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278. POESÍA MÁS POESÍA: ÁNGELA FIGUERA AYMERICH

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BIOGRAFÍA DE LA POETA ÁNGELA FIGUERA AYMERICH

Ángela nació en Bilbao, concretamente en la calle Espartero, Bilbao (España) en el año 1902, en el seno de una familia acomodada. Hija mayor de nueve hermanos, de Amelia Aymerich y Jesús Ángel Figuera, tuvo que dedicar mucha atención a sus hermanos más pequeños, ya que su madre estaba muy delicada de salud, circunstancia ésta que marcaría su carácter desde su niñez y que la llevó a ensalzar, ya en sus primeros poemas, la relevancia de la maternidad, hasta el punto de llegar a ser uno de los rasgos característicos de su obra. Ángela recuerda a su padre, que era natural de La Habana (Cuba) y catedrático de la Escuela de Ingenieros Industriales de Bilbao, aficionado a la pintura, a la música y a todo tipo de actividad cultural, en unos versos de 1953:

 

Mi padre era ingeniero y amaba los paisajes.

Quería capturarlos en rectángulos breves

y llevarlos consigo.

Cuando íbamos al campo o al mar, en vacaciones,

meticulosamente, sabiamente pintaba.

 

Comenzó a escribir por una actitud natural, y sus primeros poemas, no editados, datan de la década de los años 20 del siglo XX. Aparecen en un Cuaderno Inédito guardado por su familia.

Tras finalizar los estudios primarios, Ángela prosigue su formación en un instituto, algo totalmente insólito para su época, perteneció a la primera promoción de las mujeres que realizaron el bachiller en la península. Ya por aquel entonces resultaba evidente la inclinación de Ángela por la literatura y las letras, así como el valor que tenía para hacer frente a los inconvenientes, en el año 1924 expuso en casa su deseo de estudiar Filosofía y Letras, idea que no agradó en absoluto a su padre, por lo que Ángela paralizó sus estudios durante dos años, hasta que, finalmente, consiguió salirse con la suya. Lamentablemente, su padre fallecería en 1926 al poco tiempo de reiniciar Ángela sus estudios y la familia se encontró en una precaria situación económica.

Angela y sus padres - Poesia Online
Ángela y sus padres

 

Ante la insolvencia familiar para poder sufragar los estudios, Ángela recurrió a la familia de su primo Julio Figuera, a Madrid. Durante la estancia en la capital, la relación que tenía con Julio fue estrechándose, y para cuando terminó la carrera estaban ya prometidos. De regreso a Bilbao, a los veintiocho años, y dado que las dificultades económicas de la familia persistían, tomó la decisión de irse a vivir a Madrid. En un principio las cosas no resultaron fáciles, pero, poco a poco, fue probando distintos trabajos. En 1932 aprobó unas oposiciones y fue destinada a Huelva, pero antes de partir hacia su nueva oficina contrajo matrimonio con Julio. Los años que pasaron en Huelva fueron muy dichosos, exceptuando un trágico suceso que la marcaría profundamente: en 1935 dio a luz a un bebé que nació sin vida.

 

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El golpe de Estado de 1936 cambió drásticamente la vida de los Figuera, que se hallaban en Madrid. Julio decidió alistarse en el bando de los republicanos, y tuvieron que pasar una época que la escritora definió como “años durísimos y amargos”. Sin embargo, no todo fue tan negativo, ya que en diciembre de aquel mismo año nacía su hijo Juan Ramón, un feliz acontecimiento con el que Ángela vería colmado uno de sus más fervientes deseos. A lo largo de los próximos años tuvieron que vivir separados: ella en Madrid, y Julio destinado a diversos puntos de la geografía peninsular. La ocasión de reunirse se les presentó en el año 1938, en el pueblo de Molina de Segura, en Murcia. Los últimos meses de la guerra, no obstante, fueron especialmente delicados, debido al encarcelamiento de Julio, acusado de simpatizar con los comunistas. Paradójicamente, sin embargo, la victoria de los franquistas le devolvió la libertad.

Al término de la guerra civil española, la familia Figuera se encontraba en una situación realmente preocupante: sin titulaciones ni trabajo, en el bando de los perdedores, despojada de su patrimonio familiar, con Julio enfermo de paludismo y atemorizado ante la posibilidad de su encarcelación. En semejantes circunstancias, la mejor de las alternativas consistía en regresar a Madrid y empezar desde cero. Estos años dejarían una profunda huella en la poesía de Ángela.

A partir de 1948 comienza una importante correspondencia con Gabriel Celaya a quien presenta su libro Mujer de barro (1948), que publica animada por su marido Julio Figuera. Son sus primeros atisbos dentro de una poesía de carácter intimista con una profundización en los temas de su sentido de madre y mujer.

Angela Figuera y su marido - Poesia Online
Angela Figuera y su marido.

En 1949 publicó su libro Soria pura, con el que recibe el Premio verbo y comienza una fructífera relación literaria con Blas de Otero. Mujer de barro (1948), y Soria pura (1949), forman parte de lo que Ángela definía como “etapa subjetiva”. Se trata de una poesía repleta de elementos populares que gira en torno a temas como el erotismo, la maternidad, y el simbolismo del paisaje, pero, junto a esta imagen aparentemente idílica se aprecia, al mismo tiempo, otra realidad, mucho más cruda, como, por ejemplo, la reivindicación de la figura de Antonio Machado, la nostalgia de la costa vasca o el contraste de la acechadora realidad de las enormes ciudades.

Sus libros tuvieron problemas con la censura, que encontraron en ellos demasiada sensualidad y demasiado erotismo para lo que podían permitir las estrechas miras del régimen. Además, durante esos años en el Madrid de la posguerra, Ángela Figuera descubrió la miseria extrema, el hambre, la desolación en que los vencedores habían sumido a los vencidos. Su poesía empezó a tornarse amarga, descreída, urgente.

Ángela asume la imperfección del ser humano, y hace de esa imperfección una obra de arte diferente, perdurable, fuerte. ¡Qué valor el de Ángela al usar un lenguaje llano, cuando en España estaban tan de moda los juegos y las lujuriosas metáforas de un García Lorca, de un Vicente Aleixandre, de un Rafael Alberti…! Gran parte de la poesía de la Figuera se dirige a las situaciones, situaciones medularmente vitales como un nacimiento, una fiesta ritual… una derrota, una victoria, un entierro. Pero ella extrae lo esencial de esa situación, elevándola a la categoría de eterna.

Ángela Figuera Aymerich es, con Carmen Conde, la más importante poeta de la segunda mitad del siglo XX. Conoció de primera mano a la poeta Carmen Conde, con quien compartió confidencias que han quedado reflejadas en varias cartas. En una de ellas, que escribe desde Galicia, Figuera describe a su hijo como un “muchacho altísimo, fuerte, moreno como un pirata”. Defendió valientemente su posición de libre-pensadora en la España franquista en donde sufrió toda clase de agresiones personales, como la del saqueo de su biblioteca privada, y el allanamiento de su casa en diversas ocasiones. Por algo el poeta León Felipe, que en uno de sus versos condenó a España a quedarse muda, se desdijo posteriormente declarando que España no se había quedado muda, puesto que, la voz más importante, la de Ángela Figuera Aymerich, se quedaba dentro para hacer frente a toda clase de situaciones adversas.

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Aunque no supiéramos que Ángela sufrió los abusos de la dictadura, por su poesía podríamos enterarnos de la protesta del prisionero, del hijo que se queja porque su padre ha vivido siempre en presidio, y del niño que nació en un barrio pobre, sin que nadie esperara su nacimiento y que sin embargo es tan valioso, como el proclamado niño Dios. Poco alude a su persona. Cuando mucho lo hace al cantar a su hijo o a su esposo, pero, aunque no deliberadamente, su vida está impresa en el árbol que menciona o en el río al que alude. Su amado Río Duero, su Soria querida, todos en su poesía se tornan más humanos que la misma humanidad, puesto que Ángela los contrapone constantemente en la lucha con la estrella, contra el cielo, y los elementos terrestres salen siempre ganando. Le pide a Dios perdón por inclinarse solamente al hombre y ante todo lo que emana del ser humano.

 

En 1950 se editó su libro Vencida por el ángel y comenzó contactos con círculos intelectuales del País Vasco, que había iniciado de forma postal. En este libro, puede apreciarse un cambio de estética: el libro la sitúa dentro de la poesía social, a la vez que señala su importancia dentro de la poesía de impulso feminista. Abre la puerta a la realidad que le rodea e inaugura una nueva etapa en su poesía, dedicada al compromiso, que ella define como “etapa preocupada”. En este proceso Ángela recibe una notoria influencia de dos de sus grandes amigos: Blas de Otero y Gabriel Celaya. En el periodo vacacional de aquel mismo año, la poeta retorna a Bilbao, donde reside su hermano, el pintor Rafael Figuera, un hombre que desarrollaba un sinfín de actividades culturales en las inmediaciones de Bizkaia. Gracias a él, Ángela tuvo la ocasión de conocer a muchos escritores y artistas de renombre, como por ejemplo Angel Ortiz Alfau, Mario Angel Marrodan, Jorge Oteiza, Gregorio San Juan, Rafael Zarco, Federiko Krutwig y Rafael Morales. Unos años más tarde conoció, de nuevo a través de su hermano, a Gabriel Aresti.

 

En 1950 Ángela publicó un importante poema, “Exhortación impertinente a mis hermanas poetisas”, una auténtica declaración feminista, si bien la escritora jamás se identificó con esa definición:

 

Eva quiso morder en la fruta. Mordedla.

Y cantad el destino de su largo linaje

dolorido y glorioso.

 

En 1952 editó Grito inútil, que sería Premio Ifach.

Comenzó su trabajo como traductora y encontró un puesto en la Biblioteca Nacional, pero su trabajo preferido consistió en encargarse de una “bibliobús”, de un sistema de popularización de la lectura, al que se dedicó a partir de 1954. En una carta que escribió a Blas de Otero en 1956, ella misma se refería a este nuevo cometido:

«Sabrás que a mi vejez he resuelto dedicarme a la vida activa y trabajo por la mañana en la Biblioteca Nacional y por la tarde en una biblioteca ambulante o Bibliobús que va prestando libros por los barrios extremos y suburbios madrileños. Este último es un servicio estupendo y yo lo hago encantada, con verdadero apasionamiento, aunque la remuneración es muy pequeña, como todas las que se cobran en España salvo raras y casi siempre honrosas excepciones. Se pone uno en contacto con el pueblo y se le orienta y se le educa en la lectura y no sabes cómo lo agradecen y qué contentos y amables se muestran con nosotros las bibliotecarias, y hasta nos toman afecto…»

A partir de este momento se produjo una época de intensos viajes a Marruecos (1955), a París (1957) donde pudo disfrutar de una beca de estancia para estudiar sistemas de organización de bibliotecas hasta que 1966 se produce su primera visita a la URSS. Y en 1969 viajó a México. En París conoció a Pablo Neruda, que le entregó una carta dirigida a los poetas españoles en la que reclamaba una “universalización del canto poético”. Ángela Figuera empezó a ganarse una merecida reputación de poeta combativa, de espíritu diletante en una sociedad marchita.

Sus críticas contra el franquismo se fueron agudizando hasta el punto de que, llegados a cierto punto, fue consciente de que jamás conseguiría publicar en España el libro en el que andaba trabajando. Tuvo suerte. Envió el manuscrito a unos amigos que residían en México y estos lo presentaron, sin advertir a la autora, al Premio de Poesía Nueva España, que impulsaba la Unión de Intelectuales en el Exilio. Belleza cruel, así se llamaba el nuevo poemario, se publicó en aquel país en 1958, precedido de un prólogo de León Felipe. Se trata de un texto que muchos consideran histórico. Hasta entonces, Felipe había mostrado severas reticencias hacia los poetas que empezaron a surgir en España tras 1939. En el preámbulo al poemario de Figuera, empezaba a reconocer la importancia de algunas voces a las que convenía prestar atención.

 

Porque es lo cierto que me da vergüenza,

que se me para el pulso y la sonrisa

cuando contemplo el rostro y el vestido

de tantos hombres con el miedo al hombro,

de tantos hombres con el hambre a cuestas,

de tantas frentes con la piel quemada,

por la escondida rabia de la sangre.

 

En el libro significa la revelación de la poesía que de los vencidos que se estaba escribiendo desde dentro, con una voz profunda con ritmos de salmo, de manera que su obra es un puente entre el exilio exterior y el interior. Belleza cruel fue el libro más conocido, y apreciado, de Ángela Figuera Aymerich. En España circuló bajo manga y en ediciones clandestinas, y sus versos fueron los que ratificaron a su autora como una de las grandes voces de la poesía social del momento.

En 1961 se reunió con su esposo en Avilés, donde Julio Figuera había logrado un puesto como ingeniero de la empresa Ensidesa. Ese año se publicó en Caracas su Primera antología. Al año siguiente, publicó Toco la tierra. Letanías, 1962, tras el cual se fue alejando de la poesía guardando un largo silencio, sólo roto para publicar dos libros infantiles y poemas sueltos. En 1966 visitó la Unión Soviética y en 1969, invitada por el librero exiliado, Alfredo Gracia, visitó México, publicándose en Monterrey una antología de su obra.

Tras la jubilación de su esposo, en 1971, el matrimonio se trasladó de nuevo a Madrid, sin llegar a integrarse en el mundillo literario y manteniéndose crítica con el proceso de la llamada transición política. El libro de Cuentos tontos para niños listos, se publicó primero en Monterrey (México), en 1979; en España será en 1980.

Muere en Madrid en 1984 tras una larga enfermedad, los medios de comunicación prácticamente no hicieron la más mínima alusión a su muerte. Su última obra fue póstuma, Canciones para todo el año. El empeño de su viudo y la receptividad de la editorial Hiperión llevaron a que un bienio después se publicaran sus Obras completas en una edición que hoy se encuentra descatalogada y que jamás volvió a revisarse.

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Con el poeta Vicente Aleixandre, entre otros.

 

Emilio Miró denominó a Gabriel Celaya, Ángela Figuera y Blas de Otero como “el triunvirato vasco de la poesía de posguerra”.

Pocas antologías de La Generación del 27 recogen su nombre. Será la “Antología de la poesía social del año 1981”, de Leopoldo de Luis, donde aparece por primera vez, y junto a ella sólo hay tres mujeres más: Gloria Fuertes, María Beneyto y María Elvira Lacaci. En total, la antología recoge la obra de 30 poetas, 26 de ellos son hombres.

En palabras de Miguel Barrero: “En el caso de Ángela Figuera Aymerich, están claros los motivos que provocaron que en su propia época no ocupara nunca un papel protagonista: era mujer, pertenecía al bando derrotado en la Guerra Civil y su poesía, lejos de camuflar esa condición o de adaptarla al gusto de la retórica triunfante, incidía en ella y la empleaba como base desde la que lanzar una mirada ácida, rabiosa y escéptica a la sociedad que se desenvolvía en sus alrededores”.

Es de justicia recuperar la poesía de esta mujer sensible y comprometida con los desfavorecidos, con los vencidos y con la mujer, principal víctima de las guerras y de las dictaduras. En el año 1950, Ángela escribía en el poema, “Exhortación impertinente a mis hermanas poetisas”, publicado en el nº 45 de la Revista Espadaña .

Levantaos, hermanas. Desnudaos la túnica.

Dad al viento el cabello. Requemaos la carne

con el fuego y la escarcha de los días violentos

y las noches hostiles aguzadas de enigmas.

No os quedéis en el margen….

OBRAS

  • Mujer de barro (1948).
  • Soria pura (1949). Premio Verbo. Poemario ilustrado con dibujos de su hermano el pintor Rafael Figuera.
  • Vencida por el ángel (1951).
  • Poema “Destino”. Premio de la revista Índice de las artes y las letras
  • El grito inútil (1952). Premio Ifach
  • Los días duros (1953).
  • Víspera de la vida (1953).
  • Belleza cruel (1958). Premio de poesía Nueva España con prólogo de León Felipe.
  • Primera Antología, Caracas (1961)
  • Toco la tierra. Letanías (1962).
  • Cuentos tontos para niños listos. Libro dirigido al público infantil (1979). (Madrid, Ediciones Hiperión, Ilustraciones de Fernando Gómez, 2000).
  • Otoño (1983).
  • Canciones para todo el año. Poesía infantil (1984). Póstumo. (Madrid, Ediciones Hiperión, Ilustraciones de Fernando Gómez, 2000).
  • Obras completas. Prólogo de Roberta Quance (Madrid, Ediciones Hiperión, 1986). En diferentes trabajos y publicaciones se han recogido algunos poemas sueltos, no incluidos en las Obras Completas ni en los poemarios previos.

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BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA

https://www.nuevatribuna.es/articulo/cultura—ocio/memoria-olvido-vida-obra-Ángela-figuera/20211025184133192154.html

https://www.euskonews.eus/zbk/255/Ángela-figuera-veinte-anos-mas-tarde/ar-0255001001C/#

https://www.deia.eus/cultura/2009/12/30/pluma-violeta-angela-figuera-5688611.html

https://www.bilbaopedia.info/angela-figuera

https://es.wikipedia.org/wiki/%C3%81ngela_Figuera_Aymerich

https://www.zendalibros.com/quien-se-acuerda-angela-figuera-aymerich/

https://materialdelectura.unam.mx/images/stories/pdf5/angela-figuera-aymerich.pdf

http://amediavoz.com/figuera.htm

Ángela Figuera Aymerich – Obras completas – Editorial Poesía Hiperión

https://galefod.blogspot.com/2016/09/angela-figuera-aymerich.html

 

SELECCIÓN DE POEMAS DE ÁNGELA FIGUERA AYMERICH

MUJER

¡Cuán vanamente, cuán ligeramente
me llamaron poetas, flor, perfume!…

Flor, no: florezco. Exhalo sin mudarme.
Me entregan la simiente: doy el fruto.
El agua corre en mí: no soy el agua.
Árboles de la orilla, dulcemente
los acojo y reflejo: no soy el árbol.
Ave que vuela, no: seguro nido.

Cauce propicio, cálido camino
para el fluir eterno de la especie.

Del libro Mujer de barro (1948)

 

HERMOSA

No me digáis que es mentira
¡Soy hermosa, soy hermosa!
Tampoco yo lo sabía.

Pero mi amante lo dijo
cuando mi rostro bebía,
y, entonces, me vi en sus ojos…

¡No me digáis que es mentira!

Del libro Mujer de barro (1948)

MUERTO AL NACER

No aurora fue. Ni llanto. Ni un instante
bebió la luz. Sus ojos no tuvieron
color. Ni yo miré su boca tierna…

Ahora, ¿sabéis?, lo siento.
Debisteis dármelo. Yo hubiera debido
tenerle un breve tiempo entre mis brazos,
pues sólo para mí fue cierto, vivo…

¡Cuántas veces me habló, desde la entraña,
bulléndome gozoso entre los flancos!

INFANCIA
Tus días puros, de ahora,
hijo, se te irán quedando
como piedrecillas blancas
en un sendero olvidado.

Se te perderá la infancia
en el cristal empañado
del tiempo viejo…
Dichoso
si en él conservas grabados
los besos de tu madre; de tu padre
la noble frente y los viriles brazos.

Del libro Mujer de barro (1948)

LA SANGRE

Yo me siento la sangre. ¿No la sentís vosotros?
Sangre de la mujer, cáliz abierto.

Yo me siento la sangre. Ella me nutre.
Me llena, me dibuja, me sostiene.

Callada sinfonía de mis pulsos.
Verso rimado en rojo por mis venas.
Vuelo encerrado en íntimas volutas.
Río escondido de infinitas ramas
fertilizando mi sensible barro.

Yo la siento correr. Flujo y reflujo
bate las hondas playas de mi pecho,
sube por mi garganta estremecida,
moja mis labios con sabor espeso
de miel caliente. Grita
y enciende la codicia de mis ojos.

Mi sangre, zumo denso circulando
por todos mis poemas. Limpia savia
irguiéndose en la regia primavera
del hijo conseguido.

Amo mi sangre. Cuando yo me muera
no la dejéis cuajarse como hielo
hecho con agua sucia.
No la dejéis secarse en polvo oscuro.
Descomponerse en jugos malolientes.
Cuando yo muera, abridme, desatadme
las frágiles esclusas de las venas.
Verted mi sangre toda. Derramadla—.
Absórbala la tierra como suya
y el agua deslizante de algún río
unte con ella el lomo de sus peces.

 

MILAGRO

De amores y de besos ¡qué milagro!
tanto más tengo cuanto más reparto.

Del libro Mujer de barro (1948)

 

EN TIERRA ESCRIBO

Si, por amar la tierra, pierdo el cielo,
si no logro completa mi estatura
ni pongo el corazón a más altura
por no perder contacto con el suelo;

si no dejo a mis alas tomar vuelo
para escalar mi pozo de amargura
y olvido el resplandor de la hermosura
para vestir el luto de mi duelo,

es porque soy de tierra: en tierra escribo
y al hombre-tierra canto, que, cautivo
de su vivir-morir, se pudre y quema.

Mi reino es de este mundo. Mi poesía
toca la tierra y tierra será un día.
No importa. Cada loco con su tema.

 

DECIRLO

He de decirlo, he de decirlo…
Aunque yo no quiera, he de decirlo.

He de decir las alas en el viento.
He de decir las aguas en el río.
Y el verdor de las hojas y el azul de los cielos
y el de los ojos de mi niño.

He de decir los besos de mi amante
y la sonrisa y el suspiro…
He de decirlo todo, dulcemente,
aunque nadie me escuche, he de decirlo.

Del libro Mujer de barro (1948)

 

DESPUÉS

Después, habrá quien sea una semilla,
una gota de luz, un dulce trino.
Habrá quien sea un copo de neblina,
un polvo de ceniza, acaso un lirio…

Yo quisiera quedarme en una estrofa,
sonando armoniosa en lo infinito.

Del libro Mujer de barro (1948)

 

LA SIESTA

Entre un álamo y un pino
mi hamaca se balancea.
Hojitas de verdeplata
bailan sobre mi cabeza;
hojitas de verdeoscuro,
el aire las contonea.

Dulce pereza me llueve
del sol que las atraviesa.
Los juntos de celuloide
montan su guardia en la arena.

El Duero moja las cañas
y se abanica con ellas.
El río pasa y se va:
mi barca se queda en tierra.

Llenos de verdes y azules,
mis ojos
se cierran.

Del libro Soria pura (1949)

NO QUIERO

No quiero
que los besos se paguen
ni la sangre se venda
ni se compre la brisa
ni se alquile el aliento.
No quiero
que el trigo se queme y el pan se escatime.

No quiero
que haya frío en las casas,
que haya miedo en las calles,
que haya rabia en los ojos.

No quiero
que en los labios se encierren mentiras,
que en las arcas se encierren millones,
que en la cárcel se encierre a los buenos.

No quiero
que el labriego trabaje sin agua
que el marino navegue sin brújula,
que en la fábrica no haya azucenas,
que en la mina no vean la aurora,
que en la escuela no ría el maestro.

No quiero
que las madres no tengan perfumes,
que las mozas no tengan amores,
que los padres no tengan tabaco,
que a los niños les pongan los Reyes
camisetas de punto y cuadernos.

No quiero
que la tierra se parta en porciones,
que en el mar se establezcan dominios,
que en el aire se agiten banderas
que en los trajes se pongan señales.

No quiero
que mi hijo desfile,
que los hijos de madre desfilen
con fusil y con muerte en el hombro;
que jamás se disparen fusiles
que jamás se fabriquen fusiles.

No quiero
que me manden Fulano y Mengano,
que me fisgue el vecino de enfrente,
que me pongan carteles y sellos
que decreten lo que es poesía.

No quiero amar en secreto,
llorar en secreto
cantar en secreto.

No quiero
que me tapen la boca
cuando digo NO QUIERO…

VEINTE AÑOS

A mi hijo

Muchachos, torres, álamos rectamente creciendo,
cuajando reciamente, modelándose firmes;
rompiendo las cortezas, desclavando ventanas.
Muchachos, hijos míos, a vuestros veinte años,
yo vieja, yo cansada, yo madre, me dirijo.
Al fin, tengo que hablaros, muchachos, hijos todos
nacidos de mi entraña,
nacidos en el fuego y en la sangre y la pólvora
una noche sin sueño cuando mi hijo nacía.
Nacía con vosotros,
lloraba con vosotros un profético llanto
sobre una tierra triste ya cebada de lágrimas;
lloraba con vosotros un profético llanto
sobre una tierra triste ya cebada de lágrimas;
caía con vosotros en medio de la herida
de España, en los escombros de sus bellas ciudades,
para dormir un sueño de metralla sin pájaros
en una frágil cuna que cercaban las hienas.
Hoy he de hablaros, hijos, porque tenéis veinte años,
la frente ya muy lejos del suelo, el pulso ardiente,
los ojos y los sueños poblados de muchachas,
y las mejillas ásperas y los pies decididos.
(Yo sola sé, no importa, que aún queda una blandura,
un dulce olor de madre que os ciñe la garganta.
Pero qué bellas manos, tan de hombre ya, tan hechas,
tan ávidas, tan duras. Y tan nuevas y limpias.)
No puedo esperar más. Porque ya es hora
de que sepáis. Y yo voy a morirme,
voy a morirme cualquier día.
De aquello (y de callarlo) y de esto (y de decirlo)
y de mi corazón atragantado
a fuerza de penosas digestiones,
tableteas de aspirina y cocacola,
aire acondicionado por las calles,
hambre en la tierra y Dios en las alturas.
Podéis creer que lo he pensado mucho,
que lo he llorado mucho antes de hablaros.
Han sido largos años de morderse
los puños y la lengua, mucho tiempo
de comulgar con ruedas de molino,
de comulgar con ruedas de poesía
a diario y a sabiendas. Tantas penas,
tantas jornadas fueron necesarias
acumulando sangre gota a gota,
para lograr exacta la medida
de un hombre y ver colmada su estatura.
Ya estáis aquí. Mirándoos, amanece
sobre las aguas del dolor antiguo.
No, no os diré de aquello (la ignominia,
la destrucción, la muerte), cuando observo
el puro resplandor de vuestras manos.
No, no os diré del odio y la venganza.
De cada niño muerto aquella noche
no renació ningún fusil con ojos.
Salieron vuestras manos, esas manos
con uñas y con palmas tan viriles.
Ponedlas a la obra. Alegremente.
Tomad en ellas pronto la herramienta,
que es mucha la labor y es vuestra hora.
Las manos de los jóvenes del mundo
están alzando a pulso las montañas.
Uníos. Trabajad hombro con hombro.
Mirad hacia adelante, Haced camino.
Las sendas enlodadas ya no sirven.
Dejad que las podridas estructuras
se caigan sobre el débil y el cobarde.
Muera el chacal, la zorra, el cuervo, el buitre,
si os salen al encuentro y os detienen.
Arrinconad banderas desteñidas,
los libros de la Historia apolillados,
las bellas etiquetas de colores
de tantos analgésicos. Quitaos
el plomo que os cayó sobre las cejas.
Dejadlo todo atrás. Para nosotros
quedó la infamia, el látigo, el grillete.
Nosotros ya secamos nuestras venas,
quemamos nuestros pies y nuestras manos
y hay demasiada hiel en nuestras bocas.
Vosotros, no. Vosotros, adelante.
Tenéis la mano a punto y la esperanza.
Inaugurad el tiempo de la viña,
del pan y de la miel y la paloma.
Pronto: sumad esfuerzos al esfuerzo,
vida a la vida. Fecundad la tierra,
andad el mar, volad sobre la nube.
Pasad sobre las ruinas. Olvidadnos
si, muertos, enterramos nuestros muertos.
Sed sanos, libres, justos y tenaces.
Labrad, edificad, haced España.
España en paz y en gracia de trabajo.
España a hechura y semejanza vuestra,
nacida limpia, madurada al viento,
muchachos, hijos míos, ya tan hombres,
los que cumplís veinte años este día.

 

CARNE DE MI AMANTE

Mármol oscuro y caliente
tallado en músculo y fibra.
Carne de mi amante, carne
viril y prieta de mi vida.
Suave y blanda entre mis dedos;
fuego bajo la caricia.
Dulce y sabrosa a mis labios
como una fruta mordida…
Carne de mi amante, carne
tan mía como la mía.

 

 

MIEDO

Señor, guarda tus ángeles contigo.
Son demasiado puros para mí. Me dan miedo.
No pesan. No vacilan. Tienen cuerpos sin hambre,
sin fiebre, sin lujuria. Pies que no dejan huella.
Labios sin sed que saben tu palabra.
Sus ojos que no lloran son atroces.
En sus cándidas manos
llevan cálices, palmas, incensarios, coronas,
pavorosas espadas con el filo candente.

Me dan miedo tus ángeles. Los pienso luminosos.
Terribles de pureza. Crueles de hermosura.
Impávidos, ungidos por suavísima sangre.
Sus alas sobre todo, sus alas, ¿te das cuenta,
Señor que me soldaste los pies a esta montaña,
de cómo me dan miedo sus alas poderosas?
Y Tú, que me humillaste la frente con ceniza,
¿no ves cómo me espantan sus frentes inmortales?

Te alabo por tus ángeles, Señor, pero los temo.
Consérvalos contigo. Son tus pájaros, cantan
en tu oído el hosanna de la dicha perfecta.
Te rodean y giran decorando tu gloria.
Movilizan la brisa que perfuma tu trono.
Pero Tú solo puedes contemplarlos sin miedo.
Sólo Tú disciplinas sus magníficas huestes.

Me dan miedo tus ángeles. Si yo encontrara alguno,
Si un día, al despertarme,
lo viera intacto y fúlgido a los pies de mi cama,
yo carne castigada, llorosa podredumbre,
pecado repetido hacia la muerte,
tendría que clavarme las uñas en los ojos.

 

EL GRITO INÚTIL

¿Qué vale una mujer? ¿Para qué sirve
una mujer viviendo en puro grito?
¿Qué puede una mujer en la riada
donde naufragan tantos superhombres
y van desmoronándose las frentes
alzadas como diques orgullosos
cuando las aguas discurrían lentas?

¿Qué puedo yo con estos pies de arcilla
rodando las provincias del pecado,
trepando por las dunas, resbalándome
por todos los problemas sin remedio?

¿Qué puedo yo, menesterosa, incrédula,
con sólo esta canción, esta porfía
limando y escociéndome la boca?

¿Qué puedo yo perdida en el silencio
de Dios, desconectada de los hombres,
preñada ya tan sólo de mi muerte,
en una espera lánguida y difícil,
edificando, terca, mis poemas
con argamasa de salitre y llanto?

Volvedme a aquel descuido, a aquel sosiego
en que era dable andar por los caminos
pastoreando ensueños como ovejas.
Volvedme al ruiseñor de aquel boscaje,
al vuelo de aquel cisne por el lago
bajo la planta azul de aquella luna.

Volvedme a la andadura mesurada
al trópico dulcísimo y sedante
de un verso con timón y cortesía
donde cantar cómo los bucles de oro
son cómplices del pájaro y la rosa,
porque eso, al fin, a nada compromete
y siempre suena bien y hace bonito.

Pero es vano, amigos, nos cortaron
la retirada hacia seguras bases.
Están rotos los puentes,
los caminos confusos,
los túneles cegados. No sabemos
de cierto si avanzamos o si huimos
dejando por detrás tierra quemada.

Y yo pregunto, vadeando a solas
un río de aguas turbias y crueles,
¿qué puede una mujer, para qué sirve
una mujer gritando entre los muertos?

SEGUIR

Muchos por ti mataron, tierra mía.
Hicieron de sus huesos plomo airado
y mataron por ti.
Convirtieron
su dulce corazón en fiera lanza
y mataron por ti.
Ardieron
de amor y de furor hasta los ojos,
y mataron por ti.

De mis huesos
hice yo un árbol nuevo y atrevido
y lo planté en tu pecho
junto al árbol quemado.
Prensé mi corazón
y procuré una copa
de sangre nueva y pura
a tus mermadas venas;
y añadí
un hombre sin pasado
a los sagrados nombres de tus hijos.

Muchos por ti murieron, tierra mía;
muchos murieron derramados
sobre tus campos pobres
como simiente sin futuro.
Se olvidaron
del beso y de la cuna,
de la vid y del trigo.
Se ofrecieron
desnudos e impasibles
a la oscura galerna
y murieron por ti.

Yo he seguido viviendo:
Sobre tu arcilla triste,
bajo tu cielo duro,
he seguido viviendo.

Trasegando
tu vinagre y tu vino,
tu sudor y tu llanto,
he seguido viviendo.

Respirando
tus infectas letrinas,
descubriendo
tu secreto perfume,
he seguido viviendo.

En ti, por ti, contigo; amordazada,
clavada, paralítica, vendida;
sufriéndote, perdiéndote, ganándote;
muriéndome, muriéndote, adorándote,
yo he seguido,
he seguido,
he seguido
viviendo.

 

ÉXODO

Una mujer corría.
Jadeaba y corría.
Tropezaba y corría.
Con un miedo macizo debajo de las cejas
y un niño entre los brazos.
Corría por la tierra que olía a recién muerto.
Corría por el aire con sabor a trilita.
Corría por los hombres erizados de encono.
Miraba a todos lados.
Quería detenerse.
Sentarse en un ribazo y con su hijo menudo.
Sentarse en un ribazo y amamantar en paz.
Buscaba cerca y lejos.
Buscaba por las calles,
por los jardines y bajo los tejados,
en los atrios de las iglesias,
por los caminos desnudos y carreteras arboladas.
Buscaba un rincón sin espantos.
Y corría y corría.
Dio la vuelta a la tierra.
Buscando.
Huyendo.
Y no encontraba sitio.
Y seguía corriendo.

 

BELLEZA CRUEL

Dadme un espeso corazón de barro,
dadme unos ojos de diamante enjuto,
boca de amianto, congeladas venas,
duras espaldas que acaricie el aire.
Quiero dormir a gusto cada noche.
Quiero cantar a estilo de jilguero.
Quiero vivir y amar sin que me pese
ese saber y oír y darme cuenta;
este mirar a diario de hito en hito
todo el revés atroz de la medalla.
Quiero reír al sol sin que me asombre
que este existir de balde, sobreviva,
con tanta muerte suelta por las calles.
Quiero cruzar alegre entre la gente
sin que me cause miedo la mirada
de los que labran tierra golpe a golpe,
de los que roen tiempo palmo a palmo,
de los que llenan pozos gota a gota.
Porque es lo cierto que me da vergüenza,
que se me para el pulso y la sonrisa
cuando contemplo el rostro y el vestido
de tantos hombres con el mido al hombro,
de tantos hombres con el hambre a cuestas,
de tantas frentes con la piel quemada
por la escondida rabia de la sangre.
Porque es lo cierto que me asusta verme
las manos limpias persiguiendo a tontas
mis mariposas de papel o versos.
Porque es lo cierto que empecé cantando
para poner a salvo mis juguetes,
pero ahora estoy aquí mordiendo el polvo,
y me confieso y pido a los que pasan
que me perdonen pronto tantas cosas.
Que me perdonen esta miel tan dulce
sobre los labios, y el silencio noble
de mis almohadas, y mi Dios tan fácil
y este llorar con arte y preceptiva
penas de quita y pon prefabricadas.
Que me perdonen todos este lujo,
este tremendo lujo de ir hallando
tanta belleza en tierra, mar y cielo,
tanta belleza devorada a solas,
tanta belleza cruel, tanta belleza.

CAÑAVERAL

Entre las cañas tendida;
sola y perdida en las cañas.

¿Quién me cerraba los ojos,
que, solos, se me cerraban?

¿Quién me sorbía en los labios
zumo de miel sin palabras?

¿Quién me derribó y me tuvo
sola y perdida en las cañas?

¿Quién me apuñaló con besos
el ave de la garganta?

¿Quién me estremeció los senos
con tacto de tierra y ascua?

¿Qué toro embistió en el ruedo
de mi cintura cerrada?

¿Quién me esponjó las caderas
con levadura de ansias?

¿Qué piedra de eternidad
me hincaron en las entrañas?

¿Quién me desató la sangre
que así se me derramaba?

…Aquella tarde de Julio,
sola y perdida en las cañas.

 

CUANDO NACE UN HOMBRE…

Cuando nace un hombre
siempre es amanecer aunque en la alcoba
la noche pinte negros cristales.

Cuando nace un hombre
hay un olor a pan recién cocido
por los pasillos de la casa;
en las paredes, los paisajes
huelen a mar y a hierba fresca
y los abuelos del retrato
vuelven la cara y se sonríen.

Cuando nace un hombre
florecen rosas imprevistas
en el jarrón de la consola
y aquellos pájaros bordados
en los cojines de la sala
silban y cantan como locos.

Cuando nace un hombre
todos los muertos de su sangre
llegan a verle y se comprueban
en el contorno de su boca.

Cuando nace un hombre
hay una estrella detenida
al mismo borde del tejado
y en un lejano monte o risco
brota un hilillo de agua nueva.

Cuando nace un hombre
todas las madres de este mundo
sienten calor en su regazo
y hasta los labios de las vírgenes
llega un sabor a miel y a beso.

Cuando nace un hombre
de los varones brotan chispas,
los viejos ponen ojos graves
y los muchachos atestiguan
el fuego alegre de sus venas.

Cuando nace un hombre
todos tenemos un hermano.

 

DESTINO

Vaso me hiciste, hermético alfarero,

y diste a mi oquedad las dimensiones

que sirven a la alquimia de la carne.

Vaso me hiciste, recipiente vivo

para la forma un día diseñada

por el secreto ritmo de tus manos.

 

“Hágase en mí”, repuse. Y te bendije

con labios obedientes al destino.

 

¿Por qué, después, me robas y defraudas?

 

Libre el varón camina por los días.

Sus recias piernas nunca soportaron

esa tremenda gravidez del fruto.

 

Liso y escueto entre ágiles caderas

su vientre no conoce pesadumbre.

 

Solo un instante, furia y goce, olvida

por mí su altiva soledad de macho;

libérase a sí mismo y me encadena

al ritmo y servidumbre de la especie.

 

Cuán hondamente exprimo, laborando

con células y fibras, con mis órganos

más íntimos, vitales dulcedumbres

de mi profundo ser, día tras día.

 

Hácese el hijo en mí. ¿Y han de llamarle

hijo del Hombre cuando, fieramente,

con decisiva urgencia me desgarra

para moverse vivo entre las cosas?

Mío es el hijo en mí y en él me aumento.

Su corazón prosigue mi latido.

Saben a mí sus lágrimas primeras.

su risa es aprendida de mis labios.

y esa humedad caliente que lo envuelve

es la temperatura de mi entraña.

 

¿Por qué, Señor, me lo arrebatas luego?

¿Por qué me crece ajeno, desprendido,

como amputado miembro, como rama

desconectada del nutricio tronco?

 

En vano mi ternura lo persigue

queriéndolo ablandar, disminuyéndolo.

Alto se yergue. Duro se condensa.

Su frente sobrepasa mi estatura,

y ese pulido azul de sus pupilas

que en un rincón de mí cuajó su brillo

me mira desde lejos, olvidando.

 

Apenas sí las yemas de mis dedos

aciertan a seguir por sus mejillas

aquella suave curva que, al beberme,

formaba con la curva de mis senos

dulcísima tangencia.

 

SIN LLAVE

Me tienes y soy tuya. Tan cerca uno del otro
como la carne de los huesos.
Tan cerca uno del otro
y, a menudo, ¡tan lejos!…
Tú me dices a veces que me encuentras cerrada,
como de piedra dura, como envuelta en secretos,
impasible, remota… Y tú quisieras tuya
la llave del misterio…
Si no la tiene nadie… No hay llave. Ni yo misma,
¡ni yo misma la tengo!

 

LA CÁRCEL

Nací en la cárcel, hijos. Soy un preso de siempre.
Mi padre ya fue un preso. Y el padre de mi padre.
Y mi madre alumbraba, uno tras otro, presos,
como una perra perros. Es la ley, según dicen.

Un día me vi libre. Con mis ojos anclados
en el mágico asombro de las cosas cercanas,
no veía los muros ni las largas cadenas
que a través de los siglos me alcanzaban la carne.

Mis pies iban ligeros. Pisaban hierba verde.
Y era un tonto y reía
porque en los duros bancos de la escuela
podía pellizcar a los vecinos,
jugar a cara o cruz y cazar moscas,
mientras cuatro por siete eran veintiocho
y era Madrid la capital de España
y Cristo vino al mundo por salvarnos.

Sí. Entonces me vi libre. Las manos me crecían
inocentes y tiernas como pan recién hecho,
pues no sabían nada del hierro y la madera
soldados a sus palmas
cuando el sudor profuso
igual que un vino aguado
apenas nos ablanda la fatiga.

Hoy los muros me crecen más altos que la frente,
más altos que el deseo, más altos que el empuje
del corazón. Arrastro
unas secas raíces que me enredan las piernas
cuando voy, como un péndulo de trayecto inmutable,
desde el sueño al cansancio, del cansancio hasta el sueño.

Soy un preso de siempre para siempre. Es el orden.

 

TRES SONETOS A LA TIERRA

Con llanto y hiel y cólera en las venas
con un puñal clavado entre los ojos,
contemplo, tierra, mía, tus rastrojos
y el largo repertorio de tus penas.

En la desnuda sed de tus arenas
van a morir tus ríos, turbios, rojos,
mientras se van pudriendo los despojos
de tanto fruto madurado apenas,

de tanto trigo en flor, tanto retoño.
Un ciego, cruel, anticipado otoño
te desecó y taló de tal manera

que están, a puro cierzo y puro frío,
tu pecho helado, tu zurrón vacío,
y no hay una señal de primavera.

Esta cansada tierra encallecida
por tanta cal de triturado hueso
hay que ablandarla a golpe, llanto y beso,
hasta romper la costra de su herida.

Hay que sacar al sol, dar pulso y vida
al viejo corazón que aún sigue ileso
en su llagada entraña, mudo y preso
en plomo vil y voluntad vencida.

Venid, hermanos, nuestra tierra muere
de sed y soledad y sólo quiere
el tacto y el sudor de vuestras manos;

arados nuevos, lluvia verdadera,
un atrevido sol de primavera
y una semilla libre de gusanos.

Con furia y con tesón, con uña y diente,
ahondemos en la tierra calcinada
que aún la raíz no ha sido aniquilada
ni se quemó del todo la simiente.

Si está la Madre de la cruz pendiente,
la quiero descendida y no enterrada.
Parad el llanto. Empiece la jornada
del paso firme y el mirar de frente.

Alzad España cara a su destino.
Si el bosque se cerró, se abre camino;
si no sirve el ayer, se hace futuro.

Dejad las ruinas solas con la hiedra.
Aún queda en nuestra patria mucha piedra
que es el mejor cimiento y más seguro.

 

EXHORTACIÓN IMPERTINENTE A MIS HERMANAS POETISAS

A Carmen Conde

Porque, amigas, os pasa que os halláis en la vida
como en una visita de cumplido. Sentadas
cautamente en el borde de la silla. Modosas.
Dibujando sonrisas desvaídas. Lanzando
suspirillos rimados como pájaros bobos.

Pero ocurre que el mundo se ha cansado de céfiros
aromados, de suaves rosicleres o lirios,
y de tantos poemas como platos de nata.

Levantaos, hermanas. Desnudaos la túnica.
Dad al viento el cabello. Requemaos la carne
con el fuego y la escarcha de los días violentos
y las noches hostiles aguzadas de enigmas.
No os quedéis en el margen. Que las aguas os lleven
sobre finas arenas o afilados guijarros.
Que os penetren las sales. Que las zarzas os hieran.
Y, acercando la quilla, remontad la corriente
hacia el puro misterio donde el río se inicia.

Id al húmedo prado. Comulgad con la tierra
que se curva esponjada de infinitas preñeces,
y dejad que la vida poderosa y salvaje
os embista y derribe como toro bravío
al caer sobre el anca de una joven novilla.

No queráis ignorar que el amor es un trance
que disloca los huesos y acelera las sienes;
y que un cuerpo viviente con delicia se ajusta
al contorno preciso donde late otro cuerpo.

No queráis ignorar que el placer es el zumo
de las plantas agrestes que se cortan con prisa;
y el pecado una línea que subraya de negro
lo brillante del goce.

No queráis ignorar que es el odio un cuchillo
de agudísimo corte que amenaza las venas;
y la envidia una torva dentadura amarilla
que nos muerde rabiosa cada fruta lograda.

No queráis ignorar que el dolor y la muerte
son dos hienas tenaces que nos pisan la sombra
y que el Dios de las cándidas estampitas azules
es un alto horizonte constelado de espantos
que en la oculta vertiente de los siglos aguarda.

Eva quiso morder en la fruta. Mordedla.
Y cantad el destino de su largo linaje
dolorido y glorioso. Porque, amigas, la vida
es así: todo eso que os aturde y asusta.

 

EPÍLOGO A BLAS DE OTERO

Ay, ese ángel fieramente humano
corre a salvaros y no sabe cómo.
Blas de Otero

No sabe cómo, amigo Blas, no sabe.
No sabe cómo.

Bien puede ser que ya estuviéramos
al cabo de la calle,
al cabo de la vida o del infierno,
al cabo de la pura poesía,
cuando, un poco más alto que todas las campañas,
que los puentes, los bancos, los tejados negruzcos
y el hollín y el acero
de nuestro gran Bilbao tan pequeñito,
hablábamos del mundo casi tan seriamente
como hablan de negocios los hombres importantes
y las amas de casa del servicio doméstico.
Tú querías correr a salvarnos. Querías
(tan fieramente humano) guardarnos las espaldas,
protegernos laf rente contra viento y marea,
contra viento y destino. Y no sabías cómo. (Tan fieramente humano.)

Porque bien puede ser que nos veamos
al cabo de la calle
donde ya nadie pueda salvarnos.
Donde ya ni los ángeles puedan salvar a nadie.
Ni a los conformes ni a los suicidas.
Ni a los que se han estañado las sienes.
Ni a los que se han dormido sobre el polvo de las cunetas.
Ni a los que van huyendo con los brazos en alto
porque Europa hace agua, porque el Mundo hace agua,
o sangre – es lo mismo- como tú decías
con sangre hasta en los ojos, gritando entre la sangre.

Bien puede ser que estemos ya de vuelta
del cabo de la calle.
O que no tenga cabo
la calle.

Pero acaso resulte peligroso decirlo.
Porque, además (da risa) no sabemos decirlo.
¿No ves? Vamos saltando, tal vez a pies juntillas,
tal vez a pata coja o a la gallina ciega,
esquivando los baches y burlando las alambradas,
cayendo en sucio fango o en agua de colonia,
y luego, por la noche, nos abrasan los ojos.
Y damos vueltas y más vueltas
con un atroz poema pinchado en las almohadas
o puesto de través entre los huesos
o cortándonos las respiraciones
como un buche de hiel atragantado.

Así te encuentran todos un poco taciturno.
Y los lectores dicen “¡oh!, ¡oh!” sobre tus versos.
Y hasta te recriminan las personas decentes
por pretender un día que las niñas bajaran
ese blanco percal de sus cortas braguitas
(Braguitas ¿es posible?
para rogar a Dios con inocencia.
Y yo llegué a decirte: Mejor fuera el silencio.
Mejor fuera callarse. Licenciar la metáfora.
Y ver si a duras penas o a duras alegrías
abrimos un camino al cabo de la calle.

 

POBRE

 No sé cómo ha ocurrido, está todo tan malo,
como suele decirse. Me he quedado muy pobre.

No tengo ni un jilguero ni una estatua.
No tengo ni una piedra para tirarla al mar.
No tengo ni una nube que me llueva por dentro.
Ni un cuchillo de plomo para cortar la rabia.

No tengo ni una mata de tomillo
para tender el pañuelo.

(Verdad es que tampoco tengo pañuelo.
Se nota cuando lloro y mis lágrimas corren
como ríos de lágrimas.)

No tengo ni una tira de tafetán rosado
para tapar las grietas del corazón. No tengo
ni un pedazo de beso que llevarme a la boca.

Ni un poquito de sueño que llevarme a los ojos.
Ni un pedazo de Dios que me cubra las carnes.

Me he quedado tan pobre
que no tengo siquiera dónde caerme viva.

 

EL MUERTO

Llegué hasta el hombre. Un muerto como yeso fraguado.
Como un hielo sin brillo derivando a la nada.

Llegué hasta él. Le dije: No te vayas ahora
cuando hay un día alegre detrás de los cristales
y niños que sonríen
con una blanca gota de leche en la sonrisa.
Tenemos que contarnos tantas cosas
todavía
aquí, junto a los árboles,
junto a las amistosas esquinas
de las casas con lumbre que cobijan al hombre.
Quédate. Con las mías descruzaré tus manos
absurdamente azules de sangre amordazada.
Te amo. Aguarda un poco. Te diré mis poemas.
Te besaré la frente. Te besaré la boca.
Sí, llegaré a besarte. Porque te quiero, hermano.
Porque estoy a tu lado y creo que aún es tiempo
de que tus labios filtren mi contacto caliente
a pesar de su gesto de infinita desgana.

Quédate aún. No bajes a la tierra profunda
de la química impura, de la pálida larva.
Yo te afirmo que hay flores (de seguro te acuerdas)
que aligeran las horas. Y hay el mirlo y la brisa.

Y el correr de las fuentes. Y un sol dulce que acaso
aún perdura en el fondo de tus ojos ocultos
que un maligno fermento disuelve lentamente.
Y están (tú no has podido olvidarlo tan pronto)
esas lindas muchachas que acrecientan los pulsos
cuando la primavera les destrenza el cabello.
Escúchame. Poseo la mágica palabra.
Te digo que te amo. Permanece conmigo.

Pero él seguía quieto. Ferozmente impasible.
Callado. Torvo. Duro. Tozudamente muerto.

 

A MIGUEL HERNÁNDEZ MUCHOS AÑOS DESPUÉS

Todavía.
Ya ves Miguel, estamos todavía
en esta misma cárcel donde fuiste
ganándote la muerte día a día.
Por ella alzaste el vuelo y te evadiste
de la ruindad del plomo y de las rejas.
En ella te sembraste y te creciste.
Pájaro libre, vuelas y nos dejas
en este sacrosanto estercolero
donde las penas se nos hacen viejas.
Ya ves Miguel: el mismo carcelero;
la misma espuela hiriendo los ijares
del pueblo despojado y prisionero…

Rezamos día y noche tus cantares
para guardar el corazón entero…
¿Sabes tú el fin del odio y de las penas?
¡»Compañero del alma, compañero»!

 

 

A CARMEN CONDE, «MUJER SIN EDÉN»

Tú, Carmen Conde, sabes qué sepultados ojos
acechan horizontes del misterio celeste.
Tú sabes cómo el plomo pesa sobre la nube
y qué sucia cortina de telarañas cierra
las trémulas gargantas en profético trance.
Tú sabes que, a despecho de los lúcidos raptos,
setenta veces siete puertas sin cerradura
custodian el recinto de la Verdad. Y cantas.

Porque tú, desterrada del Jardín, sacudida
por la lluvia y el cierzo, calcinada por soles
implacables, doblada por antiguos cansancios,
con tus dos pies desnudos sobre piedras hostiles,
con tus manos ligadas por remotos decretos,
tenazmente deslindas tus caminos y buscas
aquel rayo sin sombra que brilló en el principio.

(Oh nostalgia del limpio Paraíso, del Hombre
recién hecho que hallaste respirando a tu lado
cuando flores y bestias se te daban sumisas.
Y tus hijos, tus únicos, tus auténticos hijos,
Caín y Abel doliéndote como dos llagas tórpidas
en la férvida carne.)

Tú, mujer en exilio, sumergida en mareas
seculares y amargas, no renuncias. Inquieres.
Tú, vencida, disuelta, resurrecta, juzgada,
clamas alto con grito de agudísimo vuelo
por tu amor, tu pecado, tu ignorancia y tu sino.

Porque Eva no sabía. La Serpiente sabía.
Dios sabía y callaba consintiendo. La fuerza
del Varón no detuvo ni cortó aquella mano.
Y la culpa fue nuestra. Nuestra culpa. Eso dicen.

 

LOS DÍAS DUROS

No. Ya no puedo estar, como solía,
oculta en matorral de madreselvas,
de musgo delicado, de jazmines
que perfumaban la ilusión precisa
de mi vivir aparte, preservada.

No puedo deslizarme por el fácil
canal de los ensueños sin escollo
con los alegres ojos enfocados
a un horizonte matizado en rosa.

Bien lo sabéis cómo era yo de tierna.
Cómo canté mi arcilla y mis claveles.

Cómo broté la luz y la sonrisa.
Cómo me di a la lluvia y a los vientos
y al fuego del varón y a la tarea
de concebir y de alumbrar con grito.

Siempre extasiada en descuidado gozo
como una niña al borde del sendero.

Hoy ya no puedo. He de salir. Alzarme
sobre mi dócil barro femenino.

Gritar hacia las cosas que me gritan
con labios erizados, con garganta
hostil y azuzadora.

Los días duros, agrios, se levantan
como árida montaña. Hay que treparlos
en puro afán, dejando bien ceñida
a su áspero contorno, viva, roja,
la hiedra de la sangre derramada.

Hay que vivir a pulso los minutos
sin rémora, sin miedo, cabalgando
en la delgada arista del presente.

Ya no es escudo el hijo entre los brazos.
Ya no es sagrado el seno desbordante
de generoso jugo, ni nos sirven
los rizos de blasón, ni nos protege
la condecoración de la sonrisa.
Está la miel, pero la miel no basta.
Ni el espejuelo sabio de los ojos.
Ni el círculo encantado que trazaron
siglos atrás en torno a la belleza.

Hoy nuestra vida, violenta, astuta,
avanza con estruendo de motores
de cientos, de millares de caballos
armados de pezuñas aceradas
bajo las cuales se hacen imposibles
frágiles vidrios y delgada hierba.

Inútil es la huida y el gemido.

Hay que luchar, rugir, sincronizarse
con el compás terrible de los hechos.

Crujir, arder, vibrar, abrir los ojos
con osadía firme y suficiente.

Temblar la fibra más sensible y mansa
de nuestros nervios y forjarlas en hojas
de inquebrantable filo.

Hay que afianzar rotundos rompeolas
en este mar de trombas y huracanes.

A la embestida seca de los machos
que olvidan la pulida reverencia,
la rosa, el madrigal y aquellos besos
en el extremo de la mano esquiva,
hay que oponer lo recio femenino.
El sexo puro, leal, íntegro, casto
a fuerza de arrancar viejas guirnaldas
de trapo con olor de hipocresía.

Ya no podemos acunar la débil
carne del hijo en un regazo tibio
de raso y plumas: Hay que sostenerla
con fuertes manos, apoyarla adrede
en el inquieto suelo, preparando
con firme decisión su andar futuro.

Los días duros se abren a mi quilla.
He de marchar por ellos renovada.

No mataré mi risa ni mis sueños.
No dejaré mis besos olvidados.
No perderé mi amor entre las ruinas.
Pero no puedo desmayarme blanda.

 

MADRES

Madres del Hombre, úteros fecundos,
Hornos de Dios donde se cristaliza
el humus vivo en ordenados moldes.

Para vosotras, madres, no fue sólo
amor un ramalazo por los nervios,
un éxtasis fugaz, una delicia
derretida en olvido.
No fue tan sólo un cuerpo contra otro,
un labio contra otro, una frenética
soldadura de sangres.

Madres del Hombre, dulces, descuidadas
del ojo circular de la serpiente
que irónico se abrió sobre la curva
suave y rosada de Eva sin vestido
con el sapiente fruto entre las manos.
Sólo un escorzo de alas arcangélicas
pone, blanco y azul, en vuestros ojos
el resplandor de las anunciaciones.

Sólo un tesón humilde, una gozosa
dedicación os rige las entrañas
en esos largos días de la espera.
Gloria y dolor en el instante último
con una tibia flor recién abierta,
tan íntima, tan próxima, latiendo
junto a la propia fatigada carne.

Y luego, ¿qué?… Cumpliste la tarea.
El hijo terminado se levanta
en fuerza y hermosura sobre el suelo.
Desde las piernas de trenzados músculos
a esa palmera débil que desfleca
el viento, sombreándole las sienes,
todo es hechura vuestra, logro vuestro.

Y luego, ¿qué? ¿Qué veis por los caminos
de la tierra en tormenta?
¿Adónde irán los pies que golpearon
la cárcel sin hendir de vuestro vientre?
¿Qué histéricas ciudades, qué paredes
de leproso cemento
lo encerrarán? ¿Qué campos abonados
con aceros y pólvoras
verán crecer la espiga suficiente
al hambre de su boca sin pecado?
¿Qué obsceno sol hará su mediodía?
¿Qué luna sin jazmín y sin ensueño
será gracia y belleza de sus noches?
¿Qué ancho glaciar de fórmulas sin música
lo apresará en su bárbara corriente?
¿Qué implacable mecánica
triturará sus nervios?
¿Qué monstruosa química, qué fiebre
le robarán el rojo de la sangre?
¿Qué plomo, qué aspereza de herramienta
le romperá los músculos?

¿Qué mísera moneda
mancillará sus manos?

¿Qué rabias, qué codicias, qué rencores
harán brotar espinas de sus ojos?

¿Qué muerte apresurada, sin dulzura,
le pudrirá voraz en cualquier parte?

Madres del mundo, tristes paridoras,
gemid, clamad, aullad por vuestros frutos.

 

VENCIDA POR EL ÁNGEL (1950)

Yo cerraba los ojos; yo apretaba los puños:
yo blindaba mi pecho con metales helados;
yo sorbía a raudales la alegría y el fuego
para escapar, bravía, al acoso del Ángel.

El Ángel era suave, silencioso y terrible.
llevaba una ancha copa de licores amargos,
y en su pálida frente se leía imborrable
la palabra tremenda.

He luchado con él. He luchado: He reído
sobre todas las flores de los mayos ingenuos;
cabalgando las nubes; fabricándome estrellas;
derramando canciones.

Me he apoyado en mis huesos; me he afirmado en mi sangre.
He caído en la sima de los besos sin límite.
He crujido en el trance de los duros abrazos.
He gritado el triunfo de mi carne aumentada
en la carne del hijo.

Me he proclamado limpia contra el asco y la ruina.
Me he declarado libre contra el tedio y la duda.
Me he creído excluida, separada, intocable.

Pero el Ángel llegaba. A pesar de mis puños,
de mis ojos cerrados, de mis labios tenaces,
con su vuelo impasible, con su copa colmada,
me ha tocado; me ha roto la coraza soberbia;
me ha deshecho los muros; me ha cortado la huida.

Sin espada, sin ruido, me ha vencido. En la entraña
me ha dejado clavada la raíz de la angustia
y ya siento en mi alma el dolor de los mundos.

 

 

DESARMADA

¿Qué golpe de ola, qué batir de viento,

qué nube de tormenta o parto oscuro

me colocó en la orilla, tan desnuda?

 

Tiemblo en mis huesos frágiles; me veo

las manos como vainas sin cuchillo,

los labios como lirios desmayados,

la frente desolada, el pecho abierto,

los pies descalzos y los ojos turbios

de sueños y de lágrimas inútiles.

 

Yo quiero espinas, quiero garras, quiero

algún veneno amargo y corrosivo;

alas abiertas, dardos aguzados

o veloces pezuñas.

Quiero raíces hondas, ramas altas,

cauce y muralla, brújula y refugio.

 

Quiero saber, poder, llegar, quedarme,

quiero sentirme cierta, suficiente,

llena, completa, inapresable, mía…

 

Y soy una mujer. Apenas algo.

Carne desnuda, sola, desarmada.

 

VÍSPERAS DE LA VIDA 1953

HOMBRE NACIENTE

Pido la paz y la palabra

Blas de Otero

 

Prepárame una cuna de madera inocente

y pon bandera blanca sobre su cabecera.

 

Voy a nacer. Y, desde ti, mi madre,

pido la paz y pido la palabra.

 

Pido una tierra sin metralla, enjuta

de llanto y sangre, limpia de cenizas,

libre de escombros. Saneada tierra

para sembrar a pulso la simiente

que tengo entre mis dedos apretada.

 

Pido la paz y la palabra. Pido

un aire sosegado, un cielo dulce,

un mar alegre, un mapa sin fronteras,

una argamasa de sudor caliente

sobre las cicatrices y fisuras.

Pido la paz y pido a mis hermanos

los hijos de mujer por todo el mundo

que escuchen esta voz y se apresuren.

Que se levanten al rayar el día

y vayan al más próximo abroquelo.

Laven allí sus manos y su boca,

se quiten los gusanos de las uñas,

saquen su corazón que le dé el aire,

expurguen sus cabellos de serpientes

y apaguen la codicia de sus ojos.

 

Después, que vengan a nacer conmigo.

Haremos entre todos cuenta nueva.

Quiero vivir. Lo exijo por derecho.

Pido la paz y entrego la esperanza.

 

EN LA TIERRA ESCRIBO

Si, por amar la tierra, pierdo el cielo,

si no logro completa mi estatura

ni pongo el corazón a más altura

por no perder contacto con el suelo;

 

si no dejo a mis alas tomar vuelo

para escalar mi pozo de amargura

y olvido el resplandor de la hermosura

para vestir el luto de mi duelo,

 

es porque soy de tierra: en tierra escribo

y al hombre-tierra canto, que, cautivo

de su vivir-morir, se pudre y quema.

 

Mi reino es de este mundo. Mi poesía

toca la tierra y tierra será un día.

No importa. Cada loco con su tema.

TOCO LA TIERRA 1962

 

 

EL PIRATA PIRATÓN

Camino de Valencia con Ana en coche.

En todo el mundo, no creo

que hubo un pirata más feo.

Le faltaban media oreja,

siete dientes y una ceja.

Estaba tuerto de un ojo;

el otro se le torcía,

y era tan cojo, tan cojo,

y era tan malo, tan malo,

que tenía… —¿Qué tenía?

¡Las cuatro patas de palo!

CUENTOS TONTOS PARA NIÑOS LISTOS 1979

 

EL PULPO ENAMORADO

CUENTO TONTO Y SOSO DE LA MAR SALADA.

 

Allá en el fondo del mar

hay un pulpo enamorado

de una sirenita rubia;

pero ella no le hace caso.

 

Él la mira y la remira;

Ella pasa sin mirarlo.

Ella se marcha riendo;

él se queda suspirando:

—¡Ay, madre, si me quisiera,

cuántos brazos, cuántos brazos

para estrecharla y mecerla!…

(Pero ella no le hace caso).

Cuántas ávidas ventosas

para besarla despacio,

para decirle «¡te quiero!».

(pero ella no le hace caso).

 

Ella, por el mar azul,

coquetea retozando.

Cada vez está más linda

y es su pelo más dorado.

Él, a fuerza de llorar,

cada vez más feo y lacio.

(La mar salada y azul

es ahora un mar amargo).

Deja de llorar y deja

que se vaya por su lado

esa coquetuela tonta

que te tiene tan chiflado,

conquista a una pulpa guapa

—que las habrá por tu barrio—

y ten una colección

de pulpitos bien criados.

CUENTOS TONTOS PARA NIÑOS LISTOS 1979

 

 

EL SOL

El sol es una gran naranja.

—Y ¿quién la exprime?

—Los labios de la aurora

cuando sonríe.

 

El sol es un fresón maduro.

—Y ¿quién lo come?

—Lo comen las montañas

y el horizonte.

 

El sol es un balón de fuego.

—Y ¿quién lo juega?

—Las nubes y los rayos

de la tormenta.

 

El sol es un gran ojo abierto.

—Y ¿a quién vigila?

—A todos los niños que juegan

por las esquinas.

 

El sol es una inmensa llama.

—Y ¿a quién calienta?

—A todo lo que vive

sobre la tierra.

 

CANCIONES PARA TODO EL AÑO 1984

EL LEÓN PRESUMIDO

Algo extraño sucede

desde que ha amanecido

—contra toda costumbre—

don León Presumido

estremece la selva

con tremendos rugidos…

¿Qué será?

Que esa noche

se celebra una fiesta

de gran rumbo y boato

—hay que ir de etiqueta—

y, por más que ha buscado,

no hay allí quién se atreva

a peinarle a su gusto

la soberbia melena.

CANCIONES PARA TODO EL AÑO 1984

 

EL BARRO HUMILDE

Porque hoy, Señor, te hablo de esos muertos.
De los muertos más muertos, más hundidos;
de los muertos del todo.

Pasaron muchos, pero muchos quedan
en carne viva —suya— demorados.
Tú hiciste del aljibe de su pecho
polvo y basura, pero ya su sangre,
en generoso trance transfundida
hacia canales nuevos, permanece.

Otros, amordazada ya su boca
con lodo espeso, gritan, gritan, gritan…
Y todos los oímos. Tú los oyes.
Tú sabes que no están del todo muertos.

Y aquellos que apretaban en su mano
una semilla rubia, un bulbo henchido,
hoy se nos yerguen en presencia plena
de espigas o de nardos. No murieron.

Y los que caminaban, encendidos
los ojos en la almena de la frente,
borrachos de una estrella, tan ajenos
al suelo que les dabas por apoyo
¡qué huellas hondas de contorno puro
fueron dejando y cómo se llenaron
de agua y de cielo cuando Tú lloviste!
Sólo por eso, sólo, bien lo sabes,
esos no morirán eternamente.

Otros murieron. Otros: infinitos
como los granos de menuda arena
que el viento sopla, escupe y amontona.
Arena inútil, inconexa, estéril.
Que pierde el agua y ni concibe sueños
ni se levanta en torres
ni tolera caminos
ni grávidas semillas amamanta.
Tú los hiciste un día y así fueron.
Traídos y llevados,
giraron en absurdo remolino
entre el cielo y la tierra.
Jamás llegaron a tocar las nubes
sus cortos brazos ni sus pies cobardes
pesaron en el suelo.

Vivieron (¿se enteraron?). Eran dulces
y mansos. Y también eran amargos
y fieros. Porque sí. Porque lo eran.
Sus miembros se encresparon muchas veces
en lujurias sin fruto. Y otras tantas
ciñeron con un hielo de abstinencia
sus castigados lomos.
Nada brotó en su tronco. Fue su llanto
de lágrimas redondas que corrieron
sin trabajar sus almas. Fue su risa
espuma derramada.
Eran así. Murieron. ¿Lo sabían
en el preciso instante?… Y hoy, ¿lo saben?
¿Lo saben que están muertos, muertos, muertos;
borrados, aventados, desnacidos?…
¿Saben que ya no son, que no serán,
que no han sido jamás entre los hombres?

Señor, de ellos te hablo. Tú; los cuentas?
Yo, ni podría imaginar su nombre,
ni perfilar la curva de sus labios,
ni sospechar, mirando tu arco iris,
el color de sus ojos.
Conozco que estuvieron. Que ahora esconden
en cualquier parte su menguada ruina.
Sobre sus tristes miembros disgregados
la tierra, eterna parturienta, brota
vida infinita en tallos quebradizos.
Pero ellos, mudos, torpes, ni en la hierba
escribirán sus formas y colores.

Ni sombra serán nunca; ni recuerdo.

De ellos hablo, Señor. Tú, sin olvido;
Tú, centro de Ti mismo y tu horizonte,
Tú los tendrás los muertos olvidados.
Quizá los quieres más por más pequeños.
Su barro humilde, deleznable, sucio,
acaso moldearás con tus pulgares
en finos vasos de preciosa forma.
El muro de tu mano levantada
acaso abrigará piadosamente
esa llamita débil de su espíritu.
Acaso de tu aliento huracanado
un hilo compasivo se adelgace
para tañer la flauta de sus huesos.

 

BOMBARDEO

A Julio

Yo no iba sola entonces. Iba llena
de ti y de mí. Colmada, verdecida,
me erguía como grávida montaña
de tierra fértil donde la simiente
se esponja y apresura para el brote.
Era mi carne, tensa y ahuecada,
nido cerrado que abrigaba el vuelo
de un ala sin plumón y con grillete;
casi cristal y casi sueño. Tierna.

Iba llena de gracia por los días
desde la anunciación hasta la rosa.

Pero ellos no podían, ciegos, brutos,
respetar el portento.
Rugieron. Embistieron encrespados.
Lanzaron sobre mí y mi contenido
un huracán de rayos y metralla.

Del más bello horizonte, del más puro
cielo de otoño vomitaron lluvia
de ciegos mecanismos destructores
que desataban sobre el cauce seco
del callejero asfalto sorprendido
los ríos de la sangre.
Que apedreaban con cascote y hierro
la carne desarmada,
la risa de los niños, los cabellos
de las muchachas, los henchidos senos
de las nodrizas, la rugosa frente
de los viejos cansados,
los anchos ojos de los colegiales
y el tórax trepidante de los mozos.

Cuando el terrible estruendo mantenía
todo el horror en vilo, como un látigo,
sobre la vida inerme y el espanto
resquebrajaba en turbio terremoto
el aire sin palomas de la urbe,
yo colocaba, dulce, mis dos manos
sobre mi vientre que debió cubrirse
de lirios y de espumas y esas telas
que visten, recamadas, los altares.

Iba por la ciudad —llena de garras
y dientes erizando las esquinas—
como un bajel altivo que, repleta
la próvida sentina con tesoro
de gran fragilidad, se tambalea
entre una furia de olas y relámpagos.

Y, al encerrarme en casa, bien sabía
que no existía el puerto ni el abrigo.
Que las paredes recias, levantadas
en paz por manos sucias de trabajo,
se desharían como cera blanda
al fuego y al martillo gobernados
por otra mano, pulcra, encaramada
en máquina de presa y exterminio.

Noches de sueño incierto, triturado
por la tremenda sinfonía
del frente en erupción y los caballos
del miedo galopando en explosivos.

Y la sangre con hambre que se exprime
hasta la última esencia
para nutrir al hijo sazonándose.

Y la desnuda soledad del cuerpo
desorientado, desgajado en vivo
del cuerpo del amante.
Aquellas noches del pavor sin luces,
apelmazadas de odios y de ruinas,
yo te esperaba. Me llegaste a veces.
Del último bisel de la tragedia,
del borde mismo de la hirviente sima
venías hasta mí. Me contemplabas
con unos ojos llenos de agua sucia
donde asomaban rostros de cadáveres.
Ojos que procuraban ser risueños
y mansos al pasar por mi figura
y acariciar con luces de esperanza
la curva de mi vientre.

¡Con qué exaltada fuerza, con qué prisas,
con qué vibrar de nervios y raíces,
nos quisimos entonces!

Yacíamos unidos, sin lujuria,
absortos en el hondo tableteo
de nuestros corazones. Escuchando
de vez en vez el tímido latido
del otro corazón encarcelado
que ya, para nosotros, gorjeaba.
Yo sonreía señalando el sitio
en que un talón menudo percutía
mis íntimas paredes en un ansia
gozosa de correr por los senderos
apenas presentidos.

Y, en medio del olvido refrescante,
en lo mejor del conseguido sueño,
surgía denso, alucinante, bronco,
el bélico zumbar de la escuadrilla.
Bramando, sacudiendo, despeñándose,
atropellándose los ecos,
iban las explosiones avanzando,
cada vez más cercanas,
hasta que, al fin, la muerte en torrentera,
en avalancha loca, transcurría
sobre nuestras cabezas sin refugio.

Entonces tú, imperioso, dominante,
con un impulso elemental de macho
que guarda la nidada, con un gesto
ardiente y violento como el acto
de la amorosa posesión, cubrías
mi cuerpo con tu cuerpo enteramente,
haciendo de tus largos huesos duros,
de tu apretada carne exacerbada,
un ilusorio escudo indestructible
para el hijo y la madre.

Así, unidas las bocas, transvasándonos
el tembloroso aliento, diluidos
en éxtasis de espanto y de delicia,
las almas contraídas, esperábamos…

No. Nunca nos quisimos como entonces.

 

DE NADA A NADA

¡Qué dulce ser llevada de la mano
por fáciles senderos aprendidos!

Aquel seguro viento que condujo
las naves a los puertos apacibles
y mantenía las abiertas alas
en vuelo jubiloso hacia su nido
¿es este remolino polvoriento
que desconcierta en giros alocados
la rosa antigua de los navegantes?

Aquella pura estrella que guiaba
las almas a su clara epifanía,
¿qué noche torva o socavado abismo
la devoró caída de su altura?

Aquel amor maduro que alfombraba
de musgo fiel el pecho de los hombres
¿es este jadear de rojos tigres
que nos eriza de ásperos rugidos
la desprovista entraña y nos provoca
un escozor de ortigas en la sangre?

En idas y venidas sin sentido
pisoteamos la sufrida tierra.
Furor de nuestra prisa la sacude.
Guerreros terremotos la desgarran.
Y un bosque enmarañado y mar confuso
anegan y emborronan las fronteras
trazadas en los viejos mapamundis
donde se pudren gigantescas pilas
de muertos olvidados sin escrúpulo.

Vamos de nada a nada. Sin destino.

 

POETA

Más de un día me duele ser poeta. Me duele
tener labios, garganta, que se ordenan al canto.

Es tan fácil vivir cuando sólo se vive
mudo y simple, esquivando la pesquisa y el vértigo.

Pero aquel que es poeta ni en mitad del tumulto
ni emboscado en la orilla logrará su descanso.

Porque el ojo sin párpado no consigue la noche
y en acecho infinito se le enciende y afila.
Porque todo el misterio, despeñada gaviota,
le golpea el cantil de las sienes desnudas
y, en la boca, transidas de belleza imposible,
las enormes palabras se le agolpan y enredan.

Porque vive y lo sabe. Porque muere y lo sabe.
Pero el grito convulso de su vida y su muerte
es halcón insumiso que las nubes devoran.

Océanos, ciclones, bosques, astros habitan
en el ámbito estrecho que su cráneo circunda.
Olas, aves, raíces, pulsaciones, acordes,
por la red de los nervios se le enroscan vibrando.

¡Qué avidez de contornos le agudiza los dedos!
¡Qué avidez de caminos le estremece las plantas!
En el pecho le crece su imperioso destino.

Y, ni dentro ni fuera, en la fina tangente
que tan sólo en un punto a lo cierto se ajusta,
solitario y alerta, desvelado o sonámbulo,
el poeta mantiene su equilibrio difícil.

 

PRESENCIA DE DIOS

¡Oh Dios, mi pequeñez y tu grandeza!
¿Cómo creer que esta menguada forma
imagen tuya sea y semejanza?
¿He de soñar tu rostro por el mío
y levantarte gigantesco y vasto
sobre la base ruin de mi figura?

Yo sé que estás. Y tu presencia enorme
de ser único, impar, irrepetible,
me llena de terror, señoreándome.

En la redonda cárcel que me diste
no hay un rincón oscuro y recatado
donde sentirme sola, liberada
de tu mirar agudo, omnipresente.

Aunque quisiera huirte, dispararme
en vuelos velocísimos, tenderme
en puentes largos, navegando brumas,
talando bosques, perforando túneles,
Tú estás y estás, continuo, inesquivable.

Yo siento tu presencia en las raíces
más finas de mis nervios, en la tibia
corriente de mi sangre y en la médula
secreta que mantiene mi esqueleto.

A veces, perceptible, te dibujas,
agua sin fondo, monte sin ladera,
muro sin puerta, torre sin escala.
Tu frente dilatada se constela
con tus pupilas lúcidas, terribles
y el haz profuso de tu cabellera
desciende como lava incandescente
en lenta ondulación sobre tus hombros.

Tus manos se adelantan imperiosas
en un perpetuo fiat sobre el caos,
y la firmeza de tus pies se asienta,
libre de peso, sobre la corriente
del tiempo en que ni naces ni te agotas.

 

VÍSPERA DE LA VIDA

Hay que tener el recuerdo de
alaridos de mujeres en parto…
Es necesario haber estado al
lado de moribundos…
R. M. RILKE

Aguarda aún. Detente. Nada sabes.
Aún yaces en la víspera. No sueñes.
No cantes. No te llegues a las copas
de vino y llanto. No ardas en la ira.
No admires. No aborrezcas. No idolatres.
No toques las espinas ni las rosas.
No vueles con los pájaros. No sigas
la estela de los peces por el río.

No juzgues. No perdones. No condenes.
Aguarda, que aún no sabes, aún no has visto.

Acércate a una madre en el instante
de desgarrarse, distendida, rota
en un terrible chorrear de gritos,
de sangre, de sudor, de íntimos jugos
que corren brutalmente, macerando,
tundiendo, dilatando sin clemencia
las fibras más sensibles, sacudiendo
del arraigado tallo el fruto vivo
para lanzarlo, desprendido y solo,
por el herido cauce a la intemperie.
Escucha el alarido que, infrahumano,
tuerce los labios de la madre abierta
y pone al hijo exento ante los ojos:
Pella de carne informe, sucia, blanda,
con húmedo calor de entraña. Escucha
ese primer vagido con que el hombre
estrena el aire y se proclama cierto.
Inclínate. Con reverentes manos
la vida nueva toca. Luego vete.
Acércate a la turbia encrucijada
donde la muerte solapada obtiene
la segura victoria
de su callada, sórdida paciencia.
Mira la lucha inútil, degradante,
de lo que fuera un hombre y es apenas
res acabada, corroído fruto,
carroña anticipada que palpita.
Mira rodar abandonadas gotas
por el talud helado de la frente.
Mira los ojos cómo se desnudan
de todo su paisaje y desconocen
los próximos contornos y se ahondan
en pozos profundísimos abiertos
hacia el macizo espanto sin perfiles.
Mira los labios desteñidos, sucios
de salivas amargas
y escucha en ellos, lento, sibilante
el último jadeo de la vida
que los pulmones, ya sin ritmo, expelen.
Toca la rigidez y el frío donde
hubo un contacto cálido y suave.
Y junto a ese trágico puñado
de mísera materia que persiste,
pregúntale, pregúntate a ti mismo,
qué aguarda, qué ha perdido, qué conserva,
qué signo monstruoso desentraña
su terca permanencia sin sentido.

Vete después, sumérgete de lleno
en la vital corriente de tus días.

 

NADIE SABE

Abre tus ojos anchos al asombro
cada mañana nueva y acompasa
en místico silencio tu latido
porque un día comienza su voluta
y nadie sabe nada de los días
que se nos dan y luego se deshacen
en polvo y sombra. Nadie sabe nada.

Pisa la tierra, vierte la simiente,
coge la flor y el fruto: sin palabras,
pues nadie sabe nada de la tierra
muda y fecunda que, en silencio, brota,
y nadie sabe nada de las flores
ni de los frutos ebrios de dulzura.

Mira la llamarada de los árboles,
bebiéndose lo azul; contempla, toca
la piedra inmóvil de alma intraductible
y el agua sin contornos que camina
por sus trazados cauces, ignorándolos.
Sueña sobre ellos. Sueña. Sin decirlo.
Pues nadie sabe nada de los árboles
ni de la piedra ni del agua en fuga.

Mira las aves altas, desprendidas,
limando el sol al golpe de sus alas;
toma del aire el trino y el gorjeo,
pero no quieras traducir su ritmo,
pues nadie sabe nada de los pájaros.

Mira la estrella, vuela hasta su altura,
toma su luz y enciéndete la frente,
pero no inquieras su remoto arcano
pues nadie sabe nada de la estrella.

Besa los labios y los ojos; goza
la carne del amante sazonada
secretamente para ti; acomete
con decisión humilde la tarea
del imperioso instinto: crece en ramas,
mas nada digas del tremendo rito
pues nadie sabe nada de los besos
ni del amor ni del placer, ni entiende
la ruda sacudida que nos pone
el hijo concluido entre los brazos.

Clama sin grito, llora sin estruendo
pues nadie sabe nada de las lágrimas.

Vete a hurtadillas. Con discreto paso.
Traspasa quedamente la frontera.
Pues nadie sabe nada de la muerte.

 

 

IGNORANCIA

Cuando caí de Ti a la dura tierra,
cuando me hallé, caliente de tus manos,
desnuda y con gemido entre los hombres,
era tu propio aliento el que llenaba
mis frágiles pulmones encerrados
hasta ese instante en soledad sin viento.
Era el reflejo de tu rostro en llamas
el que encendía mis pupilas nuevas.

Venía desde Ti. De Ti sabía
tu esencia, tu color y tu figura.

Sabía la razón de mi comienzo,
la causa de mi carne y el designio
que hizo brotar, precisa, mi simiente
entre infinitos gérmenes frustrados.

Entonces te sabía y me sabía.
Por eso, duro, hermético, borraste
al paso de los días la memoria
de aquel primer instante y me has dejado
como un sediento río que corriera
desde una oscura fuente inasequible
hacia ignorados mares sin orilla.

 

CAÍN

El no sabía nada. Era macizo, adusto.
Vivía en una ausencia de dulzuras y cantos.

Inclinado a la tierra, un ave negra, hirsuta,
le rondaba la frente, anegando sus ojos
mientras iban sus dedos en el suelo enemigo
desbravando terrones y raíces rebeldes.

Desterrado del gozo, oraba a un Dios terrible
y al dejar en el ara la mezquina cosecha
un rencor urticante le quemaba las palmas.

El no sabía nada. Un día —rama virgen,
fresco volumen, garza de intocada belleza—
el hermano reía junto al blanco balido
del rebaño inocente.

¿Por qué, de pronto, rayo, piedra lanzada, vértigo,
lobo rabioso, toro de ciega acometida?

Hubo un silencio súbito de fuentes y de pájaros
y los cielos supieron el color de la sangre.

El nada comprendía. Contemplaba sus manos.

 

ABEL

El no sabía nada. Era sencillo, dulce.
Vivía simplemente como vive la carne.

Viril de savia nueva, erguía bajo el cielo
su vertical gozosa de rubio adolescente.

Oraba a un dios terrible y aplacaba su cólera
con tiernos recentales y rizadas ovejas.

Nada sabía. Un día, en brusca llamarada
ardió pálida envidia frente a sus ojos mansos
y se abatió iracunda sobres1 su pecho núbil.
Y él se encontró, de pronto, sin saber cómo, muerto.

Y se encontró, sin saber cómo, sólo.
Con un áspero gusto de limo entre los labios
y un frío desamparo por los huesos y venas.

Porque nadie le dijo que estrenaba la muerte.
Que en la tierra profunda no encontraría al hombre.
Que habría de quedarse dócilmente en su sitio,
entregarse sin límites al oscuro silencio.
Porque nadie le dijo que las pardas raíces
se trenzarían ávidas a sus miembros helados
bebiendo de él sin prisa, agotándole el zumo.
Porque nadie le dijo que el romero crecía
agarrado a la piedra que pesaba en su vientre
y que el vivo carmín que adornaba la rosa
era más encendido a través de su sangre.

Él nada comprendía. Tan sólo estaba muerto.

 

 

EN LA MUERTE DE MI MADRE

Ya tengo mi raíz bajo la tierra.
Un poco muerta ya contigo, madre,
hay algo de mi vida que se pudre
contigo, con tus huesos delicados,
con tus azules venas, con tu vientre
que cóncavo sufrió dándome forma.
En la ignorancia, madre, no en pecado
me hiciste tú. Como la vida brota.
Como la carne crece y se divide
en el sagrado centro de la hembra.
Pequeña y débil fuiste. Te pesaba
un hijo tras de otro en el regazo
con un humilde asombro de mirarte
continuamente llena y frutecida.

Y yo salí de ti con otra fuerza.
Con una ardiente audacia de preguntas
que tú jamás te habías formulado
cuando la vida se te daba en júbilo
o te acosaba en duro sufrimiento.
Que no estaban siquiera en la terrible
angustia suplicante de tus ojos
que sólo me pedían una tregua,
un imposible alivio
a ese dolor, a ese infinito miedo
de bestezuela en cepo sin huida
con que la muerte, madre, te llegaba.

Te veía ir. Sin retenerte.
Sin ayudarte. Nadie puede hacerlo
en esa hora. Todos vamos solos
a nuestra propia destrucción. No pude,
no pude acompañarte, madre mía.
Poner seguridad en tu camino
ni sonreírte desde el otro lado
de la pesada puerta silenciosa
que un día se nos abre bruscamente,
siempre hacia fuera, nunca hacia el retorno.

Y tuve que soltar, fría, indefensa,
tu mano que a la mía se acogía
mendiga de un calor y una esperanza
que habían desertado de tu sangre.
Yo sé que confiabas, suponiendo
en mí una vaga omnipotencia, un algo
capaz de sostenerte. Y yo tan sólo
sentía una blandísima ternura,
una tremenda compasión inútil
por tu absoluto, enorme desamparo.
Y nada pude hacer. Ni tan siquiera
quedarme junto a ti. Te me pusiste
horriblemente lejos. Separada.
Ajena. Casi hostil en tu misterio.
Indescifrable en tu quietud. Ahora
eso de mí que estaba en tus entrañas,
que fue principio mío y persistía en
tu secreta intimidad, se pudre
contigo —mi raíz— o acaso vive
como un tallo profundo, recatado,
en tierra que tú abonas aguardándome.

 

PRÓXIMO PROGRAMA JUEVES A LAS 22 HS (HORA ESPAÑOLA)

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