcando esa etapa de la historia reciente con toda su intensidad épica. Así: el famoso “Oji” (NO) con que el gobierno griego respondió, el 28 de octubre de 1940, al ultimátum de Mussolini; los heroicos episodios en el frente albanés, en el Pindo, en Rupel; el estoicismo ante la hambruna que asoló el país en el invierno de 1941-1942; la histórica de Manolis Grezos y Apostolos Santas, que arrancaron la bandera de la cruz gamada enarbolada por los nazis en la Acrópolis; las matanzas colectivas de Kalavrita, en el Peloponero, donde los alemanes encerraron a las mujeres y a los niños en la iglesia y le prendieron fuego, ametrallando a los hombres y adolescentes en el cementerio; el fusilamiento de 317 habitantes, entre ellos 97 niños, en Kommeno-Arta; el asesinato por los S.S. de 296 lugareños en Distomos, cerca de Livadia; la ejecución de 233 aldeanos en Klissura; la matanza de Kokkiniá, en el Pireo, donde se hizo arrodillar a la población frente a la plaza, ejecutándose y deportándose a miles de personas; las hazañas del legendario Pérdicas, uno de los “capetanios” del Peloponeso durante la guerra civil; la aniquilación del ejército rebelde –los andartes- en 1949, en las postrimerías de esa guerra, que dejó un saldo de 12.000 víctimas; en fin, los miles de confinados, torturados y muertos en los campos de Makrónisos, Yaros, Limnos, Icaria y Ai Stratis.

Este helenismo venía del fondo de la historia, de las Termópilas, de Maratón, de Salamina; venía de los acritas y apelates que defendían las fronteras del Imperio Bizantino; de Misolonghi, de Patras, de todos los frentes donde se luchó por la liberación del largo yugo otomano; de Psará, donde los turcos mataron a todos los habitantes dejando desierta la isla-mártir; de las mujeres de Souli, que se arrojaron una tras otra, danzando al precipicio; de “la Montaña”, sinónimo de resistencia armada, pues en las montañas se constituyó el gobierno de la Resistencia, primero contra los nazis y después en la guerra civil; de la “vieja Vagitsa”, a la que canta Ritsos en uno de sus poemas, quien antes de ser ejecutada se puso a bailar, agitando el pañuelo, en el patio de la prisión.

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Pero en la poesía de Ritsos esta “helenolatría” se nutre, además, de un moderno sentido social, que ejemplifica esta reflexión de Theodorakis sobre su militancia en las juventudes lambrákidas: “Un día llegué hasta Pérama, en el corazón de los tugurios. ¿Cuál es vuestro problema principal?, pregunté. Nos hallábamos en la cima de la montaña. A nuestros pies, el golfo de Salamina. Pocos metros más abajo, se instaló el rey de Persia hace veinticuatro siglos. Desde allí contemplaba su flota y se aprestaba a obtener una rápida victoria sobre los griegos. ¿Victoria? El persa, que sin saberlo había llegado hasta aquel estrecho atraído por la astucia de Temístocles, sólo pudo asistir a la matanza de los suyos. Hoy, los herederos de los combatientes de Salamina viven en chozas de madera. Carecen de agua y de electricidad. Se ven obligados a caminar media hora o más para poder tomar un ómnibus”.

Ésta es la “romiosini” que el griego aprieta bajo el brazo “como el obrero aprieta su gorra en la iglesia”, al decir de Ritsos. Los antiguos helenos pararon a llamarse, en los tiempos bizantinos, “romei”, reservándose aquella denominación para los paganos. “Romiós”, pues, vino a designar el punto de conjunción entre el antiguo helenismo y el cristianismo, y “romisini” –voz que los franceses han traducido por “Grecité”- es la esencia de esa grecia vieja, pobre, siempre de luto, rabiosa, pero siempre fiel a la libertad, a su lengua, a la luz.
Esa “geología de mitos”, batida por el sol, por las guerras y los sueños, esa “romiosini”, tiene precisamente en la región natal del poeta su más fiel símbolo. El paisaje es seco, rocalloso. Siguiendo la ruta se asciende a la montaña, cada vez más desnuda. Y allá, en la inmensa roca, la ciudad-fortaleza de Monembasiá. Enclavada en una pequeña isla, a ciento treinta metros de tierra firme, la fortaleza está única por un puente de piedra con catorce arcos. La parte nueva de la ciudad, de pocos habitantes, está sobe la costa.

Arriba, en el extremo de la roca, la iglesia de Santa Sofía, y abajo, en la ciudad, la del “Elcómenos”, construida en 1697, con el famoso Cristo de las manos atadas, mencionado por Ritsos en su poema “Romiosini”.
Allí, en el siglo VI, se refugiaron los habitantes de la región con motivo de las incursiones de los avaros y eslavos, y por esa misma época el emperador Mauricio hi<o construir el primer fuerte, tomado en 1292 por los catalanes, en 1540 por los turcos, en 1690 por los venecianos, en 1715 otra vez por los turcos, para volver a los griegos en el siglo XIX. “Toda Monembasiá –escribe un cronista-, con sus impresionantes muros, su castillo, sus casas, sus iglesias, sus callejuelas, con su atribulada historia y su tradición, es uno de los monumentos más admirables del país.”

Ritsos ha logrado expresar en vigorosas pinceladas, o más bien con cierta técnica de montaje cinematográfico, esa atmósfera tensa, ese paisaje duro y bello, el dolor, el heroísmo y la esperanza de hombres que, a través de los siglos, han luchado por esa tierra que “es de ellos y de nosotros”, por esa tierra “que nadie podrá quitarles”. Y lo ha logrado mediante un lenguaje coloquial, mediante un verso fluido, un canto tallado en forma basta, como dice en su poema Carta a Yolio Kuiri:

Mis versos llevan gruesas botas/con varias hileras de clavos para resistir el camino pedregoso.
Sí, como el campesino es mi verso,/con bragas remendadas, con camisa raída,/con tierra en las uñas,/con el rostro quemado por la sal y por el sol,/por el dolor y la esperanza y el amor/y con un clavel rojo en la oreja/mira cómo aprieta mi verso entre sus dedos/mi corazón/como aprieta el campesino su gorra/al salir hacia el Concejo para decir dos palabras/por la libertad y la paz.
Sobre este aspecto del lenguaje explica Ritsos: “Mientras la lengua de la ciencia es analítica, la lengua de la poesía es sintética, expresiva. Obsérvese la forma cómo habla un hombre instruido y la manera cómo lo hace un hombre del pueblo. La palabra del primero tiene inmovilidad, es estática, especialmente en el verbo, que es el elemento más dinámico de toda lengua. Dice el hombre instruido: “Hoy a la mañana me levanté temprano, abrí las ventanas, vi el cielo, el día era hermoso, salí a la calle, llegué a la oficina, encontré a mis compañeros”. En cambio, un campesino dirá: “Me desperté muy temprano, abro la ventana, oh, qué día, gracias a Dios, y viene la vecina, eh doña Leni, ¿qué tal, durmió bien el chico? Yo no pegue un ojo en toda la noche, etc.”. Aquí el verbo se mueve, los tiempos se entremezclan de una manera que muestran los cambios de sentimiento, el movimiento exterior. Esto es una lección importante para la poesía.”
En 1954, se casa con Falitsa Yeorgiadis, quien se convertiría en el sostén emocional del poeta (y económico hasta la consolidación mundial de su obra). Un año más tarde, tienen una hija a la que llamaron Elefthería (Eλευθερία, Libertad).

Falleció el 12 de noviembre de 1990 en Atenas.

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Obras editadas en español, con la fecha de su primera edición:

Antología: 1936-1971, Grecidad y otros poemas, 1979, La olla ahumada, 1982, Poemas, 1983, Repeticiones; 12 poemas para Cavafis, 1983, Himno y llanto por Chipre, 1985, Grecidad, 1992, 
De papel, 1996, Sueño de un mediodía de verano, 2005, Paréntesis, 2005, Fedra, 2007, Sonata del claro de luna, 2007, La Señora de las Viñas, 2007, Áyax, 2008, Epitafio, 2009, La casa muerta, 2009,
Crisótemis, 2011, Epitafio / Dieciocho cantares de la patria amarga, 2012.

BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

SELECCIÓN DE POEMAS DEL POETA GRIEGO YANNIS RITSOS

SONATA CLARO DE LUNA

Déjame ir contigo
qué luna esta noche…
es buena esta luna, no se marcarán mis canas
La luna hará que mi pelo vuelva a ser dorado –no te darás cuenta

Déjame ir contigo
En noches bañadas por la luna
las sombras se engrandecen en mi casa
Manos invisibles corren las cortinas
Un dedo tenue escribe palabras olvidadas en el polvo que cubre el piano
No quiero oírlas… Cállate

Déjame ir contigo
Sólo un rato, hasta la valla de la fábrica de ladrillos
Hasta donde la calle se esconde tras la curva y aparece la ciudad de cemento, de aire
Blanqueada de cal lunar
Tan indiferente y etérea
Tan positiva que parece metafísica
Tanto, que finalmente puedes creer que existes y que no existes
que jamás has existido, que el tiempo y sus secuelas no han existido…

A mí –dice- me coges…
A mí -dice- me coges.
A mí me encierras
me matas.
¿Puedes coger aquel pájaro?
¿Puedes matar
el aire que escondo
entre mis uñas?

De "De papel"
Versión de Coloma Chamorro, Javier Lentini y
Dimitri Papagueorguiu
 

ALEJAMIENTO

Desapareció al fondo de la calle.
La luna había salido ya.
Un pájaro sonó entre los árboles.
Una historia corriente, simple.
Nadie había notado nada.
Entre las dos farolas,
un gran charco de sangre.

De "Testimonios II yIII"
Versión de Román Bermejo 

¿DE VERDAD? ¿HAS RECIBIDO CARTA?

¿De verdad? ¿Has recibido carta?
Rómpela
luego la recogeremos
trocito a trocito
la pegaremos
y la leeremos.
¿Escuchas los disparos?

De "De papel"
Versión de Coloma Chamorro, Javier Lentini y
Dimitri Papagueorguiu

NO CUESTA NADA…

No cuesta nada
una mentira más.
Todo se perdona
cuando respiras sin querer-
el cesto vacío
la corona de cristal.

De "De papel"
Versión de Coloma Chamorro, Javier Lentini y
Dimitri Papagueorguiu

DETRÁS DEL OLVIDO

Lo único sólido que de él quedó fue su chaqueta.
La colgaron allí, en el armario grande. Fue olvidada.
Se pegó al fondo, detrás de nuestras ropas de verano, de invierno,

nuevas cada año, para nuestras necesidades nuevas -. Hasta que,
un día, llamó nuestra atención – puede que por su color extraño,
puede que por su anticuado corte -. Sobre sus botones
había tres imágenes, iguales y redondas:
el muro del fusilamiento, con cuatro agujeros,
y alrededor, nuestro remordimiento.

Retraso
Todavía le quedaba una hora; alcanzaría.
Podía, pues, observar el florero vacío,
parecido a una mano de cristal como esperando, parecido a un…

Cuando se acordó de irse
los otros habían acabado ya su jornada. Y él ni siquiera
había terminado sus observaciones, con la idea
de que le sobraría tiempo. Así pues, lo único que podía hacer
era coger dos flores de las coronas grandes
que estaban en la entrada -dos lirios, y nada más-
muy altos, muy blancos, para el florero vacío.

Lenguaje carnal (de Poemas eróticos)
(Versión al español y notas por Manuel González Rincón)

 IX

Qué hermosa eres. Me asusta tu belleza. Tengo hambre de ti. Tengo sed de ti.
Te lo ruego: escóndete; vuélvete invisible para todos; visible solo para mí; cubierta
desde el cabello hasta las uñas de los pies con un velo oscuro y transparente
salpicado por los plateados gemidos de lunas primaverales. Tus poros irradian
vocales, consonantes placenteras; articulan palabras secretas;
rosáceos estallidos del acto sexual. Tu velo se hincha, reluce
sobre la ciudad anochecida con bares a media luz, sus tascas portuarias;
verdes focos iluminan la farmacia de guardia, una esfera de vidrio
gira veloz mostrando lugares del globo terráqueo. El borracho se tambalea
en una tempestad generada por la respiración de tu cuerpo. No te vayas. No te vayas.
Tan material, tan inasible. Un toro de piedra
salta desde el frontón del templo a la hierba seca. Una mujer desnuda sube
la escalera de madera
cargando un barreño de agua caliente. El vaho le oculta el rostro.
Arriba en el aire un helicóptero de vigilancia zumba en lugares imprecisos. Cuidado.
Te buscan a ti. Escóndete muy dentro de mis brazos. El pelo
de la manta roja que nos cubre crece sin cesar
y la manta se convierte en una osa preñada. Bajo la osa roja
nos entregamos sin medida, más allá del tiempo y más allá la muerte,
en una unión única, universal. Qué hermosa eres. Me asusta tu hermosura.
Y tengo hambre de ti. Y tengo sed de ti. Y te ruego: escóndete.

X

Todos los cuerpos que toqué, que vi, que poseí, que soñé, todos
están condensados en tu cuerpo. Oh, tú, carnal Diotima,
en el gran banquete de los griegos. Las flautistas se han marchado,
los poetas y los filósofos se han marchado. Los hermosos efebos reposan ya
lejos, en los dormitorios de la luna. Estás sola
en la plegaria que he elevado. Una sandalia blanca
con tiras blancas y largas está atada a la pata de la silla. Es el olvido absoluto;
eres la memoria absoluta. Eres la fragilidad intacta. Amanece.
Carnosas chumberas se precipitan desde los riscos. Un sol rosáceo
permanece inmóvil sobre el mar de Monemvasiá. Nuestra doble sombra
se deshace en la luz sobre el suelo de mármol cubierto de colillas pisadas,
de ramilletes de jazmines ensartados en agujas de pino. Oh carnal Diotima,
tú que me has engendrado y a quien yo engendré, es ya el momento
de que engendremos actos y poemas, de salir al mundo. Y en verdad no te olvides,
cuando vayas al Ágora, de comprar bastantes manzanas,
no las de oro de las Hespérides, sino esas grandes y rojas que, cuando hincas
tus dientes brillantes en su carne apretada, se les queda clavada,
como una eternidad sobre los libros, tu sonrisa vital.

XI

Quiero describir tu cuerpo. Tu cuerpo es inmenso. Tu cuerpo
es un delicado pétalo de rosa en un vaso de agua clara. Tu cuerpo
es un bosque salvaje con cuarenta leñadores negros. Tu cuerpo
son profundos húmedos valles antes de que salga el sol. Tu cuerpo
son dos noches con campanarios, con estrellas fugaces y trenes descarrilados. Tu cuerpo
es un bar a media luz con marineros borrachos y vendedores de tabaco;
se oyen estampidos,
rompen vasos, escupen, maldicen. Tu cuerpo
es una flota completa –submarinos, acorazados, cañoneros–;
levan ruidosas anclas; el agua barre su cubierta; un grumete
se lanza al mar desde el mástil. Tu cuerpo
es el silencio polifónico rasgado por cinco facas, tres bayonetas y una espada. Tu cuerpo
es un lago diáfano, –en su fondo se ve la blanca ciudad sumergida–. Tu cuerpo
es un enorme pulpo iracundo en la pecera de la luna con tentáculos ensangrentados
sobre las iluminadas avenidas, por donde al atardecer
pasó el cadencioso cortejo fúnebre del último emperador. Innúmeras flores pisoteadas
yacen en el asfalto empapadas en gasolina. Tu cuerpo
es un antiguo burdel de la calle del Arrabal con viejas putas pintadas
con grasientas y baratas barras de labio; llevan largas pestañas postizas;
hay también una joven novata –disfruta con todos los clientes,
deja el dinero en su mesilla, se olvida de contarlo–. Tu cuerpo
es una niña de piel rosada; se sienta bajo el manzano y come
una rebanada de pan tierno y un tomate rojo con sal; a ratos
se mete una flor de manzano en su pecho. Tu cuerpo
es una cigarra en la oreja del vendimiador –proyecta una sombra violácea
sobre su cuello tostado
y canta en solitario lo que no pueden decir todos los racimos juntos–. Tu cuerpo
es una gran era elevada en la cumbre de la colina
–once blanquísimos corceles trillan las espigas de las Escrituras–;
como si de oro fuese la paja,
clava pequeños espejos en tu pelo y relucen los tres ríos
donde rollizas vacas negras con diademas de diamantes pacen, beben y lloran.
Tu cuerpo es inmenso.
Tu cuerpo es indescriptible. Y quiero describirlo,
estrecharlo más fuerte contra mi cuerpo, abarcarlo y que me abarque.
 

Presentamos, en versión de Selma Ancira, un fragmento de su Sueño de un medio día de verano. Es uno de los referentes de la poesía griega del siglo XX. El paisaje y la historia de Grecia son algunos de los motivos de su escritura.

SUEÑO DE UN MEDIO DÍA DE VERANO

ANOCHE LOS NIÑOS NO DURMIERON. Habían encerrado un montón de cigarras en la cajita de los lápices y las cigarras cantaban bajo sus almohadas una canción que los niños conocían desde siempre, pero que olvidaban al despuntar el día.
Ranas doradas, sentadas en la punta de sus patitas y sin dejar de ver sus sombras en las aguas, semejaban pequeñas esculturas de la soledad y el sosiego.
En ese momento la luna tropezó con los chopos y cayó en la espesa hierba.
Hubo un gran susurro entre las hojas.
Corrieron los niños, tomaron con sus manos regordetas la luna y toda la noche jugaron en el campo.
Ahora sus manos son doradas, sus pies dorados y en lugar de huellas dejan lunas pequeñitas sobre la tierra húmeda.
Pero, afortunadamente, los adultos que saben mucho no ven demasiado.
Sólo las madres sospecharon algo.
Por eso los niños esconden sus doradas manitas en los bolsillos vacíos, para que su mamá no los regañe por haber jugado en secreto toda la noche con la luna.

POR LA NOCHE, con sus vestidos blancos, pasaron frente a nuestras ventanas los almendros: lentos y tristes, semejantes a aquellas pálidas adolescentes del orfanato que vuelven de una pequeña excursión, el domingo, tomadas de la mano, de dos en dos, sin proferir palabra, sin ver las estrellas que germinan una a una en la sombra, lejanas y felices.
Mañana enviaremos a los almendros a dar una vuelta a las orillas del mar, para que enjuaguen de sus rostros el polvo de nuestra tristeza.
Y en la tarde, cuando vuelvan contentos, traerán nuestras primeras palabras húmedas aún de mar, y nosotros lloraremos junto a la ventana abierta la alegría de saber que podemos llorar.

ANOCHE DORMIMOS ACURRUCADOS en el delantal de la primavera, apoyando nuestra cabeza en su corazón.
En sueños oíamos el aliento de las aves y el latido de nuestro corazón.
Por la mañana, cuando despertamos, vimos el cielo caminar en nuestro dormitorio, parecía un pájaro azul de ojos dorados que picoteaba las migajas de las sombras que se habían quedado en el suelo desde la noche anterior.
Un segundo, vamos a lavarnos y ya estamos.

Subimos en las alas de las golondrinas para ir a cortar flores en el cielo.
El viento de verano no tiene secretos para nosotros que caminamos descalzos sobre la paja y hablamos con las cigarras el lenguaje del sol.
El fuego todo se consumió y se convirtió de nuevo en fuego.
Hacemos anillos de flores y nos desposamos con los árboles y con el aire y con el primer silencio.
Cada piedrecita nos conoce como nosotros conocemos cada estrella que duerme en el agua.
En la tarde, las acacias se asoman por nuestras ventanas y saltan a través del marco abierto, dejando olvidado un ramo florido.
De nuevo hemos traído hasta el gran campo verde al alegre dios de los viñedos, de cuya barba gotean mostos y cuyos pies recuerdan al macho cabrío, pero cuya mirada es tan dulce y sencilla como la mirada de Cristo.
Ayer y antes de ayer, toda la noche intentamos contar las estrellas.
Y las estrellas son tantas como nuestro corazón y nuestro corazón es más que todas las estrellas.

En la presente versión se ha tratado de conservar esa particularidad del lenguaje poético de Ritsos. Además de Romiosini, sin duda los poemas más representativos de Ritsos, se incluyen aquí Época silenciosa y gran parte de El río y nosotros.

Los textos han sido tomados de Agripnia (Viginia) Ediciones Kedros, Atenas, 1979.

ROMIOSINI

ROMIOSINI I

Estos árboles no se arreglan con tan poco cielo,
estas piedras no se arreglan bajo el paso extranjero,
estos rostros no se arreglan sino con sol,
estos corazones no se arreglan sino con justicia.

Este sitio es duro como el silencio,
aprieta contra el pecho sus piedras calcinadas,
aprieta contra la luz sus olivos huérfanos y sus viñas,
aprieta los dientes. No hay agua. Solamente luz.
El camino se pierde en la luz y la sombra de la tapia es metálica.

Se petrificaron los árboles, los ríos y las voces en la cal del sol.
La raíz tropieza con el mármol. Arbustos polvorientos.
El mulo y la roca. Jadean. No hay agua.
Todos tienen sed. Hace años. Todos mascan un amargo bocado de cielo.

Sus ojos están rojos por la vigilia,
una profunda arruga se clava como una cuña entre sus cejas
como un ciprés entre dos montañas a la hora del crepúsculo.

Sus manos están pegadas al fusil,
el fusil prolonga sus manos,
sus manos prolongan sus almas,
tienen los labios llenos de rabia
y el dolor en lo más hondo de sus ojos
como una estrella en un pozo de sal.

Cuando aprietan la mano el sol está seguro para el mundo,
cuando sonríen una pequeña golondrina vuela de sus hirsutas barbas,
cuando duermen doce estrellas caen de sus bolsillos vacíos,
cuando mueren la vida sube la cuesta con banderas y tambores.

Hace tantos años que tienen hambre, todos tienen sed, todos mueren
sitiados por tierra y por mar;
la sequía devoró sus campos y la sal regó sus casas,
el viento arrancó sus puertas y las escasas lilas de la plaza,
por los agujeros de sus abrigos entra y sale la muerte,
sus lenguas están ásperas como una piña,
sus perros han muerto envueltos en sus sombras,
la lluvia cala sus huesos.

Inmóviles en las atalayas fuman la bosta y la noche
escrutando el mar enfurecido donde se hundió
el mástil quebrado de la luna.

El pan se agotó, las balas se agotaron,
ahora cargan los cañones sólo con sus corazones.

Tantos años sitiados por tierra y por mar,
todos tienen hambre, todos perecen, pero ninguno muere-
sus ojos brillan en las atalayas,
ven una gran bandera, un gran fuego rojo
y cada amanecer miles de palomas vuelan de sus manos
hacia las cuatro puertas del horizonte.

ROMIOSINI V

Se sentaban a la tarde bajo los olivos
cribando la luz cenicienta con sus toscos dedos,
se quitaban las cartucheras y calculaban cuanto esfuerzo cabía en el sendero de la noche,
cuanta amargura en el nudo de la malva silvestre,
cuanto valor en los ojos del niño descalzo que llevaba la bandera.

Se había demorado en el campo la última golondrina,
oscilaba en el aire como una cinta negra en la manga del otoño.
No quedaba otra cosa. Solamente las casas humeando todavía.

Los otros nos dejaron hace tiempo bajo las piedras,
con sus camisas desgarradas y su juramento escrito en la puerta caída.
Nadie lloró. No teníamos tiempo. Pero el silencio crecía
y la luz estaba ordenada allá abajo en la playa como el ajuar de una muerta.

¿Qué será de ellos cuando la lluvia arroje sobre la tierra las hojas podridas de los plátanos?
¿Qué será de ellos cuando el sol se seque sobre un manto de nubes
como una chinche aplastada en la cama campesina?
¿Cuando se pose en la chimenea del atardecer la cigüeña embalsamada de la nieve?

Viejas madres echan sal en el fuego, echan tierra en sus cabellos,
arrancaron las vides de Monembasiá para que el negro racimo no endulce la boca de los enemigos,
pusieron en un saco los huesos de sus abuelos junto con los cubiertos
y vagan fuera de las murallas de su patria buscando dónde arraigar en la noche.

Ahora será difícil encontrar otro idioma que no sea el del cerezo,
menos fuerte, menos duro-
las manos aquellas que quedaron en los campos
o arriba en las montañas o abajo en el mar,
no olvidan, nunca olvidan-
será difícil que olvidemos sus manos,
será difícil que las manos encallecidas por el gatillo interroguen a una margarita,
que digan gracias sobre sus rodillas, sobre el libro
o en el seno de la noche estrellada.

Se necesitará tiempo. Y debemos hablar.
Hasta que encuentren su pan y su justicia.
Dos remos clavados en la arena en el tormentoso amanecer.
¿Dónde está la barca?
Un arado hundido en la tierra, y sopla el viento.
La tierra quemada. ¿Dónde está el labrador?

Cenizas en olivo, la viña y la casa.
La noche avara esconde estrellas en sus medias campesinas.
Laurel seco y orégano en el armario de la pared. El fuego no lo tocó.
Una marmita tiznada en la chimenea- y el agua
hierve sola en la casa cerrada. No tuvieron tiempo de comer.

Las venas del bosque en la puerta quemada –corre la sangre por las venas.
Y he aquí el paso familiar. ¿Quién es?
Familiar este ruido de clavos en la pendiente.
La raíz se arrastra en la piedra. Alguien viene.
La consigna, el santo y seña. Hermano. Buenas noches.

La luz encontrará entonces sus árboles, el árbol encontrará su fruto.
El jarro del muerto tiene agua y luz todavía.
Buenas noches, hermano mío. Buenas noches.

En su barraca de madera vende hilos y especias la vieja noche.
Nadie compra. Subieron a las montañas.
Difícil ya que bajen.
Difícil que digan su estatura.

En la era donde comieron una noche los valientes
quedan carozos de aceitunas y la sangre seca de la luna
y el hexámetro de sus armas.
Quedan en torno los cipreses y el laurel.

Al día siguiente los gorriones se comieron las migas de su pan,
los niños jugaron con los fósforos
que habían encendido sus cigarrillos y las espinas de los astros.

Y la piedra, donde se sentaron a la tarde bajo los olivos de cara al mar,
mañana será cal en el horno,
pasado blanquearemos con ella nuestras casas y el umbral de Aghia Sotiras,
traspasado sembraremos una semilla allí donde se durmieron,
y un brote de granado
estallará como la primera sonrisa de un niño en el regazo del sol.

Después nos sentaremos allí en la tierra para leer sus corazones
como si leyéramos desde el principio la historia del mundo.

ROMIOSINI VI

Con el sol hasta el pecho en el mar y encalada la ladera opuesta del día
duele dos y tres veces más el cerrojo y la tortura de la sed,
duele como al principio la vieja herida,
y el corazón se cuece al calor como las cebollas de Vatica delante de las puertas.

Cuando más pasa el tiempo más se parecen sus manos a la tierra,
cuando más pasa el tiempo más se parecen sus ojos al cielo.
Se acabó el aceite de la vasija. Un poco se borra en el fondo. Y la rata muerta.
Se acabó el coraje de la madre junto con el agua del cántaro y de la cisterna.
Las encías del desierto tienen el gusto acre de la pólvora.

Dónde está ahora el aceite para el candil de Santa Bárbara.
Dónde la menta para sahumar el ícono dorado del crepúsculo,
dónde el bocado de pan para que la noche mendiga toque una serenata con su lira.
Arriba en el castillo de la isla se alinean las higueras y los asfódelos.
La tierra removida por el cañón y las tumbas.
El Fuerte destruido bosteza remedado de cielo. Ya no hay lugar
para otros muertos. No hay un sitio para que la tristeza se siente a trenzar sus cabellos.
Casas quemadas oteando con ojos desorbitados el mar de mármol
y las balas clavadas en los muros
como los puñales en las costillas del Santo que ataron al ciprés.

Todo el día los muertos toman sol tendidos boca arriba,
y sólo cuando anochece los soldados se arrastran con el vientre sobre las piedras quemadas,
buscan un aire que no esté impregnado de muerte,
buscan los zapatos de la luna masticando un pedazo de suela,
golpean la roca con el puño por si acaso brota una gota de agua,
pero del otro lado la pared está hueca
y el golpe vuelve a oírse junto con los cañonazos cayendo sobre el mar
y oyen todavía una vez más el lamento de los heridos junto a la puerta.

¿Adónde vas? Te llama tu hermano.
La noche está bloqueada por las sombras de los barcos extranjeros.
Los caminos cerrados.
Sólo hacia las alturas hay aún camino.
Y ellos maldicen los barcos y se muerden la lengua
Para oír su dolor que aún no llegó hasta el hueso.

Arriba en las almenas los capitanes muertos de pie custodian el castillo;
Sus carnes se pudren bajo la ropa. Eh, hermano, ¿no te cansaste?
Floreció la bala en tu corazón,
vinco nardos asomaron en la asila de la roca,
hálito a hálito su fragancia cuenta la historia -¿recuerdas?-
mordisco a mordisco la herida te habla de la vida,
la manzanilla nacida en la uña del dedo gordo del pie te habla de la belleza del mundo.

Tomas la mano. Es tuya. Bañada de sal.
Tuyo es el mar. Cuando arrancas un cabello de la cabeza del silencio
gotea la amarga leche de la higuera. Donde estés el cielo te ve.

El lucero lía entre sus dedos tu alma como un cigarrillo
para que la fumes tendido boca arriba
mojando tu mano izquierda en el cielo estrellado
y abrazando con la derecha el fusil como una novia
para que recuerdes que el cielo nunca te olvidó
cuando saques del bolsillo su vieja carta
y desplegándola con los dedos quemados leas a la luz de la luna valentía y gloria.

Después subirás al promontorio más alto de tu isla
y cargando el fusil con estrellas dispararás primero al aire
sobre los muros y los mástiles
sobre las montañas que se inclinan como soldados heridos
para asustar a los espíritus y devolverlos a la sombra-
y después dispararás al pecho del cielo para tocar su punto azul
como si tocaras sobre la blusa
el pezón de la mujer que mañana amamantará a tu hijo
como si tocaras después de muchos años el picaporte de la puerta paterna.

ROMIOSINI VII

La casa, el camino, la higuera, la cáscara del sol que las gallinas picotean en el patio.
Los conocemos, nos conocen. Aquí entre las breñas
la culebra ha mudado su túnica amarilla.

Aquí está la choza de la hormiga y el torreón lleno de troneras de la avispa,
en el mismo olivo el cuerpo muerto de la cigarra del año pasado y el canto de la cigarra de este año,
en los arbustos tu sombra que te sigue como un perro silencioso, muy castigado,
perro fiel –al mediodía se acuesta junto a su sueño terroso husmeando los laureles,
A la noche se ovilla a tus pies mirando una estrella.

Un silencio de peras se multiplica en las piernas del verano,
la somnolencia del agua se demora en las raíces del algarrobo,
la primavera tiene siete hijos huérfanos adormecidos en su regazo,
un águila moribunda en sus ojos,
y allá arriba, detrás del pinar, la capilla de San Juan Ayunador secándose al sol
como el pálido excremento del gorrión en una ancha hoja de mora.

Este pastor envuelto en su pelliza
tiene en cada pelo del cuerpo un río seco,
tiene un bosque de encinas en cada agujero de su flauta
y su bastón tiene los mismos nudos
que el remo que golpeó por primera vez el azul del Helesponto.

No es necesario que recuerdes. La vena del plátano
tiene tu misma sangre, la misma del asfódelo y la alcaparra de la isla.

Desde el fondo silencioso del pozo asciende al mediodía
una voz de vidrio oscuro y viento blanco,
una voz redonda como un ánfora antigua –la misma voz antigua
y el cielo enjuaga con añil las piedras y nuestros ojos.

Todas las noches la luna da vuelta sobre los campos del cuerpo de los grandes muertos,
palpa sus rostros con salvajes, helados dedos
hasta reconocer a su hijo por el filo del mentón y las cejas de piedra,
registra sus bolsillos. Siempre encuentra algo. Algo encontramos.
Un relicario con madera de la Cruz. Un cigarrillo aplastado.
Una llave, una carta, un reloj detenido a la siete.
Le damos cuerda nuevamente. Las horas pasan.

Cuando mañana sus ropas se pudran
y queden desnudos entre los botones militares
como quedan pedazos de cielo entre las estrellas del verano
como queda el río entre las adelfas
como queda el sendero entre los limoneros cuando llega la primavera,
acaso encontremos entonces sus nombres y podamos gritar: yo amo.

Entonces. Pero estas cosas están todavía muy lejos,
todavía muy cerca, como cuando estrechas
una mano en la oscuridad y dices buenas noches
con la amarga cortesía del desterrado que vuelve a la casa paterna
y ni los suyos lo reconocen,
pero él ha conocido la muerte,
y ha conocido la vida que está antes de la vida y después de la muerte
y los reconoce. No se entristece. Mañana, dice. Y está
seguro que el camino más largo es el camino más corto al corazón de Dios.

Y he aquí la hora en que la luna lo besa con cierta angustia detrás de la oreja,
las algas, la maceta, el escabel y la escalera de piedra le dicen buenas noches,
y las montañas y los mares y las ciudades y el cielo le dicen buenas noches
y sacudiendo la ceniza del cigarrillo ente las rejas del balcón
puede llorar por su seguridad,
puede llorar por la seguridad de los árboles y de los astros y de sus hermanos.

ÉPOCA SILENCIOSA

1.Cambio

Un balcón suspendido del cielo
una pequeña nube que entristece el mar – se agrande la nube,
un fuego de pastor en la humedad del bosque – se apaga.
La noche recoge del alambre sus húmedas enaguas
hasta encender su lámpara detrás de la montaña.

Huyen los colores y los niños, quedan sólo las piedras,
huye la sangre de las venas del día,
dos gruesas gotas se disuelven en el agua,
el humo del cigarrillo es el rostro de aquél que fumaba en el muelle.

Ahora debemos cerrar los postigos
quedarnos en nuestro lugar. Hay humedad.

Sobre las ventanas permanece lejano el crepúsculo
como el programa de una fiesta popular cuando se dispersa la gente
y se vacían los cafés y las tabernas de la plaza.
La sombra se adhiere a las tapias y a las casas de la isla
como el carbón al rostro del fogonero. No vino nadie.

Y sin embargo tú retienes todavía en tus palmas
el hálito amargo del mimbre
el áspero aire de la viña
y un pedazo de mar que asoma tras la red de una rama de pino. No nos quitaron todo.

Dentro de poco vendrá nuestra noche a eliminar el silencio con la estrofa de un astro
dejará su gran azadón frente a nuestra puerta
dejará colgada a nuestro lado la luna taciturna
como deja nuestra madre su alianza en la cómoda antes de dormir.

El mar queda detrás de las pestañas bajas
un rostro entrevisto tras las varillas de la lluvia.
El marinero borracho grababa con su cortaplumas el nombre de su amada
en la puerta de la taberna, allá en el puerto extranjero
a la hora en que el alba sacaba de su bolsillo una gran llave oxidada
y abría los depósitos de trigo y de carbón.
Dijimos entonces algo simple –no lo recuerdo
sólo guardo el sonido de su voz
así como queda el calor de dos cuerpos en las sábanas de la mañana.
Y sabíamos que nada estaba perdido. Lo sabíamos bien.

Después salimos a la calle. La calle era extraña.
La luz medía la soledad de la noche pasada.
El reloj de la estación era como la última página de un libro
y cada vez que hablabas salía de tu boca el nombre de la patria
como se saca de la vieja valija de viaje una gruesa camiseta campesina.

Así pasamos la noche en medio de la calle. Las luces no nos conocían.
Las casas no decían buen día. Las ventanas miraban hacia adentro.
Suena fuertemente la campanilla cuando cambia la guardia
y la tormenta de ayer y el farol de la aduana-.

Pero de nuevo sobre los mástiles, sobre las chimeneas
esta estrella primaveral -mírala- no quiere desaparecer
como una vieja fecha grabada en la cabina
por la triste mano de la mujer del capitán.

Y esta noche que regresa sucia y descalza,
viene la noche como el negro y manso perro del puerto
y se adormece sobre las bolsas de nuestra alma frente al mar.
Algo espera la noche. Algo esperamos.

Como sea escucharemos desde lejos el relincho del viento.
Una gruesa gota dirá: recuerdo,
otra dirá: recomienzo.
Los buscadores de esponjas emparentados con las algas del abismo
subirán al muelle a fumar sus pipas
a buscar en las estrellas señales del tiempo
a asegurar los cabos de las barcas
hasta que subamos el doble escalón por el que bajamos
hasta que disuelva el mapa todos sus colores en un solo color.
He aquí, sobre la ciudad,
el viento que despega los grandes afiches de las nubes.

4 Una gota de sueño

Lejana la voz del vendedor de billetes. El árbol inclinado.
Un jarro enterrado en la arena.
Arde el poniente. Reflejos violáceos en la playa.
Algunas casas en la colina, guindos amontonados, silencio y crepúsculo.

Tienes un pañuelo de verano en tu bolsillo
tienes una tristeza abandonada en el umbral
como la deshilachada zapatilla de primavera que quedó olvidada en la roca
cuando la última pareja recoge apresuradamente tres metros de mar
y se pierde cabizbaja al abrigo del viento.

Qué rápido anochece en tus ojos.
Tu bolso huele ya a humedad,
tus manos entraron en los guantes como los árboles en las nubes.

Allí donde termina la tormenta comienza tu mirada
allí donde termina el cielo comienza tu canto y todo tu rostro.

Hay una estrella amarilla en tu silencio
como una pequeña margarita en la cómoda de un enfermo
hay un puñado de calor en cada hoja amarilla que vuelve atrás las páginas del tiempo.

Basta que sepas. La otra comunicación no se interrumpe después de medianoche.

La línea continúa a lo largo y a lo ancho,
con varias estaciones,
algunas interrupciones, algunos accidentes,
continúa, y el otoño se protege del viento en las rejas de la estación
o en la tapia de orfelinato
oyendo el toque de queda sobre los húmedos techos
y continúa aún el gramófono en el bar de la playa
y la luna gira sobre él –
un disco gastado, un viejísimos tango. Nadie baila.

Pero tú volviendo del otro lado de la luna
más allá de la medianoche, más allá del umbral
escucharás la gran música paseando por el alto puerto con doce mástiles
como un mozo silencioso que da vuelta las mesas del otoño
doblando cuidadosamente las servilletas de la noche
recogiendo pilas de platos llenos de huesos de pescado.

El mar y el canto continúan.

Es nuestro todo lo que dejaron fuera de la puerta los hombres encerrados
el grito del viento en los cuartos oscuros
la música que baja en grandes oleadas golpeando los postigos
el silencio que abre su monedero y se mira en su cuadrado espejito
y aquélla que se enrolla en un capote militar sobre el muelle
y se duerme junto a su mochila.

También tú enciendes el cigarrillo con una estrella sobre el tranquilo rebaño de tu alma
como el blanco que vela sobre la tropa dormida
para pensar en una mujer
en el mar
la ciudad con sus banderas
los clarines
el polvo del sol y la gloria de los astros.

Y está a tu lado –lo sabes-
esta gran sonrisa
como el redondo despertador junto al sueño del trabajador.

EL RÍO Y NOSOTROS
(fragmento)

1.-La tarde, el río y nosotros

Así cada noche nos sentamos en el umbral
bajo un ancho cielo recortado en pequeñas hojas por los árboles
Jristo decía: “La tierra está cubierta de negras baldosas
como el corredor del hospital público. Cuando caminas
a la luz de los débiles focos, la tierra está cubierta de muertos”.

Teníamos un jardín con rejas. Al atardecer
escuchábamos el río que venía desde lejos –
traía cañas y troncos y jirones de capotes de soldados.

La ciudad se extendía. Todas casas nuevas.
Las casuchas de los arrabales se convertían en barrios. Y el viejo cementerio
quedó también en el ejido de la ciudad. Se construían ahora
algunos grandes edificios -para tiendas quizás o para bancos.

Alrededor del jardín quedaba un espacio sin vender
y el río. Marta decía al atardecer: “Me gusta el río
no por los colores del ocaso que se fragmentan sobre él
como los rotos vitrales coloreados de las ventanas de la vieja Catedral,
no por los colores. No me gusta lo fragmentado
por bello y colorido que sea -es siempre fragmento.
Amo el río porque fluye sabiendo que fluirá
como ayer, como anteayer, como mañana -en el futuro
que no conozco. Aunque conozco el futuro: fluirá.
Es como la sangre que corre también cuando dormimos
y la escuchamos detrás del sueño o como vemos el viento detrás de las ventanas cerradas.
Cuando cierro mis ojos veo siempre claramente el río
como una gruesa vena en la muñeca de un trabajador que duerme”.

No éramos ya niños. Habíamos dejado los juegos. Soñábamos.
Entre dos besos entraba el ruido de la ciudad.
Y quedaba abierta la puerta que alguien olvidó cerrar
y entraba el viento empujando con sus hombros las paredes del cuarto,
venía el ruido del río hasta la lámpara
y la lámpara parecía el ahogado que arrastra la corriente
y en el espejo iban y venían extraños peces.

Nadie se levantaba a cerrar la puerta.
Teníamos frío. Nos metíamos bajo las frazadas.
De a dos, o solos. Uno era peor que dos.
Los dos no eran nunca uno. Y el río se ensanchaba entre ellos.

Entonces fue que hablamos del puente. Debíamos construir un gran puente.
Tú y yo y el otro. Y la puerta se cerraba sola. Teníamos calor.
Quedaban en el cuarto el río, el viento, la ciudad
y los manifestantes con los grandes carteles:
“un puente, un puente, un puente”.

¿Teníamos listo acaso este puente?
Porque ya hablábamos libremente. Nuestras manos
eran tuyas y mías -nuestras.
Decíamos: “nosotros”. Y los rostros se iluminaban con seguridad
no como el reflector que en la noche ilumina
alternadamente a veces la nube y a veces el aeroplano,
a veces una chimenea o un sector recortado de casas
o el caballo de bronce en el jardín público
o las estatuas más altas del cementerio
o un mástil que busca como un dedo amarillo de tanto cigarrillo
que busca el mapa de la soledad
o la ropa tendida de la cuerda
o las armas cruzadas formando pirámides en la desnuda llanura
o las banderas empapadas por la lluvia en los balcones de los edificios públicos
banderas empapadas como cabellos de la madre que se perdió una noche en la tormenta
empapada nación escondida bajo las banderas -tiritando;
no el reflector. Una luz cierta
repartida equitativamente entre todos los rostros
entre todas las manos que cavan, que escriben, que luchan,
repartida equitativamente como el pan en la mesa fraterna.

2. Continuación. Cuando muere el día

Anochece. Los rostros parecen más serenos de noche.
La sombra de una rama tiembla en el rostro de Marta. Pone dos cuñas en su mentón,
dos negras impresiones digitales, quizás un minero
le tomó el mentón con la mano para alzar un poco su cabeza
y que vea el humo de la chimenea. Así miraba Marta un poco más arriba.

Sólo Jristo quería decir algo,
alguna objeción -que el río
es ciego, dice- no sabe callar ni pensar,
Y qué, sí – “el río muchas veces se seca.
¿Han visto alguna vez un río muerto?
¿Un río seco? En mi comarca
tenemos un río muerto. Lo llamamos Sequedad. Es como el hueco
en la palma del pordiosero que se sienta solitario bajo la llovizna
en la escalinata de la iglesia, mientras nadie pasa,
es como el hueco en el sucio colchón del muerto,
es como el hueco en el viejo canapé del salón
cuando se sientan la abuela y el abuelo a la noche
y están molestos por sus arrugas y sus dientes negros
y después se sienta sola la abuela
y después el padre con la madre
y después solamente la madre
y después María y yo
y después solo yo -porque María
se sienta en otro canapé que no conocía
y después vino una noche silenciosa
abrió las cortinas
dejó junto al canapé un cesto
-no el canastito con la labor a medio terminar de María. Él no decía ya nada
y yo no estaba ya enojado, ni triste. Me levanté del canapé y quedó solamente aquel hueco
indiferente -nadie le prestaba atención.
Ni yo lo advertí. Sólo esta noche lo recordé.

Entonces, mueren los ríos. Y no tiene sentido que mueran.
En nuestro lugar entonces – ¿han visto un río muerto?
Está más muerto que un muerto
más muerto que un amor –
está verdaderamente muerto. La tierra está cubierta de muertos
como el corredor del hospital público de negras baldosas
diría que la tierra está por dentro cubierta de baldosas”.

Estábamos enojados con Jristo. Nos alegrábamos
de estar enojados. Se aseguraba así el puente.
“Nosotros.” Decíamos. No seguimos. Nos bastaba.
“Nosotros”. Una noche golpearon la ventana.
-Sordo, sordo, no sabes que la primavera golpea los vidrios,
que bosteza un pájaro como si no quisiera despertar,
como si no quisiera despertar la mujer que besas debajo de la oreja
en el momento que los albañiles han comenzado ya su canto
y el andamio cuelga del sueño de la vida.
Sordo, sordo, no sabes qué hermosa es nuestra vida.

En verdad no existen ríos muertos.

3. El silencio de los hombres

Quiero mostrarte todos los cuartos
el blanco, el rosa, el pistacho, el negro
y los viejos armarios y los baúles y los pequeños cajones
y los sótanos con las tinajas vacías y los muebles rotos

abrirte todas las puertas y ventanas
mostrarte los astros por todos lados
hablarte de la sombra que crece en la pared cuando se enciende la lámpara
de los dos cansados triángulos que dibuja la luz de la luna en el rellano de la escalera
como dos codos que se apoyan en las rodillas de la tristeza
hablarte de la pequeña sonrisa que se oculta en un vaso de agua
del gran dolor que se oculta bajo la sonrisa
y el vello del fruto que tortura los dedos del amor
mostrarte cuán pequeño soy
cuán grande soy
para que no quede nada mío para que no sea nada tuyo
para unirnos más allá de nuestros cuerpos separados.

María callaba.

No abría ninguna ventana. ¿No había ninguna ventana?
Y el silencio aumentaba entre nosotros, como el río, como el mar. Nos sentamos en orillas opuestas y lloramos. Hasta que subía el silencio y nos ahogaba.

Dime, ¿dónde nos uniremos? -dijo. Dime, ¿dónde el silencio unirá nuestros dedos?
Más adentro de nuestros dedos, ¿dónde nos uniremos? Qué lamento
romperá estos negros vidrios-. No para conocer o conocernos
sino para fijar exactamente nuestro lugar, para cambiar de raíz
tal como la raíz y la hoja están de acuerdo en la luz. Abre las ventanas.
Abre las ventanas, dijo.
Cada día nuestras palabras esconden menos silencio.
Las ventanas dan al cielo, a las casas y a las espigas.

4. Noticias diarias

Este gran otoño sin piloto -las ruedas de los coches en el barro
el humo de los restaurantes en el silencio raigal- un perro solitario
las líneas del tranvía doblando la esquina de la soledad
los muertos no compran ya diarios en el kiosko
en el pequeño kiosko con cigarrillos baratos
y hebillas para el cabello de las muchachas.

A veces conversábamos con ellos. Una nube brillaba en el poniente.
Hablábamos de construir la vida en forma de sonrisa,
en forma de chimenea que penetra en las nubes.
Era algo carmesí la luz en el borde de la tarde
y las nubes violáceas, grandes.
Un barco oscuro, silencioso, y su sombra
aún más silenciosa continuaba deshojando las horas en el agua.
Tanques de hierro con brea en la calle. Alguien sentado en la playa
ataba sus zapatos. Acaso estaba soñando.
Tanteabas la luz que huía más allá en el fondo del horizonte
como tanteas con tus dos dedos el pulso de tu amigo enfermo.

Decíamos: debemos escribir muchas cartas. Hace tiempo que interrumpimos nuestra correspondencia.
Debemos ponernos de acuerdo, decíamos. Al menos en las cuestiones fundamentales.
Después no los volvimos a ver. Qué fácilmente un vivo se convierte en muerto,
ya en el mercado, ya en la calle, ya en el hotel,
ya en la cancha a la hora en que los otros juegan al fútbol
y los pescadores continúan pintando sus redes con corteza de pino hervida.

Nadie vuelve la cabeza para mirar. Las mujeres tejen tricotas y medias
hasta que sus manos se caen al lado de la silla
y sobrepasan los puntos de la aguja. Y esto mismo puede pasarle
simplemente a cada uno. A ti, al otro, inclusive a mí.

Los viejos automóviles se arrojan a la corriente. Lo mismo que las cerraduras inútiles.
Aquéllos que se besan lo hacen para olvidar el olor a hierro oxidado que recorre el poniente,
las hojas amarillas que se precipitan en la noche
y la voz que sale del corredor como un cuchillo del costado del muerto.
¿Cuántos murieron ayer? ¿Hoy? ¿Mañana?

El humo cae de golpe sobre los techos
como la mano cortada, como el árbol cortado en el bosque.
No existe ya piedad ni perdón.
Los animales están solos en sus agujeros. Los hombres solos en su tristeza.
Déjenme gritar, dijo, al menos con la voz del loco guardafaro.
Déjenme -dijo. Maten a la muerte. Maten a la muerte.

PRÓXIMO PROGRAMA JUEVES A LAS 22 HS (HORA ESPAÑOLA)

POESIA MAS POESIA 2022 1 - Poesia Online
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Continua.


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