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290. POESÍA MÁS POESÍA: ABELARDO CASTILLO

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BIOGRAFÍA DEL POETA ABELARDO CASTILLO

Aunque nació el 27 de marzo de 1935 en Palermo y vivió en Caballito (barrios de la capital de Argentina) hasta los ocho años, Abelardo Castillo se reivindicó sampedrino por derecho de sangre y temperamento. A los 10 años se fue a vivir a San Pedro, esa ciudad de la provincia de Buenos Aires que consideró el espacio por antonomasia de los afectos, donde se quedó hasta los 17 años.

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En un reportaje dijo: “El único taller literario al que fui duró cinco minutos, yo tenía dieciséis años. Había escrito un cuento larguísimo que se llamaba “El último poeta”. Y fui a leérselo a un viejo, muy raro y muy sabio, que vivía en San Pedro, Bosio Arnaes, que parecía un búho. Había escrito una novela inmensa sobre los isleños. Una de las últimas veces que lo vi estaba estudiando ruso para leer a Dostoievski en ruso; la última, casi ciego, lo estaba leyendo en ruso. Recuerdo su mesa llena de papeles y de mapamundis. Lo que voy a decir ahora ya lo conté muchas veces, y hasta lo escribí, pero ya que estoy lo vuelvo a contar. A la gente le gusta que le cuenten siempre lo mismo, por eso existe la literatura. La cosa es que voy a la casa de Bosio Arnaes y le leo el principio de mi cuento, que empezaba así: “Por el sendero venía avanzando, el viejecillo”. Y fue todo lo que leí, porque me paró y me dijo: “¿Por qué sendero y no camino? ¿Por qué en lugar de ‘avanzando’ no ponemos ‘caminando’? La gente no avanza, camina. ¿Por qué ‘viejecillo’ y no ‘viejito’ o ‘viejo’ o ‘anciano’? ¿Por qué ‘el’ viejecillo y no ‘un’ viejecillo, dado que no conocíamos el personaje?” Y cuando yo ya pensaba que era imposible cometer tantos errores en una frase tan corta, me preguntó por qué no lo había escrito, por lo menos en el sentido gramatical lógico: “El viejecillo venía avanzando por el sendero”. Yo era muy joven y arrogante, mi única respuesta fue “porque ese es mi estilo, señor”. El viejo me miró largo y dijo: “Antes de tener estilo, hay que aprender a escribir”.

Ese fue mi único taller literario, cinco minutos de duración. Desde entonces creo que corregir es un trabajo de humildad, arriesgarse a descubrir que aquello que escribiste puede no ser estupendo sino más bien un mamarracho.

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El “poeta subcutáneo escondido en una prosa magistral”, entendió la escritura como un destino y, como se saben aquellos que creen en el destino, éste es ineludible Con respecto a la escritura y al ser escritor, dice en una entrevista: Lo puedo ver como oficio. Pero sobre todo lo veo como un destino.

Lo que te puedo contar es cuándo me sentí escritor por primera vez. Hace años, en la Feria del Libro, de pronto veo a un chico que está robando uno en el stand de Galerna. Trato de distraer a Hugo Levin, porque ya me sentía cómplice. Y cuando el chico se va, veo que es un libro mío. Ahí me recibí de escritor.”

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Y esto me hace acordar de otro libro que debo de haberme robado a los 20 años, Carta a mi padre, de Kafka, en una librería chiquita de Olavarría. Yo era conscripto; tal vez piadosamente el dueño me lo dejó llevar.

Castillo tenía apenas 24 años cuando escribió Israfel y con ella ganaría en París el Premio Internacional de Autores Dramáticos Latinoamericanos.

Como es fácil advertir, la literatura estuvo presente en él desde su juventud o quizá desde mucho antes hasta el fin de sus días.

A Castillo le gustaban los deportes, especialmente el boxeo que había practicado cuando era un adolescente en su ciudad natal, San Pedro. Su argumento en defensa de la actividad pugilística, como si hiciera falta explicar las preferencias, era que el boxeo enfrenta a un hombre con otro hombre en condición de igualdad. Podría agregarse que esto era significativo porque vivimos siempre en una realidad que no promovió las condiciones de igualdad.

En este punto, compartía una pasión con Julio Cortázar, también amante del boxeo. Baste recordar al respecto su cuento Torito de Mataderos.

También la gustaba otro tipo de enfrentamiento: el de dos jugadores frente a un tablero de ajedrez. Son muchas las fotos que lo muestran junto al tablero casi convertido en emblema de su casa llena de luz en el que ocupa un lugar privilegiado en el living, en una mesita junto a un cómodo sillón.

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Podría decirse que fue un militante de la literatura que escribió a contrapelo del panfleto y de la literatura considerada como un simple vehículo para contrabandear ideas políticas.

Regresó a Buenos Aires en 1952, convencido de que se dedicaría a escribir. Sus Diarios (el primer tomo de 1954 a 1991 lo publicó en 2014; el segundo, que abarca de 1992 a 2006, se editó en 2019, dos años después de su muerte, ocurrida el 2 de mayo de 2017). Ambos funcionaron como su primer laboratorio de escritura, el lugar donde se medía, palabra tras palabra, con las ideas o los gérmenes de sus cuentos y novelas.

“Entre los veinte y los treinta aparece Abelardo Castillo. A los veintidós escribo El otro Judas, que fue la primera obra que publiqué, pero aparecen los cuentos de Las otras puertas, gano el concurso de Casa de las Américas con Las otras puertas; libro por el cual también recibiría al año siguiente la Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE), fundo dos de las tres revistas literarias que de alguna manera me significan, una fue El grillo de papel, que la fundé a los veinticuatro años, junto a Arnoldo Liberman, Humberto Constantini, Víctor García Robles y Oscar Castello, una publicación que sería prohibida en 1960. Lejos de limitar su actividad literaria por este suceso, Abelardo Castillo apuesta en 1961 a una nueva revista y es así como dirige y funda junto a Liliana Heker «El Escarabajo de Oro», que a causa de la prohibición estatal a El grillo de papel tuvo que salir con el nombre de Escarabajo de oro un año después, a los veinticinco; es también la época en que escribo Israfel, y gana el premio en París; la época en que se monta acá, hecha por Alfredo Alcón, con un éxito bastante considerable, y esa época termina con, probablemente, el momento más trascendental en lo personal para mí. En 1959, el mismo año en que gana el concurso de la revista «Vea y Lea» con su cuento «Volvedor ».

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Toda su obra tiene una vigencia absoluta porque, como la de todos los buenos escritores, se va resignificando en el momento en el que se la lee. Castillo fue un escritor visceral que tuvo una inclaudicable ética en su escritura. Escribió sin concesiones desde sus convicciones más profundas sin hacerle concesiones al mercado. Dejó, además, su enseñanza a través del taller literario que dictó, por lo que su legado literario, sus ideas sobre literatura no están sólo en su literatura misma, sino también en aquello que transmitió a través de la enseñanza. Es decir, que fue un maestro en el sentido más amplio y virtuoso del término.

“Escribir es inventar la literatura cada vez que te sentás a escribir”. Abelardo Castillo prefería definirse como “un hombre que escribe” para quitarle gravedad a la condición de escritor y asumir un modo de estar en el mundo.

Cada vez que recibía a un periodista, se disponía a lucirse en una de las artes que mejor dominaba: la conversación. Aunque no le gustara el momento de las fotos. La frescura y la tranquilidad de su casa de la calle Hipólito Yrigoyen, en Balvanera, contrastaba con el calor de esa tarde de verano y el infierno del tránsito a esa hora. Se sentaba frente a su tablero de ajedrez con las piezas presentadas para jugar, con una de las bibliotecas de su casa de fondo y lo primero que hacía era acordar con la entrevista donde le preguntaron por sus talleres de escritura y entonces dijo:

–Yo a veces no hablo de los talleres porque luego me llama gente que cree que va a aprender a escribir y yo les digo que los talleres no sirven para nada. A la literatura o la traés puesta o no hay nada que hacer. Nadie puede enseñar a escribir.

Y a la pregunta de por qué después de tantos años sigue dando su taller, contestó:

–Porque me fascina hallar el talento. Cuando encuentro el talento en otros, me siento feliz. Me pasa ahora en el taller pero también me pasaba en las revistas literarias que dirigí. Cuando aparecía un buen cuento lo vivía con tanta intensidad como cuando yo mismo lo escribía. Con los talleristas siento una alegría personal –pero no porque sea mi alumno quien lo escribe–, sino porque hay algo ahí que justifica mi vida, que es la literatura. Tal vez esta es la respuesta: doy talleres porque cuando aparece algo bueno también aparece algo que justifica mi vida, que es la literatura.

Castillo con Sylvia Iparraguirre su mujer y su companera en vida y en la literatura - Poesia Online
Castillo con Sylvia Iparraguirre, su mujer y su compañera en vida y en la literatura.

En los primeros años de mi vida, los libros decisivos serían Robinson Crusoe y la saga de Sandokán, a los nueve años, y esto está vinculado con dos hechos también: la separación de mis padres, que fue para mí decisiva cuando quedamos solos papá y yo, y mi entrada en el colegio de los salesianos, Wilfrid Baron de los Santos Ángeles, el colegio Don Bosco de Ramos Mejía, que es el que me refiere al libro, justamente porque recuerdo que el padre rector me dijo que no era lectura para un chico el Robinson, y me lo sacó; lo terminé de leer después del colegio. Pero digamos que la culminación de los primeros diez años están marcados por esos hechos que para mí fueron esenciales.

“Aun cuando de los diez a los veinte tuve mi gran amor, que aparece en los diarios como Betina, y que en el ’60 tuve una mujer, Delia, que me acompañó durante ocho o nueve años, a fines del ’69 aparece en mi vida Sylvia (Iparraguirre), y desde entonces hasta hoy, pronto van a ser cincuenta años, sigue en mi vida Sylvia. Quiere decir que, por decirlo con suavidad, me ocurrió de todo. Además lo que tal vez sea el problema decisivo de mi vida, pero dio lugar a un libro, que también fue decisivo para mí, El que tiene sed, es la época de mi alcoholismo. Yo fui alcohólico, o tal vez lo soy como dicen los alcohólicos, para uno alcohólico nunca dejás de serlo, sos una especie de alcohólico recuperado. Yo no tomo hace cuarenta años, pero mi relación con el alcohol empieza entre los veinte y los treinta años, y termina recién cerca de los cuarenta. O sea, que para darte una idea clara de mí, tendríamos que pararnos ahí, a los treinta años.

Después todo lo demás es nada más que el desarrollo de un señor que se llama Abelardo Castillo, que escribió otros libros pero que ya había escrito los libros esenciales, que había sacado las revistas, y había conocido a Sylvia, que básicamente es la misma persona, con algunos años más hoy”.

Tan signada estuvo la vida de Abelardo Castillo por la literatura que se casó con una escritora: Sylvia Iparraguirre. Es más, creó un taller con el único propósito de que Sylvia, por la que sentía un amor aún no confesado, asistiera a él y así poder conquistarla.

La relación entre ellos continúa no sólo en el recuerdo de Sylvia, sino también, por ejemplo, en el cumplimiento de algún deseo de Abelardo que él no tuvo tiempo de realizar: La publicación de sus poemas.

Abelardo Castillo escribió poesía toda su vida. Muy temprano, sin embargo, decidió que esa sería su fiesta secreta: una ceremonia personal, de encuentro consigo mismo, que no requeriría de publicación ni de otras miradas. Acaso porque entendía —con Paul Valéry— que la larga elaboración de una pieza literaria es sobre todo una empresa espiritual de reforma de uno mismo o, dicho con sus palabras, que “crear una pequeña flor es trabajo de siglos”. Por ese motivo su poesía ha sido hasta ahora prácticamente desconocida, salvo por algunos pocos poemas que circulaban entre sus lectores casi como una contraseña. Junto con esta decisión, Castillo habló muchas veces de la posibilidad (¿el deseo?) de que los poemas se dieran a conocer cuando él ya no estuviera.

Escribió poesía desde su juventud. “Siempre creí o quise creer que la poesía es el idioma más perfecto y alto del hombre-sostuvo en sus diarios-. He querido ser poeta como otros quieren ser doctores en algo, astronautas, maridos, ingenieros, presidentes o padres. Amo la poesía. La amo profunda y encarnizadamente. Mi casa está llena de libros escritos por poetas: mis papeles, llenos de culpables rimas mías”.

Muchos de esos textos “culpables” fueron destruidos por el propio autor pero otros se conservaron con la esperanza, expresada por Castillo, de que fueran dados a conocer luego de su muerte.

A cinco años de su muerte, Ediciones en Danza publica La fiesta secreta, que reúne esta obra poética comenzada en 1952 La fiesta secreta—título muy temprano, de cuando Castillo estaba en el servicio militar y tal vez anterior— incluye desde los poemas escritos en la adolescencia que sortearon su impiadosa crítica hasta los más recientes fechados en los años dos mil. Es así que, sin proponérselo, este libro resulta también una autobiografía, una autobiografía poética, un hilo para ser seguido en correspondencia con sus Diarios o con algunos de sus cuentos y novelas: todo eso encierra esta ceremonia secreta, personal, que ahora llega a todos los lectores.

Este volumen reúne poemas escritos a lo largo de sesenta años. No todos los poemas sobrevivieron, hay que decirlo: una cantidad enorme —según ha dicho muchas veces el autor— fue destruida en su juventud, cuando Castillo se propuso dedicarse enteramente a la prosa. Pero la poesía es tenaz y siguió visitándolo siempre, hasta sus últimos días.

Considerado como el mejor cuentista argentino de la segunda mitad del siglo XX publicó novelas, obras de teatro, ensayos y su poesía póstuma.

Entre los reconocimientos se encuentran: El Primer Premio Internacional de Autores Dramáticos Latinoamericanos Contemporáneos del Institute International Theatre, el Primer Premio del Festival de Teatro de Nancy, el Primer Premio y el Gran Premio de los Festivales Mundiales de Teatro Universitario de Varsovia y Cracovia celebrados en 1965, el Premio Konex Diploma al Mérito 1984, el Primer Premio Municipal de Literatura, el Premio Nacional Esteban Echeverría, el Premio Konex de Platino, el Premio de Honor de la Provincia de Buenos Aires y el Premio a la Trayectoria concedido por la Asociación de Libreros Argentinos son otros de los numerosos reconocimientos obtenidos por Abelardo Castillo a lo largo de su carrera.

Muere en Buenos Aires, el 2 de mayo de 2017.

 

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Estos datos fueron recogidos por entrevistas realizadas:

Cuando se cumplió un año de su muerte, el periodista y escritor Rodolfo Bracelli lo recordó con una entrevista que le había realizado.

Otra entrevista realizada por: Por Maxi Goldschmidt, Horacio Dall’ Oglio y Diego Pintos

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SELECCIÓN DE POEMAS DE ABELARDO CASTILLO

ESPEJOS

Antes que yo, dos hombres han sentido
el sagrado pavor de los espejos.
No soy yo, es mi miedo lo que mido
con esos dos, tan altos y tan lejos.

Poe y Borges supieron de esta rara
maldición de la luz: la que duplica
el horror paulatino de mi cara
que en vejez, tiempo y muerte se disipa.

Dios debiera velarnos a estos jueces
de la ruina del alma y de sus grietas.
Ya es pecado morir, por qué mil veces
matarse entre cristales y aguas quietas.

Por eso no hay espejos en mi casa.
En la pared, un gran dibujo intenta
fijar mi antigua cara. El tiempo pasa
y me asesina sin que yo lo sienta.

 

EL DESTERRADO

Esta ciudad queda lejos de las rosas de mi padre y de la ventana
que da sobre las rosas y de mi mesa junto a la ventana y de mí.

Si valiera la pena escribir en esta ciudad la historia de mi vida
hablaría primero de mi pueblo
y de las calles de mi pueblo
angostas
y cortas
y mal iluminadas.

De la iglesia
(del curita aquel que una mañana no dio misa
y de la muchacha que desapareció esa mañana)
del río
y la barranca y de las lápidas irlandesas del cementerio viejo que está
sobre la barranca y del vecino loco que muere entre sus flores
y de una puerta que a veces no existía.

Después, padre, hablaría de un perro que se llamaba clavel.

Todo en voz muy baja
como quien se confiesa.

Me da un miedo espantoso morirme en esta ciudad sin haber hablado
nunca de estas cosas.

 

FOTOGRAFÍA DE MALCOLM LOWRY

Tremendas mangas, tremendos pantalones y ese mar y esa barba, Malcolm Lowry, y el Popocatepl detrás, o lo que sea,
algo como un volcán,
como el Embudo aquel,
como un presagio.

Es raro, señor Lowry,
lo miro y hace frío,
me digo yo a este hombre lo conozco con esa mole gris
como la muerte, tiene las manos entre las piernas, tiene
frente de mono y grandes mangas y un pantalón de lino, un
pantalón como de marinero,
detrás la Bestia gris,
detrás
hay una especie de montaña que a lo mejor fue verde en las laderas,
pero cómo saberlo.

Y es notable
que alguien saque la foto
de los que posan sobre un fondo tan gris mirando lejos.

Sería interesante
hacerse una pregunta, consultar
a un astrólogo,
sincerarse,
y ver qué significa Malcolm Lowry mirando lejos junto al mar y con las manos entre las piernas como un chico que duerme, con sus tremendas mangas y sus
tremendos pantalones, Malcolm Lowry con sus tremendos
pantalones y su barba,
tranquilamente junto al mar,
pegado en mi pared,
de perfil al demonio.

 

LA OSCURA

Esa mujer semidesnuda aguarda
a un hombre que tal vez vendrá esta noche.
Veo su pelo y en su pelo un broche
de plata isabelina. El hombre tarda.

La mujer es inglesa pero tiene
ojos y largo pelo de española.
Es hermosa, es ardiente y está sola.
No dormirá esta noche si él no viene.

Hay un gato, tal vez… No sé más nada
de esta dama morena y de su impuro
insomnio de mujer que espera a un hombre.

Solo sé que está en Londres, que en su almohada
arde su pelo como un fuego oscuro
y que Shakespeare jamás dijo su nombre.

 

EL ORANTE

En el exacto centro de mí mismo
hay un hombre que reza, cada noche,
yo lo dejo
tratando de no perturbarlo demasiado.

él no cree en las palabras que murmura
pero reza de noche
cuando siente que yo no lo vigilo.

 

LAS OTRAS PUERTAS (2005)

Existen, efectivamente, aparecen de improviso en un tapial por el / que he pasado mil veces, detrás de un alto mueble, en las / madrugadas tristes de las recovas.

Conducen con demasiada frecuencia casas abandonadas, a pasillos / subterráneos donde hay otras puertas detrás de las cuales / suelen ocurrir crímenes o incestos, a salas góticas donde / duermen condesas de boca ensangrentada junto a jóvenes / monjas de boca ensangrentada, a laberintos de espejos que / reflejan todas las imágenes menos la mía, a laberintos de / espejos donde únicamente se refleja una cara de odio.

Hace mucho que ya no les temo. He descubierto que todo lo que hay / detrás de ella pertenece, aunque de manera algo molesta, al mundo.

La última que abrí da a este lugar de mi propia casa donde escribo / estas palabras, sólo que no ahora, es una sensación extraña, / no ahora sino dentro de algún tiempo, dentro de algún tiempo.

 

TRES DIJES

I
Salgo a remar de noche
por el agua profunda de tus ojos
Una larga ola parda
donde mi amor deriva
como un barco lento.
A veces
se oye una música muy triste
dentro de tus ojos
Y hay como un estuario
donde me gusta estar tendido de espalda
recordándome.

II
Pero a veces te odio
salgo a cazar de noche
husmeo el aire
para divisar allá tu espinazo de corza
caer sobre tu flanco
como un amor
como un tropel de perros
partirte el corazón bajo la luna.

III
Mientras la noche se arma
sobre el mundo
separados como dos continentes
lejos como amantes polares
divididos
por el ecuador simbólico del sueño

 

ELEGÍA PARA LA CASA DEMOLIDA

Sólo quedan fantasmas de blasones
yuyos contando historias de rosales con una rosa azul
tumbados leones
Hay que soñarlo todo
los hastiales, el aljibe que amó la enredadera
decir la luna de oro en los vitrales
el geométrico marco, la escalera
los frisos del balcón, los capiteles
el dragón, el cupido, la quimera
No olvidar allá atrás los dos lebreles de piedra
y el estanque circundado por canteros ardidos de claveles
y la puertita de metal forjado, condenada y profunda
y misteriosa
como para un fantasma demorado por el que
alguna noche sigilosa él jugó a entrar cuando
ella le decía que era nuestra casa
yo tu esposa y allá
yo sé en qué austera galería
una grave armadura medieval
que viéndonos pasar se sonreía.
Era de ellos y así era
cada cual nació para una casa y unos sueños
ellos tenían casa señorial
mirarla era mejor que ser sus dueños.
Era invierno
cerraban bien la puerta
y abrir un libro y encender los leños
para ser de esos dos que más.
Abierta sólo a ella y a él los esperaba
aún más acogedora por desierta
y un día simplemente ya no estaba.
Ni la muchacha fue
ni él vino nunca.
Un día no hubo más que yuyo y grava
un león tumbado, una escalera trunca
un día simplemente ya no estaba
y a aquellos dos ya no soñaba nunca.

 

SYLVIA

Amor amor no cabe en las palabras
saber que estás ahí como si el tiempo
no hubiese transcurrido entre el origen del mundo y esa puerta
como si todo hubiera sido siempre
tu pelo de oro azul sobre mi almohada.
Amor amor hace mil años
aconteció una historia parecida.
Los dos ya son palabras y ceniza
pero nosotros
somos aún el laberinto vivo de tu oreja
un sonido de río en tu cintura
los caracoles que yo salgo a buscar
en la arena dorada de tu vientre.
Cómo decir ahora que oí cómo la noche
(estás dormida como nadan
los caballitos de mar)
dibujó otra figura con tu cuerpo.
Amor
amor
construida en la noche de mi casa!

(1987)

 

TIEMPO DE GRAMÁTICA Y DE TIZA

Fue tiempo de gramática y de tiza
y una raíz podía ser cuadrada.
Hubo circunferencias, la sonrisa
era sonrisa porque sí, por nada.
Porque uno estaba antes en el justo
lugar del mundo que correspondía.
Uno estaba en lo exacto y tan a gusto
como un círculo azul de geografía.
Vivir no fue tan complicado asunto,
era buscar un logaritmo o era
unir el corazón en un solo punto
con una transversal de primavera.
El mundo terminaba en mi mirada,
donde acaba el sauzal y empieza el río.
Más allá del sauzal nunca hubo nada,
del sauzal para acá todo era mío.
La vida sí era grande. Me parece
que no había ni muerte. A lo mejor
es uno que a medida que envejece
hace crecer la muerte alrededor.
Había lunes, me acuerdo, y yo sabía
una calle de greda y tosca y polvo
y un ligustro después donde escondía
mis libros, la tristeza, el guardapolvo.
Fui triste y mal alumno, al recordarme
recuerdo con oprobio mi libreta.
Una vez yo quería suicidarme.
Otra vez yo quería ser poeta.
A veces pienso si existió, si es cierto
que existió de verdad el chico triste.
Me da un poco de pena que haya muerto
y que sea Castillo el que no existe.

(1958)

 

LA ROSA Y EINSTEIN

Einstein abrió el postigo esta mañana.
O esta noche. De antiguo ciertas cosas
son como son los sueños…La ventana
da a un rosal y a una rosa entre las rosas.
Está mirando el cielo. Ve, lejana,
la más lejana de las nebulosas
y algo le habla: el espacio. Una campana
de alguna hora (Dios hace estas cosas.)
Y él oye el Universo como un llanto.
Espacio y tiempo son el mismo abismo.
No está en ningún lugar ninguna cosa.
Yo soy Einstein, murmura. Le da espanto
ser Einstein, no ser nunca más ¿el mismo…
Eterna en el rosal, sigue la rosa.

(1970)

 

LA PALOMA

Hoy vino la paloma.
Yo estaba bebiendo no diré
qué ceniza
Y de pronto llegó con reverencias la paloma.
era un precioso animalito gris
con los ojos redondos y de púrpura.
Llegó hasta mi balcón
se despiojó
y su cuello brillaba con realeza y en el pico
tenía un majestuoso puñadito de nueve.
y yo supe que no la olvidaría, y eso
sencillamente
Es todo.

 

NOÚMENOS

Hay algo misterioso, agazapado, en el exacto centro de las
cosas, inexplicable como el canto de un pájaro en la
noche, invisible y sin embargo ahí. Como en la estricta
redondez de la manzana está el gusto a manzana, no
de otro modo todas las cosas guardan celosamente
misterio.
Yo he oído ese llamado y he probado a veces el íntimo sabor
del mundo.
Paso todos los días frente a un tapial. Ayer me detuve perplejo
y escuché largamente el rojo inesperado de los ladrillos,
sentí el gusto agridulce de una mancha amarilla. Tuve
miedo.
Hay árboles que son mucho más que un árbol recortados allá
contra el crepúsculo gritando en mitad de una llanura
pensativa, hay nocentes piedritas grises malignamente
hendidas por una vena blanca, o hay una rosa más oscura
de lo debido en el rosal.
Quién no ha oído latir de pronto un mueble en medio de la
noche.
Quién no se ha mirado repentinamente en un espejo sin
reconocerse.

(1957)

 

TENÍAS INSTRUMENTOS

Tenías instrumentos de hacer música
por todas paredes, y en el alma.
Tenías un sombrero a lo cualquiera,
un modo de volver de madrugada.

Y una voz, sobre todo. La más fea
voz de este mundo, pero igual cantabas
(algo entre Chaliapín y verdulero).
Costantini te hacía la guitarra.

Una vez, festejamos una fecha.
Otra vez te morías a mansalva.
Pero antes quién nos quita el vino, el truco,
los actemines de abolir el alba,

las cantinas, tu voz por las cantinas,
sobre todo tu voz de estopa, rara,
que no es bueno escuchar, que es como un aire,
que me ronda la oreja como un ala.

Más vale celebrarte el bigotazo
y ese aire de familia, aquella magia
que iba de tu nariz a tu zapato,
desde tu tropezón hasta tu cara,

tu parecido a dos, ricos en tumbo
y en bigotes, vecinos tarambanas,
de la risa y la muerte, tus bigotes
donde Chaplin y Poe tropezaban.

Ni acordarse, más vale, que sabías
inventariar emilios que no estaban,
que se iban de octubre, como hoja
eduardos calle abajo como el agua.

Más vale ni pensar qué opacas voces
te rondaban la oreja, afantasmaban
tu noche con peceras y jaulitas.
Mejor rememorarte la corbata,

las cosas de vivir, de estar parado,
de echar alpiste o de cambiar el agua.
Más vale festejarte el bigotazo
haciendo fintas por la madrugada.

 

UN HOMBRE SOLO

Un hombre mira una pantalla.
Ve a un hombre que busca
en la desesperación de los años
que se acortan.
El hombre que mira se ve
en ese hombre que busca.
Un hombre escucha una canción
sobre un hombre que busca
en la desesperación de los años
que pasaron.
El hombre se escucha
en la desesperación del hombre
que canta.
En los huecos de un tiempo
de relojes salvajes,
en los miedos,
en los papeles,
en los números,
en el letargo,
un hombre lee sobre un hombre
que escribe
y que busca en esos signos muertos
el camino perdido.
Los signos le cuentan lo que es,
lo que pudo ser y lo que nunca será.
El hombre intuye
en cada uno de esos signos
su soledad
y el grito abismal del mundo.
El hombre cansado de ver, de escuchar, de leer,
camina entre los árboles.
Se detiene frente a un viejo roble.
Sus manos transitan las arrugas
que vieron pasar incontables caminantes
desde el comienzo de los tiempos.
Sus yemas siguen las vetas antiguas,
baja a través de los nudos
que se mezclan con la tierra
y que pronto desaparecen en la hierba
y abren caminos invisibles
a través de la espesa negritud
de los subsuelos ciegos
a los ojos humanos.
El hombre se pregunta
hasta dónde podrá llegar
aquel camino invisible.
Imagina.
Sigue esa ruta oscura.
Su vista llega a otro roble
no muy lejano.
El hombre esboza una sonrisa tardía,
triste.
Parece entender.
Regresa a su hogar.
Atraviesa el bosque y sabe
que camina sube una red infinita
de vida antigua.
Ya en su hogar el hombre pasa
frente al espejo
y encuentra a un hombre
encerrado en los años que se acortan
y en los años que pasaron sin aviso,
que vio,
escuchó
y leyó todo lo que pudo
para al fin entender
frente a un viejo árbol
que está solo,
que aquellos signos muertos
eran igual que las viejas raíces del viejo roble.
Y que todo se había perdido irremediablemente
en un yo
que debió ser nosotros.

 

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