BIOGRAFÍA DE EMILIA AYARZA
Emilia Ayarza de Herrera es poeta con una extensa obra literaria y considerada una de las voces más interesantes y particulares de la poesía colombiana.
Si escribir un libro de versos, hacer una obra literaria, si militar en el periodismo, no son obras que hace la mujer. ¿Entonces cuáles?
Emilia Ayarza – El Tiempo, 1947
Nació en la ciudad de Bogotá en 1919 morirá a los 47 años en la ciudad de Los Ángeles, California. Vigorosa y creativa, imprimió un nuevo sentido a la poesía femenina. En el mundo de la creación literaria, un campo que se revela fuertemente masculino, su trabajo no tuvo el reconocimiento merecido sino hasta después de su muerte. Fue injustamente olvidada por quienes seleccionan los hitos que van construyendo nuestra tradición literaria. La antología de su obra, que comprende desde 1947 hasta 1962, y publicada en 1996, permitió que la sociedad volteara la mirada sobre su prolífico trabajo.
Poco se sabe de la vida de Emilia Ayarza. Tuvimos la oportunidad de hablar por teléfono con su sobrino Alfredo Ayarza, que se ocupó de la publicación de una antología de su obra. Emilia estudio en la universidad de los Andes. Se sabe que fue colaboradora de la Revista Mito en la década de 1950. Era reconocida dentro del círculo de poetas bogotanos de mediados del siglo XX. Famosas eran las tertulias y bohemias que realizaba en su casa junto con varios artistas, escritores y poetas. Era amiga de los “cuadernícolas”, como se les llamó a los autores que escribían sus poesías en cuadernos antes de publicarlas en libros.
Emilia hace parte de la generación pionera de mujeres poetas en Colombia, donde también se destacan Matilde Espinosa (Cauca, 1912); Maruja Vieira (valle del Cauca, 1922 tiene 100 años) y Mariela del Nilo (Valle del Cauca, 1917), Gloria Cepeda (Cauca, 1930) y Dora Castellanos (Cundinamarca, 1924), entre otras. Es con esta generación que la poesía colombiana de autoras femeninas adquiere otra dimensión (Castro, 2011). Estas poetisas lucharon, a la par de los hombres escritores de su generación, para abrirse espacio y protagonismo en el mundo de la poesía, aunque el reconocimiento a los escritores varones se diera siempre en mayor amplitud. Las voces de estas mujeres fueron un eco fundacional y consolidaron una tradición para el surgimiento de poetas y poetisas posteriores, como Marga López (1945), Piedad Bonnett (1951) o Renata Durán (1948) (Castro, 2011).
Una cosa importante es que contaba con una posición económica que le permitía publicar lo que quería sin esperar la aprobación de nadie.
Ayarza viajó por Estados Unidos, Canadá, Europa, África, Centro y Sur América. Tuvo cuatro hijos de su matrimonio con Ángel Herrera, de quien se divorció y se fue a vivir a México. Los últimos diez años de su vida los vivió ahí, donde fue recibida con emoción, no solo por su poesía, sino también por su socialismo político y sociabilidad cultural. En México se desempeñó como periodista en la Revista Mujer y en el periódico El Excelsior. También tuvo una columna de opinión, hacia 1947, en el periódico colombiano El Tiempo. En 1962 ganó en México un premio por su cuento “Juan Mediocre se suena la nariz” y dejó una novela inédita: ‘Hay un árbol contra el viento’. Fue amiga de Carlos Fuentes, de Alfonso Reyes y Octavio Paz.
Se trasladó a Los Ángeles para tratar su cáncer pero murió allí.
Dentro de sus libros de poemas se encuentran: Poemas (1940); Sólo el canto (1942); La sombra y el camino (1950); Voces al mundo (1955); El universo es la patria (1962); y las plaquette Carta al amado preguntando por Colombia (1958) y Ambrosio Maíz, campesino de América (1963). Ediciones embalaje del Museo Rayo publicó Testamento (1987) y la Editorial Magisterio publicó Sólo el canto (antología, 1996) y Diario de una mosca (recopilación de su trabajo periodístico, 1997).
POEMAS DE EMILIA AYARZA
DECLARACIÓN DE FE
Aquí, frente a vosotros
imaginadme una antorcha.
Imaginadme un cuerpo iridiscente.
Creed que me llamo dios o centinela;
que me pronuncio con la reserva prenatal de un coro
o que me digo entre la clara fonética del mar.
Miradme como si estuviese desnuda
como si de los ojos me saliera la misma leche que sale de los faros
y de la boca palabras misteriosas
igual que de las piernas abiertas de los libros.
Aquí, frente a vosotros
imaginadme algo tan cierto
como un aljibe en la mitad de un pueblo
o la lluvia meñique de una tarde cualquiera.
Eso.
O lo que sea.
No importa.
Tenéis que imaginarme
para que podáis penetrar que entre mis huesos
la edad me comienza eternamente.
Miradme sin el color necesario para armonizar
tinta de verdes como una rana en celo;
miradme ignorando las cosas que hacen falta;
palpadme en la textura de la baba
o en la viril profundidad del viento.
Todo lo que veis
es más importante que todo y lo demás.
Aquí, donde el tamaño es empezar por nuestra frente,
sin raza,
negando la muerte,
con la carne mundial,
con la digestión, el ensueño y la lujuria
exactamente igual a la de todos,
aquí yo digo, está la vida
y no después de la manzana y de nosotros.
Aquí y no allá donde la pauta se rompe contra el caos
aquí y no allá,
donde no existe testimonio
ni una voz en la varilla de un hueso.
Aquí, la tenemos en la mano,
como una tarde demasiado azul
y podemos despreciar el cuerpo de la estrella
porque el nuestro rutila mucho más.
La piel nos va indicando cómo la luz nos pertenece.
Por el suero del tiempo el pan se pone adulto
y nuestras manos se vuelven más posibles
cuando se abren, como las mujeres a los hombres.
¡Herrero! Te felicito por herrero.
Carpintero, te condecoro con un árbol.
Poeta, te asesoro desde el germen hasta el tornillo que
reemplaza tu cerebro.
Escribiente, qué divino compromiso el de anotar
trescientos sesenta y cinco lunares en la enagua terrestre.
Rosa, me gusta cuando llegas de puntillas al burdel
y clavas con tus tacones la cruz de tu vagina.
Grumete, qué sientes cuando anuncias que el aire está barato
porque los peces no lo usan…
Domador, desde cuándo iniciaste la procesión del sol
en las encapuchadas andas de tus cuatro jirafas…
¡Clarines! ¡Clarinetes!
Todo cae en su peso de milagro
igual un hombre que la luz del día.
¡Ay, qué maravilla!
¡Ay, qué omnipotencia!
Qué tamaño para todos los vacíos
qué piromaníaca llama la que establece la distancia de los muslos
qué dulces hombres con olor a remiendo
y una casa de exclamaciones en el monte…
Qué hermoso amigo tímido como un muñón;
qué amante de la espina dorsal concupiscente,
qué personal del silencio…
qué inmensa cataplasma cerrada en círculos de fuego
qué monumento al hijo cuyo aborto él mismo solicita.
¡Ay, qué maravilla!:
no me cabe toda la felicidad que siento
no puedo contener yo sola todo este placer septentrional.
¡Ven!
Mi contrahecho amado a dictar una cátedra de precisión;
Acércate diabético, cascorvo,
y diles cómo es el atraso mental de ciertos ríos
que llegan solamente a un pueblo y nada más…
Sí. Por aquí está la vida
por aquí nos quitamos el hambre a puros besos
por aquí se desvanecen las manchas que niega el colodión
porque aquí no existen los lívidos
los iguales se forman en la espuma
los pobres son de cristal o de corteza
¡Por aquí todo es jocundo, desesperadamente alegre y ristolero!
¡Clarines!
Por saber que está metido un hombre
entre la cavidad de un tuerto.
¡Clarines!
Por comprobar un millón de sonrisas leporinas.
Por el pomo pequeño en que se guardan los enanos.
Por las lonjas que cubren como cortinajes rococó
el espíritu esbelto de los gordos.
Por todo aquel que alimenta sus lágrimas con uñas
¡alegranza!
Por el misterio redondo de las gibas
por el que llora la simia belleza de su rostro
por el que se proyecta a un solo pie
por las caries que subrayan de amarillo el beso
por el túnel de diamantes con que se cubren los negros
la osamenta…
¡Aleluya, hermanos!
¡Aleluya!
Viva un dedo más entre los cinco dedos
viva el patrimonio universal de los caminos
vivan los cielos y las nubes
donde flotan al aire las banderas del hombre.
¡Adelante!
La sinfonía equipotente
que se escucha al comparar el esqueleto de Pedro y el de Juan.
¡Ay, qué maravilla!
Ser tan necesarios, tan indispensables.
Inspirar tanto amor, tanta ternura,
¡aleluya por crecer!
Por tener siete pesos y un cojín
donde la luna se arruga en nuestro codo…
¡Aleluya por la corteza de limón a que huele nuestra madre…!
Por envejecer en la puerta del hijo.
Por el gorro de crepúsculo con que duermen los faroles
por laborar bajo el sueldo amarillo de la tarde.
¡Cuánta felicidad terrible nos rodea,
cuánta inaudita exaltación!
Qué prodigioso repartir mensajes
en la telegrafía de los tartamudos
con qué dulzura cabe la lengua entre los feos…
¡Ay qué maravilla amanecer con un amigo muerto
porque duele menos que amanecer con un amigo triste!
¡Aleluya por todo!
¡Aleluya por nada!
Aquí, frente a vosotros,
imaginadme una antorcha iridiscente.
Imaginadme desnuda
o como sea.
Mi corazón —como las tumbas—
¡está lleno de hombres y de hierba!
TU NOMBRE
Tu nombre flecha y horizonte.
Y la cal de las paredes, las tinieblas,
el olor de mis cosas, la voz de los rincones
se doblan de tu nombre.
Rodea tu nombre mi casa, mi lámpara,
mi caja de papel y mi dulzura.
Vellón de vocales contra mí
en su idioma de oveja y de pastor.
Si a veces te nombro al decir otras palabras,
es porque tú eres el dueño de las letras.
Es porque te conocí el día del abecedario.
Es porque te siento en la cabeza
y apenas si puedo caminar.
No sabría decirte por tu nombre
si el beso no existiera.
Como no podrás tú cercarme ni sitiarme,
si lograra usar una pulsera en el tobillo
o un ramo de frutas sobre el hombro.
En el tumulto y en la soledad,
en mi calle, mi perro y en los árboles,
alrededor del pan y mis vestidos grises,
tu nombre es espacio vital,
es parte de color y aroma, es viento tibio.
Cinturón de anillos, aire fijo,
edad de ausencia en la presencia misma,
nombre de soles, de país en llamas
con intervalos de niños y ceniza.
Nombre total.
EL REGRESO DE LAS VOCES
Convoco el regreso de los sueños
para que se hablen la luna y los pañuelos.
Para que el llanto y la voz desintegrados
funden su lenguaje de harina, agua y lucero.
Invito las palabras olvidadas
al sitio de mi pulso y las decido
a interpretar de nuevo la sombra y el temblor.
Hago poner de blanco las vigilias
y de cal mi defendido corazón.
Yo hago llorar de nuevo mi sombrero verde
y hago que den gritos las piedras de mi puerta.
Obligo a que te amen las cosas y los niños
y a que se te vayan detrás los animales.
Resuelvo que el agua, los sauces y el crepúsculo,
los pétalos, el mar, las tempestades,
te sitúen al principio de sus nombres.
Oh! regreso infalible,
Oh! regreso legítimo.
es como la muerte en su casa de huesos
la ausencia clavada en la mitad del tiempo.
Es como la sangre de polvo en las arterias
el paladar vacío y las huidas formas de los brazos.
Cuando el regreso, la nieve inventará pisadas
y el eco hará gavillas en el tiempo.
Los altos árboles celestes
abrirán su pentagrama vegetal.
Los ríos y los mares medirán
con centímetros de espuma las distancias.
Y yo estaré —soterrada estatua de silencio—
en el sitio del grito y la centella.
Oh! regreso extraordinario!
Oh! ilímite regreso!
AMIGO INMEMORIAL
Ven a mi casa, amigo,
cuando la tarde se inscriba en el silencio
y las calles, los hombres y las puertas
escojan el clima de la noche.
Cuando los termómetros y las chimeneas
se crucen el rostro en la penumbra
y la tibieza —mi perro favorable—
se tienda en las alfombras.
Ven a mi casa, amigo,
para comprobar el olvido y las teorías
de la hormiga delgada, el viento y el arroz.
Para decir definitivamente si la soledad,
es esta taza de té, alrededor de tu voz y de la mía;
o es el nombre de los libros y las niñas
que te cortan el pulso y la memoria.
Ha de venir la lluvia con tu mano,
las dos con un vago deseo de caer en mi pelo.
Estará para entonces el ruido entre mi piel
y mi muerte irá de ronda de manzana en manzana.
Sólo las palabras saltarán increíbles
como en un entrecortado deporte de labios.
La tarde en que descubras mi corazón cotidiano,
vendrás a mi casa, amigo inmemorial…
IMPRECACIÓN
En vano nuestra carne
alzará el hijo en el tallo fatal de su potencia.
En vano la soledad se mirará de frente
y se hará una estatua sola
como un hombre que descubre la muerte entre
sus venas.
El hijo vendrá, como la hierba y los caminos,
sabiéndose primero que la tierra
viviéndose adentro de su dermis
y desnudo como el día que lo engendraron.
Su justa tentación de ala
será nula cuando sepa
que es un insignificante payaso de los huesos
y ocultará entonces sus remos de diamante.
Oh! tiempo sin hechura de sueño.
Oh! absurdo porvenir de alondra.
Oh! inútil entraña iluminada.
Cuando en el vientre dibujes ojeras a la madre
—desde tu breve condición de péndulo—
ya será recordada tu sustancia en los gusanos
y las lágrimas se habrán colocado primero que
los ojos.
Tu sangre que circula
—como la sombra de los caminantes bajo su
rota sandalia—
iniciará en tus cartílagos su crucero de cadáveres,
su serie de hombres sin poblar,
su viaje de tumbas, su colmenar de viudas,
mientras la tierra misma empujará
como un ratero, las palabras a tu boca.
Hijo que naces como lirio en decadencia:
La muerte está pegada a tus arterias
como estarás tú luego al seno de la madre.
Lentamente caerá el odio sobre tu adolescencia
en tanto que el sol, como puñal,
se clavará al lecho de los árboles.
Y tú, adentro de tu savia,
conocerás antes que el pan la rigidez del trigo.
Antes que el amor tu corazón de arena.
Buscarás en vano la clave de la rosa,
la fecha del ala y un poblado profundo,
la hora vespertina en los pastores,
la palabra no dicha de la lluvia
o simplemente un cielo diáfano o desnudo
como una hembra azul.
En vano increparás.
Tu nacimiento es un hermano más que cae.
No alcanzarás a existir en la tibieza de la piel
porque se derramará tu sangre como una vena agraria
sobre los surcos abiertos de cadáveres.
Si naces, niño nuestro, resurrecto del caos,
preguntarán los pasos del crimen por tus pies
y una bandera —de la cual el viento hará un retrato—
te enseñará su himno fratricida.
A eso vienes.
A brotar de tu madre como una bayoneta.
A quitarte a sus hombros el sitio de las frutas
para amoldar el fusil a tu estatura.
A eso naces.
A borrar los senos de tu madre de su mapa fecundo.
A sembrar la flor inútil en el jardín de su vientre.
Ya no damos hijos, pequeños hijos,
sino monstruos de botas y dimensión felina.
Ah! nuestras entrañas como un mar adentro
ahora derrotadas sobre playas de sangre.
Ah! nuestra piel de agapantos susceptibles,
nuestras sienes en la torre del sueño
y la abeja inverosímil de los labios.
Cuánta semilla vana bajo el paladar.
Cuántos paisajes de hojas en la estación del viento.
Cuántos potros de luna en el silencio!
Cuánto futuro en el vaivén de la cuna
que albergaba un guerrero, como si fuera un niño…
Qué absurdo vuestro nombre
Alberto, Jorge, Luís, Álvaro, Rodrigo, Francisco.
Qué absurdas las vigilias para inventar el cauce
de la miel!
Si cualquier día os harán el festín de los gusanos
y os pondrán la carne amarilla y nauseabunda
como un charco de donde huyen las estrellas.
No. Ya no damos hijos. Esos pequeños hijos
que nuestra leche sitúa entre los hombres.
Ahora nuestro vientre
es el primer recinto de las bestias.
Ahora las criaturas
por las que nos ponemos a nivel con Dios
son un pretérito ejército de búhos.
Maldice nuestros vientres, señor del pan y el agua!
Maldícelos! Maldícelos!
Nuestros hijos están entre la muerte
como el alma del hombre entre su estatua!
TRÍPTICO DEL ADIÓS
I
Tal vez llegue un lunes.
Tal vez esté lloviendo.
Tal vez sobre el tejido haya un poco de sol.
Tal vez en las ventanas hay frentes. Humo o nada.
Tal vez cruce un payaso
con un circo llorando en el tambor.
Tal vez sea un día con niños y banderas
un día asnos y borrachos.
Tal vez haya puesto un sábado
su víspera de fiesta en las esquinas.
Puede ser que una modista y un labriego
aúnen su sexo, su moneda y su desvelo.
Quizás una mujer de vientre encandilado
busque entre los hombres un rosto para el hijo.
Quizás algún adolescente sueñe con la ternura
de Hamlet
o la hierba…
Quizás no pase nada.
Tal vez sobre los vientos
escriban las campanas su palabra nupcial
o sostengan los perros el clima de la noche.
Tal vez alguien necesite un libro abierto. Una mujer.
Una melancolía pequeña.
Una caja fuerte. Una droga. Un nieto con ojos
de abanico.
Un ejército de ranas. Un grillo displicente.
O una bodega donde el vino
cante operetas y esté —como la sangre— tibio.
Tal vez no quiera nada.
Tal vez haya empezado la estación del tiempo
en la memoria de la primavera.
Porque el adiós no llega la noche del vestido
nuevo y los cerrojos.
Ni el momento en que la luz y las hendijas
escogen el arma
para la certera indiscreción del duelo.
El adiós llega la noche en que uno dice “irremediable”.
La tarde en que uno piensa “inseparable”.
El día en que un llora para siempre!
II
Es la simpleza del vacío.
La algarabía de los idiotas que nos hace sonreír.
Es una vieja palabra sin estribos.
Es el tren. Las hojas. Los vocablos al borde de la lengua.
El luto de las noches.
La histeria de los pueblos a las seis de la tarde.
La angustia entre el vientre y el recién parido.
Entre las puertas y el aliento.
El adiós es el breve onomástico del caos!
III
El adiós llega la noche en que se va el tacto de las manos.
La tarde en que la hora se roba el contorno de los pinos.
El día en que el sol en el espejo
sabe que es un dios amarillo y sempiterno.
El momento en que lloramos
y el llanto se desnuda y enfila su cuerpo hacia la muerte.
Llega cuando los novios estrenan la pausa de su lengua
y su silencio construye una casa con flores
o bautiza los hijos.
Cuando una montaña eleva su cuerpo de distancia
y certifican el limbo, las tumbas y los barcos…
Cuando caen los pañuelos como nieve en el olvido.
Y desatan los caballos sus cuerpo sagitarios,
llega el adiós.
El adiós es liso.
Nublado.
Ruginoso…
NOCTURNO DE LOS MARINEROS
Al negro sacrificado por la violencia
y enterrado vivo en las playas de Tolú.
Definitivamente Juan Antonio
te cosieron la muerte a tus espaldas
como un vil retazo.
Tú ibas por la playa y eras negro
y tu piel de cangrejo embetunado
le ponía un ardiente negativo al mar.
Ibas a tu casa
con la mano crispada en un billete
cuyos bordes derramaban pan
y cuyo fondo era tu lengua en los zaguanes
o tu aliento en la memoria de los latigazos.
Ibas a tu casa
con el hambre de guardia en el gaznate
y la tarde escondida entre tu pelo
con toda la dificultad de su esfumino.
Ibas negro, inmensamente mentiroso en tu belleza,
con tus palmas rosadas
y tus dientes de lento cocodrilo humano
que le abrían horizontes de nieve a tu sonrisa.
Ibas dispuesto a fornicar,
a no pensar en las orejas de tu madre —argollas
colgantes—
o a tenderte en el suelo con tu hijo menor
y mostrarle las manos del aire en el espacio
sosteniendo el corazón del colibrí.
Ibas solamente a bañarte los pies o las axilas,
a poner un tabaco entre tus labios
que escribiera frases de sueño con el humo.
Ibas desprevenido
con tus llagas como rosas sobre el hombro
y las tinieblas de tu raza
desbordando el rostro por las tibias ventanas de
tus poros.
Ibas de bronce, con un retazo de luna en el bolsillo
y la tinta de tus pies dando a la playa
el último compás de tu estatura.
Venías desprevenido —como los colegiales—
sin saber que la arena contaría mañana
la historia de tu sangre a los moluscos.
Lo único blanco que tenías —tu mente—
estaba en el bosque de Ruth, donde el delirio
había instalado su incendio permanente,
o apenas se enroscaba en la certeza
de que era el cuerpo del mar muy bien azul
como era azul la cara de los cielos.
Ibas pensando en que eras negro
o simplemente un hombre con sal entre la patria,
un poco de brea en la memoria
y el amor en la pauta de su camisa a rayas.
Y pensante en ti como un sudor, como un callo,
como un sueño dormido entre un farol,
como un barco que lleva un puerto entre los ojos
o un velero cuyo vientre trae
su blanco embarazo de cerveza.
No es cierto que tu sueño era un árbol, Juan Antonio?
Que tu sueño era mirarte en los espejos redondos
de tu negra,
e hilar de noche su cuerpo en un ovillo
y lograr un muchacho con tu nombre?
Sí. Era tener una casa —lenta de tablas como
peces muertos—
donde una calle cualquiera entregara a diario su
mensaje gris.
Era tener una casa con jarros y con velas
para tatuar la quietud de tus vigilias
en el pecho caliente de alcohol.
Tú no pensabas en coger la muerte
como una flor en el tallo de un niño.
Tú no querías castrar a tu vecino.
Tú no querías que el fuego en el techo de nadie
pusiera un retoque amarillo entre tus ojos.
Tú no querías acostarte absorto
con el nombre de Dios entre la lengua
y amanecer con el sabor de un crimen en la boca.
Tú no podías segar la risa de la tierra
para que el mar llorara sus lágrimas de vela.
Tus hombros de proa,
tu pelo de red,
tus ojos de batráceo,
no eran las noches sin párpado de los contrabandistas
ni la lujuria verde de los asesinatos.
Eran los pueblos con su plazuela de viajes.
Eran los claros del día del uno hasta diciembre.
Eran la viuda en cada puerto de los marineros,
—aquella que cuenta sus brújulas de ausencia
con un cierto candor melancólico de aguja.
Tu cuello de cilindro
tu risa de cal
la abrupta geografía de tus brazos
la sangre carmelita de tu abuelo,
no eran la barbarie agazapada
bajo el oscuro manto de tu piel.
Eran quizás la tristeza de un viejo capitán
cuyas manos con nudos marineros
construían en tus ojos de grumete absorte
botes de vela en miniatura.
Te dieron muerte a medias.
Te sembraron un gusano en las arterias
cuando aún era tu sangre un lento río.
Y se sirvió en la playa tu banquete negro
cuando del pico de los gallinazos
salió la semilla de tu corazón.
Cadáver fluvial. Hombre de sombra.
Un desigual silencio de llanura
guardará tu estertor bajo la tierra.
Y no olvides una cosa, Juan Antonio:
Tu color se cometió desde la muerte
la noche en que sólo fueron blancas las estrellas!
AMBROSIO MAÍZ, CAMPESINO DE AMÉRICA INDIA
El mundo escucha crecer al mediodía
esta definitiva tribu indoamericana.
Ambrosio Maíz
es un océano de pies desorbitados
una larga cordillera de miembros vegetales
una red arterial de clorofila
un viaducto de espacios
una escuadra de huesos naturales
un sesgo de miradas entre el llanto
una huerta de herramientas verdes.
Ambrosio Maíz se palpa con la mano la naturaza
se sabe estricto de café
ampuloso de aceite y minerales
delineado de ríos
pespunteaba su piel de ajonjolí
registrados con puntas de diamante su cerebro y su pubis
y desnudo
entre colores de hidrógeno y cobalto
perteneciendo por sí solo —en árbol, manantial o estrella—
totalmente de lleno a los paisajes.
En América Latina las hendijas se tapan con cosechas.
Las grietas se remiendan con harina.
El techo se sostiene con el aroma
de las gigantescas axilas de los trópicos.
Hay animales cuyo testamento
se publica en el oro de las peleterías.
La tierra se entera del labriego
y le cuelga una serie de hortalizas en el sueño…
Las minas como antiguas cortesanas
se ofrecen morbosas a los caminantes.
Los ríos preguntan por la sed.
Se detiene el sol entre los surcos
para registrar la llama en las raíces.
Los jacales, los cerdos, las orquídeas
viajan en avión y le procuran
un paisaje indio a las estrellas.
Todo lo blanco,
el algodón, la leche, el hielo, la sal, los palomares,
parten por nuestra raza hacia los negros
para instalar puertos de azúcar en su piel.
Las legumbres solicitan empleo en la salud.
Hay verdes, azules, solferinas,
autorizando acuarelas de amor en los mercados.
Y submarinos cuyos mástiles de aceite
taladran la dulzura de la tierra.
En América India
los cadáveres viajan en trineos de savia.
El estiércol se asoma por las amapolas
los niños regresan del futuro
las fronteras tienen la distancia de los brazos
los muertos cohabitan en la noche
para amanecer como padres de familia
y en el silencio de sus habitaciones
entre un ambiente de púberes fragancias
¡celebran nudos de fruta, las raíces!
Pero hay también un sordo rumor entrecortado…
una serie de lágrimas obreras
un mundo de arrugas en la piel del agua
una vergüenza de embargo
de hija negociada
de amanecer estupefacto con la lengua y los ojos de secante
y un búfalo
un puñal y un velo espeso
de bruces señalando la conciencia
cuando miramos de frente las pupilas
de Ambrosio Maíz
y no podemos explicarle cuándo, cómo, ni dónde
está su patria entera
su América India en Español.
Porque Ambrosio
no es Jimy, ni Curro, ni Alejandrovich.
Es sencillamente Ambrosio Maíz
Ambrosio con el mundo latino en propiedad.
Ambrosio que no permite que sus sueños
paguen aduana en el párpado extranjero.
Nuestro hermano Ambrosio el chibcha,
el totonaca, el inca, el guaraní,
el que no sabe decir merci, tankechen ni thanks,
el que no concibe la dulzura de las remolachas
llenándose de rubor entre las latas…
sencillamente Ambrosio Maíz
el de la triangular península en los ojos
¡cuyo telúrico sudor tiene la misma dimensión del mar!
Cada uva de amor bajo su piel
le atraviesa el corazón al vino.
Cada poro se le esponja de azadones.
Cada callo se le extiende bocarriba.
Cada tractor le dibuja una ruana sobre el hombro.
Cada escuela le construye un alfabeto de infinitos sueños.
Cada huarache le borra las huellas al veneno
¡cada sonrisa suya parte en la mitad un coco!
Ambrosio Maíz sin colchón de pluma.
Ambrosio sin más socios en su club del parque,
que la flor, el guijarro y la fontana.
Sin más calefacción que el cinturón de espasmos
con que su amada le regala un hijo año tras año.
Ambrosio sin dioses inventados
sin misterios que no entiende
sin jaculatorias
sin indulgencias compradas
sin ese paquidermo de sífilis que cubre
el gelatinoso cuerpo de las castas.
Ambrosio Maíz
sin vomitar ancas de rana
sin injertos de mink
sin importados sudores de lavanda.
Ambrosio Maíz sin serpentinas de lumbre en la cabeza
adquiridas con Scotch, con Vodka o con Jerez.
Sencillamente Ambrosio
con un gran jarro de agua entre las manos
moreno y rubicundo
Ambrosio Maíz pata-rajada
corazón de nuez
pecho de almendra
lágrimas al borde de los ojos
y una casa pequeña en el terruño
donde crece la patria en la ternura
¡como una cosecha en el nivel del viento!
Hay que tocarnos bien para saber
que llevamos adentro una palabra
que despliega sus tentáculos de acero.
Es una palabra en los ciclones
en el vital ascenso de los muertos
en la torre del mundo
y colgando de las azoteas de los mares Atlántico y Pacífico
donde igual que un velero universal
pone a secar sus sábanas al sol.
Es una tremenda palabra sobre el cosmos
es una palabra que clama el huracán
cuando orquesta sus claras sinfonías
y el maíz aborigen se reparte
en una danza de trigo americano
cien millones muy trigo en su trigal.
Es necesario que los niños se enteren
que los ancianos aprisionen el tiempo que les queda
que los árboles antárticos sepan de su lengua
que las madres envíen mensajes de saliva dulce hasta sus vientres
y que todos abramos con amor de molino nuestros brazos
antes de que una sombra de espejos invertidos
dibuje en el espacio el semen de la muerte.
Es necesario que el arado,
la tinta de las frutas,
los cóndores, las ranas lacrimosas
y ¡todo, absolutamente todo!
ahonde la raíz del Universo
y reparta volúmenes de polen fraternal
sobre el techo general de nuestra tribu.
No se puede morir impunemente
porque un solo hombre le ordene al Amazonas
que no solloce impotente en la manigua
¡cuando se le ha puesto de sangre hasta la espuma!
No se puede morir impunemente
porque un sexo militar decide
violar en la penumbra de la selva
los cálidos flancos del Caribe.
No se puede morir impunemente
cuando el tamaño del pie es un latifundio.
Cuando le tiñen el pelo a los petróleos
cuando lloran los braceros su llanto en otro idioma
cuando desnuda, diáfana, casta, inmaculada,
se fuga la materia prima
para luego nauseabunda regresar…
Cuando se compra barata la melancolía
que nace en la epidermis de los esquimales
y termina en el reflejo de la Patagonia.
Cuando este aspecto de pajes inclinados
se debe —tristemente— a las arrobas de una deuda
que será larga… larga… inmensamente larga
¡como desde ahora hasta mi muerte!
No. No podemos morir, no. Cuando las cosas
tienen un nombre nuevo como uranio, como gas, como salitre.
Cuando el espacio es tan cerca como el sexto mandamiento
cuando decir patria es decir árbol y entender árbol
cuando este amanecer bajo un cielo latino y cotidiano
es este iniciar nuestra estación de amor
entre los besos de la boca abierta
de los Estados Unidos de América Latina.
Aquí no ha sonado la hora de la muerte.
Aquí nadie se ahoga entre un asfixiante océano de chicle,
ni la poliomielitis invade la piel de los mestizos
como una enredadera de polvo que descuelga
su cuerpo de estáticas raíces.
No queremos reír como las focas
que tienen la nostalgia de los niños bobos…
No queremos acusar un borrego entre la sangre
cuando las águilas nos trazan las arterias.
No queremos cambiar
los encajes que el cedro y la caoba
le bordan a la espesa memoria de la selva.
No queremos nada.
No nos gusta nada.
¡No necesitamos nada!
¡Porque estamos anchos de amor como embarazo!
¡Porque estamos camaradas de sal como los peces!
¡Porque nos están saliendo ramas del pelo y de las uñas!
Porque tenemos el ombligo de sol
y porque cuando decimos —patria— en Español
se dobla como un arco de flecha la palabra
y nos cubre de amor desde México hasta Buenos Aires
y desde La Habana hasta Santiago.
Escuche el mundo la voz de esta tribu indoamericana:
Nuestros hombres quieren simplificar sus glándulas de odio.
Colombia —lisa de llanto— como un guijarro en la mitad
del mapa,
solicita desde sus muertos una medalla para sus gusanos.
Guatemala pregunta si el copaiba
puede continuar poblando de raíces
la profundidad del Tajamulco.
México pinta un mural intercenit
en toda la pared del continente
Cuba acaba de abrir en las Antillas
una escuela mundial donde los hombres
aprenden a contar en los ábacos de la tempestad…
A Puerto Rico le está pesando su nombre
y Bolivia doblega su estatura de sed sobre el Guapay…
En nuestro continente el tiempo resucita.
Los hombres tienen siete sentidos de horizonte.
Las mujeres ya no lloramos delante de las ratas.
Los cuarteles han comenzado a aromar como las granjas
mientras los soldados adquieren dulzura de hortelanos…
Las flores ordenan su color.
Los pájaros vienen de las melodías.
Y el crepúsculo —en la quietud de la campiña—
se acuesta con las vacas
¡para dar lecciones de amor a las semillas!
Escuche el mundo la voz de esta tribu de Amerindia:
queremos unirnos
confundirnos,
repartirnos,
asirnos,
queremos besarnos,
apretarnos,
fornicarnos,
estrecharnos.
Queremos gritar con gritos en la misma lengua
que no tenemos más dios que la montaña y el relámpago.
Más dios que el centímetro que crece la hierba en los potreros.
Más dios que un pan sobre el mantel de Ambrosio.
Más dios que una fraternal patria indoamericana
y más dios, por sobre todas las cosas de la tierra,
que una elemental… insignificante… mínima…
¡hormiga de paz en nuestra piel!
Y que fuera de esto
no queremos nada.
No nos gusta nada.
¡No necesitamos nada!
Si lo dudáis, hermanos,
preguntádselo a Ambrosio Maíz
¡a la vuelta de cualquier camino…!
EL UNIVERSO ES LA PATRIA
Yo soy esta mujer ancha de cuerpo
hormonal, de frente,
esta mujer con el sistema solar bajo la dermis
con las extremidades, los bronquios y la pluma
saludables;
esta mujer que le corta las venas al silencio
para fluir desesperadamente.
Yo soy esta mujer ancha de cuerpo
esta mujer que no cree en los límites ni en los idiomas
que no cree en cuatro docenas de himnos nacionales
ni en determinados colores de bandera.
Esta mujer que respira con aire general
que establece la canción humana
el hermano mundial.
El hombre cósmico
el niño incoloro
y una sola bandera
blanca como la sal de los enanos
blanca como la córnea de los negros
blanca como los huesos de los blancos
blanca como la leche que toman los lapones
colectivamente blanca
decididamente blanca.
Yo soy esta mujer ancha de cuerpo
que vive en medio de la raza humana
que llora a veces lágrimas de Argelia
o se sacude al compás del estertor de Chile.
Esta mujer que se desvela en el Congo
que tiene hambre en la China
que ostenta si cerrar la cicatriz de Pearl Harbor
que pierde el sentido y la noción
ante la cesárea que descuaja
el dorado vientre de Berlín.
Esta mujer que pertenece al dominio de la luna
de Moscú
que tiene la serena languidez de Suiza
el color de la melancolía de Colombia
o el escándalo gris de Nueva York.
Esta mujer propietaria del mar, de la tierra,
del cielo, del viento y las estrellas
esta mujer que besa en la boca a los mudos
que llora por las cuencas de los ciegos
que grita por el cáncer de los hombres
y dispersa una sinfonía entre los sordos.
Esta mujer llena de amor
que le fluye por los dedos de la mano
por los hilos del cerebro
por la madeja del pelo
por la leche de los senos
por la cal del esqueleto.
esta mujer llena de amor por el odio y la vigilia.
Por la muerte y el aborto.
Por la madre de Imbécil.
Por el hermano de Mediocre.
Por el padre de Anormal.
Por el hijo de Asesino.
Por la novia de Impotente.
Yo soy esta mujer ancha de cuerpo
hormonal, de frente.
Esta mujer con la risa grande y los dientes de frontera
declarando definitivamente
desde el amoroso territorio de su corazón
¡El Universo como Patria!
JAULA DE ESPEJOS O LA CONCIENCIA DEL HOMBRE
Les quiero hablar a los hombres que
nunca hicieron nada.
Y tengo tantas cosas que decirles
que al pensar en el tiempo
veo un tramo de arena en la memoria
como un pueblo amarillo y numeroso
rodando por las odres del vacío.
Antes de oscurecer les quiero hablar.
Les quiero hablar
trepada sobre los temporales
diluyéndome en el sótano
cayendo como un tifón desintegrado
cargada con un costal de decimales fríos
dígita y tremenda
con la proa de baba
y una clara maqueta de cocuyos
para salpicar con oro sus tinieblas.
Les quiero hablar inmensa
con mi cuerpo de sismógrafo y antena
con mi collar de excrementos ovejunos
y el tamaño oceánico de mi matriz.
Les quiero hablar
sin mirar para atrás para que el asco
no les colme el espacio que su cuerpo desaloja.
Les quiero hablar y preguntar
qué tren de carga los dejó en la vía
qué botella los tiró a la playa
de qué éxtasis nacieron
cuál grito les colocó el sexo en el embrión
o en qué río escatológico y profundo
naufragaron sus barcos de papel.
Les quiero preguntar
qué hicieron con la suma de los espermatozoides
con el alimento que tomaron del pico de las cumbres
con los fibromas que atacan la conciencia
con el arriendo del mar
con el cuerpo —que es la puerta del hombre—
y con la muerte
que les puso en la mano su cebolla interminable.
Hombres que nunca hicieron nada:
Respondan uno a uno
a dónde se columpia la tarántula del tiempo
en qué sitio se desnudan las naranjas
cómo se canta el memorándum del pobre,
cómo se metió la lengua en el sabor del mundo
y en qué momento se instaló el rocío
entre la hierba genital y obrera.
La tierra les pregunta
si no les empapó la carne de sustancia,
si no les hizo escritura de todos los caminos
si no les enseñó la lentitud de un minuto en la
penumbra…
El sudor no solamente es para el viento
que humedece la frente de los trigos.
Nuestra casa no debe estar pegada a nuestros pies
ni la vida es una lombriz intestinal.
No! Hay que abarcar el universo
hay que tener la dimensión perfecta
para que comiencen por nosotros las medidas.
Hay que prender como botones
los ojos, al pecho de la tierra.
hay que danzar como las cabras,
hay que romper el silencio en que las ratas
dirigen orquestas de queso en los suburbios.
Hay que llenar de células el territorio
usar la misma talla del sol
y si es necesario —como el toro—
rebosar un millón de cálices de sangre
¡para que rompan a aplaudir hasta los muertos!
No era suficiente crecer y vomitar.
Poner nuestro mojón enflaquecido o gordo
para kilometrar la estupidez.
Legar nuestra piel de anónimas estatuas
a la yesca gelatina del gusano;
sentarnos sobre el cosmos primigenio
como un vendedor a quien le aprietan
el alma y los zapatos…
Había que coleccionar omnipotencia
había que tener metalurgia entre la sangre
había que borrar un día con llanto (como fue mi
madre)…
había que ser inmortal
había que hacer un alto de diez mil años en el tiempo
y saber a ciencia cierta
¡que somos primero y ante todo!
Era necesario gritar nuestro escándalo verde.
Mostar nuestras vetas de columna.
Los alamares de todos nuestros ganglios
reventar el brazalete de las constelaciones
duplicar en nuestros senos el paisaje lácteo
y de pronto una mañana
—de esas mañanas que no tienen importancia—
contarle tantas anécdotas al árbol
que se estallen de risa los cerrotes…
¡Silencio! para aquellos que no encontraron los
gerundios.
¡Silencio! para las manos que sólo colgaron de
las fuentes.
¡Silencio!
para los que no comenzaron a caminar desde su
madre
hasta abrirle la boca a los volcanes
¡Silencio! para los que no han puesto el álgebra
a marchar
para los que no han emitido un punto ni una raya
para los que oscurecen por las lianas.
¡Silencio! para los que aman sin extrema unción.
Para los que no son capaces ni siquiera
de estar alegremente muertos!
¡Requiem! para los mediocres
cuyo censo acusa
un trillón de habitantes
en las sienes de su pesebrera…
No. No era saltar de la placenta al diccionario.
No era llenar de agujeros los ojos de los edificios.
No era dirigir la sazón a los buitres.
No era defecar y sucumbir.
Era dejar que se levantara el médano desde nosotros.
Era bostezar más allá del lentiscal.
Era fecundar las piernas de la tierra
para que salieran hombres de la naturaleza.
Era saber que nos hicimos solos
y que nada ni nadie, nos entregó esa jaula de
espejos movedizos
por donde una especie de harinegra se pasea
como un duende por el esqueleto.
Era no caminar desnudos adentro de nosotros
mismos.
Era no morirse antes de tiempo
como Emilia Ayarza se clavó en la sombra
antes de haber escrito una palabra
que marcara por siempre su memoria
¡sobre el anca veterana de los tiempos!
POEMA EN DOS LLANTOS
Comencé a suceder cuando me dijo:
«Eras antes del telón del fruto
eras antes de besarnos en el hambre
eras antes
mucho antes».
En verdad
había un osario mineral en el espacio
donde mi edad cabalgaba en el abismo.
Yo vivía de incógnita igual que vive Dios,
y solamente me sollozaba cualquier lunes la ternura
o a veces desperdiciaba la vida con palabras.
Recuerdo que una especie de muerte se asomaba
por los ojos de todas las ventanas
y que un mundo de pájaros de hielo
de ríos espesos
de primaria sangre
se insinuaron.
Se me había comenzado a abrir el corazón como una mano
con la más dolorosa fuga entre los dedos.
La soledad
navegaba en mis ojos como barca
el día que el hombre en mis entrañas
estableció una poderosa rotación de muerte.
Era el fantasma de sus siglos de horca.
Era el granizo de sus subterráneos.
Eran sus serpientes como esfinges.
Su colección universal de llanto.
Era el túnel del mar sobre la sed.
Era Colombia resollando
por el debilitado mapa de sus venas.
Era él, catarata, cementerio,
kilómetro azul, desprendimiento,
hombre de largo semen disecado,
criatura de misterioso polvo esclarecido,
fortaleza,
sustantivo,
honda espina de labios caminantes,
Kafkiano, murciélago indudable,
era él,
abriéndose camino entre mis uñas.
Era el silencio en su clamor de ocio.
Eran dos millones de puños para el miedo.
Era lo que más duele entre la piel
era el momento que todos hemos sollozado
era un dibujo de perros y tinieblas
era Onam entre su orgasmo verde
era nada
era él
era absolutamente el viento
y nada más.
Comencé a suceder cuando me dijo:
«Eras antes de envejecer afuera de mi cuarto
eras antes de las acorazadas pautas de la injuria.
Eras antes
mucho antes».
Oh, ¡esqueleto de mínimos cristales!
Oh, ¡saliva de ciclón!
Oh, ¡amante necesario!:
cuántos de mis pliegues se llenaron
con las cenizas de tus catedrales.
Cuántos de mis soles se apagaron
entre la histeria de tus cordilleras.
Cuántas estalactitas de callados coitos.
Cuántos hilillos de sangre sostuvieron
un instante de hijo en la memoria.
Sábanas lejanas.
Tal vez un tamaño prefijo en la distancia.
Dos mil años de lengua entre la piel.
La filiación de un hongo
cuando se piensa en algo,
No sé nada.
No sé nada.
Pero estoy cómica y ajada
clavada como un espantapájaros
con los brazos abiertos y vacíos
¡infinitamente sola entre su compañía!
VOCES AL MUNDO
Quien quiera que seas
yo pongo mi mano sobre ti;
¡sé tú mi poema!
Whitman
Que vengan. Sí. Que estoy llamando.
Que estoy abriendo mi voz como una flor
al mundo entero.
Estoy hablando un millón de lenguas y dialectos
estoy estirando los brazos infinitamente.
Que vengan. Sí. Que vengan los tristes, las mujeres sin hijos,
los hombres negros, los niños sin risa,
los jornaleros, las vírgenes y los poetas
que vengan los ladrones, los que esconden en la axila la jeringa,
las monjas de sexo y de corneta blanca
que vengan sí, que vengan.
Yo estoy en su llanto, en su vientre infecundo,
en su color de muerte viva, en su barro,
en su caos de llama y de silencio,
en la penumbra mental de sus orgasmos.
Yo estoy en la puerta del mundo
alta y joven
en el centro del misterio y la verdad.
Ríos de fósforo me corren debajo de la piel.
Represento los árboles, el lodo y los diamantes.
Soy la ola cómplice de los piratas
y la serena espuma de los náufragos.
Que vengan. Que vengan todos a mi cuerpo universal.
A mis senos generales. A mi vientre infinible.
A mis brazos y a mis piernas cardinales.
Que vengan que soy la conciencia de los tristes,
la memoria de los olvidados,
la más desesperada tiniebla de los ciegos,
el pecado capital de los cartujos,
el agua, el pan, el techo, la tierra de los hombres.
Que nadie deje de venir.
Yo soy la playa. La jaula. El tren. El libro traducido.
La niña elemental. La cordillera. El traje azul.
Que no se detengan ante mí. Mis brazos son anchos
y rodean el globo
y no tengo medida ni límite especial.
Que vengan, que soy la hermana sin casar,
la madre con amante, la pariente fea,
la hija indefinida y musculosa,
el sobrino ratero, la amiga vergonzante,
el desertor, la abuela sin cuentos,
la maestra de la piel de mapa.
Digo que vengan, porque soy múltiple, abundante y total.
Porque tengo el nombre de todos
la estatura, el sabor, la corrupción, la bondad de todos.
Camino los pasos de un millón de pies
estoy llena de besos, cubierta de vías,
multiplicada de sexos, de cartas y de olvidos.
No puedo concebir la soledad de nadie
mientras marque mi pulso la hora universal.
Yo pueblo y habito las torres y los subterráneos.
Las cunas y los cementerios.
Que vengan a buscar en mí su patria,
la ley, su casa, el idioma y el color de su piel.
Que me busquen los dulces y me ganen los que juegan.
Que me surtan las cosechas y moldeen los alfareros.
Que estudien sobre mí la geometría, el cáncer y la biblia.
Que hagan los niños su curso de inocencia
y se gradúen de cansancio los ancianos.
Que vengan las madres solteras,
las que tienen un hijo con los párpados quebrados
que mi padre era ilímite y su nombre
puede bautizar la criatura y devolverle
la alegría que perdió su madre al concebirlo.
Que vengan. Que vengan a mí. Que nadie pregunte
«adónde voy» mientras yo exista.
Y mientras cuatro paredes sostengan el techo de mi casa.
Que nadie diga «adónde me reclino»
entre tanto mis hombros sostengan en redondo el aire.
Nací el día de la luz y el pecado original.
Crecí del sol, de su germen de oro tibio
y se me hincharon las venas
cuando supo la llama que así empezaba el fuego.
No soy yo. Soy todos. Soy colectiva y numerosa.
Me cuento por millones
y existo por kilómetros.
Soy un mundo de aviones, de culebras y de ríos.
Retumbo de hormigas y leones
y tengo las orejas pegadas al espacio
para captar el desfile de los muertos.
Sí. Que vengan los alegres al cascabel que habito.
Que vengan y me miren de campanas
que yo les digo el lugar de las marimbas.
Que vengan, yo les explico cómo es la risa
de cuero de las panderetas
y la cintura musical de los violines.
Yo les enseño cómo llegar al fondo de los tiples
y al amarillo perfil de los trigales.
Les digo la aromática historia de las piñas
y el cuento en sol mayor de los canarios.
Sí. Yo les descubro la orilla de los sueños.
El continente de la salud y los domingos.
Les doy un diploma a los que estudian
con la firma de un viaje o de una novia.
Que no se quede ninguno sin venir.
Que vengan los tristes a depositar
su llanto entre mis ojos.
Que no me callo sus dudas y disimulo su cuna y su viruela.
Que no pregunto si el cadáver era grande o pequeño
y si la muerte llegó de puntillas o en medio de tambores.
Que nada digo si durmió de hombre en hombre.
Si llenó las horas de sudor y una sola moneda pequeñita
se repartió en siete bocas desoladas.
Que fundo una aldea de llanto
donde puedan pasearse las lágrimas y los pañuelos
sin que nadie averigüe
de dónde vienen ni hacia qué sitio se dirigen.
Yo abro las ventanas del caos para que se orienten los suicidas.
Que vengan todos.
Que vengan.
Que no caigo en la cuenta de las estériles,
de las prostitutas
ni de los homosexuales.
Que vengan.
Que no creo en los idiotas ni en los lunes.
Que no lloro delante de los torpes o los mudos.
Que no. Que no digo nada de los tristes, ni de las lesbianas.
Que no cuento nada de los que tienen sobre el hombro un piojo
o andan preguntando si hay una mujer para alquilar.
Yo tengo sitio para aquel y para ti.
Que vengan mis dulces enemigas
que pisen mi calle y mi memoria,
que busquen a mi amado,
que él sabrá caminar sobre mi sombra.
Que se vistan de rojo o se desnuden de blanco.
Que excluyan mis esferas y mi vello.
Que pasen por encima de mi voz
de mis dedos calientes como venas.
Sí. Que vengan las pálidas, las angulosas,
las de piel de plata como las sardinas,
las simétricas, las puras,
las de dulce perfil, que se distinga
como un medallón el pecho de mi amado.
Que ninguna se detenga. Yo oriento sus palabras y su olor
y hago que él no extrañe su risa de acordeón.
Yo les indico la ruta de su sueño
de su caricia acostumbrada
y les aconsejo el color que le pone los poros en relieve.
Yo estoy íntegra completa para todos.
Con mi cuerpo grande, mi casa llena de rincones,
con mis libros, mi vino y el humo de mi chimenea
que pone su rúbrica de pan sobre el tejado.
Sí que vengan. Que vengan los que cantan
y los que creen que cantan.
A todos les creo y les escucho.
Respeto a los poetas cuyo único poema
hace gigante su ínfima estatura.
Al escritor cuya novela
es la almohada de las niñas de provincia
o el sombrío hazmerreír de las imprentas.
Que nunca me burlo de la ingenua que ríe convencida
de que sólo tiene arrugas en el almanaque.
Digo que sí, cuando el pintor
me pregunta si ese pecado mortal de líneas y colores
me trae a la memoria una tarde de agosto
con un crepúsculo de uvas y nostalgias
colgando en la penumbra de su propio peso.
Yo emerjo de la historia y de los monumentos.
De las niñas que engañan, de la greda
y del fondo de las tumbas.
Del hastío de los reyes y las solteronas
que se dobla sobre un gato, sobre un canario
o sobre un tablero de ajedrez.
Yo emerjo de nada y me sumerjo en todo.
Que vengan a mí los caminantes
los que tienen geográficos los ojos
y dejan el cansancio y la memoria en los museos.
Que vengan los presos y me cuenten
sus noches de kilómetro
sus hondos calendarios de frío
y me digan a qué saben los venenos
mientras afuera el viento se pasea.
Que vengan.
Que vengan todos a mi corazón.
Yo me pongo de pie y juro.
Tú, y tú, y tú, me encontrarás.
Y no te fallaré a ti. Ni a ti. Ni a ti. ¡Ni a ti!
TESTAMENTO
I
Hijo mío:
alguien te dirá: «tu madre ha muerto»
y mi muerte vendrá
y nadie pensará en la muerte.
Una tibieza de mano se alzará en tu frente
y por tus ojos de agua y muy adentro
se alzarán mis palabras como estatuas.
Dirás entonces —madre— y tu lengua como espejo
repetirá mi forma.
Tomarás en las manos mis cosas y mis libros
y sentirás en el cuello las cadenas
que se quebraron al llegar la muerte.
Sobre mi mesa un poco de vino ya sin sueño
olvidará entre la copa su potencia de uva defraudada.
Dos cartas, tres desvelos, una muerte
viajarán por mi lámpara.
Una rosa vendrá desde el aroma
para fijar el amor entre mi nada.
Y estará todo sereno.
(Habrá un murmullo quizás de viento deshojado…)
Abrirás entonces las ventanas.
Un claro novilunio dirá tren, barco o infinito.
Un lento dios irá de mi voz a tu silencio.
Y alguien te recordará:
«tu madre ha muerto»
y casi árbol mi piel desesperada
hará que los besos huyan de las frutas.
Dirás:
«Todo tuvo y nada poseyó.
Soles negros pasaron por sus sienes
oscureciendo la llama de sus bosques.
Anduvo siempre sola entre las multitudes.
Su terrestre piel por las raíces
se adentraba hasta el pecho de los ruiseñores.
Y por la madrugada en el rocío
hacía su viaje transparente y puro
para poner su llanto entre la hierba».
Pensarás:
«La pálida bahía de su frente…
Sus ojos de sombra más adentro
que la luz de su propio resplandor.
Su nariz, su cuerpo grande,
la risa cromática
como un collar que se rompiera
al borde de una escalera de metal».
Y gritarás:
«Elegida del Silencio.
Favorita del caos.
Transeúnte de la nada.
Huésped de un ser desconocido.
Madre que partes de mi carne:
¡sólo mi cuerpo morirá tu muerte!».
II
Hijo mío:
Colombia es tu patria.
Te la entrego
cabizbaja en las playas del Atlántico
y abierta y descarnada en la orilla del Pacífico.
Su garganta en el Canal de Panamá;
sus senos en el pico de los Andes.
Sus ocrosos flancos del Chocó.
Su cintura en el río Magdalena
y su desesperado ombligo de café.
Tu patria es el sitio de la sangre.
La señora del silencio calibre 32;
la patrona del desahucio y de la reja.
El microbio y la carroña
invaden su piel de orquídea taciturna
y los niños colgados de los árboles
son el fruto tangible de sus bosques.
Cada hombre es un monstruo asalariado.
Un descompuesto aborto de la naturaleza
por cuyo cuerpo corre
la negación en pus de sus arterias.
Te dejo a tu patria sin honor.
Sin apellido.
Llena de campesinos doblados como sauces
al borde de oscuros manantiales.
Con el idioma mutilado
en la redondez de su mejor palabra.
Te la dejo llena de lágrimas
como un cristal cuando llovizna.
Con las sienes en el pecho del hambre
y su cuerpo de platino relativo
deshecho en el fondo de las minas.
Te la dejo con su ejército de boas.
Su asociación de hienas rubicundas.
Su margen de babosas despreciables.
Te dejo el cáncer de las rotativas
que carcome la piel de las palabras.
Los linotipos sin lengua.
Los lingotes en franca carrilera hacia el desván.
El milagro de la voz en el espacio
ensartado en el virus de la antena.
Te dejo las urnas vacías —como úteros malditos—.
El silencio de almacén de catafalcos
que trepa las paredes del senado y de la cámara.
Las esquinas con pobres y cigarros apagados.
Las puertas con hambre. Los patios sin luna.
Las tiendas exclusivas donde venden
—sin estampillar— cadáveres y vino;
y una bota en el mantel de los labriegos
para guardar la sal y los vinagres.
Te dejo también un compañero,
un prematuro habitante de la sombra,
un hombre-niño con barbas de hollín desvanecido
y su tesis sobre el sueño en la memoria,
en cuyo pupitre de la universidad
se sienta ahora un vil gusano en traje de parada.
Y un parque con botones de rosa que disparan.
Y un circo con bozal.
Y veinte tardes con kepis.
Las noches donde los luceros
son agentes secretos que rutilan.
Una urbanización donde los árboles
—por no contaminarse—
se trepan llorando de verde al infinito.
Diciembre sobre ametralladoras
anunciando la guerra en las vitrinas.
Y un hospital donde las llagas
escudriñan la conciencia de los hombres.
Te la dejo al amparo del caos
y a la luz de los sables que en la noche
apagan su brillo entre la carne.
Te la dejo con la epopeya del hambre en sus antologías
proyectando a la luz de los faroles
su cuerpo de serpiente desteñida.
Repleta de ese monstruo de garra inextricable
en cuya punta la bestia no termina.
Has de saber que el hambre —hijo mío—
es la primera letra de Colombia
y que su huella de aceite granuloso
invade la blancura de las algodoneras
y el aromoso lino de los platanales.
Toda gira alrededor de su llama estrangulada.
Alrededor de sus tísicos caballos.
Cerca de sus trece verrugas supuradas.
No olvides que el hambre no puede germinar
ya que tu patria es niña-madre
y que su entraña florece cuando el viento
ligeramente le insinúa la flor.
Sus espías están en las alacenas de los bosques.
En la ubre de Barcina, en las garrapatas del cordero Nube.
Los campesinos la enhebran por el ojo de su esperma,
los débiles la usan como un color cualquiera,
y en el vientre de los olvidados
crece silvestre su copiosa larva.
El hambre nace en los gatos de cojín,
en el rubí del prestamista,
en la úlcera del burgués invertebrado,
en la frase —¡mi pueblo!— con que los políticos
diseñan sus campanas en la sombra
como se esboza un minotauro en la penumbra.
Una perra nos dice qué es el hambre
cuando toma de los hornos crematorios su mensaje
y por sus innumerables pezones lo transmite
dulcemente a su postrer cachorro.
Con desesperación tu patria te reclama.
Desde su ejército de ríos poblados de suicidas
hasta el mar y sus movibles edificios de espuma.
Desde el remordimiento gris de los oscuros
hasta su latifundio de anemias amarillas.
Desde los hospitales donde
cosen los pobres a la muerte
hasta los postes telegráficos donde el recuerdo
se purifica en el pecho de las golondrinas.
Te necesitan los niños cuando saben
que en la plazuela del pueblo la cabeza del padre en una
escarpia,
recoge el nombre de Galán de los escombros.
Te necesitan las aves y las frutas cuando invaden la dulzura
de los árboles.
Te necesita la fe para decirte que no tiene pecho que la albergue.
Te necesita la justicia. La salud. La paz.
Te necesitan los libros que no alcancé a escribir,
las patrullas ignorantes con ojos como trompos de cristal,
los callos, las tinieblas, los adobes, las hornillas.
¡Te necesita todo —en fin— desesperadamente!
III
Yo me muero —hijo mío— porque el tiempo
ya no me da su dimensión de toro.
Porque la vida y Colombia se me van de entre las manos
como el tacto de la piel del moribundo.
Porque a los sueños les pusieron pasta
y enlataron el júbilo y la risa.
Me voy porque hay que medir con metro las ideas.
Hay que poner en fila hasta las lágrimas.
Hay que aceptar un molde en el aliento
y con tijeras redondear la voz.
Me voy porque rondan los panales y los nidos.
Porque siguen en motocicleta a los gorriones.
Porque los helicópteros taladran con su broca de viento
la memoria del cielo.
Me voy porque el decoro está de bruces en las alcantarillas.
Porque el vecino tiene ahora ángulo facial de mortecino.
Me voy porque a los niños pobres
les clavaron los ojos a los televisores
para que no vieran matar a su maestro.
Porque cada día es más baja la tarifa
para aumentar los archivos de la muerte.
Porque los hombres de talento
los que tuvieron el país entre las manos
—como un pañuelo de percal inglés—
jugaron en masa a la gallina ciega
y cruzaron altivos la frontera
¡mientras una hemorragia de muertos se escapaba
por las rotas arterias de la patria!
Me muero porque abrieron mis amigos su kárdex de avalúo.
Porque a la diestra del crimen se sentaron
el galeno, el arquitecto, la odontóloga y el veterinario.
Porque asistió al banquete mi pariente.
Porque en las noches tristemente
el mayordomo y la revendedora
cuentan el tiempo en los barrotes
y se reparten la luna, el hambre y el deseo.
Porque el aire recorre el tórax de los oportunistas
en tanto los pulmones de los hombres derrumbados
renuncian a sus amplios derechos de cometa.
Me voy porque ahora tienen que pagar impuesto
los árboles sencillos,
los ríos obedientes,
la piedra, las Hormigas,
la lluvia consecuente,
el gris interminable de los asnos,
las luciérnagas por su vientre iluminado,
el sueño mineral de las tortugas
y ¡hasta el clima sexual de las ovejas!
Me voy porque el trapiche renunció
al ladrillo de miel de sus panelas.
La sal a su bruñida casta de marmaja.
Los pueblos al derecho de escribir su nombre.
Los hombres del trópico
ya no viven alrededor de los volcanes de la piña
sino entre la ceniza de los paludismos.
Ya no se les ve crecer el pelo sobre el hombro a las mazorcas…
¡ni bailar a la lechugas con su traje de organdí!
Ahora sólo se palpa el almizcle integral de los jornales.
La mínima sangre del labriego.
El tibio cementerio de los ranchos.
El dudoso bolsillo de los clérigos.
El nocturno capital de los burgueses.
Las casas de pellejo de los médicos.
Los edificios de los abogados
construidos con el margen de las viudas.
Ahora las madres bajo su abultado vientre
llevan sólo un cadáver precoz bajo la piel.
El corazón de tus hermanos
ya no es la dulzura en la mitad del pecho.
Se acabaron las diáfanas criaturas
las gentes con el nombre de cristal.
Las calles no volvieron a cantar en las ventanas.
A los loteros y a los lustrabotas
les sellaron con plomo sus Asambleas de esquina.
Y en las casas antiguas —el abuelo—
a la sombra del brevo familiar
doblega en silencio su cabeza blanca.
¡Mientras Colombia en el mapa se desnuda
y le muestra a la América sus llagas!
IV
Hijo mío: mi sueño omnipotente,
mi sempiterna momia irreparable,
hará que tus párpados se crispen
y me nombren más allá de lo que estoy.
Este silencio que tendré en la boca
crecerá por tu voz como un gigante
cuando en los límites de la estratosfera
tu palabra me anuncie ante la tierra
colaborando serena en el plutonio
o decidida en el cuarzo o la marea.
Sentirás cómo mis huesos
con un lustre blanquecino y vítreo
para orientar los pasos de los muertos
abrirán su lámpara en la sombra.
Y pensarás —al contemplar la luz—
en mi pequeña intervención de chispa
cuando mi cuerpo inenarrable y alto
colabore en el pulso de la llama.
Y sabrás que la muerte es el principio.
Que mi oportuna decisión de paz
no tendrá ya sol que la interrumpa más.
Que el uranio, el protón, los electrones
vendrán desde mi tumba hasta tus bíceps
para que levantes a pulso y distribuyas
la igniscente columna de cristal y espuma
con que la Bomba iluminó a los hombres.
¡Tu poder hijo-genio, en este siglo
será un monólogo de Dios en el espacio!
V
Cuando mi muerte haya colmado de lágrimas tus ojos.
Cuando comience el olvido a ponerte su inicial de niebla.
Cuando se ponga amarillo mi nombre entre las bibliotecas.
En fin, cuando digas —madre— como si dijeras
—huracán—,
siéntate delante del silencio
y escúchame, hijo mío:
¡nada ni nadie debe detenerte!
La tierra es tu imperio y tu palabra
conmoverá la dimensión azul de las montañas,
el viento-buey,
la anatomía en sol menor de las cigarras,
la humana inclinación de la ballena
y ese temblor que las criaturas
guardan a la orilla de su sangre.
Pasarás largas noches tendido sobre el llanto
para que por tus ojos escape el dolor de tus amigos.
Recuérdame a través de tus venas hinchadas
y pálpame despacio en tu materia.
Cierra los ojos en tanto me extravío
retina adentro hasta el cerebro
y pega tu tímpano a la muerte
para lograr mis arpegios subterráneos.
Dos manos te dejo, hijo mío,
para labrar la tierra y enseñar
que la sangre de los adolescentes
no es vino en las orgías de los hombres de rapiña.
Dos piernas. Un nudo geográfico de arterias
para que invadas los puntos cardinales de tu patria
y execres a los hombres-alacranes
cuando se partan unos a otros las entrañas
y devoren el pan que entre el cadáver
está —como juventud— sin digerir.
Te dejo también un sexo y un nombre de varón exacto.
Una voz planetaria y un ancho corazón
como un satélite girando alrededor de la ternura.
La mujer es tu madre y tu hermana en otro cuerpo
y como tal —al acercarte— sé dulce, hijo, infinitamente dulce.
Y torna su materia, abstracta entre tus dedos.
Mi herencia es haberte hecho varón.
Haber logrado concebirte alto, simple, transparente.
Haberte dado a luz en este siglo
en que cada hombre es un dios omnipotente.
Hijo mío:
para que mi sueño sea blanco bajo el mármol.
Para que entre mi lengua
no escriban los gusanos tu nombre con dolor.
Para que crezca con pudor mi muerte
sobre la desnuda columna de tu cuerpo;
es decir, para llamarte —hijo—
tiende al espacio una bandera blanca
—como un paracaídas infinito—
y diles a los hombres de la tierra
que en Colombia la sonrisa de las calaveras
¡va a silenciar ya su coro entre las tumbas!
TÚ EN MÍ, ABSOLUTO Y VERDADERO
Ha quedado tu forma.
Entre mis sienes pálidas —corazones de invierno—
está palpitando tu sangre verdadera.
Y azul en mis orejas
tu aroma universal
recorre itinerarios de tibio porvenir
en tanto que mis ojos alumbran el camino.
Compases indelebles dibujan
medialunas de fruto adolescente
nombrando el sitio exacto
para sus pequeños hombros.
Y toda yo, florida,
colmada como árbol de aire dulce,
como mar de perlas y estrellas marineras,
como campos de trigo y soledad,
como aldeas de niños y campanas,
soy una tierra nueva
descubierta recién por tu milagro
cuyo grito se alarga por mis ámbitos
como se alarga en el desierto el viento
y el alma desolada del silencio.
Y tú estarás arborecido
conociendo la verdad de tu cosecha
a través de mis vigilas castas
pasadas entre lino y dulce-abrigo.
Ponte de pies para escuchar tu sueño,
venido de mí y de su voz futura.
Y entreabre las manos para conocer
la primera piel que traerá tu hijo.
Y las gentes sabrán de tu milagro
y no sabrán nada de mi voz de angustia.
Dirán: es una mujer tierra
como la tierra. Fecunda. Perfumada. Taciturna.
Con venas de río, carne de manzana
y canto enredado al cuello del árbol.
Y hablarán de la fruta y la esperanza;
del alma del aire,
la luz de luceros,
la risa de mar,
la sangre de azúcar
hinchando las arterias de los naranjales.
Dirán: tú eres, mujer vegetal
con brazos de flor
y vientre de aroma
la que usará la luna en los cabellos,
el mimbre en el regazo
y un amplio coro de celeste canto
en la ajena realidad de la garganta.
La que llevará traje blanco
en honor del algodón,
la que olvidará el color de las espinas
y hallará el más alto sitio de la savia.
Tú, mujer vegetal,
habrás inaugurado la alegría,
de todos los mástiles al viento;
habrás condenado a muerte
las lágrimas nacidas
en el sueño vertical de los puñales
y habrás hecho patente
el idioma increíble de los párpados.
Sólo tú conocerás el sabor
de la próxima alegría
y podrás definir
el síntoma violeta de la tarde
y la víspera de uva de los vinos.
Y seré la mujer tierra;
la vegetal mujer que tú conoces
lista a que te encuentres absoluto
cuando levantes a pulso la criatura
y las lágrimas me impidan recordarte:
“He ahí tu forma verdadera;
tu carne a través de mi ternura,
mi voz en la patria de tu sangre.”
No habrá último día para el sueño
ni campanas guardadas.
Sobre la paz de la tierra
te quedarás creciendo
como un crepúsculo a lo largo del silencio.
Vegetal, hombre jubiloso,
extenderás tus manos como ramas
sobre el campo y la agonía.
Te subirán ese instante por la piel
frutos de hielo, nubes trashumantes,
lágrimas de niebla,
y a veces mi voz estupefacta.
Y no serás doloroso como un hijo sin edad
porque te alzarás, torre de luz,
sobre los párpados del sueño y las cometas
y serás la voz de alarma
de las mariposas y los ciegos.
Déjame ese día ser alta en tu estatura.
SECRETA MUERTE
Tú no vas a morir.
No habrá ciprés para tu pelo
ni árbol alguno crecerá en tus huesos.
Que se duerman sin ti las amapolas
(sin el caliente sueño de tu sangre)
y que se parta el silencio contra el aire
el día que pretenda tu canción.
Hombre mío sin muerte:
Sal a detener el aire y los sollozos.
Sal a recoger el alba
a tomar posesión de tu mujer y tus aldeas,
a no dejar que el amor se petrifique.
Haz que abran en el campo
su flor de cobre las campanas…
Pon en cada ventana un viaje.
Una mujer y un hombre en cada alcoba.
Deja como una flor el olvido entre los libros.
Trae una canción blanca hacia los pianos.
Entrégale al mar su corazón de azúcar.
Porque eres inmortal
y dios en vano busca entre los hombres tu designio.
La muerte se desploma delante de tus pies
y yace en la penumbra por ignorar tu sombra!
LLANTO Y VIGILIA
Aquí está el dolor.
Como un árbol se levanta
para cubrir la angustia.
Presión establecida
Entre el llanto y el sauce
como si una voz de enredadera
prendiera de lágrimas y acentos
el muro de la última palabra.
Aquí está el dolor.
Y sólo estamos tú y yo para negarlo!
POEMA DESOLADO
Porque te amo y la tierra
y las voces y los signos te reclaman.
Porque te creo y el sueño
se cae de tus párpados.
Porque te lloro y las tinieblas
te dicen solidario y te señalan.
Porque busco mis derechos de hiedra.
Porque frente a tu corazón
no está más que mi lengua.
Porque mi savia y mi espina
constituyen tu huerto.
Porque algo me estrena
y me descubre.
Porque el fuego se pone
redondo entre mi cuerpo.
Porque todo me indica
me viaja y me subsiste.
Porque me esperan las viñas
y me saben los peces de memoria.
Porque todo el territorio me contiene.
Porque estoy caminando por tu casa
entre ovillos de lana
y tus panteras.
Por mi vino.
Por mi casa y mi veneno.
Por mi espejo y mi cadáver.
Por la ventana donde el cielo
se acomoda al tamaño de tus ojos.
Porque soy
Porque canto!
POEMA DE LA TOTAL AUSENCIA
Adónde —mi hombre— tu voz de hueco y ron.
Adónde tus manos de raíz
tus pies.
¿Adónde el corazón como una isla
en la mitad del horizonte mío?
Te fuiste todo.
Desde mi madre hasta tu piel.
Desde la alta pared donde tu sombra
era un óleo parcial a la dulzura.
Te fuiste de mi piano y mi cerebro.
De mis tardes de eucaliptus
de mis albas de mantel
y de aquel viernes azul de golondrinas
en que supiste que mi vientre tibio
certificaba tu don y tu raíz.
La soledad ahora —amado mío—
ha instalado su clima en mis terrenos
y este ambiente de abuela y terciopelo
se ha ido de viaje con el humo
emigrante de mi chimenea.
El corazón ya no es la llama.
El corazón es una cita puntual con el silencio.
Un breve volcán desdibujado.
El corazón es una oruga bajo el pecho.
Tu ausencia de soldado, de tuberculoso,
tu ausencia de convicto, de aviador, de enajenado.
¡Ah!, tu ausencia de morfina, de hijo muerto,
tu ausencia como un humo en la retina
o una punta de alambre entre las uñas.
Todo —mi hombre— comenzaba por tu sitio.
La hierba en tu pie y entre las frutas
tu lengua conjugaba los sabores.
La crin, los gusanos, el espejo
y el tiempo que venía de tu sien
como una bestia retrasada y cruel.
Los árboles ostentan tu muerte entre las hojas
y subterránea la semilla te persigue
por los cuatro silencios de la tierra.
El río es viajero en tu nivel de barco
y se ha quedado sin padre hasta la lluvia.
El sol prostituyó la sombra
y la muerte salió de entre las piedras
a derramar su musgo entre tu piel.
Todo termina por tu sitio.
Sobre el viento las enredaderas
se llevan tu verde hacia la nada
y de noche el pastor y la culebra
dejan su sueño en tu latido ausente.
(Tu hijo está desnudo en mis arterias
abominando el rumbo de tu sangre).
Te fuiste.
Mi verdugo fácil.
Mi copioso llanto.
Mi diplomático, mi obrero,
mi momento de sal (como en la mesa de los limosneros).
¡Tu ausencia sostiene los muros de mi alcoba
y me duele en el alma como un hijo contrahecho!
Te fuiste.
Te fuiste todo.
No como los muertos que se quedan.
¡Te fuiste como los vivos que se van!
Todo termina por tu sitio.
Sobre el viento las enredaderas
se llevan tu verde hacia la nada
y de noche el pastor y la culebra
dejan su sueño en tu latido ausente.
(Tu hijo está desnudo en mis arterias
abominando el rumbo de tu sangre).
Te fuiste.
Mi verdugo fácil.
Mi copioso llanto.
Mi diplomático, mi obrero,
mi momento de sal (como en la mesa de los limosneros).
¡Tu ausencia sostiene los muros de mi alcoba
y me duele en el alma como un hijo contrahecho!
Te fuiste.
Te fuiste todo.
No como los muertos que se quedan.
¡Te fuiste como los vivos que se van!
A CALI HA LLEGADO LA MUERTE
No.
Ni la sangre de polvo.
Ni el rumor de las venas sub-terrestres.
Ni los ojos de antiguas polillas vagabundas.
Ni los hombres de párpados doblados.
Ni la casulla del viento.
Ni la tierra pintada de frutos en la tarde.
No.
Nada.
Ni el sexo que comienza en la lengua de los niños.
Ni los pastores de culebras.
Ni las esquinas infieles sobre las ventanas.
Ni la dignidad de los trapiches
sostenida en el breve equilibrio de la caña.
Ni el transparente río que se hunde por los muslos de Cali.
No.
Nada.
Ni las almadías del sueño.
Ni el somnoliento camello de la cordillera.
Ni el monólogo amarillo del sol en el espacio.
Ni la paz de los escarabajos.
Ni la mariposa pintora.
Ni el grillo concertista.
Ni la boñiga de oro.
Ni los geranios, ni las bicicletas
que absorben con sus esponjas de silencio la tibia pereza de
los muros.
No
Nada.
Ni el candor de las escuelas que traza palotes de ausencia en
los tableros.
Ni los borrachos que miran fijamente a la ventera
y le derraman el corazón entre las trenzas.
Ni las polleras de los siete-cueros.
Ni la barba de cristal de los torrentes.
Ni los panales detrás de las ortigas.
Ni los bueyes de artificial melancolía.
No.
Nada pudo detener la muerte.
Llegó a Cali navegando
y los corceles del Océano Pacífico
la saludaron volcando sus belfos espumeantes en la playa.
Llegó por el pito de los buques
por las banderas de los guacamayos
por el ojo de las agujas que remienda el pudor de las modistas
por la voz de los muertos en los árboles
por los billetes rubios
por el alma incolora de los camioneros
por los ojos trasnochados de los naipes
por la felina displicencia de los grandes
por la rosa ignorante
por el paisaje de zapatos sin huella.
Llegó sin pasaporte y cruzó la frontera
caminando sobre el miedo rosado de los niños
por el clavicordio dorado de los campanarios
por el pelo de agua dulce de los cocos
por la sencillez de los pueblos
donde los campesinos y las almojábanas se encaran con el sol
y los mendigos pegan su coto a las ventanillas del tren.
Llegó sin autorización de los muertos
que se salieron de sus tumbas
a protestar en un mitín putrefacto y amarillo.
Llegó por en medio de las garzas
los taladros
por entre el múltiple corazón de pitayas
por la flor que se colocan las solteronas tras la oreja
por los solares donde hacen venias al viento los interiores
parroquiales
y un tulipán oye misa diariamente.
Por cerca de los gallos
que creen en la blancura de los huevos
por los tejados donde los suros escriben la epopeya de los celos
y los gatos y la luna
forman siete lechos y un violín.
Invadió los palacios, las haciendas,
los ranchos y las niñas de capul.
Invadió el cielo y sus altos corderos extraviados.
Invadió la secreta desnudez de los cadáveres.
(La ciudad era un racimo de plomo derretido
y la muerte le salía a bocanadas).
La historia de Cali dejó de ser un río deliberadamente puro
por cuyas ondas los días eran barcos de vidrio.
¡El rojo fue una lluvia sostenida en el aire
y entre los montes de cristal la sangre
dibujará para siempre vitrales en la sombra!
¡Hay que llorar desesperadamente!
Bogotá, agosto de 1956
Ver programa de televisión sobre la poeta Emilia Ayarza
PRÓXIMO PROGRAMA JUEVES A LAS 22 HS (HORA ESPAÑOLA)
Extraordinaria, cimera, la poesía de Emilia Ayarza. Poeta de largo aliento, sostenida inspiración. No la conocía en la dimensión de una poesía sin antecedentes en Colombia.
Saludos,
CRISTO GARCÍA TAPIA, Poeta
Sincelejo, Colombia
No dejo de leer la hermosa y comprometida poesía de Emilia Ayarza. Qué gran poeta. Un referente de la literatura colombiana que merece divulgarse una y mil veces.
No dejo de leer la hermosa y comprometida poesía de Emilia Ayarza. Qué gran poeta. Un referente de la literatura colombiana que merece divulgarse una y mil veces.