BIOGRAFÍA DE PABLO NERUDA
Ricardo Eliecer Neftalí Reyes Basoalto, conocido mundialmente como Pablo Neruda, nace el 12 de julio de 1904, en la ciudad de Parral, situada en la región central de Chile.
Tal vez no viví en mí mismo; tal vez viví la vida de los otros.
Fue hijo único del matrimonio formado por el conductor de ferrocarril, don José del Carmen Reyes Morales y por la maestra doña Rosa Basoalto, quien muere dos meses después del nacimiento del poeta. A los dos años, éste se va a vivir a la ciudad sureña de Temuco, donde el padre contrae matrimonio en segundas nupcias con doña Trinidad Candia Marverde, a quien Neruda le dedicará su poema “La Mamadre”.
Desde su primera infancia Neruda muestra interés por el rico mundo natural que lo rodea, que es el del bosque nativo austral chileno, el que, junto con el mar, se convertirán en temas de inspiración importante de su obra poética.
Cuando es alumno del Liceo de hombres Temuco, conoce a la poeta Gabriela Mistral – quien también recibirá el Premio Nobel de Literatura-, y que trabaja en esa ciudad como directora del Liceo de Niñas. Ella lo introduce en la gran narrativa rusa.
En 1921, Neruda se traslada a Santiago, la capital, para seguir la carrera de Pedagogía en francés, en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile.
En Santiago conoce a otros jóvenes escritores, participa en la bohemia literaria de la época y en las actividades de la Federación de Estudiantes de Chile, lee con avidez, y escribe poesía. En 1923 publica su primer libro, Crepusculario, que es muy bien recibido por la crítica. Al año siguiente aparece la que será la más popular de sus obras, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, que se convertirá en uno de los poemarios amorosos más conocidos en la poesía contemporánea.
En 1927 el poeta es designado por el gobierno de Chile como Cónsul en Rangoon, Birmania. Posteriormente es trasladado a Colombo, Ceilán, y luego a Batavia, Java, donde contrae matrimonio con María Antonieta Hagenaar Vogelzanz. En 1931 es nombrado cónsul en Singapur. Regresa a Chile en 1932.
El 10 de abril de 1933 la Editorial Nascimento publica en una edición de lujo, en sólo cien ejemplares el libro Residencia en la tierra, una de las obras más importantes del poeta. Este mismo año es nombrado cónsul en Buenos Aires, a donde viaja en compañía de su mujer. Allí conoce a la intelectualidad vanguardista porteña, a Raúl González Tuñón, Oliverio Girondo, Norah Lange y Jorge Luis Borges. También al poeta granadino Federico García Lorca, que ha llegado a la capital argentina a presentar un repertorio de sus obras teatrales. García Lorca pasa a convertirse en uno de los amigos más entrañables de Neruda.
En 1934 recibe el nombramiento de cónsul en Barcelona. Al año siguiente es nombrado cónsul en Madrid. Es recibido por los integrantes de la Generación de 1927, quienes lo reconocen como uno de sus pares. Estrecha su amistad con García Lorca y la entabla con otros grandes poetas como Rafael Alberti, Miguel Hernández, Vicente Aleixandre, Manuel Altolaguirre, Luis Cernuda, José Bergamín, y otros. En 1935, la Editorial Cruz y Raya publica en Madrid su Residencia en la Tierra 1 y 2. En España Neruda conoce y se relaciona con la pintora argentina Delia del Carril, que será su segunda mujer.
El 18 de agosto nace en Madrid su hija Malva Marina Reyes Hagenaar. La niña viene al mundo con hidrocefalia, por lo que requiere grandes cuidados en sus primeros días.
El 18 de julio de 1936 estalla la sublevación militar con la que comienza la guerra civil española. El 16 de agosto de ese año es asesinado Federico García Lorca. El 24 de septiembre, Neruda publica en la revista El Mono Azul, su poema “ Canto a las madres de los milicianos muertos”. Con éste – que se publica en forma anónima, puesto que por su cargo consular el poeta debe mantener una actitud de neutralidad frente al conflicto -, se inicia una nueva fase de la poesía de Neruda, comprometida con las causas que defienden la libertad y los derechos del hombre. Ese poema es parte de “España en el corazón”, que se incorpora al libro Tercera residencia.
Neruda realiza una activa labor en apoyo de la República Española. Junto a César Vallejo funda el Grupo Hispanoamericano de Ayuda a España, y en París, con Nancy Cunard, edita y publica la revista Los poetas del mundo defienden al pueblo español. Su abierta posición prorepublicana en la guerra española, tiene como consecuencia su destitución de su cargo de cónsul.
En 1937 regresa a Chile donde funda la Alianza de Intelectuales de Chile para la Defensa de la Cultura. Se convierte en un gran activista de las causas pacifista y antifascista.
En 1939, Pablo Neruda buscaba un refugio para escribir lejos de la ciudad, un sencillo aviso en el diario lo llevó a comprar un sitio y una pequeña casa en Isla Negra.
Ese mismo año ,es nombrado cónsul especial para la emigración española. Parte a París, donde consigue embarcar a cerca de dos mil refugiados en el barco Winnipeg. Antes de regresar a Chile viaja a Holanda para ver a su hija, Malva Marina, que se encuentra residiendo en ese país con su madre.
En 1940 es nombrado cónsul general en México. Se traslada a su capital, a la que llega el 21 de agosto. En octubre de 1941 recibe el grado de Doctor Honoris Causa de la Universidad de Michoacán.
A principios de marzo de 1943 recibe desde Holanda la noticia de la muerte de su hija Malva Marina. Ese mismo año, en el mes de julio, en el Estado de Morelos, contrae matrimonio con Delia del Carril. A fines de agosto regresa a Chile.
En marzo de 1945 es elegido Senador de la República por las provincias nortinas de Tarapacá y Antofagasta. Se afilia al Partido Comunista de Chile, al que pertenecerá hasta su muerte. Recibe el Premio Nacional de Literatura.
Luego participa como jefe de propaganda en la campaña presidencial de Gabriel González Videla, quien llega al poder apoyado por una coalición de la que forman parte los comunistas. Al poco tiempo, sin embargo, González Videla declara al Partido Comunista fuera de la ley. Neruda es desaforado y perseguido. Ocultándose en distintas casas concluye el que según él mismo es su libro más importante, Canto general.
A principios de 1949 cruza la cordillera de los Andes, por la zona austral, y consigue llegar a la República Argentina. Desde allí viaja secretamente a Europa y aparece sorpresivamente en el I Congreso Mundial de Partidarios de la Paz, en París.
En 1950 se presenta en México la primera edición de Canto general, cuyas guardas son ilustradas por los muralistas Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros. Al mismo tiempo en Chile se hace una edición clandestina de esta obra.
En el exilio Neruda inicia una relación clandestina con Matilde Urrutia, que inspiró algunos de sus más famosos poemarios de amor como Los versos del capitán y Cien sonetos de amor.
Regresa a Chile en 1952, al año siguiente recibe el Premio Lenin de la Paz.
En febrero de 1955 termina su relación de casi veinte años con Delia del Carril y se traslada a vivir con Matilde Urrutia a su casa ubicada al pie del cerro San Cristóbal, en Santiago, y a la que llama “La Chascona”.
En el año 1959, compra en Valparaíso una propiedad que comparte con un matrimonio amigo, y que bautiza “La Sebastiana”.
Entre las numerosas distinciones que recibe en los años siguientes, están el nombramiento de Miembro Correspondiente del Instituto de Lenguas Romances de la Universidad de Yale; la calidad de miembro académico de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile, y el Doctorado Honoris Causa en Filosofía y Letras de la Universidad de Oxford.
En 1969, el Partido Comunista lo nombra precandidato a Presidente de la República. Él mismo retira su candidatura a favor de su amigo, el médico socialista Salvador Allende, que llega al poder en 1970. Neruda es nombrado entonces embajador en Francia. Se encuentra en París, ejerciendo ese cargo, cuando recibe la noticia del otorgamiento del Premio Nobel de Literatura, en 1971.
El 11 de septiembre de 1973, es derrocado el gobierno del Presidente Allende. Neruda, gravemente enfermo, es trasladado desde su casa en la costa, en Isla Negra, hasta un clínica de Santiago, donde muere el 23 de septiembre. Recibe sepultura en el mausoleo que facilita una familia, desde donde luego se le traslada a un modesto nicho en el Cementerio General de Santiago. Sólo después de la recuperación de la democracia, en diciembre de 1992, se cumple su última voluntad cuando, con grandes honores, recibe sepultura en Isla Negra, donde descansa junto a Matilde Urrutia.
La obra de Neruda, que comprende 45 libros, más diversas recopilaciones y antologías, ha sido traducida a más de 35 idiomas, es conocida en todos los países del mundo, y estudiada en las principales universidades y centros de investigación literaria. Su popularidad y vigencia son permanentes y sus lectores se cuentan por millones a través del mundo.
Fragmentos de su obra póstuma “Confieso que he vivido” (1974)
Si Temuco era la avanzada de la vida chilena en los territorios del sur de Chile, esto significaba una larga historia de sangre.
Al empuje de los conquistadores españoles, después de trescientos años de lucha, los araucanos se replegaron hacia aquellas regiones frías. Pero los chilenos continuaron lo que se llamó “la pacificación de la Araucanía”, es decir, la continuación de una guerra a sangre y fuego, para desposeer a nuestros compatriotas de sus tierras. Contra los indios todas las armas se usaron con generosidad: el disparo de carabina, el incendio de sus chozas, y luego, en forma más paternal, se empleó la ley y el alcohol. El abogado se hizo también especialista en el despojo de sus campos, el juez los condenó cuando protestaron, el sacerdote los amenazó con el fuego eterno. Y, por fin, el aguardiente consumó el aniquilamiento de una raza soberbia cuyas proezas, valentía y belleza, dejó grabadas en estrofas de hierro y de jaspe don Alonso de Ercilla en su Araucana.
Fui creciendo. Me comenzaron a interesar los libros. En las hazañas de Búfalo Bill, en los viajes de Salgari, se fue extendiendo mi espíritu por las regiones del sueño. Los primeros amores, los purísimos, se desarrollaban en cartas enviadas a Blanca Wilson. Esta muchacha era la hija del herrero y uno de los muchachos, perdido de amor por ella, me pidió que le escribiera sus cartas de amor. No recuerdo cómo serían estas cartas, pero tal vez fueron mis primeras obras literarias, pues, cierta vez, al encontrarme con la colegiala, ésta me preguntó si yo era el autor de las cartas que le llevaba su enamorado. No me atreví a renegar de mis obras y muy turbado le respondí que sí. Entonces me pasó un membrillo que por supuesto no quise comer y guardé como un tesoro. Desplazado así mi compañero en el corazón de la muchacha, continué escribiéndole a ella interminables cartas de amor y recibiendo membrillos.
A la ciudad de Temuco llegó el año 1910. En este año memorable entré al liceo, un vasto caserón con salas destartaladas y subterráneos sombríos.
Después de muchos años de Liceo, en que tropecé siempre en el mes de diciembre con el examen de matemáticas, quedé exteriormente listo para enfrentarme con la universidad, en Santiago de Chile. Digo exteriormente, porque por dentro mi cabeza iba llena de libros, de sueños y de poemas que me zumbaban como abejas.
La vida de aquellos años en la pensión de estudiantes era de un hambre completa. Escribí mucho más que hasta entonces, pero comí mucho menos. Algunos de los poetas que conocí por aquellos días sucumbieron a causa de las dietas rigurosas de la pobreza.
Yo había sido en Temuco el corresponsal de la revista Claridad, órgano de la Federación de Estudiantes, y vendía 20 o 30 ejemplares entre mis compañeros de liceo. Las noticias que el año de 1920 nos llegaron a Temuco marcaron a mi generación con cicatrices sangrientas. La “juventud dorada”, hija de la oligarquía, había asaltado y destruido el local de la Federación de Estudiantes. La justicia, que desde la colonia hasta el presente ha estado al servicio de los ricos, no encarceló a los asaltantes sino a los asaltados. Domingo Gómez Rojas, joven esperanza de la poesía chilena, enloqueció y murió torturado en un calabozo. La repercusión de este crimen, dentro de las circunstancias nacionales de un pequeño país, fue tan profunda y vasta como habría de ser el asesinato en Granada de Federico García Lorca.
Cuando llegué a Santiago, en marzo de 1921, para incorporarme a la universidad, la capital chilena no tenía más de quinientos mil habitantes. Olía a gas y a café. Miles de casas estaban ocupadas por gentes desconocidas y por chinches. El transporte en las calles lo hacían pequeños y destartalados tranvías. que se movían trabajosamente con gran bullicio de fierros y campanillas.
En la revista Claridad, a la que yo me incorporé como militante político y literario, casi todo era dirigido por Alberto Rojas Giménez, quien iba a ser uno de mis más queridos compañeros generacionales. Usaba sombrero cordobés y largas chuletas del prócer. Elegante y apuesto, a pesar de la miseria en la que parecía bailar como pájaro dorado, resumía todas las cualidades de nuevo dandismo: una desdeñosa actitud, una comprensión inmediata de los numerosos conflictos y una alegre sabiduría
Escribía sus versos a la última moda, siguiendo las enseñanzas de Apollinaire y del grupo ultraísta de España. Había fundado una nueva escuela poética con el nombre de “Agu”, que, según él, era el grito primario del hombre, el primer verso de) recién nacido.
A propósito de Rojas Giménez diré que la locura, cierta locura, anda muchas veces del brazo con la poesía. Así como a las personas más razonables les costaría mucho ser poetas, quizás a los poetas les cuesta mucho ser razonables.
En Buenos Aires conocí a un escritor argentino, muy excéntrico, que se llamaba o se llama Omar Vignole. No sé si vive aún. Era un hombre grandote, con un grueso bastón en la mano. Una vez, en un restaurant del centro donde me había invitado a comer, ya junto a la mesa se dirigió a mí con un ademán oferente y me dijo con voz estentórea que se escuchó en toda la sala repleta de parroquianos: “¡Sentáte, Omar Vignole!”. Me senté con cierta incomodidad y le pregunté de inmediato: “¿Por qué me llamas Omar Vignole, a sabiendas de que tú eres Omar Vignole y yo Pablo Neruda?”. “Sí —me respondió—, pero en este restaurant hay muchos que sólo me conocen de nombre y, como varios de ellos me quieren dar una paliza, yo prefiero que te la den a tí.”
Este Vignole había sido agrónomo en una provincia argentina y de allá se trajo una vaca con la cual trabó una amistad entrañable. Paseaba por todo Buenos Aires con su vaca, tirándola de una cuerda. Por entonces publicó algunos de sus libros que siempre tenían títulos alusivos: Lo que piensa la vaca, Mi vaca y yo, etcétera, etcétera. Cuando se reunió por primera vez en Bue nos Aires el congreso del Pen Club mundial, los escritores presididos por Victoria Ocampo temblaban ante la idea de que llegara al congreso Vignole con su vaca. Explicaron a las autoridades el peligro que les amenazaba y la policía acordonó las calles alrededor del Hotel Plaza para impedir que arribara, al lujoso recinto donde se celebraba el congreso, mi excéntrico amigo con su rumiante. Todo fue inútil. Cuando la fiesta estaba en su apogeo, y los escritores examinaban las relaciones entre el mundo clásico de los griegos y el sentido moderno de la historia, el gran Vignole irrumpió en el salón de conferencias con su inseparable vaca, la que para complemento comenzó a mugir como si quisiera tomar parte en el debate. La había traído al centro de la ciudad dentro de un enorme furgón cerrado que burló la vigilancia policial.
Me refugié en la poesía con ferocidad de tímido. Aleteaban sobre Santiago las nuevas escuelas literarias. En la calle Maruri, 513, terminé de escribir mi primer libro. Escribía dos, tres, cuatro y cinco poemas al día.
Desde aquella época y con intermitencias, se mezcló la política en mi poesía y en mi vida. No era posible cerrar la puerta a la calle dentro de mis poemas, así como no era posible tampoco cerrar la puerta al amor, a la vida, a la alegría o a la tristeza en mi corazón de joven poeta.
Un premio literario estudiantil, cierta popularidad de mis nuevos libros y mi capa famosa, me habían proporcionado una pequeña aureola de respetabilidad, más allá de los círculos estéticos. Pero la vida cultural de nuestros países en los años 20 dependía exclusivamente de Europa, salvo contadas y heroicas excepciones. En cada una de nuestras repúblicas actuaba una “élite” cosmopolita y, en cuanto a los escritores de la oligarquía, ellos vivían en París.
Había un globo terráqueo en el salón ministerial. Mi amigo Bianchi y yo buscamos la ignota ciudad de Rangoon. El viejo mapa tenía una profunda abolladura en una región del Asia y en esa concavidad lo descubrimos.
—Rangoon. Aquí está Rangoon.
Pero cuando encontré a mis amigos poetas, horas más tarde, y quisieron celebrar mi nombramiento, resultó que había olvidado por completo el nombre de la ciudad. Sólo pude explicarles con desbordante júbilo que me habían nombrado cónsul en el fabuloso Oriente y que el lugar a que iba destinado se hallaba en un agujero del mapa.
TANGO DEL VIUDO
Tuve dificultades en mi vida privada. La dulce Josie Bliss fue reconcentrándose y apasionándose hasta enfermar de celos. De no ser por eso, tal vez yo hubiera continuado indefinidamente junto a ella. Sentía ternura hacia sus pies desnudos, hacia las blancas flores que brillaban sobre su cabellera oscura. Pero su temperamento la conducía hasta un paroxismo salvaje. Tenía celos y aversión a las cartas que me llegaban de lejos; escondía mis telegramas sin abrirlos; miraba con rencor el aire que yo respiraba.
A veces me despertó una luz, un fantasma que se movía detrás del mosquitero. Era ella, vestida de blanco, blandiendo su largo y afilado cuchillo indígena. Era ella paseando horas enteras alrededor de mi cama sin decidirse a matarme. “Cuando te mueras se acabarán mis temores”, me decía. Al día siguiente celebraba misteriosos ritos en resguardo a mi fidelidad.
COMO ERA FEDERICO
Un largo viaje por mar de dos meses me devolvió a Chile en 1932. Ahí publiqué El hondero entusiasta, que andaba extraviado en mis papeles, y Residencia en la tierra, que había escrito en Oriente. En 1933 me designaron cónsul de Chile en Buenos Aires, donde llegué en el mes de agosto.
Casi al mismo tiempo llegó a esa ciudad Federico García Lorca, para dirigir y estrenar su tragedia teatral Bodas de sangre, en la compañía de Lola Membrives. Aún no nos conocíamos, pero nos conocimos en Buenos Aires y muchas veces fuimos festejados juntos por escritores y amigos. Por cierto que no faltaron las incidencias. Federico tenía contradictores. A mí también me pasaba y me sigue pasando lo mismo. Estos contradictores se sienten estimulados y quieren apagar la luz para que a uno no lo vean. Así sucedió aquella vez. Como había interés en asistir al banquete que nos ofrecía el Pen Club en el Hotel Plaza, a Federico y a mí, alguien hizo funcionar los teléfonos todo el día para notificar que el homenaje se había suspendido. Y fueron tan acuciosos que llamaron incluso al director del hotel, a la telefonista y al cocinero—jefe para que no recibieran adhesiones ni prepararan la comida. Pero se desbarató la maniobra y al fin estuvimos reunidos Federico García Lorca y yo, entre cien escritores argentinos.
Dimos una gran sorpresa. Habíamos preparado un discurso a alimón. Ustedes probablemente no saben lo que significa esa palabra y yo tampoco lo sabía. Federico, que estaba siempre lleno de invenciones y ocurrencias, me explicó:
“Dos toreros pueden torear al mismo tiempo el mismo toro y con un único capote. Esta es una de las pruebas más peligrosas del arte taurino. Por eso se ve muy pocas veces. No más de dos o tres veces en un siglo y sólo pueden hacerlo dos toreros que sean hermanos o que, por lo menos, tengan sangre común. Esto es lo que se llama torear al alimón. Y esto es lo que haremos en un discurso.”
Pablo, usted debe vivir en Madrid. Allá está la poesía. Aquí en Barcelona están esas terribles multiplicaciones y divisiones que no lo quieren a usted. Yo me basto para eso.
Al llegar a Madrid, convertido de la noche a la mañana y por arte de birlibirloque en cónsul chileno en la capital de España, conocí a todos los amigos de García Lorca y de Alberti. Eran muchos. A los pocos días yo era uno más entre los poetas españoles. Naturalmente que españoles y americanos somos diferentes. Diferencia que se lleva siempre con orgullo o con error por unos o por otros.
Los españoles de mi generación eran más fraternales, más solidarios y más alegres que mis compañeros de América Latina. Comprobé al mismo tiempo que nosotros éramos más universales, más metidos en otros lenguajes y otras culturas. Eran muy pocos entre ellos los que hablaban otro idioma fuera del castellano. Cuando vinieron Desnos y Crevel a Madrid, tuve yo que servirles de intérprete para que se entendieran con los escritores españoles.
Uno de los amigos de Federico y Rafael era el joven poeta Miguel Hernández. Yo lo conocí cuando llegaba de alpargatas y pantalón campesino de pana desde sus tierras de Orihuela, en donde había sido pastor de cabras. Yo publiqué sus versos en mi revista Caballo Verde y me entusiasmaba el destello y el brío de su abundante poesía.
Federico faltó a la cita. Ya iba camino de su muerte. Ya nunca más nos vimos. Su cita era con otros estranguladores. Y de ese modo la guerra de España, que cambió mi poesía, comenzó para mí con la desaparición de un poeta.
¡Qué poeta! Nunca he visto reunidos como en él la gracia y el genio, el corazón alado y la cascada cristalina. Federico García Lorca era el duende derrochador, la alegría centrífuga que recogía en su seno e irradiaba como un planeta la felicidad de vivir. Ingenuo y comediante, cósmico y provinciano, músico singular, espléndido mimo, espantadizo y supersticioso, radiante y gentil, era una especie de resumen de las edades de España, del florecimiento popular; un producto arábigo—andaluz que iluminaba y perfumaba como un jazminero toda la escena de aquella España, ¡ay de mí!, desaparecida.
Pasó el tiempo. La guerra comenzaba a perderse. Los poetas acompañaron al pueblo español en su lucha. Federico ya había sido asesinado en Granada. Miguel Hernández, de pastor de cabras se había transformado en verbo militante. Con uniforme de soldado recitaba sus versos en primera línea de fuego. Manuel Altolaguirre seguía con sus imprentas. Instaló una en pleno frente del Este, cerca de Gerona, en un viejo monasterio. Allí se imprimió de manera singular mi libro España en el corazón. Creo que pocos libros, en la historia extraña de tantos libros, han tenido tan curiosa gestación y destino.
Los soldados del frente aprendieron a parar los tipos de imprenta. Pero entonces faltó el papel. Encontraron un viejo molino, y allí decidieron fabricarlo. Extraña mezcla la que se elaboró, entre las bombas que caían, en medio de la batalla. De todo le echaban al molino, desde una bandera del enemigo hasta la túnica ensangrentada de un soldado moro. A pesar de los insólitos materiales, y de la total inexperiencia de los fabricantes, el papel quedó muy hermoso. Los pocos ejemplares que de ese libro se conservan, asombran por la tipografía y por los pliegos de misteriosa manufactura. Años después vi un ejemplar de esta edición en Washington, en la biblioteca del Congreso, colocado en una vitrina como uno de los libros más raros de nuestro tiempo.
La guerra de España iba de mal en peor, pero el espíritu de resistencia del pueblo español había contagiado al mundo entero. Ya combatían en España las brigadas de voluntarios internacionales. Yo los vi llegar a Madrid, todavía en 1936, ya uniformados. Era un gran grupo de gentes de diferentes edades, pelos y colores.
Los incendiarios, los guerreros, los lobos buscan al poeta para quemarlo, para matarlo, para morderlo. Un espadachín dejó a Pushkin herido de muerte entre los árboles de un parque sombrío. Los caballos de pólvora galoparon enloquecidos sobre el cuerpo sin vida de Petófi. Luchando contra la guerra, murieron en Grecia. Los fascistas españoles iniciaron la guerra en España asesinando a su mejor poeta.
Rafael Alberti es algo así como un sobreviviente. Había mil muertes dispuestas para él. Una también en Granada. Otra muerte lo esperaba en Badajoz. En Sevilla llena de sol o en su pequeña patria, Cádiz y Puerto de Santa María, allí lo buscaban para acuchillarlo, para ahorcarlo, para matar en él una vez más la poesía.
Pensé entregarme a mi trabajo literario con más devoción y fuerza. El contacto de España me había fortificado y madurado. Las horas amargas de mi poesía debían terminar. El subjetivismo melancólico de mis Veinte poemas de amor o el patetismo doloroso de Residencia en la tierra tocaban a su fin. Me pareció encontrar una veta enterrada, no bajo las rocas subterráneas, sino bajo las hojas de los libros. Puede la poesía servir a nuestros semejantes? Puede acompañar las luchas de los hombres? Ya había caminado bastante por el terreno de lo irracional y de lo negativo. Debía detenerme y buscar el camino del humanismo, desterrado de la literatura contemporánea, pero enraizado profundamente a las aspiraciones del ser humano.
Comencé a trabajar en mi Canto general.
Para esto necesitaba un sitio de trabajo. Encontré una casa de piedra frente al océano, en un lugar desconocido para todo el mundo, llamado Isla Negra. El propietario, un viejo socialista español, capitán de navío, don Eladio Sobrino, la estaba construyendo para su familia, pero quiso vendérmela. Cómo comprarla? Ofrecí el proyecto de mi libro Canto general, pero fue rechazado por la Editorial Ercilla, que por entonces publicaba mis obras. Con ayuda de otros editores, que pagaron directamente al propietario, pude por fin comprar en el año 1939 mi casa de trabajo en Isla Negra.
La idea de un poema central que agrupara las incidencias históricas, las condiciones geográficas, la vida y las luchas de nuestros pueblos, se me presentaba como una tarea urgente. La costa salvaje de Isla Negra, con el tumultuoso movimiento oceánico, me permitía entregarme con pasión a la empresa de mi nuevo canto.
Pero la vida me sacó de inmediato de allí.
Las noticias aterradoras de la emigración española llegaban a Chile. Más de quinientos mil hombres y mujeres, combatientes y civiles, habían cruzado la frontera francesa. En Francia, el gobierno de Léon Blum, presionado por las fuerzas reaccionarias, los acumuló en campos de concentración, los repartió en fortalezas y prisiones, los mantuvo amontonados en las regiones africanas, junto al Sahara.
El gobierno de Chile había cambiado. Los mismos avatares del pueblo español habían robustecido las fuerzas populares chilenas y ahora teníamos un gobierno progresista.
Ese gobierno del Frente Popular de Chile decidió enviarme a Francia, a cumplir la más noble misión que he ejercido en mi vida: la de sacar españoles de sus prisiones y enviarlos a mi patria. Así podría mi poesía desparramarse como una luz radiante, venida desde América, entre esos montones de hombres cargados como nadie de sufrimiento y heroísmo. Así mi poesía llegaría a confundirse con la ayuda material de América que, al recibir a los españoles, pagaba una deuda inmemorial.
Casi inválido, recién operado, enyesado en una pierna —tal eran mis condiciones físicas en aquel momento—, salí de mi retiro y me presenté al presidente de la república. Don Pedro Aguirre Cerda me recibió con afecto.
—Sí, tráigame millares de españoles. Tenemos trabajo para todos. Tráigame pescadores; tráigame vascos, castellanos, extremeños.
Y a los pocos días, aún enyesado, salí para Francia a buscar españoles para Chile. (mando 2000 españoles)
Mi gobierno me mandaba a México. Lleno de esa pesadumbre mortal producida por tantos dolores y desorden, llegué en el año 1940 a respirar en la meseta de Anahuac lo que Alfonso Reyes ponderaba como la región más transparente del aire.
Mi suicidio diplomático me proporcionó la más grande alegría: la de poder regresar a Chile. Pienso que el hombre debe vivir en su patria y creo que el desarraigo de los seres humanos es una frustración que de alguna manera u otra entorpece la claridad del alma. Yo no puedo vivir sino en mi propia tierra; no puedo vivir sin poner los pies, las manos y el oído en ella, sin sentir la circulación de sus aguas y de sus sombras, sin sentir cómo mis raíces buscan en su légamo las substancias maternas.
Pero antes de llegar a Chile hice otro descubrimiento que agregaría un nuevo estrato al desarrollo de mi poesía.
Me detuve en el Perú y subí hasta las ruinas de Macchu Picchu. Ascendimos a caballo. Por entonces no había carretera. Desde lo alto vi las antiguas construcciones de piedra rodeadas por las altísimas cumbres de los Andes verdes. Desde la ciudadela carcomida y roída por el paso de los siglos se despeñaban torrentes. Masas de neblina blanca se levantaban desde el río Wilcamayo. Me sentí infinitamente pequeño en el centro de aquel ombligo de piedra; ombligo de un mundo deshabitado, orgulloso y eminente, al que de algún modo yo pertenecía. Sentí que mis propias manos habían trabajado allí en alguna etapa lejana, cavando surcos, alisando peñascos.
Me sentí chileno, peruano, americano. Había encontrado en aquellas alturas difíciles, entre aquellas ruinas gloriosas y dispersas, una profesión de fe para la continuación de mi canto.
Selección de poemas de Pablo Neruda
ODA A FEDERICO GARCÍA LORCA
Oda a Federico García Lorca
SI pudiera llorar de miedo en una casa sola,
si pudiera sacarme los ojos y comérmelos,
lo haría por tu voz de naranjo enlutado
y por tu poesía que sale dando gritos.
Porque por ti pintan de azul los hospitales
y crecen las escuelas y los barrios marítimos,
y se pueblan de plumas los ángeles heridos,
y se cubren de escamas los pescados nupciales,
y van volando al cielo los erizos:
por ti las sastrerías con sus negras membranas
se llenan de cucharas y de sangre
y tragan cintas rotas, y se matan a besos,
y se visten de blanco.
Cuando vuelas vestido de durazno,
cuando ríes con risa de arroz huracanado,
cuando para cantar sacudes las arterias y los dientes,
la garganta y los dedos,
me moriría por lo dulce que eres,
me moriría por los lagos rojos
en donde en medio del otoño vives
con un corcel caído y un dios ensangrentado,
me moriría por los cementerios
que como cenicientos ríos pasan
con agua y tumbas,
de noche, entre campanas ahogadas:
ríos espesos como dormitorios
de soldados enfermos, que de súbito crecen
hacia la muerte en ríos con números de mármol
y coronas podridas, y aceites funerales:
me moriría por verte de noche
mirar pasar las cruces anegadas,
de pie llorando,
porque ante el río de la muerte lloras
abandonadamente, heridamente,
lloras llorando, con los ojos llenos
de lágrimas, de lágrimas, de lágrimas.
Si pudiera de noche, perdidamente solo,
acumular olvido y sombra y humo
sobre ferrocarriles y vapores,
con un embudo negro,
mordiendo las cenizas,
lo haría por el árbol en que creces,
por los nidos de aguas doradas que reúnes,
y por la enredadera que te cubre los huesos
comunicándote el secreto de la noche.
Ciudades con olor a cebolla mojada
esperan que tú pases cantando roncamente,
y silenciosos barcos de esperma te persiguen,
y golondrinas verdes hacen nido en tu pelo,
y además caracoles y semanas,
mástiles enrollados y cerezas
definitivamente circulan cuando asoman
tu pálida cabeza de quince ojos
y tu boca de sangre sumergida.
Si pudiera llenar de hollín las alcaldías
y, sollozando, derribar relojes,
sería para ver cuándo a tu casa
llega el verano con los labios rotos,
llegan muchas personas de traje agonizante,
llegan regiones de triste esplendor,
llegan arados muertos y amapolas,
llegan enterradores y jinetes,
llegan planetas y mapas con sangre,
llegan buzos cubiertos de ceniza,
llegan enmascarados arrastrando doncellas
atravesadas por grandes cuchillos,
llegan raíces, venas, hospitales,
manantiales, hormigas,
llega la noche con la cama en donde
muere entre las arañas un húsar solitario,
llega una rosa de odio y alfileres,
llega una embarcación amarillenta,
llega un día de viento con un niño,
llego yo con Oliverio, Norah
Vicente Aleixandre, Delia,
Maruca, Malva Marina, María Luisa y Larco,
la Rubia, Rafael Ugarte,
Cotapos, Rafael Alberti,
Carlos, Bebé, Manolo Altolaguirre,
Molinari,
Rosales, Concha Méndez,
y otros que se me olvidan.
Ven a que te corone, joven de la salud
y de la mariposa, joven puro
como un negro relámpago perpetuamente libre,
y conversando entre nosotros,
ahora, cuando no queda nadie entre las rocas,
hablemos sencillamente como eres tú y soy yo:
para qué sirven los versos si no es para el rocío?
Para qué sirven los versos si no es para esa noche
en que un puñal amargo nos averigua, para ese día,
para ese crepúsculo, para ese rincón roto
donde el golpeado corazón del hombre se dispone a morir?
Sobre todo de noche,
de noche hay muchas estrellas,
todas dentro de un río
como una cinta junto a las ventanas
de las casas llenas de pobres gentes.
Alguien se les ha muerto, tal vez
han perdido sus colocaciones en las oficinas,
en los hospitales, en los ascensores,
en las minas,
sufren los seres tercamente heridos
y hay propósito y llanto en todas partes:
mientras las estrellas corren dentro de un río interminable
hay mucho llanto en las ventanas,
los umbrales están gastados por el llanto,
las alcobas están mojadas por el llanto
que llega en forma de ola a morder las alfombras.
Federico,
tú ves el mundo, las calles,
el vinagre,
las despedidas en las estaciones
cuando el humo levanta sus ruedas decisivas
hacia donde no hay nada sino algunas
separaciones, piedras, vías férreas.
Hay tantas gentes haciendo preguntas
por todas partes.
Hay el ciego sangriento, y el iracundo, y el
desanimado,
y el miserable, el árbol de las uñas,
el bandolero con la envidia a cuestas.
Así es la vida, Federico, aquí tienes
las cosas que te puede ofrecer mi amistad
de melancólico varón varonil.
Ya sabes por ti mismo muchas cosas.
Y otras irás sabiendo lentamente.
POEMA XIV
Juegas todos los días con la luz del universo
Juegas todos los días con la luz del universo.
Sutil visitadora, llegas en la flor y en el agua.
Eres más que esta blanca cabecita que aprieto
como un racimo entre mis manos cada día.
A nadie te pareces desde que yo te amo.
Déjame tenderte entre guirnaldas amarillas.
Quién escribe tu nombre con letras de humo entre las estrellas del sur?
Ah déjame recordarte cómo eras entonces, cuando aún no existías.
De pronto el viento aúlla y golpea mi ventana cerrada.
El cielo es una red cuajada de peces sombríos.
Aquí vienen a dar todos los vientos, todos.
Se desviste la lluvia.
Pasan huyendo los pájaros.
El viento. El viento.
Yo sólo puedo luchar contra la fuerza de los hombres.
El temporal arremolina hojas oscuras
y suelta todas las barcas que anoche amarraron al cielo.
Tú estás aquí. Ah tú no huyes.
Tú me responderás hasta el último grito.
Ovíllate a mi lado como si tuvieras miedo.
Sin embargo alguna vez corrió una sombra extraña por tus ojos.
Ahora, ahora también, pequeña, me traes madreselvas,
y tienes hasta los senos perfumados.
Mientras el viento triste galopa matando mariposas
yo te amo, y mi alegría muerde tu boca de ciruela.
Cuanto te habrá dolido acostumbrarte a mí,
a mi alma sola y salvaje, a mi nombre que todos ahuyentan.
Hemos visto arder tantas veces el lucero besándonos los ojos
y sobre nuestras cabezas destorcerse los crepúsculos en abanicos girantes.
Mis palabras llovieron sobre ti acariciándote.
Amé desde hace tiempo tu cuerpo de nácar soleado.
Hasta te creo dueña del universo.
Te traeré de las montañas flores alegres, copihues,
avellanas oscuras, y cestas silvestres de besos.
Quiero hacer contigo
lo que la primavera hace con los cerezos.
SONETO III (DE CIEN SONETOS DE AMOR)
Áspero amor, violeta coronada de espinas,
matorral entre tantas pasiones erizado,
lanza de los dolores, corola de la cólera,
por qué caminos y cómo te dirigiste a mi alma?
Por qué precipitaste tu fuego doloroso,
de pronto, entre las hojas frías de mi camino?
Quién te enseñó los pasos que hasta mí te llevaron?
Qué flor, qué piedra, qué humo mostraron mi morada?
Lo cierto es que tembló la noche pavorosa,
el alba llenó todas las copas con su vino
y el sol estableció su presencia celeste,
mientras que el cruel amor me cercaba sin tregua
hasta que lacerándome con espadas y espinas
abrió en mi corazón un camino quemante.
WALKING AROUND
Sucede que me canso de ser hombre.
Sucede que entro en las sastrerías y en los cines
marchito, impenetrable, como un cisne de fieltro
navegando en un agua de origen y ceniza.
El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.
Sólo quiero un descanso de piedras o de lana,
sólo quiero no ver establecimientos ni jardines,
ni mercaderías, ni anteojos, ni ascensores.
Sucede que me canso de mis pies y mis uñas
y mi pelo y mi sombra.
Sucede que me canso de ser hombre.
Sin embargo sería delicioso
asustar a un notario con un lirio cortado
o dar muerte a una monja con un golpe de oreja.
Sería bello
ir por las calles con un cuchillo verde
y dando gritos hasta morir de frío.
No quiero seguir siendo raíz en las tinieblas,
vacilante, extendido, tiritando de sueño,
hacia abajo, en las tripas mojadas de la tierra,
absorbiendo y pensando, comiendo cada día.
No quiero para mí tantas desgracias.
No quiero continuar de raíz y de tumba,
de subterráneo solo, de bodega con muertos
ateridos, muriéndome de pena.
Por eso el día lunes arde como el petróleo
cuando me ve llegar con mi cara de cárcel,
y aúlla en su transcurso como una rueda herida,
y da pasos de sangre caliente hacia la noche.
Y me empuja a ciertos rincones, a ciertas casas húmedas,
a hospitales donde los huesos salen por la ventana,
a ciertas zapaterías con olor a vinagre,
a calles espantosas como grietas.
Hay pájaros de color de azufre y horribles intestinos
colgando de las puertas de las casas que odio,
hay dentaduras olvidadas en una cafetera,
hay espejos
que debieran haber llorado de vergüenza y espanto,
hay paraguas en todas partes, y venenos, y ombligos.
Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido,
paso, cruzo oficinas y tiendas de ortopedia,
y patios donde hay ropas colgadas de un alambre:
calzoncillos, toallas y camisas que lloran
lentas lágrimas sucias.
AGUA SEXUAL
Rodando a goterones solos,
a gotas como dientes,
a espesos goterones de mermelada y sangre,
rodando a goterones
cae el agua,
como una espada en gotas,
como un desgarrador río de vidrio,
cae mordiendo,
golpeando el eje de la simetría, pegando en las costuras del alma,
rompiendo cosas abandonadas, empapando lo oscuro.
Solamente es un soplo, más húmedo que el llanto,
un líquido, un sudor, un aceite sin nombre,
un movimiento agudo,
haciéndose, espesándose,
cae el agua,
a goterones lentos,
hacia su mar, hacia su seco océano,
hacia su ola sin agua.
Veo el verano extenso, y un estertor saliendo de un granero,
bodegas, cigarras,
poblaciones, estímulos,
habitaciones, niñas
durmiendo con las manos en el corazón,
soñando con bandidos, con incendios,
veo barcos,
veo árboles de médula
erizados como gatos rabiosos,
veo sangre, puñales y medias de mujer,
y pelos de hombre,
veo camas, veo corredores donde grita una virgen,
veo frazadas y órganos y hoteles.
Veo los sueños sigilosos,
admito los postreros días,
y también los orígenes, y también los recuerdos,
como un párpado atrozmente levantado a la fuerza
estoy mirando.
Y entonces hay este sonido:
un ruido rojo de huesos,
un pegarse de carne,
y piernas amarillas como espigas juntándose.
Yo escucho entre el disparo de los besos,
escucho, sacudido entre respiraciones y sollozos.
Estoy mirando, oyendo,
con la mitad del alma en el mar y la mitad del alma en la tierra,
y con las dos mitades del alma miro el mundo.
Y aunque cierre los ojos y me cubra el corazón enteramente,
veo caer agua sorda,
a goterones sordos.
Es como un huracán de gelatina,
como una catarata de espermas y medusas.
Veo correr un arco iris turbio.
Veo pasar sus aguas a través de los huesos.
ODA A LOS POETAS POPULARES
Poetas naturales de la tierra,
escondidos en surcos,
cantando en las esquinas,
ciegos de callejón, oh trovadores
de las praderas y los almacenes,
si al agua
comprendiéramos
tal vez corno vosotros hablaría,
si las piedras
dijeran su lamento
o su silencio,
con vuestra voz, hermanos,
hablarían.
Numerosos
sois, como las raíces.
En el antiguo corazón
del pueblo
habéis nacido
y de allí viene
vuestra voz sencilla.
Tenéis la jerarquía
del silencioso cántaro de greda
perdido en los rincones,
de pronto canta
cuando se desborda
y es sencillo
su canto,
es sólo tierra y agua.
Así quiero que canten
mis poemas,
que lleven
tierra y agua,
fertilidad y canto,
a todo el mundo.
Por eso,
poetas
de mi pueblo,
saludo
la antigua luz que sale
de la tierra.
El eterno
hilo en que se juntaron
pueblo
y
poesía,
nunca
se cortó
este profundo
hilo de piedra,
viene
desde tan lejos
como
la memoria
del hombre.
Vio
con los ojos ciegos
de los vates
nacer la tumultuosa
primavera,
la sociedad humana,
el primer beso,
y en la guerra
cantó sobre la sangre,
allí estaba mi hermano
barba roja,
cabeza ensangrentada
y ojos ciegos,
con su lira,
allí estaba
cantando
entre los muertos,
Homero
se llamaba
o Pastor Pérez,
o Reinaldo Donoso.
Sus endechas
eran allí y ahora
un vuelo blanco,
una paloma,
eran la paz, la rama
del árbol del aceite,
y la continuidad de la hermosura.
Más tarde
los absorbió la calle,
la campiña,
los encontré cantando
entre las reses,
en la celebración
del desafío,
relatando las penas
de los pobres,
llevando las noticias
de las inundaciones,
detallando las ruinas
del incendio
o la noche nefanda
de los asesinatos.
Ellos,
los poetas
de mi pueblo,
errantes,
pobres entre los pobres,
sostuvieron
sobre sus canciones
la sonrisa,
criticaron con sorna
a los explotadores,
contaron la miseria
del minero
y el destino implacable
del soldado.
Ellos,
los poetas
del pueblo,
con guitarra harapienta
y ojos conocedores
de la vida,
sostuvieron
en su canto
una rosa
y la mostraron en los callejones
para que se supiera
que la vida
no será siempre triste.
Payadores, poetas
humildemente altivos,
a través
de la historia
y sus reveses,
a través
de la paz y de la guerra,
de la noche y la aurora,
sois vosotros
los depositarios,
los tejedores
de la poesía,
y ahora
aquí en mi patria
está el tesoro,
el cristal de Castilla,
la soledad de Chile,
la pícara inocencia,
y la guitarra contra el infortunio,
la mano solidaria
en el camino,
la palabra
repetida en el canto
y transmitida,
la voz de piedra y agua
entre raíces,
la rapsodia del viento,
la voz que no requiere librerías,
todo lo que debemos aprender
los orgullosos:
con la verdad del pueblo
la eternidad del canto.
UN CANTO PARA BOLÍVAR
Padre nuestro que estás en la tierra, en el agua, en el aire
de toda nuestra extensa latitud silenciosa,
todo lleva tu nombre, padre, en nuestra morada:
tu apellido la caña levanta a la dulzura,
el estaño bolívar tiene un fulgor bolívar,
el pájaro bolívar sobre el volcán bolívar,
la patata, el salitre, las sombras especiales,
las corrientes, las vetas de fosfórica piedra,
todo lo nuestro viene de tu vida apagada,
tu herencia fueron ríos, llanuras, campanarios,
tu herencia es el pan nuestro de cada día, padre.
Tu pequeño cadáver de capitán valiente
ha extendido en lo inmenso su metálica forma,
de pronto salen dedos tuyos entre la nieve
y el austral pescador saca a la luz de pronto
tu sonrisa, tu voz palpitando en las redes.
De qué color la rosa que junto a tu alma alcemos?
Roja será la rosa que recuerde tu paso.
Cómo serán las manos que toquen tu ceniza?
Rojas serán las manos que en tu ceniza nacen.
Y cómo es la semilla de tu corazón muerto?
Es roja la semilla de tu corazón vivo.
Por eso es hoy la ronda de manos junto a ti.
Junto a mi mano hay otra y hay otra junto a ella,
y otra más, hasta el fondo del continente oscuro.
Y otra mano que tú no conociste entonces
viene también, Bolívar, a estrechar a la tuya:
de Teruel, de Madrid, del Jarama, del Ebro,
de la cárcel, del aire, de los muertos de España
llega esta mano roja que es hija de la tuya.
Capitán, combatiente, donde una boca
grita libertad, donde un oído escucha,
donde un soldado rojo rompe una frente parda,
donde un laurel de libres brota, donde una nueva
bandera se adorna con la sangre de nuestra insigne aurora,
Bolívar, capitán, se divisa tu rostro.
Otra vez entre pólvora y humo tu espada está naciendo.
Otra vez tu bandera con sangre se ha bordado.
Los malvados atacan tu semilla de nuevo,
clavado en otra cruz está el hijo del hombre.
Pero hacia la esperanza nos conduce tu sombra,
el laurel y la luz de tu ejército rojo
a través de la noche de América con tu mirada mira.
Tus ojos que vigilan más allá de los mares,
más allá de los pueblos oprimidos y heridos,
más allá de las negras ciudades incendiadas,
tu voz nace de nuevo, tu mano otra vez nace:
tu ejército defiende las banderas sagradas:
la Libertad sacude las campanas sangrientas,
y un sonido terrible de dolores precede
la aurora enrojecida por la sangre del hombre.
Libertador, un mundo de paz nació en tus brazos.
La paz, el pan, el trigo de tu sangre nacieron,
de nuestra joven sangre venida de tu sangre
saldrán paz, pan y trigo para el mundo que haremos.
Yo conocí a Bolívar una mañana larga,
en Madrid, en la boca del Quinto Regimiento,
Padre, le dije, eres o no eres o quién eres?
Y mirando el Cuartel de la Montaña, dijo:
“Despierto cada cien años cuando despierta el pueblo”.
SONETO XLIV
Sabrás que no te amo y que te amo
puesto que de dos modos es la vida,
la palabra es un ala del silencio,
el fuego tiene una mitad de frío.
Yo te amo para comenzar a amarte,
para recomenzar el infinito
y para no dejar de amarte nunca:
por eso no te amo todavía.
Te amo y no te amo como si tuviera
en mis manos las llaves de la dicha
y un incierto destino desdichado.
Mi amor tiene dos vidas para amarte.
Por eso te amo cuando no te amo
y por eso te amo cuando te amo.
ODA AL PERRO
El perro me pregunta
y no respondo.
Salta, corre en el campo y me pregunta
sin hablar
y sus ojos
son dos preguntas húmedas, dos llamas
líquidas que me interrogan
y no respondo,
no respondo porque
no sé, no puedo nada.
A campo pleno vamos
hombre y perro.
Brillan las hojas como
si alguien
las hubiera besado
una por una,
suben del suelo
todas las naranjas
a establecer
pequeños planetarios
en árboles redondos
como la noche, y verdes,
y perro y hombre vamos
oliendo el mundo, sacudiendo el trébol,
por el campo de Chile,
entre los dedos claros de septiembre.
El perro se detiene,
persigue las abejas,
salta el agua intranquila,
escucha lejanísimos ladridos,
orina en una piedra
y me trae la punta de su hocico,
a mí, como un regalo.
Es su frescura tierna,
la comunicación de su ternura,
y allí me preguntó
con sus dos ojos,
por qué es de día,
por qué vendrá la noche,
por qué la primavera
no trajo en su canasta nada
para perros errantes,
sino flores inútiles,
flores, flores y flores.
Y así pregunta el perro
y no respondo.
Vamos hombre y perro reunidos
por la mañana verde,
por la incitante soledad vacía
en que sólo nosotros existimos,
esta unidad de perro con rocío
y el poeta del bosque,
porque no existe el pájaro escondido,
ni la secreta flor,
sino trino y aroma
para dos compañeros,
para dos cazadores compañeros:
un mundo humedecido
por las destilaciones de la noche,
un túnel verde y luego
una pradera,
una ráfaga de aire anaranjado,
el susurro de las raíces,
la vida caminando,
respirando, creciendo,
y la antigua amistad,
la dicha
de ser perro y ser hombre
convertida
en un solo animal
que camina moviendo
seis patas
y una cola
con rocío.
SUSANA LORENTE
UNA TARDE DE DOMINGO
Louis escribía aunque todo pareciera detenido, nadie sospechaba de sus letras, de las
hojas manchadas de carmesí y café sobre la estantería, bajo la cama, un que otro
pensamiento vagabundo atrapado en el espejo del baño. Su soledad era infinita, su
quietud un pozo sin fondo de nuevos mundos en que las rosas brotaban como de un
edén y el hambre reinaba para no morir.
El anuncio del verano era el polen corriendo con el viento, chocando con los culos
alegres que se menean voluptuosos para existir esporádicos en las miradas, revolcando
su placidez de algodón entre dorados brillantes y tenues del sol del atardecer. La siesta
fue un augurio de su piel prelada por el agua de su rocío, y entre una bruma de sueño, él
en vez de ir a la iglesia, construía el mundo enfundándose sus guantes de carnicero para
no mancharse de sangre, esa sangre virgen de su cuerpo mutilado, descuartizado pero en
composición perfecta. Los ángeles lo veneraban y el infierno lo alojaba, nunca era él
mismo el que volvía, ni siquiera un fragmento, solo un soplo, un susurro de amor lejano
y apenas imperceptible, un amor rocoso en el mar y su reflejo en el cuchillo tan
deforme, tan real, tan vivo y preciso, no era un volver.
Ella, entre las cortinas revolviéndose por el despertar de una tormenta, con las ventanas
abiertas de par en par para que llegara la noche a teñir su pelo sobre la almohada,
dormía soñando con su roce afilado sobre su piel de arena para correr, ella también,
empedernida con el viento.
No todo culmina con una explosión atómica y sigue siendo insoportable, no todo
duerme mientras despertemos. La tormenta no la despertó, pero el calor de sus genitales
sobre su pierna le hicieron dar cuenta de que estaba viva, y aún rudimentaria, como si
fuera la primera voz del fin de la tarde que sonaba en la casa, preguntó: ¿me los
regalas?, son tuyos mi amor, son todo para ti, contestó él, y en esa ilusión recostó su
boca sedienta en aquella protuberancia macerada y de soslayo vio el reflejo deformado
de sus ojos en el filo de la hoja, sintió su mano enquistada en el mango y comenzó a
escribir.
CUÁNTOS SENTIRES PARA UN ESTREMECIMIENTO
Ella lo miraba a él, ella la miraba a ella, él observaba su botón desprendido hacia el
contorno de su insinuante canal en el que hacía tiempo anhelaba hundirse con locura.
Sus dedos inquietos imaginando semejante placer, terminaron dentro de la copa
derramada sobre el terso mantel de seda y sin alcanzar a retenerlo, el hielo se deslizó
hasta sus piernas en el rastro de agua gélida que corría entre el surco de sus muslos, bajo
su falda, hacia su fresa convulsionante que inervaba de frenesí la piel protuberante y
delicada.
El escalofrío de sus miradas henchidas de deseo enredaba en su cuello una soga
cortando el aire invisible e inexperto, por un suspiro que accedía a la existencia, en un
reducto donde la respiración recobraba el hálito de la vida en el cénit de la muerte.
Con sus ojos entrecerrados, sonreían con pequeños mordisquitos sus labios, rodeados de
aceitunas y plátanos grandes y maduros, y guindas rojas de sabor afrutado nativas de
Asia, y un aroma a café, chocolate y vainilla que avanzaba intermitente con la brisa,
buscando alguna curiosa nariz entre los transeúntes que suelen pasar deprisa y mirar de
reojo los cafés abiertos al mediodía: cuando el sol borra toda sombra del pasado y se
precisa la entrega para el que acepta lo inesperado.
¿Por qué irse?, se preguntó ella temerosa y un mechón de pelo girando sobre su lengua
en círculos hacía las delicias del pecado, chupando convulsivamente como un infante el
contenido del pecho turgente de la madre. ¿A dónde ir?, replanteó él y abrazó
vigorosamente con su mano secreta el muslo de la otra que sonrojada dejaba avanzar el
calor atrapado en su goce eléctrico desde sus hermosos y finos pies, pasando por la
concupiscencia de la oquedad lasciva entre sus glúteos casi perfectos, independientes,
dueños de su ser abierto hasta la punta de su lengua retorcida que sin querer (decía ella),
lubricaba la parte baja de su espalda y en la que permitía que sus manos se introdujeran
para apretar, estrujar y palmear con cierto aire de desdén y sadismo las protuberancias
carnosas y definidas de su culo.
Ella era capaz de hacer blandir el universo sin dejarla de mirar, era la fuente del frescor
de la lluvia, el vapor atravesado por un rayo de sol, el murmullo opaco de las voces en
el café, la irregularidad vagabunda en la que queda atrapado todo el goce. Él, vigoroso y voraz como Saturno, abría y libaba los sueños libidinosos en los que practicaba con
maestría el arte sombrío del enterrador de dedos de miel vúlvica, untados en los dos
bellos Edenes.
Deleitada con toda esa arrogancia y el delirio que controlaba descontrolada la moral de
su impudicia, se dejó caer hasta el estremecimiento de la corriente mortal,
derrumbándose sobre la mesa, despeinada, con los ojos brillantes de placer.
SE VENDE
Señor,
tengo una tienda de ilusiones,
aquí tengo un horizonte lleno de luz,
el ladrido del fin del invierno,
algunos sueños de amor,
un recuerdo perdido de las estrellas.
Tengo una tempestad de sorpresas,
los besos inolvidables del amanecer
al son de una melodía olvidada…
Compre este frenesí,
estas flores arrojadas al mar
sobre las que cabalgó mi ilusión.
Compre un poco de libertad,
esta cadena al viento,
compre, señor, compre.
LOS PASOS DE TAN DURA PRUEBA
Es apenas un rastro de luz bajo la puerta, la ilusión tendida sobre el viento, aliento de su
voz sobre la vereda. El seto se tiñe del blanco estertor de la noche en la quietud del
silencio del amor, y el fuego, con su mirada evanescente, aparece y desaparece de mi
sueño.
Algo de ti quisiera que jamás podré tener, algo del mar, su furia, la persistencia de las
olas, el ronco crujir de sus carnes sobre la historia del tiempo, ese, ese crujir cuando
algo se rompe en mil pedazos de fortuna y devenir sobre sus piernas delicadas y sutiles,
siempre caminantes del verso. Una pretensión pretensiosa, un deseo paralizante ante esa
bellísima palidez de perfección y cordura, ante esa genialidad imposible.
Y en este tramo de desavenencias la pluma se inhibe, el bosque se acurruca en la
oscuridad del recuerdo, en el engaño del olvido, en lo absoluto de la certeza. Abro mis
piernas, ya no espero ninguna realidad que me atreviese, porque ella se tenderá para mí
sobre los lirios blancos, cuando la convoque.
HISTORIA DE LA SARNA
En el cielo una sombra gris desparrama su cauce de furia y cierra las bocas hambrientas
de palabras.
Freud, nuestra primera invitación a hablar, sucumbe una vez más a la imposición del
silencio.
Las almas se rompen y el grito desaparece en la penumbra fétida que descansa,
amamantando desde una ubre muerta a las almas dormidas.
Ese estupor aún está reflejado en el vidrio, esa faz de la tierra yace ya en la historia que
tratan de ocultar, es la huella del golpe, la locura de los culos hambrientos de poder, la
mezquina frialdad del goce del que ultraja, reprime, creyentes acérrimos de una tal
verdad.
¿De qué ley os vanagloriáis? ¿Dónde está la ley para el pueblo? ¿Qué inmundicia
recorre vuestras venas? ¿Acaso pensáis que Dios os habla, o peor aún, acaso pensáis que
sois Dios?
Desidia o piedra que nos roba la palabra. Ustedes, culos sedientos, culos ambiciosos,
culos irritados, culos cerrados, avaros y moralistas, sois la sarna del pueblo, vuestra
impotencia es infinita y queréis que seamos como vosotros, impotentes.
Sangre de bestias incultas, envidia del goce de la palabra os recorre las venas, vuestra
historia es parte de la historia de la sarna ¡Silencio!
Ver programa de televisión sobre el poeta Pablo Neruda y la poeta Susana Lorente
PRÓXIMO PROGRAMA JUEVES A LAS 22 HS (HORA ESPAÑOLA)